jueves, septiembre 05, 2019

CUANDO LA ESENCIA DEL MUNDO SE VA DILUYENDO...



*Foto: Jorge Isaías.






LIV *



Deslumbrado
miro el pico
de ese pájaro
que robó un pez
en la tarde fría
cuando ya nada
sucede en el río
sin la luz menor
del crepúsculo
cuando la esencia
del mundo
se va diluyendo
en las barrancas
barrosas
turbias de niebla
de gramilla
y de ruinas.


*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com
-Esas ramas altas, Editorial Ciudad Gótica, Rosario. 2013








CUANDO LA ESENCIA DEL MUNDO SE VA DILUYENDO...

-Textos de Jorge Isaías.







EL GOL QUE NO HICIMOS NUNCA



¿Cómo se hace para hacer rodar un relato? ¿Cómo se convoca a las palabras, estas tan esquivas que están en el diccionario, y no? Las que vienen amasándose desde lejos en el barro del idioma, este tan nuestro, tan querido, tan apto, único, el materno que parece fácil. Lo hablamos desde que somos niños, nos constituye pero siempre resulta esquivo, indiferente, lábil, como que fuera un potro a domar, siempre, siempre.
Uno tiene siempre autores de su preferencia y quién no las tiene diría Juan Gelman, como un hombre y una mujer con sus problemas. Edgar Bayley decía (y escribía) que uno debe merecerse ese poema. Raúl Gustavo Aguirre acotaba que esas palabras que uno echó a rodar hasta que se encuentra con su lector que lo acune. Esa búsqueda puede resultar trabajosa pero siempre da con el lector que lo espera, el que lo hará feliz.
¡Qué buena que es está quietud de esta ciudad dormida!. Uno esta entonces esta valva silente esperando las palabras que no vienen,  insistía Juan Manuel Inchauspe, mi amigo. Los grandes poetas siempre se quejan de no encontrar esa palabra para su poema perfecto, que, claro tampoco llega nunca.
A veces, cuando madrugo, mi felicidad me supera y puedo pasarme horas imaginando los despertares de la ciudad que pronto se llenara de ruidos y de cosas y de noticias tristes pero de pronto hay un nacimiento y la esperanza renace y es como si la vida pidiera que le abran posibilidades plenas que no todo es odio en este valle hondo de tanta intensa lagrima. Que de tanto dolor parece que nunca acabara.
Uno sabe que puede interrogar aquella infancia de cielos abiertos y de crepúsculos rodadores, girantes como grandes manos que quieren  abarcar  la tierra ésta que nunca nos deja conforme, nunca nos da el reír plenamente mientras tanto uno disfruta de esta ciudad que navega en hondo mar de aguas tranquilas esas vigilancia atenta, ese abandono al que uno se rinde. Como se rendía en el principio del anochecer en que habíamos tenido días de cazas o de pesca con los otros chicos de ese lento barrio de  aquel pueblo  del que alguna vez me vine, y que ahora busco todas las palabras para volverlo vivo, palpitante como aquella sandia roja que robamos aquella siesta y partimos sobre la tierra hasta arrancarle ese corazón vivo que recogían  los rayos del sol del querido verano y nosotros no lo sabíamos pero éramos imbatibles  en nuestra imaginación que mezclaba piratas, gauchos alzados contra la injusticia, con la zurda perfecta de nuestro crack querido que hacía es gol en ese ángulo imposible, ese o aquel que soñamos convertir en ese clásico inexistente, en que sin quererlo nos metió la vida cuando ya era tarde y ese día nos golearon para siempre.
Estas palabras son para Justito Pezzino, para Toto Miguez, para Roberto Vega, para Miguel Correa, y para Víctor  Sánchez que me esperan en esa cortada de gramilla que el progreso convirtió en una calle que saltea pasto hacia el Sur, la ruta y el mismísimo camino del Diablo.









LARGO Y COLORADO EL DÍA




Unos atardeceres que daban pena sin embargo, largo y colorado el día que no llegaba a difunto. Que no llegaba a ser cascabel si servil ni andrajoso. Un día pleno de soles tuertos de un desvencijado duraznero  que goteaba otros jugos, otros esplendores que ningún estío desarmó, ningún dador del silencio ordenó plañir sus seguros pareceres, árbol, inveterado en ese armado costado que da en reír, en gozar, en oscurecerse denso como un brillantes fulgor.
Las caballadas con las crines al viento pensaban otras libertades, otros colores de un pelaje que el sol cristalizaba en una inmodestia que no condescendía en el perdón de los ardientes arenales, esos que no perdonaban ni un gesto adusto de esplendor sereno. Los niños se adocenaban debajo de sus arboledas que habían plantados sus mayores, los que cuando llegaron a estos márgenes secos por la falta de sombras y de refugio donde guarecerse donde dar con sus huesos firmes como estacas al caer la oración, cuando los rayos del sol facineroso,  que curva los huesos y los inclina sobre la tierra dando el si, el no, el tal vez, cuando un día del ultimo brillo en la vastedad de la llanura.
De donde venían esos atardeceres arrastrando la lentitud del alba estremecida?
Los días lejanos de cuando esperaban la campana clara del sol lleno de rayos, de peleas que se enredaban entre la ubicuidad del sol y del martillo que entrecerraba con galopes muertos sobre la carne machucada e inerte. Cuando las mamas duras se ponían  para la avidez del labio deseante que goteaban su acero expectante diciendo que si y que no. Diciendo que si que si, hasta no dar más. Hasta dar el que si del niño cuando los crepúsculos corrían rodadores contra los pinos y las caballadas se encabritaban en el río entre espumarajos húmedos donde se extendía su manto de un frescor.
Estos son recuerdos, lentos recordares que se encintan en mis dedos, arduos deseantes de un claro verdor esplendente por que si, un esplendor que da vueltas el mundo, tus ojos clavándose  en esa espalda blanca, el oscuro de la noche que montaba ese jinete que se agigantaba en las sombras. Todo era un augurio nuevo, agreste, cuando la alegría soñaba rodeadora del más lejano frescor de los molinos.










SI COMPRENDER UN NÉCTAR



Hacía rato que no mateaba debajo de estos fresnos viejos que plantó mi padre.
En el Ibirá majestuoso, el más alto de todos los árboles ya no quedan esas bellas flores amarillas que curiosamente aparecen en enero. Pero entre  sus ramas se desplazaban a saltitos breves algunos horneritos, que por lo general caminan debajo de él buscando su comida. Sobre todo cuando mi hermano corta el pasto. Andan de a dos, nunca solos, seguramente la misma parejita que luego construirá con barro esas casitas que siempre me llamaron la atención. Por eso nunca los matábamos cuando de niños andábamos siempre con esas hondas asesinas de pájaros y aún otros animalitos menores como cuises o gaviotas de cañada.
Ayer era una tarde rara o andaba raro yo. Estaba un poco fresco pese al espléndido sol de otoño, el movimiento de la calle era exiguo, y había como una paz no concertada, laxa, diría que esa paz constituía la esencia de las cosas, de los seres, de los animales y hasta de todos estos verdes árboles que aún no se vuelven cobre, porque en rigor no somos otoño, pero casi. Cambié la cebadura, calenté más agua y proseguí con mi lectura, que a decir verdad interrumpía cada tanto para gozar de ese espectáculo que nada tiene que ver con el sarro de las ciudades y su tráfico, sin dejar de reconocer sus grandes ventajas, que precisamente no están en ese ruido y ese apuro y esa falta de árboles aunque allí también los haya, pero los árboles de las ciudades, lo he pensado, están cansados de tinta como se lamentaba  ese poema del gran Juanele Ortíz.
En realidad cometía aquello que Macedonio llamaba lectura salteada, pero no porque leyera un libro de poemas, sino porque esas continuas distracciones me llevaban constantemente  a levantar la cabeza y seguir con mi mirada el vuelo corto de ese pequeño pájaro que yo no conocía, o el rasante vuelo de la calandria que  a veces se tiraba de Ibirá como en picada persiguiendo otro pájaro en el mejor estilo del avión de guerra. Barthes ha escrito que uno lee incluso cuando levanta la vista del libro. Tal vez, pero la verdad que me pasa siempre aquí. Con la pila de libros sobre la mesa de cemento del patio que mis padres usaban para comer al aire libre, en especial ese asado a punto del que mi  padre se jactaba.
Cuando ya pensaba en cambiar la segunda cebadura cayó mi amigo Mario Compañy que me relevó de la tarea, puso la pava a calentar más agua y nos enfrascamos en una charla amena,  entre cambios de información que a veces nos damos por teléfono de manera más sintética.
Se fue con la promesa de llevar a visitar las cañadas que se han hinchado con las intensas lluvias recientes y para mostrarme esa maravillosa fauna acuática que ha regresado y aún –me dice- enriquecida por algunos flamencos rosados, venidos nadie sabe de dónde y que en paz se mezclan con las gaviotas chillonas, las cigüeñas y algunas garzas blancas como un vestido de novia que uno imagina con sus gasas al viento en lugar de esas grandes alas que se baten suavemente por el aire.
Desde aquí se oye el croar monótono de las ranas felices que se suman al concierto de tanto bicherio  al que no puedo identificar, pero que es un ruido agradable, y uno extraña de pronto el ladrido de un perro lejano, muy lejano de un perro que ladra a la luna, al sueño, a la memoria, porque nunca se sabía bien adónde se producía ese ruido que era partido por el pito de un tren de carga que atraviesa incólume hasta el último rincón de mi memoria tenacísima y de ese mismo magma ahondado por los años aparece de pronto, límpido y certero un verso de Hugo Padeletti : si comprender un néctar. ¿Por qué el poema, pienso, habrá trocado lo sensorial para referirse a eso tan bello y lábil y perfumado por una operación netamente ligada a la razón?
De todos modos fue un verso suyo que siempre me encantó y no sé por qué.
En los lejanos tiempos de la Librería Aries –que fue cuando lo conocí en la década del sesenta- es que leí este poema. Está en su primer libro, que me obsequió él mismo. Y me dio tres ejemplares más:
-Para tus amigos –me dijo.
Quien no he comprendido ese poema soy yo, que me sigue gustando y no se por qué. Tal vez porque en ese verso consiguió lo que pocos, traernos  la poesía para que  la disfrutemos. Tengo conmigo otros poemas de Padeletti, que voy leyendo, mientras  levanto la vista del libro y me distraigo mirando los pájaros que cruzan erráticos el aire primoroso de este marzo en que no es otoño todavía.
Esta mañana amaneció lloviendo, motivo por el cual, se nos aguará la salida, y nunca la expresión podrá ser más justa. Y la lluvia trae a mí aquellos magníficos versos de otro grande, quiero decir, Raúl González Tuñón.
Entonces comprendimos que la lluvia era hermosa
Estamos tocados por el mismo destino.
Porque nos moja la misma lluvia.
Y yo comprendo entonces que cuando los poetas son importantes viven con sus versos en nosotros, y podemos comprender el néctar y los secretos de la lluvia esplendorosa porque habitan por suerte en un idioma y en una poesía.
Si al fin de cuentas Pedroni tenía razón: La gloria no es más que un verso recordado.










VERDOR EN VILLAGUAY



En el sueño, como todo sueño que se precie, los padres eran muy jóvenes, los árboles tenían sus hojas muy verdes, pero de un verde claro, con el sol que le daba un color especial a las ramas tan jóvenes.
En ese mismo sueño me alegraba de haber tenido padres que me enseñaron a amar los árboles que acarician las brisas y los vientos hamacan y las tormentas sacuden y  los altos ramajes que sólo saben resistir con esa elástica fortaleza que es todo su esplendor y defensa.
Recuerdo aquellos textos señeros W.H Hudson, el primero que vio tal vez la gloria de Dios por estas tierras y amó el viento en los matorrales y admiró los últimos pájaros libres del mundo y supo como nadie de aquellos árboles que rodeaban su casa de los  “Veinticinco ombúes”. Pero eran cosas como de principios del mundo y aunque él ya se sabía el último testigo de aquella gran maravilla que abrazaba los amaneceres y derribaba los crepúsculos más bellos, fragantes y arrullados por todos los pájaros que ya no volverían.
Con esa lúcida conciencia que usó hasta el final nos dejó páginas memorables que podemos recordar porque en el recuerdo también mora el amor, y esa es la única arma que se puede esgrimir contra el dolor, el desasosiego y la pena que siempre insiste en ponernos de rodillas.
Es decir que todo este amor por los árboles fue inducido por la pasión de nuestros padres, y con mi hermano hemos agradecido siempre todo aquello que nos hunde en esa naturaleza propicia de verdes, de pájaros, de vuelos libres de las abejas y las mariposas.
A la propuesta de mi amigo, el poeta entrerriano Miguel Angel Federik, sobre el destino final de las nubes de mariposas en la infancia ya lejana, no supe responder, en nuestras charlas memoriosas,  gratas y fraternas en su hospitalaria casa de Villaguay, donde vive bajo la mirada discreta y amorosa de María, su mujer.
Las charlas de esos días inolvidables, se sucedieron con pasión sobre los poetas amados por nosotros y en la unción conque repasábamos esos versos que ya están en el fluir hondo de la sangre.
El primero, como es obvio, fue aquel entrerriano universal  que se llamó Juan Laurentino Ortiz, quien según mi amigo Miguel, derribó todos los tabúes de la lengua y nos dejara a nosotros un campo limpio para que armáramos lisamente “en la lengua”, según su expresión un campo de entera libertad para que lo usáramos con toda libertad.
Se cambiaron anécdotas amables, risueñas y reflexivas, siempre hondas de ese hombre que nos dio más de una lección de vida con su valentía y resistencia en la soledad y su entrega de amor a la gente que habitaba su paisaje, y lo hizo con humildad y su pasión conmovida.
También recorrimos las colinas que él puso en la poesía argentina para siempre.
La erudita pasión de mi amigo nos llevó por los senderos de la historia de su provincia, que es donde amaneció la Patria, en su sentido más fundacional. Y me parece oír la voz del gran Juanele cuando relataba como si lo hubiese visto o hubiera sido testigo de las caballadas de los ejércitos de Artigas, con esos desarrapados que lo seguían en la victoria o en todas las derrotas, en el albor primero y lejano donde se desangraron estas crueles provincias.
Y también de las tragedias recuerda Miguel, de sus grandes caudillos todos muertos asesinados. Porque Ramírez, Urquiza y Ricardo López Jordán, no se fueron de este mundo desde una cama, sino bajo la crueldad de las balas y los cuchillos.
Estas cosas y muchas otras charlamos en su casa de Villaguay, con Miguel y escuchamos música, leyendo nuestros poetas queridos, dando cuenta de nuestros afectos, de nuestras coincidencias mientras el vino oscuro bajaba en las gargantas, y todo alumbrado con sus reflexiones justas y apasionadas, sobre esa materia viva que es la lengua y sobre todo la poesía.
Creo no caer en un lugar común si digo que Miguel Federik, mi amigo, es un libro abierto que se ofrece a la amistad y a la poesía, como un pan caliente que se corta sobre una mesa de madera.
A orillas del río Uruguay, con María y con Miguel vimos navegar unos barquitos lejanos, bajo el sol que inundaba las colinas tan verdes y no pude dejar de citar ese bello poema de Juan Gelman,
Que dice:

“Quién paga los derechos del velero
que escribe adiós
en la tarde desierta”









DOS HILERAS DE SAUCES




La entrada a la casa de la chacra estaba precedida por dos hileras de sauces, que partían de un camino interno, al costado sobresalía un gran galpón de ladrillos con techo de chapa a dos aguas para guardar cereal y donde dormía a veces un viejo tractor marca Pampa.
No era raro que en las siestas, en uno de esos sauces ataran un caballo de andar. Para usarlo luego de la recorrida en busca de caballos que pastaban en los potreros y que usarían en diversas tareas del campo. No era raro que ese caballo, luego de horas de estar allí, entre le orín y las moscas se mostrara molesto. Tampoco era raro que yo me acostara debajo de algunos de esos sauces aún jóvenes, con mi espalda sobre la mullida gramilla y con una revista de historietas dejara pasar morosamente las horas,  mientras los mayores dormían su siesta.
En otras ocasiones dejaba a un lado la revista y miraba el cielo a través de las ramas de esos sauces que filtraban el sol por las nervaduras de las hojas, que gracias a la luz se pintaban de un verde muy pálido, más pálido que el verde natural de esos árboles, que apenas movían esas hojitas con una brisa tenue y quizás intermitente.
No era raro que los moscardones, atraídos por el acre orín del caballo, revolotearan  con ese zumbido molesto.
Esos sauces, esos moscardones y aún las moscas más silenciosas, ese pequeño vaho de orín y sobre todo esa quietud ha quedado flotando en algún lugar no sé si feliz, pero  agradable de mis más remotos y lejanos recuerdos de esa infancia suspendida  como  un brevísimo abrojo en la quietud solitaria de la llanura inabarcable que fe la matriz-tal vez- de toda escritura .Que de algún modo también inesperado aparece siempre en aquello que uno no elige a la hora de sentarse a escribir. Son los núcleos que a uno “le han sido dados” (la frase es de Borges) y que no puede eludir.
Inútil aclarar que esa casa, que rodeaban los mandarinos olorosos ya no existe, ha sido
Tapada con tierra  y se le ha sembrado soja encima, pero no hay nada que pueda sacármela de la cabeza de seis años, porque esa idea tira con la fuerza de cinco percherones oscuros, con los garrones sin tusar, llenos de abrojos, con los inmensos vasos partidos, que nunca tocaron el martillo y el punzón del herrero.
Porque la realidad puede ser modificada en lo real, pero nunca es tan importante como para sacarla de cuajo de la percepción, que siempre es más pertinaz y más esquiva a los avatares que traen los cambios. Y máxime cuando se aloja en la imaginación de un niño.
Quedan otros recuerdos, un tanto más vagarosos, como éstos pueden serlo pero también  tienen la persistencia de una cigarra que perfora el verano con su sierrita demoledora, esas cigarras que nunca vi porque se metamorfoseaban  entre las hojas de los fresnos o el follaje de las parras que soportaban también esos racimos seductores y dulces que bien valían un reto si uno se atreviera a robarse uno, a distraerlo de la rigurosa contabilidad de la abuela o la más que laxa mirada de mi madre que más de una vez disimuló el hurto y fue cómplice de sus hijos porque comprendía que ese deseo imperioso alguna vez la vida se encargaría de troncharlo con mayor violencia y desamparo con la impiedad de los años que vendrían, durísimos.










EL HABLA DE LAS MUJERES



"Si la escritura y el silencio se reconocen uno a otro en ese camino que los separa del habla, la mujer, silenciosa por tradición, está cerca de la escritura", escribió Tamara Kamenszain en "Bordado y costura del texto".

Ahora, en un rincón muy alejado, aletargado tal vez de mi memoria, lo recuerdo al leer estas palabras. Mi abuela materna, recién instalada en Rosario, viajaba a mi pueblo para acompañarnos a mi madre y a mí, en esos meses en que mi padre viajaba al Sur a cumplir con sus tareas de la cosecha fina, como se llamaba a la trilla del trigo en ese tiempo.

Eran tiempos laxos para nosotros que descansábamos de esa especie de Catón, que era mi padre muy adicto al autoritarismo y la censura.
Todavía recuerdo aquella noches en que yo recostaba mi breve cuerpo de no más de cuatro años en la cama grande mientras mi madre y mi abuela, acomodaban ropa, zurcían o remendaban, o directamente la cosían con esa máquina que inventaba el ruido de la lluvia. En un momento, sólo oía sus voces cuyo sentido no lograba descifrar porque venían en un dialecto dulzón del sur de Italia. Llegaban esas voces protectoras y queridas como arropándome, como bañándome de abandono, como produciendo en mis músculos esa laxitud que me introducía en el sueño paulatino y lentamente, como si yo fuera un leve pájaro que recibe sobre sí el peso de una montaña de plumas. Así de blando, así de dulce era todo.
Al otro día despertaba en mi cama, justo debajo de una ventana que daba a un ceibo pletórico por el canto de los pájaros y con ese despertar y con ese ceibo que ya no existe, sueño todavía.
Del clarificador texto de Kamenszain digo solamente que es una manera de explicar tal vez el origen de toda creación poética y cito luego unas palabras de Eloisa, hermana de José Lezama Lima; que copio: "Las mujeres de aquella familia invertían gran parte del tiempo en interesantes diálogos que se interrumpían para proseguir la cotidianidad y se volvían a hilar con una técnica perfeccionada. Esos diálogos dieron a los niños de la familia una cultura insuperable..."
Y vuelvo entonces a aquella edad donde no recuerdo ningún día donde no brillara el sol, donde yo no estuviera en compañía de mis amigos, donde el cielo no fuera sino azul y los pájaros no fueran sino esas flechas veloces que cruzaban el aire en aparente desorden y caos, pero nosotros sabemos que un orden mayor, rítmico y señero seguramente tienen.
También recuerdo que en mis incursiones por la casa, o para tomar agua, por un alto en los juegos, o ya porque mi madre me llamaba para la merienda, yo oía los restos, las hilachas desvaídas o misteriosas que mi madre, mis tías o mis abuelas compartían.
Muchas veces lo pensé, pero ahora estoy convencido al leer esas palabras de Tamara Kamenszain: en ese lugar de bordado y de costura nacerán los futuros escritores. De esos fragmentos de conversaciones a veces misteriosas, a veces en un secreteo que implicaba una mirada dulce de mi madre como para que yo comprendiera que no podía oír cosas que eran inconvenientes para un niño. ¿Un amor perdido de alguien tal vez? ¿La que fue abandonada? ¿La que se fue con su amor? ¡Quién sabe! Pero en ese trasiego, en ese ir y venir ellas iban armando esa "costura" de sentido, que se aposentaba en mí como una mariposa, que luego volando me traería la poesía.
Creo haber leído en García Márquez alguna vez, que las mujeres son, al fin de cuentas, las que arreglan el mundo que los hombres desordenan y arruinan con sus desaguisados y sus guerras.
También aquellas reuniones, que no excluían el trabajo, y que tal vez lo potenciaran, eran un espacio u ocasión para los mimos extras porque esas mujeres siempre llegaban con presentes seguramente comestibles: pasteles, tortas, buñuelos, esas exquisiteces de las que yo daba cuenta sin ningún rubor ni ninguna timidez.
Esas voces, ese parloteo entusiasta me sigue todavía, cuando no está ninguna de ellas viviendo sobre la faz de este planeta y ya sus voces y sus risas se han acallado para siempre. No sin antes dejar a un hombre, ya con sus años, que vive agradecido porque esa herencia llegó a transformarse con los días que se arracimaron duramente sucesivos.
Nadie sabe cuánto daría por dormirme oyendo las voces de mi madre y de mi abuela que acompañaban mi sueño blando al compás de ese dialecto dulzón que atraviesa para siempre mi vida y mi escritura.

Y hoy, cuando despierto en las mañanas no están ni el ceibo, ni los pájaros, ni aquella ventana pintada de verde ni la voz querida de mi abuela, parándose en la puerta, preguntándome cómo había dormido y diciendo que ya tenía el desayuno preparado.










TERNURAS LEJANAS



Fue en el atardecer en que admiramos más allá del crepúsculo las últimas estribaciones donde reinaban los árboles.
Era cuando el mundo admitía su derrota no de golpe, sino de un modo paulatino y sagaz, casi como si no quisiera darse cuenta.
Aquellos árboles, preguntaste, qué son.
Eran especies ajenas a mi conocimiento de entonces, y callé. Volviste a hacer la pregunta de un modo un poco imperativo, sonriendo y con una casi vehemencia que nunca había sido tu estilo. Sonreí cohibido, y volviste a esa serena sonrisa con la cual volvías todo a su exacto lugar. Y me dijiste que repitiera esos nombres: tilos, casuarinas, magnolias y palo borracho, de flores blanquísimas que en mi memoria flotan como copos de algodón o de azúcar en esos capullos de azúcar que comprábamos los domingos en la cancha de fútbol donde merodeábamos curiosos antes de interesarnos por el juego que más temprano que pronto iría a ser nuestra
pasión excluyente y el motivo de un reto paterno, por el temor que el hijo perdiera interés en los estudios y pretendiera abandonar la escuela, como ya habían hecho algunos chicos del pueblo. Entonces hubo órdenes rígida, como toda regla del padre:”En esta casa sólo está permitido hacer comentarios de fútbol los sábados y domingos”. Inútil protestar porque el castigo podría ser mayor. Pero uno se desquitaba con los amigos en la escuela o en el campito de gramilla mezquina que soportaba nuestras zapatillas rotas o nuestros pies descalzos si era verano.
Pero vos, que todo miraba con esos ojos oscuros, que todo comprendías, ahogabas una lágrima en tu delantal que olía a cebolla, y  amasabas esos buñuelos repletos de azúcar impalpable para el mimo que mi padre no percibía, en esa distracción y en su empecinado autoritarismo. Y ese gesto que ofrecía siempre la arista más dura, obcecada e intolerante. Y pobre si alguien osara contradecirlo en su orden que reportaba con su andar mudo y taciturno, cómo saberlo si era real o un papel que debía cumplir como hombre que no llora nunca.
No sé si es cierto papá que nunca lloraste.
Y sin embargo ella que era tan propensa al llanto llevaba en su tímida risa todo el amor que cobija mi pena infinita en estos tiempos hostiles como antes en la indefensión de los años.












LA BALADA DE HAROLDO CONTI



En los textos de Conti las estaciones predicen el destino de los personajes y lideran las futuras acciones y peripecias de los personajes, influyen en su ánimo, tiñen el valor y espesor de los recuerdos. Los colores cambiantes van traduciéndose en percepciones para instalar leve y paulatinamente el tono con que el relato se desplaza en un cono de luces que cubren todos los sentidos.
Los diálogos son verosímiles y como en la saga hemingwaiana siempre exponen un mundo interior que subyace detrás de la historia, que va más allá de su laconismo y su economía de recursos expresivos. La diferencia entre el autor norteamericano a quien admiró la generación de Conti y Conti mismo reside en que el discurso de aquél nunca o casi nunca expone los sentimientos mientras que el escritor argentino con similitud de recursos expone una afectividad nostalgiosa y nunca ríspida, apegada al gran valor otorgado a las cosas y a los seres que se pierden para siempre y que por algún motivo no preciso de la memoria a él se le presentan asociados.
La escritura de Haroldo Conti se nos aparece humilde, morosa y preocupada para retener aquello tan pequeño que a nadie interesa, solo a su letra que no se resigne a dejar morir lo que se va. De eso, creo, se ocupa la poesía de todos los tiempos porque tal vez Barthes tenga razón y los escritores eternamente estarán tratando de responder a dos preguntas claves.
¿Por qué te amo?
¿Por qué le tengo miedo a la muerte?
No hay ningún tema fuera de esos porque el poder y la gloria no permanecen indiferentes sino implicados en esos enunciados barthesianos.
La morosidad y el amor con que Haroldo Conti trabaja el devenir de las vidas anónimas, marginales y muchas veces miserables de sus personajes, que como en el caso de El Boga, de Sudeste, ni nombre propio tienen.
La morosidad de sus narraciones que el propio Conti eligió para construir un mundo poético lleno de reflexiones donde duda permanentemente sobre el poder representativo de la palabra, conciente que dedica sus afanes a esos "antihéroes" que obviamente no son ni nunca serán ejemplares, presentados
los párrafos con la ironía con que reconoce su propia dificultad y su distancia, su desconfianza de ser tenido en cuenta en ese discurrir de sus historias que como dice el narrador de uno de sus cuentos está contando una historia que no es de él sino de otro, y que además le fue referida y "que no interesan verdaderamente a nadie", como si fuera conciente de la elusión que hace de los grandes temas que instalaron el prestigio de la literatura de todos los tiempos.
Haroldo Conti apostó a una poética, esa visión de lo que falta, de lo que siempre está detrás, este trazo que aparece donde nada existe.
La conjunciones disyuntivas, las frases indirectas, los reflexivos, la progresiva incorporación y la preponderancia de las frases pocas seguras, acentuaron la relación entre el narrador y su materia. Esas frases que ponen en duda la historia que cuenta el propio narrador como si constantemente estuviera dudando en esas infinitas mediaciones que hacen entrever lo que quiere contar de una historia que conoce de oídas. Cumple con el consejo borgeano que dice que uno tiene que contar las historias como si no las supiera del todo.
El río funciona en los textos de Conti como una metáfora del tiempo, que no es sino el río que El boga trasiega incansablemente con la excusa de la pesca o la del viejo del cuento "Todos los veranos", donde el narrador-personaje niño relata las vicisitudes de su padre, un pescador que navega las aguas enojosas o calmas del Delta en busca de pesca pero en el fondo lo que busca es el sentido para su vida vagabunda y errática.
El tiempo, gran personaje de la narrativa contiana, tal como aparece a lo largo de toda su obra, sirva como ejemplo esta cita de su cuento "Los novios" de su libro Todos los veranos.
"A Hipólito le gustaba hablar del tiempo, lo mismo que a su padre. En realidad, era todo lo que lo que recordaba del viejo. Allí estaba en su recuerdo hablando las horas enteras en el Círculo Italiano o en el bar Alsina. La verdad que era un tema inmenso. Se recordaban cosas, se auguraban cosas, y uno se volvía cosa y tiempo también".
Quien recorra con atención (única manera de manera de leer literatura) la obra de Haroldo Conti se encontrará con las recurrentes núcleos de sentidos que va desplegando incesantemente, con frases que hacen de la elipsis una retórica y en el énfasis sobre la ambigüedad semántica su pilar donde funda
una estética. (aclaro que uso aquí la palabra estética en su sentido clásico y no como se usa ahora, para hablar de una moda).
En Sudeste, El Boga es el río, pero también el tiempo, también la conciencia de la indiferencia del hombre frente a los otros hombres donde ni el río que buscó como refugio lo salva.
En esa indolencia, en ese vagabundeo en que El Boga se desplaza buscándose inútilmente a sí mismo si saberlo o intentando intuitivamente un sentido a su propia existencia se involucra sin quererlo, con indolencia, como un héroe de la tragedia griega va a encontrarse con unos contrabandistas y al final sucede lo predecible: la muerte oscura en un riacho bajo las balas policiales. Como se ve, un final nada épico como corresponde a un personaje contiano.
Tal vez podría decirse sin exagerar que empecinadamente el personaje no busca sino terminar con esa vida de eterno viajero sin sentido para encontrar "su sentido" que no era otro que su propia muerte.
Como tantas vidas oscuras de la vida real, como tantos otros personajes de la saga contiana.
Que el escritor trató con ternura sin igual, esa ternura que tuvo para con todos los desclasados que pueblan la tierra.

En el cuento "Perfumada noche", del libro La balada del álamo carolina, el narrador pone al lector en situación, cito: "La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristeza que cabe en una cuántas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante. El señor Pelice tuvo ese minuto y esa luz".
Probablemente podríamos relacionar este párrafo con aquella reiterada aseveración borgeana donde asegura que hay un minuto de la vida de un hombre donde el sabe para siempre quién es.
Probablemente se necesita toda una vida para encontrarse con el propio coraje físico, pero en el cuento de Conti el personaje encuentra la felicidad en un amor platónico donde el platonismo es tan perfecto que el objeto de su amor nunca se entera.
El clímax de su felicidad se produce cuando al pasar por la calle Saavedra, donde vive la señorita Haydée Lombardi y ella lo saluda mientras él el se quita el sombrero panamá en señal de admiración, galantería y respeto.
Pero esa insinuada o imaginada sonrisa de la señorita Lombardi dio sentido y felicidad para siempre al señor Pelice, quien era el más reputado cohetero de la zona y a partir de allí perfeccionó su técnica en honor de la señorita. Desde entonces y durante los años en que la señorita vivió le escribió una carta cotidiana que nunca le hizo llegar, salvo el día en que ella murió, entonces le envió un ardiente y sentido pésame rogándole que lo espere para descansar por toda la eternidad juntos, como no habían estado en la vida.
"Al señor Pelice le hizo un nudo el corazón y la amó desde ese mismo momento. Jamás cruzaron una palabra pero él desde entonces se quitaba puntualmente el panamá frente a aquella puerta a las seis de la tarde en invierno y a las ocho en verano, y ella inclinaba apenas la cabeza y casi sonreía".
Eso sólo le bastó al señor Pelice para ser el más feliz de los mortales.

Los personajes siempre aparecen y actúan en ese centro de radiación que se constituye en el discurso enunciativo, no como presencia viva sino como sombras difusas y reminiscentes que presentan un aura de extraña y entrañable morosidad donde es imposible no sentir afecto por esos seres desvalidos que en el papel juegan una fantasmagoría de sombras, que a través de esa enunciación termina siendo de una carnalidad vivida y consecuente, inolvidables criaturas que uno como lector no puede dejar de amar y recordar: El tío Hipólito y la señorita Adela en "Los novios", el señor Pelice y la señorita Lombardi en "Perfumada noche", El boga en "Sudeste", Silvestre y Milo en Alrededor de la jaula, el Oreste de En vida y el otro Oreste de Mascaró y el cazador americano, el chico sin nombre del cuento
"Como un león" de Con otra gente, Basilio Argimón en"Ad astra", el inolvidable viejo sin nombre, el pescador del cuento "Todos los veranos" etc. etc.
La textualidad contiana ha participado con creces en la representación de su literatura de aquella premisa de Cesare Pavese: "Narrar es monótono. Y todo auténtico escritor es espléndidamente monótono".
Haroldo Conti, lo es con creces.
En su estudio había colgado un cartel que decía: "Este es mi puesto de combate y de aquí no me muevo. Los chacales que lo secuestraron el 4 de mayo de 1976 no lo leyeron. Estaba escrito en latín y como todos sabemos los chacales no saben latín. Hoy integra la lista de los treinta mil desaparecidos.









LA LLUVIA COMO UNA PLUMA LEVE



La lluvia era tan tenue que recién tuve noticia de ella cuando pasé a la cocina que tiene techo de chapa y entonces pude percibir sus piecesitos húmedos garabateando alegremente sobre el lomo antiguo del óxido.
Espié primero, como lo hago siempre desde ese ventiluz cercano a la llama de la cocina donde la pava se va poniendo a tono para merecer luego ser volcada sobre la yerba del mate y la bombilla solitaria.
El espectáculo ?pese a la mezquindad del ángulo desde donde observaba? era impagable.
Estaba el césped que recibía las gotitas, ávido, luego de meses sin lluvia y más allá el magnífico pino de don Luis Carriedo era bendecido por las gotas no tan generosas, pero al fin de cuentas, bienvenidas. El pino recibía orondo esas gotas, luego de noches y noches de amagues de tormenta y de ver pasar los nubarrones trágicos sin ninguna consecuencia.
Por lo tanto esa presencia nada austera del pino recibía el agua como un rey al que se unge con los aceites más divinos, con la naturalidad y la lejanía que sólo tienen los seres inmarcesibles que descienden de los dioses.
La visión no era plena porque estaba cercenada en parte por ese gran galpón donde el hijo de don Luis guarda sus cajones de colmenares vacíos.
Ese espectáculo al que pocas veces puedo aspirar por simples razones estadísticas: vengo pocas veces al año por el pueblo y encima tengo necesariamente que acertar con una lluvia, pero cuando se da la casualidad la disfruto. Me pone pleno, muy contento, me viene como una euforia atávica, mezclada tal vez con recuerdos de la remota infancia cuando la veo a la lluvia saltar sobre la gramilla extendida, perderse en esos tallitos ávidos y silenciosos.
De todos modos, esta lluvia tan humilde no viene nada mal al campo, me dicen. Las pasturas se extinguen peligrosamente, las vacas no producen leche, las cosechas están con riesgo de perderse.
Las razones de mi interés por la lluvia son mucho más modestas y menos crematísticas.
Simplemente me encanta verla caer, así, blandamente como hoy. Sin otra consecuencia que por el simple placer de verla y sentir el olor a tierra mojada, a todo verde que renace con sus gotas.
Mientras voy sorbiendo el agua de la bombilla caliente, me aproximo a la ventana y desde allí tengo a mi disposición un ángulo mucho más amplio? está, en principio, la calle. Sola a esa hora del amanecer, ya que la lluvia no es trasgredida ni por los pocos perros vagabundos que a esa hora merodean en busca de algún hueso que le tira algún humanitario que nunca falta.
Miro entonces hacia los árboles de la vereda que reciben gozosos esa lluvia tantos meses esperada y hasta me parece ver en esas hojitas el mismo regocijo que yo percibo en mí, algo como de alegría contenida y un poco recóndita, que seguro tiene como todo ser vivo.
Me quedé mirando un rato largo el caer un poco lánguido aunque parejo de la lluvia. Una chata pasó, lenta, con sus faros encendidos, en el claroscuro del alba y atravesó la calle desierta.
Después caminé hasta el comedor y levanté la persiana del amplio ventanal desde donde se puede ver dónde termina la calle y cómo ésta se hunde en el campo transformándose con sólo cruzar la ruta, en camino rural.
En realidad la vista es parcial, porque un populoso arbusto que crece inmanejable se cae casi sobre el ventanal, pero no obstante ello, queda un espacio más que suficiente para mirar con ganas hacia el sur donde la ruta peligrosa y veloz arrulla el sueño o lo interrumpe con sus bocinazos que parten el silencio con sus estridencias histéricas.
Todavía no he abierto una puerta ni ninguna ventana, pero es seguro que la fauna acuática de las cañadas cercanas estará inconmovible. Sólo se pone eufórica cuando los chaparrones son generosos y el agua desborda los márgenes que los juncos en forma irregular delinean.
Tal vez en su particular evaluación de la lluvia que se nos escapa a los humanos, no se sienta motivada para tentar una gran alharaca, cuando la lluvia es tan fina que apenas moja como una pluma leve a su paso como una delicadeza femenina de hada que nos quiere acariciar.










LLANURA Y ESCAMPE



Los días de lluvia eran una aventura en la chacra. Se suspendían las tareas en el campo, y más descansados los hombres ganaban los galpones y cosían y reparaban los arneses que se iban deteriorando con el uso del tiempo. Se reemplazaban las maderas rotas de las barandas de los carros y se ponían clavos a las que estaban flojas .Las mujeres venían con sus pavas y sus mates y sus frituras saltadas en fina grasa de cerdo para la delicia de todos, empezando por la gente menuda, como nosotros.
Si era la época de la juntada de maíz las familias que habían venido del pueblo o de otros o de otras provincias repasaban sus maletas y sus guantes—quienes los tenían—o reponían el cuero del deschalador al que llamaban “aguja”. Si el temporal tardaba días en irse había que aprovechar el escampe para la caza de patos, perdices y hasta liebres. Se cargaban los cartuchos, pues todo se hacía en la casa y con sólo silbarle a los perros la emprendían hacia el cañadón más cercano. A mí en particular me gustaba acompañar a Pichón, que se calzaba unas botas de caña alta y mientras iba pisando negligentemente los charquitos que tenían un fondo de gramilla cantaba por lo bajo el tango “Patotero sentimental”, mientras yo lo seguía con mis botines “Patria” con suela de cuero muy grueso o de simple madera, el pecho se me henchía de felicidad y excitación porque estaba en un lugar donde el rigor y las órdenes estaban ausentes. Seguramente mi  padre había tomado otro camino, hacia el Canal Hondo, entre pajonales y espadañas que escondían nutrias brillosas de agua.
Pichón tenía una ventaja muy grande sobre el  resto de los hombres jóvenes como mi padre, de todos modos su edad se estaría acercando a los treinta o tío Domingo más de cincuenta o Nando o Sete, muy cercanos a él, y también estaba Chiquín, que pasaba los setenta, pero Pichón era un adolescente muy sumiso y muy juguetón que había sido criado por los tíos.
Esos días de lluvia eran los más lindos, con los pastos que pisoteaban los perros y los animales estrenaban sus cueros nuevos: los caballos corriendo hacia el sol que moría, las vacas llamando a sus crías con un mugido triste, las gallinas que aparecían debajo de los palos donde dormían
Y los pájaros entre los alto sauces verdes que no habían cedido esta vez una sola rama al fragor inusual de las tormentas que habría estremecido el trigal y levantado la chapa de una parva donde se guarecían las ancas de los caballos a su reparo que amparaba un ejército de pavos que fueron sorprendidos en un alfalfar lejano con sus flores blancas cubiertas de agua.
Ese atardecer, es paz, ese silencio y ese escampe tranquilo como el fin de un planeta al que por esta vez perdonaron las piedras y el furor impiadoso del agua.
En esa paz íbamos Pichón y yo, protegido por sus años que eran pocos pero suficientes para mí, porque pronto lo iría cobrar alguna pieza en el aire en que un silbido hiende el espacio como un látigo presuroso buscando el horizonte tan blando.






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-Jorge Isaías nació en Los Quirquinchos (1946), Santa Fe,  publicó más de 40 libros de poesía, narrativa y ensayo. Atesora en su haber una vasta y prolífica producción de trabajos escritos. Muchos de sus libros fueron traducidos al francés e inglés. Participó en innumerables antologías nacionales e internacionales y fue galardonado, en varias oportunidades, por distintos organismos privados y oficiales.
Recibió el premio José Pedroni que otorga la Secretaría de Cultura de la Provincia y recientemente el Premio Internacional Dámaso Alonso de la Academia de las Buenas Letras y la Fundación Andrés Bello, con sede en Madrid, España.

Desde 1990, escribe en la contratapa del diario Rosario 12. En 1993, la Fundación Astengo premió su trayectoria en el género poesía. En 1998, el Ministerio de Educación y Cultura de la Provincia de Santa Fe declaró de interés educativo su obra “La persistencia del canto”. Luego, en 1999, la honorable Cámara de Diputados de la Nación Argentina declaró de interés cultural nacional su trabajo en prosa y verso.

Isaías propone en sus trabajos un recorrido que nace en sus recuerdos más profundos de su infancia en Los Quirquinchos y luego avanza hacia una adolescencia que oscila entre la llanura y la proyección de su vida en la ciudad.

Docente retirado, dedicó gran parte de su tiempo a difundir el hábito de la lectura. Así quedó plasmado, entre otros, en su libro Las calandrias de Juanele (2009 – Ediciones Ross) que recopila textos inspirados en recuerdos de la infancia en su ciudad natal, con un fuerte sentido de la identidad, la pertenencia y con una rememoración constante de las primeras emociones.

Las calandrias de Juanele representa el primer tomo de una colección de compendios especialmente diseñados para trabajar con estudiantes secundarios que cuenta con una serie de actividades detalladas al final de cada capítulo para que maestros y profesores las apliquen en el aula.

Isaías dijo sobre aquel libro que su mayor interés al diagramar la obra fue el deseo de recuperar todas aquellas historias que escuchaba de chico en su pueblo: “Armar una especie de épica que parece estar en vías de extinción y que no es justo que desaparezca”. Y para sostener su postura sobre la necesidad de recuperar las historias de infancia en el pueblo, el tiempo vivido y las propias identidades, citó una frase del Martín Fierro que dice: “Hasta el cabello más delgado hace sombra en el suelo”.
La mayoría de los relatos de Isaías invitan a indagar sobre aquello que de esencial que tiene la literatura: la permanencia, lo vivido y la necesidad de interpelación en todos los ámbitos de la docencia, incluidas las propuestas de talleres de los nuevos diseños de los planes de formación docente.









Inventren






Cuando los tiempos eran perfectos existieron los trenes*



La estación tenía las tejas rojas, la galería techada sobre el piso de lajas oscuras y yendo hacia el sector de las cargas un ancho camino de granza roja que crujía bajos los pesados botines que usaban los empleados del Ferrocarril.

La construcción era copiada de las facturas inglesas, es decir: aireadas, altas y seguras en todo sentido.

Los ingleses -como los alemanes- llevan el confort en las casas que levantan en cualquier lugar del planeta, según comenta mi hermano, y es fácil constatar. Gran parte de la vida social del pueblo pasaba por allí. Cuántos noviazgos de entonces comenzaron en los momentos febriles en que la ansiedad y el estrépito no dejaban tiempo a la razón y abría un sendero ancho a los sueños.

Los minutos previos a la llegada del tren convertían ese minúsculo reducto en una metáfora que representaba la efusión de la vida, que simplemente daba vueltas, en un carrousel de sueños, angustia y deseo, pero sobre todo en la carcaza de una presunta alegría.

En los minutos previos al arribo del tren todo era conmoción y movimiento. El que siempre llegaba primero era Pepe Faravelli, el cartero. Montado en una pesada bicicleta italiana, de anchas llantas que ruidosamente interrumpían sobre la granza delatora, cruzada en banderola, una gran cartera de cuero crudo para transportar la correspondencia, su uniforme del correo argentino de entonces -azul oscuro en invierno (de lana) y color crema (caqui se le decía) y de lino en verano- silbando sus tangos, eran una marca perfecta, previsible y esperada antes de la llegada del tren. Porque en la oficina de correo tenían un telégrafo que avisaba la hora exacta de llegada. Y no pocas veces el tren se retrasaba motivo por el cual veíamos ese inmenso reloj bajo la galería como un adorno. La hora exacta de llegada la daba Pepe, el cartero, ya que dos minutos antes, sin desmontar de su bicicleta, subía el veredón alto por una rampa que daba parte a la plazoleta y frenaba con un pie calzado en grandes zapatones de suela de goma.

Había que asomarse entonces al borde del andén y espiar, apostando cuando veíamos el humo y calcular dónde se encontraba. Si venía de Rosario: el "Puente de la vía" y si lo hacía de Río Cuarto, ya en "La Portada", era perfectamente visible. Antes no, porque lo tapaba la hondonada que hacía el cañadón del campo de los Luppi.
Los que éramos mirones habituales nos saludábamos con una seña imperceptible, casi como una secta de iniciados. Saludar efusivamente a alguien, incluso iniciar una conversación con él, era signo de que el otro venía a esperar un pasajero, tal vez un ignoto pariente.
Las caras más habituales las tengo en la memoria, otros rostros se me escapan y otros, sencillamente los he olvidado.
Pero todos, quien más quien menos, bromeábamos con Juan Cúcaro, empleado del Ferrocarril Bartolomé Mitre, como se bautizó al ex Central Argentino, luego de la nacionalización en gobierno del primer peronismo. Cúcaro -por lo que recuerdo- vivía allí mismo en un pequeño cuartucho cuya ventana daba a las vías y era el encargado de las cargas. Cúcaro solía repetir "el trabajo dignifica", y yo nunca supe si lo decía en serio o en broma, dado el tono de ironía que siempre ponía en su voz.

En esos pocos minutos en que el tren se detenía en la antigua estación de entonces, la nerviosa vida bullía, se concentraba alrededor de ese edificio estrictamente inglés en el corazón de la llanura que también llamaban "pampa gringa". Esos pocos momentos donde el pueblo se despertaba como un saurio dormido: vendedores de helados, fleteros diversos, jóvenes en busca de caras flamantes para soñar esa noche, curiosos de toda laya, y en fin, toda esa densa inquietud que sacudía la modorra en que esa población aletargada y fijada al duro trabajo bullía por breves minutos.
En todos los pueblos de llanura la gente iba a las estaciones a ver pasar los trenes. Sin embargo los que siempre viajaban coincidían en que en este pueblo de mi infancia la gente concurría ansiosa en gran cantidad para ver llegar y partir los trenes sin que se supieran los motivos reales de tal afición.
Indagué a muchos mayores sobre esta inclinación ferroviaria de mis copoblanos y obtuve diversas argumentaciones, hasta una que no desecho, pero tampoco tomo demasiado en serio.
Según esta fuente, que me reservo, todo habría comenzado en los años 20 del siglo pasado con la instalación de dos prostíbulos, popularmente conocidos como "El Queco grande" y "El Queco chico", y que estaba en un rincón del pueblo, apenas separado por una calle polvorienta por donde nadie pasaba, salvo claro está, los ocasionales clientes, o algún peón de estancia que enfilaba su oscuro hacia su lugar de trabajo.
Cada dos o tres meses venían prostitutas nuevas (que un eufemismo piadoso llamaba "pupilas" y nunca supe por qué) que reemplazaban a las que estaban.
Entonces toda la población femenina se volcaba a la estación donde las esperaba un "coche de alquiler", como se llamaba a los pocos taxis que había. Allí la "madama", o encargada del establecimiento las retiraba y sin dejarla hablar con nadie, directamente las trasladaba al prostíbulo.
Tal la exótica versión que alguna vez me dio una persona mayor para justificar esa tradición de "ir al tren", como se decía vulgarmente a ese paseo a la estación del ferrocarril en mi pueblo de entonces. Tal teoría nunca fue por mí compartida, pero me parece leal comentarla.
De todos modos, a mí esta costumbre me sirvió para sostener uno de mis primeros sueños y que fue partir hacia otros lugares, conocer nuevas caras, estudiar, y pulsar el nervioso existir de otras realidades.

Y también motivó un pequeño sueño hoy casi olvidado: el rostro bello e impasible de aquella niña que tenía un lunar en la mejilla y que todos los lunes me sonreía desde una ventanilla furtiva, para luego perderse en la llanura infinita sin que yo supiera su nombre o cruzara con ella una palabra siquiera y que hoy es como el símbolo de la fugacidad de la vida.



*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com







-Próximas estaciones de escritura:

KM. 55.  

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

  ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

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