*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
LOS ESPEJOS*
Comenzaron por no reflejar con fidelidad la imagen frente a ellos,
eso fue llamado por científicos y esotéricos como “el principio de insumisión”…
se pusieron de acuerdo porque no tenían otra denominación más apta. Por una vez
en la vida, ciencia y religión alcanzaron un estado de total avenencia.
Al principio eran ligeras distorsiones, que hicieron pensar a sus
propietarios o a los pasantes frente a las vidrieras, en defectos de
fabricación… al parecer olvidaban que antes eran perfectas lunas reflectantes.
Pero cuando la anomalía fue corriendo de voz en voz, se descubrió que se
trataba de un fenómeno de alcance planetario. Los habitantes de algunas
poblaciones remotas, que guardaban pequeños espejos como recuerdos de haber
sido descubiertos por la civilización, fueron los más inteligentes: los
arrojaron bien lejos.
En menos de una semana, los espejos comenzaron a mofarse de los
humanos, creando distorsiones extremas, deformando cabezas y agrandando
vientres –algunas modelos anoréxicas estuvieron al borde del suicidio-. Donde
narices, hacían crecer trompas, donde dedos, tentáculos. Una mañana, los
hombres fueron excluidos del paisaje. Los autos circulaban sin ocupantes, las
aceras estaban vacías, si acaso algún gato arrabalero o un perro que se paseaba
de una antigravitatoria cuerda tensa.
No puede decirse que no se tomaron medidas, hubo desde
destrucciones rituales hasta fabricantes que aseguraban vender lunas libres de
bifurcaciones, sumisas. Y se portaban bien hasta que eran colocados en las
paredes de casas, oficinas, baños, gimnasios, lujosas boutiques o grandes almacenes.
Ahí comenzaban a hacer de las suyas. De alguna manera un temor reverencial
hacía que no fueran exterminados en masa, algo se estaba gestando…
El día en que todas las lunas amanecieron plateadas y sin reflejo
alguno, se creyó terminada la broma. Era demasiado. Un espejo ha sido concebido
para repetir ecos visuales, para representar de modo fiel, sin error, lo que ha
sido colocado frente a ellos. Siempre se ha dicho “el espejo no miente”. Hasta
las arrugas pertinaces y los barros adolescentes eran motivo de nostalgia. Las
gentes andaban por las calles despeinadas, las damas olvidaban el maquillaje y
los caballeros los nudos de sus corbatas… Con esa rebelión pasiva, los espejos
parecían estar logrando una suerte de plan macabro: matar la ilusión. El hombre
se había acostumbrado a no ser sino su imagen. Algunos inteligentes intentaron
usar las aguas de palanganas, piscinas y fuentes, pero parecían haberse
confabulado con sus primos lejanos, nada…
Y de pronto, cuando todo parecía perdido, una línea de luz comenzó
a asomar del otro lado. Era algo suave, evanescente, huidizo, ajeno a este lado
de la realidad. Ese día el mundo se detuvo, sin necesidad de ponerse de
acuerdo. Cada humano dotado del sentido de la vista se hallaba frente a
cualquier espejo a su alcance. Adquiriendo claridad, consistencia, vida, a
veces como un pez, a veces como una anguila eléctrica, otras como un ojo que
parpadea, como una mano que se estira… estaba naciendo el alma de los espejos.
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana.
Desde el mandarino*
Hoy vi un mandarino. Un hallazgo inesperado sobre la calle que
recorro hace tres años, como si hubiera emergido de la nada al amanecer.
Giré la cabeza hacia atrás a medida que avanzaba en el auto por
Gavilán hacia Juan B. Justo. Lo confirmé, ahí estaba. Las ramas más bajas casi
peladas, puro tronquito y arriba, inalcanzables, las frutas, vestidas de
amarillo y naranja. Al fondo, tanto cielo gris y viento.
No paré. Hubo algo que me dijo: si frenás el auto en doble fila,
tan temprano en la mañana, los colectivos atrás, bocinazos, si te trepás a un
árbol en plena zona comercial, de eso no volvés. Al menos hoy.
Seguí mi camino. La compilación de días laborales, apilados, me
esperaba. Al agarrar la avenida puse cuarta y el roce de mi brazo sobre la teta
derecha generó una molestia indefinida y aguda.
Mientras avanzaba hacia Trelles seguía con la idea latente de que
hubiera querido frenar. La imagen de esas frutas latía en mi pensamiento, como
un recuerdo a punto de ser olvidado. Como si la idea insistiera en cobrar vida,
en eludir su camino de destilarse hacia la simple nostalgia. Jugo de mandarinas
dulce y ácido en la memoria. Hormigueo intenso en mis tetas. Semáforo en rojo.
Aproveché para acomodarme en el asiento, para prestar atención al
tránsito y volver a mi aquí y ahora. Eran las 8 de la mañana y tenía que
manejar hasta el trabajo. Me desabroché el tapado intentando aliviar tanta
molestia. Me distendí bastante aunque, al arrancar, el traqueteo sobre los
adoquines encontró mis pechos liberados, rebotando. En ese momento sentí agudos
pinchazos, hormigas descendiendo desde la clavícula, atravesando el escote,
rodeando la parte más prominente de mis tetas hasta llegar a la punta. Me
adelanté a los autos, nerviosa. Pensando en el mandarino, me acordé de mi
limonero.
Un día tuve un limonero. Lo calcinó el sol excesivo de un verano.
Todavía revivo mi amargura al volver de las vacaciones. Ninguna de las personas
a las que les había encargado mi árbol lo había cuidado. Entonces, quité con
cuidado los limones negros, promesas disecadas, y los apoyé sobre el cenicero
de madera. Pero cada vez que los miraba me recordaban lo que no pudo ser. No lo
soporté y un día decidí tirar los frutos muertos.
Pero hoy vi un árbol de mandarinas en plena calle comercial. Y
entre los autos se entrelazaron imágenes de mi infancia. El limonero de mi
patio, su perfume a azares, mis manos exprimiendo un limón para hacer limonada
y convidar a mis muñecas, mientras lo veía crecer.
Avancé mientras volvía a sentir el sabor de la limonada goteando de
mis labios, mezclándose con el del lápiz labial. Mis pezones comenzaron a arder
mientras se endurecían. Intenté aminorar la velocidad y calmarme, conteniéndome
como podía. Pero no me alivié.
En segundos percibí una profundidad de días, como si traspasara el
espacio con mi auto y me absorbiera un pensamiento real y a la vez
sobrenatural.
Avancé hacia Trelles mientras revivía la sensación desértica,
arrasada, de la noche anterior. Mi tristeza durante el día, ese sabor amargo,
como de espera. Me había acostado con ansiedad y un peso en el pecho, como una
cerradura a nivel de la garganta, una emotividad sin nombre. Cuando él se subió
arriba mío sentí una amalgama de sentimientos superpuestos, una tela turbia y
pesada sobre los ojos bajo la que era imposible respirar.
Hoy temprano, había salido de ducharme, me había puesto un corpiño
de encaje negro y notado cierta exuberancia, el desborde de las tetas sobre el
contorno de encaje elastizado. Me pregunté si era posible. Después de vestirme,
pollera ajustada y camisa, me había pintado los labios de rojo. Labios rojos y
escote. Me vi sensual, una llamarada incendiando desde lo más hondo.
En ese momento, pisé el acelerador, transitaba kilómetros pero no
conseguía alcanzar la esquina. En cuanto llegue a la oficina, me dije, voy a
quitarme el corpiño. Ya no resistía la presión.
Todo pasó rápido en mi cabeza. Me miré en el espejo retrovisor y
retoqué el labial. No estaba impecable, aunque quemaba de solo mirarme la boca.
No quería perder la fuerza indefinible que comenzaba a sentir.
Semáforo en rojo. Tres segundos de más para pensar. Podía seguir
por Trelles o girar para desandar mi camino. Di un volantazo a la derecha y
volví por Tres Arroyos, Caracas, Gavilán.
Ése era el último mandarino sobre la tierra. Yo tenía los labios
rojos y un escote profundo. Eran las 8:o5 de la mañana y estaba a punto de
frenar. Abruptamente frenar, treparme al árbol, el coche en doble fila, los
insultos de la calle. Una mujer robando mandarinas.
Clavé el freno de mano. Abrí la puerta al tiempo que soltaba los
tacos en pleno asfalto. Corrí hacia el árbol sosteniéndome las tetas por el
pinchazo de hormigas voraces. Me raspé la entrepierna cuando me lancé sobre él.
Arranqué mandarinas del árbol, las tiré en mi bolso. Muchas cayeron sobre la
vereda, fruta esparcida, rodando, estallando bajo la rueda de los autos. Me
tiré al suelo, embolsé mandarinas estalladas en los bolsillos de mi tapado.
Enterré mandarinas en mi escote, y grité por la presión de la piel
rugosa de la fruta contra la mía. No obstante, seguí juntando mandarinas.
Sucia, gozosa, lastimada, volví al auto cargada, con la alegría
frenética que acompaña los momentos de mayor sentido, los más liberadores. Tuve
el impulso de detenerme a robar mandarinas inalcanzables, de ensuciarme, de
perder mis zapatos.
Empecé a quitarle la cáscara a una mandarina, con apuro. Tenía la
mirada perdida, oía bocinazos, puteadas, y todavía podía ver a un comerciante
con su escoba limpiando la vereda.
Devoré los gajos con voracidad. Me chorreé los labios. El escote se
empalagó de jugo y frescura que alivió un poco esas constantes puntadas de
dolor.
Mientras mis tetas ardían, seguí masticando gajos. Miré alrededor,
estaba descalza y con frío, llorando, pegoteada. No había otro lugar en el
mundo más que mi auto. Sentí que ése era mi hogar.
Supe que de eso no volvería. No podría volver, y tuve miedo de las
hormigas y sus pinchazos, de no poder salir del auto nunca más, de que el dolor
no cesara.
**
-Lorena Suez es Licenciada en
Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social. Participa en los talleres de Siempre
de Viaje y en eventos de Viajera Editorial desde el año 2012. Forma parte de la
Antología compilada por Virginia Janza, Tetas. Historias de Pecho
(Textos Intrusos 2015).
-Publicó "Intemperie".
Por Viajera Editorial. 2016.
-Su libro infantil-juvenil "Mis vendavales"
ha sido publicado en 2018 por Editorial Peces de Ciudad.
*
A la mujer a veces se le
encabritaba la mirada.
Era como si un río de caballos negros y sedosos la
traspasara en la búsqueda del mar.
Un día se dejó ir desnuda, con pequeños adornos de
corales rojos y negros.
Llegó hasta la orilla.
No sabía si seguir o volver a la blandura del
sueño.
El cazador de gestos conoce el final.
Sea como sea que termine
la historia, a la mujer nadie le quitará de los ojos el brillo de los caballos
galopando su noche.
HUMOSA LUZ*
Uno podría decir entonces, tal vez que ese año el invierno nunca
llegaría.
Se encimaban porque sí, los amaneceres y los atardeceres, y esos
crepúsculos que giraban y giraban porque
sí y nunca eran iguales. Como si
cada capa se superpusiera como delgadas rodajas de cebolla, y un detritus
antiguo socavara aquella luz distinta, y
no dejaba que la luz se pasara entre cada capa, como si un alfajor enjuto se
opusiera deliberadamente, empecinadamente, obstinadamente, como buscando un
premio, un reconocimiento a cada obstinación defensiva, como si una miel de
alguna forma se abrazara a esas brasas dúctiles
y con seguridad rica y sustanciosa. O casi con seguridad tuviera esa
condición que deciden fuerzas oscuras, enlazadas laboriosamente,
empecinadamente, para obtener una preforman más serena, más adecuada y tal vez
con integridad persuasiva, plena con
rigor interno como si esa majestuosidad declarara una fuerte energía
eficaz. Como si no hiciera falta que así fuera. Todo esto recordaba de su
infancia, en cambio el no recordaba un ápice una mota de polvo sobre la
inquietud que sumaba sobre sí, diciendo sí, sí, claro que sí, sin ayuda y sin
memoria. Es decir que aprobaba todo aquello que su hermana aseveraba a pie
juntillas.
Más bien él se impacientaba mucho menos con esa minucia que no se
arrepentía nunca de su raro esplendor
que resolvía cualquier inequidad.
El, tan adicto al desorden exterior, a ese rubicundo frenesí a ese
destino que no lo desarmaba antes del aplicado orgullo que pone como vientre abstruso la tarde,
denso y firme como si el grito no partiera de ninguna garganta humana, si no
del canto mismo de la tierra que si arándose y oblitera un orgullo un ocaso
dulce, que no podría soportar jamás sin que una lagrima lo acunara para
siempre. Fernando era su nombre cómo si una espada lo rebanara de raíz.
Miro el reloj y faltaban dos horas justas. Él le diría de quien es
esa mirada transitiva la que lo instalaba en el mundo, sin fe ni afán,
densificase al fin por una paz que no le daba más quietud que la de su corazón
golpeando acompasadamente.
De todos modos, una sola era la canción que sus oídos finos oían,
acompañando su dolor mientras que esa mujercita, esa brevísima mujercita estaba
inquietándose bajo el dolor del siglo que no lo ponía tan bien, ni tan luz, ni
tan plus. El no podía más sin esa luz.
Que hermosa luz. Es octubre dijiste y yo asentí sin pensar qué cosa
seria tan laxa cuando se hagan ver y dirán que si o dirán que no. Dijeron no.
*Por Jorge Isaías.
jisaias4646@gmail.com
*
¿La mitad de la vida
es esta grieta,
de un lado el sol,
del otro lado siempre invierno?
¿Qué otra metáfora
tiene la medianía,
ese limbo donde pastan los tibios
y crecen
amapolas grises?
¿Dónde
andará la furia,
en que rincón
del descampado
se escondieron
los potros del corazón?
¿Será después vivir
mirar el cielo azul
dormida,
dormida,
dormida,
desde el fondo?
-Nació en
General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó:
Cuadernos
de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Fenoglio (El Mensú, 2015)
La hija
del pescador (La Magdalena, 2016) Y Piedras de
colores (Proyecto Hybris 2018)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
AZOGUE Y FALTA*
El azogue se colocaba detrás de los cristales para que la límpida
superficie duplicase el universo. La falta es eso que no está, que podría
estar, que quizás alguien puede darme para que algo se complete o enriquezca.
Los ojos de Marilyn Monroe, los ojos de María Callas, los ojos de
James Dean. No tanto los ojos como las miradas, esas miradas que cautivaron,
atraparon, mantuvieron en vilo los corazones, la atención, la memoria de un
público que se sintió mirado, abarcado, estremecido.
Dicen que la Callas podía cortar la respiración de todo un
auditorio, un inmenso auditorio, cuando abría los ojos y los fijaba con
intolerable fijeza en los espectadores. Hemos visto esa sensual forma de ver
con los párpados entrecerrados de Marilyn, y la desafiante mirada de James Dean
que hacía suspirar a las adolescentes, temblar a las ancianas.
Quien nada dice permite que el otro diga. Quien ofrece oscuridad
pone en la imaginación todas las claridades.
Ellos, que no veían, que compartían una miopía que les desdibujaba
el mundo, enfocaban la imperfecta mirada un poco más atrás, más lejos, más
profundamente. Sin ver, proporcionaban la hermosa ilusión a los otros de ser
vistos en una intimidad perfecta y desnuda. Miradas que no ven, pero que se
dejan mirar. Como los ojos inmóviles de las antiguas fotografías que nos siguen
atentamente por el cuarto de paredes empapeladas, como los ciegos ojos de las
estatuas, como los ojos ciegos de los barnizados retratos al óleo, de los
daguerrotipos que han sido hechos para que, mirándolos, nos miremos. Ojos
espejo, estanques vacíos que reflejan los cielos que los observan.
Nada decían, sus ojos. Poco veían, esos ojos. Pero se dejaban mirar
y confeccionaban sabiamente el ardid de azogues y pozos que duplican las lunas.
Creaban las tramoyas necesarias para que lo difuso abarcase a cada uno
personal, punzantemente.
Hay quien utiliza el ardid de lo intangible para el engaño, y
miente interés en esa mirada crepuscular que no nombra y puede, por lo tanto,
ser apropiada por cada incauto que se siente amado, incluido, protegido por la
particular preocupación, falsa preocupación, del encantador de serpientes que
lanza su red para atrapar adoradores, quizás votantes. El vacío discurso que
diestramente permite que cada uno escuche lo que desea oír, los vacíos rostros
gigantescos en los carteles.
Pero quedémonos con los ojos de Marilyn, de James Dean, de la
Callas. Guardemos la crepuscular maravilla de ser mirados por quien no ve, la
excepcional cualidad del lenguaje de decir más para quien lee, de uno, que está
leyendo, que de quien escribe. No siempre es horroroso que las palabras sean
polisémicas o que los sonidos resuenen en cada cabeza con diferentes ecos.
Esas miradas estaban hechas para ser miradas, y para estremecer por
reflejo de los anhelos de los espectadores. Y las canciones, las canciones
están hechas para que otras voces las enriquezcan, y mi espíritu, este, mi
espíritu, está hecho para que el tuyo le preste luz.
LA DEL ESPEJO*
Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de
formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
Jorge Luis Borges
La mujer miró en la luna del botiquín. El moretón de ayer comenzaba
a amarillear y la hinchazón había bajado, en unos días podría quitarse las
gafas. Cubrió con base y polvos las partes que asomaban por los alrededores de
la montura plástica. La del espejo la vio alejarse… ¡Pensar que en un tiempo se
comunicaban tanto con la mirada! Cada vez se sentía menos identificada con
ella. A la lástima se sumaba una rabia creciente, difícilmente contenible,
impotencia… por primera vez no estaba contenta ante su postura de observadora
pasiva.
Los gritos no se sentían del otro lado del cristal, la del espejo
dormía en la oscuridad. Desde el mundo de afuera –ese universo desconocido que
llamaban “cuarto”-, entró la otra al baño. Al encender la luz despertó a su
imagen, que la contempló abrir el grifo y dejar correr el agua sobre el corte
encima de la ceja. Las gotas de agua enrojecidas, disimularon las lágrimas que
derramó su doble.
Se resistía a creer a los extremos de tolerancia a los que había
llegado. No la reconocía, algo habría de hacer para salvarla: Esa noche mataría
a la bestia y las dos serían libres… Con el tiempo volverían a ser bellas,
sonreiría al ver la luz de la mañana e imitaría los lentos y elegantes movimientos
del rímel recorriendo las pestañas, el brillo humedeciendo los labios, el
cepillo alisando los cabellos de seda que ahora se antojaban una triste maraña.
Una nueva magulladura en el borde del labio –ya no había modo de
ocultar las heridas-, le demostró que con el mero hecho de desearlo, no podía
cambiar la realidad. La bestia seguía viva, transformándoles el rostro. Desde
el otro lado del cristal, el reflejo adolorido de la que un día fue -niña
sonriente, adolescente feliz, mujer llena de sueños-, decidió suicidarse.
Esa noche, cuando terminó de lavarse las huellas más recientes, no
reconoció su imagen. “¿Quién eres?”, preguntó a la lisa superficie y no hubo
respuesta, apenas la mirada extraviada de una desconocida, avejentada y de
ánima gris, tan cargada de penas que se sabía incapaz de imitar una sonrisa.
“Tengo que volver a ser yo”, pensó y se internó en la oscuridad de la vivienda.
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana.
LA INQUILINA*
1.
El METAFÍSICO.
Los primos de Kalman no quisieron preocuparlo. Trataron de
solucionar el problema a su modo. Lo primero que aceptaron es que los
inquilinos se iban porque la casa estaba embrujada.
Les habían dicho que había fantasmas o una maldición que había
quedado anquilosada en la casa de los abuelos. Un mal que había vuelto a surgir
al fallecer la tía solterona Raquel, la menor de 11 hijos que se criaron en esa
casa.
Contrataron a un metafísico especialista en alejar presencias
indeseables.
El tipo cobraría una fortuna pero la situación lo justificaba.
Llegó. Tomó fotos de la casa, de los jardines, del tanque australiano, del
molino de viento, hasta de los enanos de jardín que estaban hace décadas en el
mismo sitio.
Luego recorrió al interior con una especie de varita mágica. Dijo
que era para percibir la mala energía. Caminó las habitaciones llevando la
palma de la mano derecha pegada a las paredes por todo el perímetro.
-Parece que estas paredes tienen humedad desde los cimientos -dijo
al pasar.
Rato después emprendió la búsqueda por el gran parque. Caminaba en
diagonal buscando ir de norte a sur y de sur a norte con sus ojos cerrados
guiado por su varita. Hasta que tropezó con la maceta donde crecía el Aloe. Con
la pulpa de las hojas del aloe la tía Raquel se fregaba las piernas para
aliviar dolores en sus varices.
Cuando el metafísico tropezó -y cayó torpemente- hizo gestos de que
ese era el lugar indicado. Comenzó por buscar removiendo cuidadosamente con una
palita la planta aloe. Dio instrucciones: planten al aloe lejos de aquí en
tierra.
Hurgando en la maceta sacó algo cubierto de tierra mojada. Era la
cabeza de un pequeño muñeco de cerámica. Su hallazgo podría tener más de 100
años allí. Quizás era parte de un juguete de los niños que crecieron en la
casa.
Dijo: -Este es el daño que no deja descansar al alma de sus
ancestros.
Colocó la cabeza en una bolsa traslucida, la guardo en su maletín
junto con sus herramientas.
-Ya está -dijo.
Ahora durante el resto del año -era julio- en todos los ambientes deben
colocar recipientes con agua, una medida de vinagre y sal gruesa. Renovarlos
todos los días. Los frascos iban debajo de cada mueble. En la habitación vacía
donde dormía la tía uno en cada esquina. Todos los días abrir puertas y
ventanas para que el sol y el viento hagan su trabajo purificador.
-A fin de año pueden volver a alquilarla.
El metafísico cobró su honorario y se marchó.
2.
LOLA
Casi como un regalo de navidad, llegó Lola que no se llamaba Lola
pero pedía que la llamaran así. El mismo día que visitó la casa dejo una seña y
alquiló.
Para ese entonces Kalman ya sabía por sus primos que habían
"limpiado" la casa para que los inquilinos no se quejaran de
fantasmas. Deseaban que se quedaran al menos una vez cumpliendo el tiempo del
contrato. Kalman no cree en fantasmas ni curanderos de maleficios que buscan
daños en macetas, pero no quiso cuestionar nada. Viviendo en otro país no le
quedaba otra que aceptar las decisiones de quienes resuelven las cosas como
pueden. Pago su parte del rescate esotérico y espero los resultados.
Lola se portaba increíblemente bien. Ninguna queja. Pintaba toda la
casa una vez al año. Mantenía el parque impecable. Y disfrutaba de la casa con
novios o amantes que cambiaba o alternaba de acuerdo a sus necesidades.
Los primos de Kalman le escribían que Lola era muy bella. Poseía
una mirada fulminante. De esas que enamoran o matan al instante. Suponían que
tremenda mujer era muy intensa en el sexo.
Kalman volvió de visita al país en el transcurso del tercer
contrato de Lola. Sus primos ya estaban definitivamente aliviados del trauma de
la casa embrujada de los abuelos. Kalman quiso conocer a Lola, la curiosidad lo
desbordaba. Tomaron mate bajo la galería mirando al parque.
Lola, una mujer de menos de 40 años. Bella, de mirada atrapante. Si
se cruzaban las miradas era como un infinito de verdes que invitaba a perderse
sin vueltas en una galaxia tan hermosa como desconocida.
Kalman le habló de su trabajo de investigador genetista. De Bonita
su pequeña ciudad. Lola disfrutaba del encuentro, los mates que cebaba eran
maravillosos.
En un momento Kalman tuvo un atrevimiento que no es habitual. Le
preguntó a Lola cómo siendo como es: bella, evidentemente sensible, no había
formado una pareja estable. Lola quedo pensativa. Evidentemente sorprendida.
-Quizás no llegó a mi vida una persona adecuada que me ame tal cual
soy, más allá de la belleza que alguna vez será una foto antigua o un recuerdo.
Vienen. Gozo a morir con ellos. Disfrutan -dicen- como nunca antes.
Se van o los hecho de mi vida.
Te llevas bien con la soledad. -dijo Kalman por decir algo.
No me siento sola, tengo varios gatos que gritan de amor o furia en
las noches. Y más que nada estoy bajo la protección de la abuela María Luisa.
Sos la nieta preferida de tu abuela -preguntó Kalman
Lo era. María Luisa murió cuando yo no había cumplido los 9 años.
Me decía que era la luz de sus ojos. Que podía ver desde mis ojos más allá.
Como una eternidad de colores y dicha.
Que historia conmovedora. -dijo con ojos húmedos Kalman.
-Pero ella sigue conmigo, viaja conmigo por donde voy y no es solo
memoria.
Pues desde pequeña tengo visiones. O iluminaciones que me permiten
ver el rumbo con claridad entre la incertidumbre que domina al ser humano.
Mis novios han pensado que estoy loca, aunque creyeron cuando María
Luisa se les aparecía brevemente en la habitación mientras hacíamos el amor.
Prefiero el acompañamiento de mi abuelita para el resto de mi vida.
-Dijo Lola con una firmeza que desató rayos desde sus ojos.
Kalman quedo mudo. Sacudido en su racionalidad.
Sabes -dijo Lola en un tono intimista. Cómo de entrega completa en
confesión. Cuando llegué a esta casa encontré la foto de mi abuelita en un
cajón del armario vacío de la cocina. De cuando joven. Con un Baton floreado.
Extendida en una reposera con su mirada clavada para la eternidad del ojo
abierto de aquella cámara.
¿Tenés la foto? -preguntó Kalman.
-Claro que si. Lola se perdió en el adentro de la casa moviendo sus
caderas que desataban huracanes.
Lola regresó. Su mano vibraba emocionada como alita de colibrí
trayendo la fotito en blanco y negro.
"Mi abuelita María Luisa me acompaña por donde vaya.
Seguramente dejó esta foto de juventud para que me quede a vivir aquí. Fue una
señal. La acepte. Me quede encantada en esta casa.
Kalman sintió una ráfaga de frío inexplicable.
La foto de la joven en la reposera era indudablemente la de su tía
Raquel.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
*
Las palabras no nos
sirven. Queremos que digan algo que no pueden decir. Esa lucha inhóspita y ya
derrotada de antemano es esa extrañeza y también, esa felicidad de escribir.
Inventren
TRENES*
José Dalonso me pregunta si yo saco mis temas de ese rincón perdido
de mi pueblo y que persiste sólo en mi memoria.
Esos cinco techos y ese camino solitario son míos, repetía Pavese,
refiriéndose a Santo Stefano Belbo, y nadie podrá quitármelos.
Y José arriesga algo a lo que no puedo responder: si en ese tiempo
niño yo tenía conciencia que iba a contar la historia de todos mis amigos. La
pregunta me descoloca y le digo la verdad: a mí en aquellos tiempos sólo me
importaba jugar a la pelota, tal eufemismo suplantaba a la palabra fútbol.
Todos, incluso yo, soñábamos ponernos un día la casaca roja de nuestro club que
combinaba con unos pantaloncitos blancos y unas medias del mismo color. Equipo
que luego de usado, el domingo, nuestras madres primorosamente lavaban y
planchaban para el próximo partido. En el club al parecer no había dinero para
pagar una lavandera.
Mi amigo José Donati que vestía la albiazul de los primos “del otro
lado de las vías”, me repite cuando lee mis escritos: qué suerte que tuvimos la
riqueza de ser pobres porque hoy podemos recordar todo con una sonrisa, para todo aquello que logramos con mucho esfuerzo, en el camino quedan los errores, las hilachas
y retazos de sueños como banderas sobre el polvo, para decirlo de una manera
faulkneriana. Pero esos ramalazos de la vida mantuvieron siempre en alto el
orgullo del origen y recuerdo las palabras que siempre dice Miguel Albanesi con
los ojos húmedos. ¿Qué tuvo, qué tiene aquel rincón perdido que no podemos
sacarlo nunca de nuestra mente?
Y está la nostalgia agridulce, pero nunca idealizada. Tal vez
porque tuvimos que irnos del pueblo para poder valorarlo bien.
Como cualquier pueblo de llanura tenía sus vías y su estación, y
ese gran tanque que almacenaba agua para la sed de las locomotoras a vapor que
se detenían en las noches, si el tren era de carga, y luego daba dos pitazos roncos que perforaba
la noche en que dormíamos con la pesadez
de piedra que sólo guarda la poca edad y que de adultos se perderá para
siempre. Esas pitadas eran el pedido de paso para seguir viajando, que el
cambista procedía a autorizar con su lámpara que fulguraba en la noche como una
gran luciérnaga. Luego el ronco andar y el traqueteo hasta que tomaba velocidad
en la casa de Domingo Fusco pero para ese entonces ya el sueño nos había
vencido del todo como a un pájaro que se le tira una parva encima.
Las locomotoras a vapor venían como anunciándose con un penacho de
humo y nosotros en la estación sumábamos adrenalina a la ansiedad cuando íbamos
a ver pasar los trenes. Porque nosotros, es decir, mis amigos y yo casi nunca
viajábamos. Sólo la ingenuidad de ver otras caras fugazmente en esa ventanilla
que iba directo hasta el olvido. Pero nos gustaba ver todo el movimiento: la
llegada del cartero, de los comisionistas con sus carros o sus autos viejos,
alguna chatita desvencijada o algún sulky de algún chacarero que espera un
pariente viajero que se aventuraba desde Rosario con ese tren que cruzaba
sembrados y dejaba pasar por sus ventanillas la flor blanca de los panaderos y
entraba orondo hasta el andén aventando sombreros y papeles.
Para terminar diré que estas antiguas locomotoras que comenzaron a
rodar en el siglo XIX por “esos caminos de hierro” como gustaba decir
Sarmiento, a mediados del siglo XX, se
las reemplazó por las que iban a diesel. A las que mi madre no sin gracia
llamaba los trencitos y que hoy a través de estas palabras desfleco para
ustedes el intenso placer que siempre sentí por los trenes a vapor que se
anunciaban de lejos, como la llama opaca de un sueño.
*Por Jorge Isaías.
jisaias4646@gmail.com
-Próximas estaciones de escritura:
KM. 55.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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InventivaSocial
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