* Obra de Sandra Caschera.
*
Decir pronto la belleza, o
hacerla, o vivirla, antes de que nos alcancen las esquirlas.
EL HOMBRE QUE SIEMPRE
GANABA*
Autómata
(Del lat. automăta, t. f. de -tus, y este del gr. αὐτόματος, espontáneo)
m. Instrumento o aparato que encierra dentro de sí el mecanismo que
le imprime determinados movimientos.
Es verdad que el hombre que caminaba por las densas calles de
Londres era Matías Blumfeld. También es verdad que los únicos datos dignos de
mención en su biografía eran una infancia ocupada por la soledad y el estudio
obsesivo del ajedrez. Sin embargo, a pesar de esta parca y casi invisible
memoria, los pocos que lo conocían percibían –acaso en la mirada, en la forma
de atusarse el bigote– una vida secreta que enmascaraba alguna indecible
aventura, una pasión que lo hacía un extraño para los demás. Matías Blumfeld
había evitado el matrimonio y su vida se limitaba a administrar un local de
antigüedades en Clifford Street, herencia familiar que lo mantenía ocupado
cerrando tratos no siempre ventajosos, limpiando el polvo de muebles y estantes
en donde se apilaban añejas figuras de porcelana y cuadros traídos de los
confines del mundo. En las noches, alumbrado por la mala luz de una bombilla,
esbozaba movimientos de ajedrez frente a las piezas inmóviles de un oponente
imaginario. En su temprana juventud había derrotado a los más variados
oponentes en todos los clubes de Londres. Estaba por ingresar a los círculos
profesionales cuando sufrió varias derrotas que le hicieron perder la confianza
y lo alejaron de los torneos públicos. Siguió jugando con algunos conocidos,
pero con el tiempo fue abandonado esta costumbre para recluirse en sus
imaginaciones. A veces soñaba que cada movimiento en el tablero, por ínfimo que
fuera –el tímido avance de un peón al inicio del combate– representaba una
dirección en un camino que se bifurca; una plática que brota al azar y que se
mantiene sin ninguna razón aparente. Todas las noches, después de cerrar la
tienda, estudiaba las partidas más célebres de la historia y buscaba en
patrones reconocibles como los que siguen las aves migratorias o como los que
trazan nuestro destino en las palmas de las manos.
Una noche de invierno, antes de cerrar la tienda, llegó un hombre
de piel curtida por el sol y rasgos vagamente orientales; su densa barba era la
de un derviche. El hombre distrajo la mirada en un colorido candelabro
veneciano y, con un inglés en el que no se distinguía ningún acento, le dijo:
–Vengo a ofrecerle un libro.
Blumfeld se mostró indeciso pues el mercado de libros antiguos
había decaído y prefería hacer inversiones seguras; sin embargo había algo en
los ojos del hombre, después asociaría ese misterio con un brillo metálico, un
punto de luz en la mirada, que le hizo asentir en silencio y calarse los lentes
de lectura. El hombre sacó de una maleta de cuero un libro de tapas amarillas
cuyo título genérico, Historia del ajedrez, no decía más que el nombre de su
autor, Jacob-August Roth. Examinó con cuidado el libro tratando de encontrar
alguna referencia para datarlo. Sus dedos recorrieron páginas agrietadas hasta
dar con la fecha y lugar de impresión: París, 1890. El hombre permanecía del
otro lado, complaciente, con las manos extendidas sobre el escritorio. Blumfeld
adivinó en él un esbozo de sonrisa, como si esos momentos de silencio fueran
una elaborada trampa.
–¿Cuánto quiere por él?
El hombre, con voz calma, pidió 80 libras aduciendo que el libro
era único pues el resto del tiraje había desaparecido en el gran incendio de la
Biblioteca Nacional de Viena en 1918. Blumfeld asintió con condescendencia:
estaba habituado a escuchar historias que le esgrimían para convencerlo de una
adquisición dudosa. Meditó su decisión mientras miraba los dibujos de tableros
y piezas de ajedrez que poblaban las páginas. Pensó que no era excesivo el
precio y, además, podría convivir como un detalle curioso con los tomos de su
biblioteca dedicados al tema. Pagó y, justo cuando iba a hacer más preguntas,
el hombre dio media vuelta y se alejó hasta desaparecer por la puerta.
El libro permaneció varios días con otros volúmenes antiguos que se
apilaban en un alto mueble de roble. Una noche decidió poner orden así que hizo
una lista y se dispuso a revisar su acervo más reciente. Catalogó una biografía
de Chesterton, una edición en castellano de Las mil y unas noches de Antoine
Galland y los tres primeros tomos de la Historia de Francia de Michelet. Cuando
iba a abandonar la tarea encontró las tapas amarillas de Historia del ajedrez
cuyas marcas parecían repetir en la penumbra los rasgos del hombre que había
entrado a la tienda unos días antes. Comenzó a recorrer los capítulos que se
sucedían sin ningún orden discernible: una partida de Ruy López de Segura,
primer campeón del mundo; el arte en las piezas de marfil hechas en Persia; el
surgimiento del ajedrez en las cálidas tierras de la India septentrional y su
posterior desarrollo en el mundo árabe. Iba a cerrar el libro cuando llegó a un
capítulo que se titulaba “El hombre que siempre ganaba”. Volvió la hoja y
encontró, entre márgenes apretados y tipografía distinta al resto, la biografía
de un autómata conocido como El Turco. Para cualquier interesado en el ajedrez
la historia era bien conocida: fabricado por el artesano e inventor húngaro
Wolfgang von Kempelen en 1769, El Turco jugaba partidas perfectas atrás de una
mesa con dos puertas frontales que, cuando se abrían, dejaban ver un sistema de
intrincados engranajes. Hecho de madera y ataviado con un turbante, el autómata
había derrotado a Napoleón y a Benjamin Franklin, entre otros ilustres
jugadores. Kempelen divirtió a la corte de emperatriz María Teresa en Viena que
pasó de la admiración al estupor con las jugadas maestras del avezado
ajedrecista de madera. Años después el hijo de Von Kempelen lo vendió a Johann
Maelzel, empresario de espectáculos, que lo llevó a recorrer el mundo dando
grandes exhibiciones y retando a quien quisiera probar su ingenio. Maelzel
murió después de un viaje a Cuba y, en 1838, sus posesiones fueron vendidas en
una subasta en Filadelfia. Cinco años más tarde el autómata estaba tras una
vitrina en el Museo Chino de la ciudad cuando se desató un incendio que, se
supone, acabó con él. Durante ese tiempo hubo muchas especulaciones: algunos
aseguraban que el autómata tenía la cualidad del pensamiento que sólo otorga
Dios a los hombres; otros especulaban con un infalible truco cuyos pormenores se
perdieron por el fuego.
Blumfeld llevó el libro a su oficina, preparó una taza de té negro
y comenzó a leer. El texto añadía algunos datos desconocidos a la historia de
El Turco: un hombre llamado Ohl que compró al ajedrecista por 400 dólares y un
doctor de nombre John Mitchell que, finalmente, lo habría donado al Museo Chino
de Filadelfia. Sin embargo la historia narrada por Jacob-August Roth no
terminaba ahí. El autor afirmaba, apoyándose en reportes periodísticos de la
época, que no hubo ninguna prueba de la destrucción de El Turco: la madera pudo
haberse consumido pero no las partes mecánicas hechas de metal. Nadie encontró
un engranaje, un tornillo o una bisagra. La historia se enturbiaba cuando el
autor –citando el testimonio de uno de los vigilantes del museo– refería que el
autómata no estaba en su vitrina la noche del incendio ya que había
desaparecido en el transcurso de la tarde, se había pensado en un robo. Por su
parte, Roth tenía una teoría que explicaba la desaparición del ajedrecista que,
milagrosamente, se había salvado del fuego: el autómata era un autómata de
verdad, es decir, siempre había jugado por cuenta propia gracias a sus
complejos engranajes. Los dueños de El Turco sólo se limitaban a trasladarlo y
dejaban que crecieran los rumores de enanos ajedrecistas en su interior para
evitar que los tildaran de magos capaces de dar vida a materia inerte. Ellos
mismos desconocían el origen de la inteligencia del autómata. Roth pensaba que
Von Kempelen, el constructor original, en el afán de perfeccionar su obra,
había dado de forma accidental con la razón, una chispa de consciencia que
habría evolucionado con los años. La maquinaria, gracias a la continua
repetición de movimientos humanos, había generado un alma. John Mitchell, el
último dueño, habría donado su adquisición al museo no como un simple acto de
caridad para enriquecer el acervo de la ciudad sino para deshacerse de un ser
que lo atemorizaba en las noches con sus murmullos. Siguiendo esta línea, el
capítulo de Historia del ajedrez terminaba con una escena increíble: el
autómata habría aprovechado la noche para desatornillarse de su asiento,
incendiar el museo y huir con la seguridad de que nadie lo buscaría pues lo
pensarían consumido por las llamas. En el último párrafo Roth especulaba que el
autómata habría logrado modificar su apariencia hasta poder caminar libremente
en las calles con un nombre desconocido. Quizás aún vivía y cambiaba
periódicamente las piezas de su cuerpo para no desgastarse y morir.
Blumfeld cerró el libro. Las manos las sentía calientes y un par de
gotas de sudor resbalaron de su frente, como si hubiera estado en pleno sol.
Durante los próximos días no pudo pensar en otra cosa, cerraba la tienda
temprano y se dedicaba a investigar biografías de jugadores famosos. Tal vez el
autómata habría renegado del ajedrez en un intento de borrar el último vínculo
con su condición mecánica. Sin embargo, sabía que el ajedrez es, además de un
juego, un destino. Tenía la esperanza de que El Turco, incapaz de ganarse la
vida de otra forma, siguiera maravillando a sus oponentes con su destreza. En
sus sueños había imágenes del autómata abriendo los ojos, acercando la mano
derecha al tablero y moviendo una pieza. Ese primer movimiento era un punto de
luz que expandía gradualmente sus límites hasta transformarse en una bocanada,
un faro que empezaba a originar conciencia y, también, memoria. Quizá su cuerpo
seguía siendo de madera; tal vez habría encontrado algún material para
preservarlo de la humedad. Con material plástico pudo haberse fabricado una
piel que recubriera su pesado cuerpo para tener la apariencia de un hombre.
Pudo añadir cabello, pestañas, incluso arrugas para simular el paso del tiempo.
Blumfeld pensó que la única manera de dar con el paradero del
autómata era revivir su participación en los torneos profesionales de
ajedrecistas. Jugó algunas partidas informales que le hicieron recordar sus
años prometedores. Si sus suposiciones eran correctas El Turco participaría
ocasionalmente en algunos círculos para tener suficiente dinero y completar o
mantener su apariencia humana. Tal vez ganaba un par de torneos y luego
desaparecía para no llamar la atención y evitar que alguien se interesara de
más en su vida. Blumfeld empezó en el circuito inglés de ajedrecistas
profesionales. Llenó las formas, pagó su inscripción y viajó a la ciudad de
Sheffield para su primer encuentro. Sabía que el autómata podría estar a miles
de kilómetros de distancia, quizás en una oscura ciudad oriental, amparado por
algún licor de arroz y anís, donde preservaría de mejor forma su anonimato. Sin
embargo algo le decía que El Turco seguía buscando la fama: no habría podido
olvidar tan fácilmente los aplausos de las multitudes, los periódicos que lo
denominaban invencible. El proceso que lo acercaba a la vida también detonaba
el deseo, la ambición.
Blumfeld perdió en semifinales con un jugador de Austria. Asistió a
casi todas las partidas sin encontrar algún rastro del autómata. No se desanimó
pues sabía que dar con su paradero requería tiempo y fortuna. Tenía que
expandir su búsqueda, así que le habló a una sobrina para que se hiciera cargo
de la tienda y viajó a España para inscribirse en el circuito europeo que
comenzaba en primavera. Pronto llegaron las primeras partidas. Recordó sus años
de juventud cuando algunos expertos lo señalaban como una gran promesa. A veces
trataba de indagar en su obsesión por El Turco, quizá lo que lo atraía era la
perfección de su juego y su capacidad para unir los duros cálculos con la
flexibilidad de la imaginación. Era posible que esa ventaja lo hiciera más
humano, más cercano a los sueños de Blumfeld como ajedrecista. Recordó que el
filósofo Julien de La Mettrie decía que el hombre es una máquina tan compleja
que es imposible hacerse de una idea clara de su mecanismo y, en consecuencia,
es imposible definirla. Siguiendo este razonamiento el autómata guardaba en sus
entrañas metálicas algún secreto para los humanos y él podría descubrirlo.
Siguió la búsqueda torneo tras torneo. En Bruselas interrumpió una
partida pensando que uno de los jugadores, un robusto griego de nombre
Anastasios Giorgatos, era El Turco. Los jueces lo expulsaron y amenazaron con
sacarlo de la Asociación de Ajedrecistas Internacionales si repetía el
desaguisado. No se dio por vencido y, pensando que estaba cerca de la victoria,
siguió al griego a su hotel. Se registró en una habitación vecina con un nombre
falso, esperó a que Giorgatos saliera y lo abordó en el pasillo que daba a un
comedor: bastaron un par de preguntas para reconocer su error. Aquel era un
hombre vulgar, sin más méritos que la perseverancia para el juego y una
inteligencia predecible. Siguió viajando de ciudad en ciudad. En Bruselas
empezó el torneo con un jugador local. La partida fue rápida y Blumfeld lo
despachó en pocos movimientos. Su siguiente participación tardaría un par de
horas así que fue a un bar para analizar la lista de jugadores y desechar a los
que ya había investigado. Leía los nombres mientras bebía cerveza. Entonces
vino a su mente el rostro del hombre al que había derrotado y recordó sus ojos
oscuros, la forma en que miraba el tablero de ajedrez, como si éste fuera una
superficie que se desplegara en distintas direcciones. Luego recordó que las
escasas jugadas de su oponente habían mostrado un nerviosismo difícil de ocultar.
Incluso, una apertura que lo habría puesto en dificultades había sido
modificada por una que lo dejaba inerme, expuesto a un ataque fácil. Sin
embargo, no había derrota en su semblante, sólo una expresión por momentos
vacía que parecía evaluar las casi infinitas posibilidades de toda la partida.
Entonces supo que había estado frente a El Turco y que éste, previendo que
estaban tras su secreto, había perdido la partida a propósito. Pagó la cuenta y
regresó al hotel en donde se llevaba a cabo el torneo. Preguntó por su rival
pero sólo le repitieron un nombre: Jacques De Bruyn y una dirección que, al
investigarla, se reveló como falsa. Pasó el resto de la tarde recorriendo las
calles de Bruselas, preguntando infructuosamente por Jacques De Bruyn. Encontró
a un par de homónimos que lo miraron con extrañeza. En la noche, derrotado y
maltrecho, regresó al hotel. En la recepción le dijeron que tenían un paquete a
su nombre. Abrió la caja de cartón y encontró un ajedrez medio devorado por el
fuego, cuya antigüedad se remontaba –según una nota– al año de 1769. Entonces
recordó al hombre que había entrado a su tienda meses antes, el brillo metálico
en su mirada y sus calculados movimientos, como si se estuviera acostumbrando a
un nuevo disfraz. Comprendió los deseos de El Turco y regresó a su patria con
la convicción de contar su historia.
*Alejandro. (Ciudad de México,
1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
DESAUTORREALIZACIÓN*
A punto de ser yo mismo
sentí un miedo atroz.
Desde entonces
pretendo ser el yo
del otro que no cuestiona.
*De Daniel Montoly.
CABEZA Y TIEMPO*
El busto estuvo siempre sobre la mesita del living, una de esas
cosas invisibles por exceso de permanencia, por desaparición de los sentidos a
fuerza de repetición. Como el olor de la propia casa, única confluencia de
rastros olfativos que nos está negada porque se halla ya incorporada de tal
modo que desaparece, así el pequeño busto de mármol era un objeto transparente.
Años de pasar por la habitación sin reparar en la esculturita,
blanquecina presencia cotidiana dentro del paisaje visual.
Justo ahora se le ocurre mirarla. Extiende la mano y la sensación
del peso, la frescura de la piedra calza guante y zapato, dedo por dedo talón
arco justo en las palmas. Hecho para ser observado de cerca, se revela a su
mirada como una foto polaroid que corporiza una presencia de espíritu y
mediúmnicamente invoca un fantasma.
Es una cabeza masculina y esa es la primera sorpresa, porque los
bustos suelen ser retratos de mujeres más o menos lánguidas, con esa belleza
anodina de las muchachas que parecen abstraídas en sus pensamientos, pero en
las que se adivina un definitivo no pensar, se adivina la pose tentadora de la
reflexión imitada rasgo por rasgo frente silenciosa ojos perdidos en una
lejanía romántica labios quietos casi serios casi a punto de sonreír, una más
bien nada, como conviene a una jovencita.
Pero es una cabeza masculina. Un hombre que la mira a los ojos con
atención, minuciosamente cincelado cada pequeño detalle, con los rasgos firmes
de quien no condesciende al engaño y se atreve a sostener con solvencia el puente
sólido y perturbador de los ojos en los ojos.
Por un rato no puede hacer otra cosa que mirar los ojos que la
miran.
Siente que hay en dejar vagar la atención por el resto del rostro
como una claudicación, un apartarse perturbado. Siente que cortar el puente es
un reconocimiento de vergüenza, una especie de demostración de debilidad. El
hombre la mira a los ojos, ella no puede apartar la mirada. Se dice que es
gracioso, pero no tiene ganas de sonreír.
Con aceptación de derrota aparta entonces la vista y descubre las
finas líneas de arrugas en la frente, las cejas de arco perfecto recorriendo
con firmeza el contorno de las órbitas, los labios cerrados. Hay en la
expresión del hombre callado y quieto una seguridad sin fisuras. Atento y
cerrado en sí mismo, bloque de material pero de conciencia, único e indiviso
apariencia peso color rasgos unívocos. Exceso de yo en ese hombre que
confortablemente es él y no aparenta ni finje, que es él y no otro, tal como
debe ser tal como fue creado desde siempre desde toda la eternidad, que si un
vago escultor no lo hubiese tallado cincelado extraído de la piedra, otro lo
hubiese hecho, pues se demuestra en la forma el grado de necesariedad. Y en la
palma de su mano, en la palma de su mano.
¿Quién eres tú?, pregunta sin mover los labios ella que lo sostiene
en la palma de la mano, ella que es sostenida desde la palma por esa pieza
monolítica de maravilla. ¿Quién eres tú?, sabiendo que es solamente una
escultura en su mano, una cabeza de mármol negada al habla negada a la palabra
negada a la vida, esta vida que transcurre y modifica y hace crecer pero las
más de las veces descompone, derrota, finalmente destruye y acaba y despedaza y
desperdiga y finaliza.
Esos ojos esa boca que no puede responder la contemplan desde la
eternidad. Desde la inmovilidad del tiempo quieto fija el hombre la mirada en
sus ojos. Desde siempre pero en este instante la mira. Y ella sabe ahora,
siempre lo supo pero ahora sabe que va a morir, que habrá mañanas y tardes y
noches acumuladas pero que va a morir, que su rostro y su cuerpo se derretirán
en torno a los huesos, que su carne está construida con la fragilidad de lo
perecedero y no de piedra inmutable. Este hombre que la observa se lo dice con
tranquilidad, sin dramatismo sin exceso de desesperación. Con tranquilidad se
lo comunica silenciosamente. Y la mira.
Deposita suavemente el busto en la mesita.
Se sienta en una silla.
Volverá a tomarlo en sus manos una que otra vez, cada tanto.
Rehuirá los ojos cincelados y olvidará la cabeza tiempo y quietud y espacio
estanco durante largas temporadas. Pero estará ahí, segura como segura es la
propia muerte, algunas veces como amenaza, otras como promesa, las más como
simple clausura si es que existe alguna clausura que pueda relacionarse de
alguna forma con la simplicidad.
¿Quién eres tú?, dirá silenciosamente. ¿Quién eres tú?
*
Fui obligada a ignorar
la línea
que separa dos hechos importantes.
-No hay remedio- dijo la cerradura-
e hizo desaparecer la puerta.
Dicen que no pasó nada.
No les creas.
Vos prestá atención:
las palabras se mueven
igual que los escarabajos.
Todo lo que nos atrevimos a nombrar
con sus nombres verdaderos
ya no nos pertenece.
No te confíes.
No vayas a creer en la quietud de las palabras.
Pese a mis convicciones,
fui obligada a ignorar el milagro
de haber sabido decir
y haber bailado descalza
sobre una línea en el aire.
Vos que todavía estás a salvo,
estate atento.
Dicen que no hay escarabajos.
Dicen que las palabras no respiran,
no se mueven.
Dicen que no hay puerta.
No les creas.
Me dejaron ciega.
Me dejaron sola de este lado.
Ahora soy dócil como el lomo de un animal.
Dócil, ¿entendés? Dócil.
Pero escucho el ruido de la llave.
-Valeria (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
Coordina talleres de poesía y el ciclo de poesía en Bella Vista.
Algunos de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel
del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna
(2015), "Del otro lado de la noche"
(2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva
negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento
Ediciones patagónicas (2018).
-En 2019, con su libro "Zarmina",
obtuvo el Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo
Nacional de las Artes.
Sus poemas fueron incluidos en distintas antologías, entre ellas
"Antología de poesía iberoamericana actual", Ed. Ex Libric, España,
2018; "Rapsodia ensamble de voces- Obertura- Editorial El mono armado,
2015; Movimientos/ Primera antología Ciclo Moserrat 2018, "Antología
Federal de poesía de la provincia de Buenos Aires", del Consejo Federal de
Inversiones.
SEMILLAS DE GRANADA*
Un pájaro ciego ha huido de mi pecho.
Picotea frutos de arbustos carnívoros.
¿Qué haré sin vos pájaro de lluvia?...
Mi madre me ha iniciado en el arte de la poda.
Estoy de pie. Frente al espejo que refleja al lobo.
Un hombre, otro hombre, uno más.
Me sigue su mirada de animal derrotado.
Diosa y Satán. Habitante de la noche. Soy.
Ven…revuélcate en mi fango.
Yo, usurera de amores.
Enfrento al tribunal del inframundo.
Talo cabezas, sandías y “las flores del mal”
Podo todo lo que sobra y falta.
A vos y a mi nos falta un hipocampo.
¡Llora sobre mi pecho ángel de arena!
Dispersa tus migajas en mi cama.
Bebe mí vino. Trinca .Traga.
Ven… hombre universal, guarda las monedas.
En huesos ásperos, la carne se consume
El mundo que nos habita es una babosa.
No, hijo mío, no toques los albores, aguas vivas, son.
Las siento en mi pubis y en mis voces.
¿Quién arrojó este fuego en mi frontera de agua?
¿Quién me cubrió de esta tristeza insomne?
Líquida. Como una lágrima.
Un jadeo, un beso de amante.
Una hembra ávida de lobos .Soy.
Devuelvo diente por ojo. Ojo por boca.
No creo es los milagros. Bendíceme, oscuridad.
Apaga la luz y las antorchas.
Hay un campanario que pronuncia mi nombre.
Él me ama así. Mujer lóbrega. Umbrosa.
Atrincherada en improvisados lechos.
Lágrimas de cocodrilo. “Nanas de la cebolla”
No hay pañuelos para el desamparo.
Roja, rojiza, sangra la granada.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
Tragedy *
Algunos días
esta ciudad me asusta.
Hoy, por ejemplo: Era mediodía
y en la basílica sonaba el ángelus
con un descontrolado estruendo
capaz de alborotar a las palomas.
El sol estaba oculto tras las nubes
-en mi recuerdo, luce antes del ruido-
y el cielo era un presagio tormentoso.
Por el puente de piedra circulaban
-sordos, ajenos, maquinales-
lentos fantasmas con su cuerpo a cuestas.
Después
cesó el estrépito;
todo quedó en silencio
(el silencio aparente que sucede al tumulto).
En el puente de piedra
seguían caminando los fantasmas
y el sol permanecía
oculto tras las nubes
grisáceas de un ocaso prematuro.
-De Por si mañana no amanece, Poemas
de @S_Borao_Llop
Érase una vez un Dios
solitario.*
Quizá no fuese un dios, sino un desterrado desde una lejana
civilización.
Lo dejaron a la deriva en un artefacto. Su vida dependía del azar o
de su habilidad para llegar a un planeta habitable. Ese artefacto era una nave
pero el desterrado que fue Dios prefería definirla como "mi balsa de real
ilusión".
De los muchos náufragos del universo este tuvo la providencia a
favor.
Llegó a un planeta habitable y compatible con su condición física.
Necesitaba oxigeno para respirar, agua para beber y plantas para alimentarse.
En el mundo del que provenía no se consumían proteínas de animales.
Sólo alimentos de origen vegetal.
El desterrado tuvo que aprender a reconocer sus alimentos, a
construir un habitus acorde a sus necesidades. Todo le llevaba su buen tiempo
pero él no tenía apuro. El tiempo en aquella época no corría del mismo modo que
en futuros que no podía imaginar.
Cuando logró organizar sus medios de subsistencia. Lo inmediato que
todavía no se llamaba lo urgente. Aquel ser comenzó a percibir la soledad. No
tenía amenazas en ese mundo nuevo. Le habían dejado en el artefacto unas pocas
herramientas. Quizá algún arma letal para civilizaciones hostiles.
Entonces él, que quizá ya había olvidado su nombre o el código de
identificación con el que se lo reconocía en su mundo de origen, si recordaba
un oficio: sabía tallar la madera. Aquel mundo era un verdadero paraíso para
él.
Con los troncos de los árboles armo primero refugios a su gusto
para no estar encerrado en su artefacto ante la adversidad del clima.
Más tarde comenzó a tallar los seres que recordaba haber visto en
su mundo y otros que figuraban en los archivos del universo cercano.
Eran esculturas de madera. Seres inertes que parecían reales.
Cada vez más confiado en su habilidad había logrado tallar en el
tronco mismo sin alterar la vida del árbol.
Desde las raíces corría la savia por ese ser vegetal vivo pero tallado.
Árboles así tallados fueron creciendo bien alto hacia la luz
abundante de ese planeta.
Por algún prodigio los seres
tallados empezaron a querer una parte de ese oxigeno que producían sus padres.
Fueron los rayos, el fuego o catástrofes indefinibles tal vez las
que separaron a esos seres de su vida original.
Sin raíces salieron a modificar el mundo. Fueron hostiles con sus
ancestros aferrados a la tierra.
De aquella creación del náufrago espacial surgió una nueva forma de
vida.
Ese ser solitario murió sin ver las consecuencias. Sus rastros se
perdieron al abrirse abismos en las tierras del paraíso primitivo.
Nunca imaginó que lo nombrarían Dios creador.
*De Eduardo Francisco Coiro.
*
Tenés los ojitos delicados, me decía Estela, cada
vez que mi madre me llevaba con el párpado hinchado.
Estela no era curandera, pero era sabia. En los
pueblos chicos, la sabiduría de las mujeres es un tesoro.
Se sentaba, en alguna silla de la cocina de la que
sólo recuerdo la luz, y con su mano tomaba el borde del delantal. Con una
aguja, cosía un hilván suelto sobre el ruedo. Yo esperaba a su lado, de pie,
absorta en el ir y venir de su mano, en la danza suave del hilo sobre la tela.
Debía preguntarle tres veces: "qué coses, qué
coses, qué coses".
Estela no me respondía, no levantaba su cabeza
hasta terminar el hilván, pero luego sonreía y me daba un caramelo.
Y yo sabía, por esas razones de los chicos, que ya
estaba curada.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de
Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La
Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua,
GPU Ediciones (2019)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
Inventren
NO DEJES QUE TU VIDA LA MANEJE UN ROBOT*
La foto de los galpones sin techo, donde se guardaban las
locomotoras.
Fotografía de la remota época donde el humo, las neblinas y los
tonos de gris en las películas se llevaban de la mano. Como su padre que
lo llevaba de la mano con el cigarrillo colgando de la boca, mientras se tomaba
un descanso de su mundo de trabajo donde casi todo era un “hacer” concreto.
Entonces el hombre volvió a ver otras fotos de su padre, el
cigarrillo colgante, esa fuerza de lucha que parecía imposible de doblegar aún
por el tiempo, ese gigante. En ese día que era el del cumpleaños de su padre
siguió pensando en esa época de la sociedad del humo, donde en las fábricas se
trabajaba. Donde el trabajo era tan visible como el hollín en la ropa de los
trabajadores. Usando esa vaga excusa para seguir con su mente apresada por la
feroz melancolía, el hombre se subió al tren con destino a José Ramón Sojo.
Sentía la vocación del paleontólogo que quiere reconstruir al dinosaurio a
partir de unos huesos enterrados. Quiso entonces imaginar al ferrocarril y
quizás al mundo de su padre y de muchos hombres como su padre, desde ese
edificio que en la foto son paredes sin techo, con cardos y pastos crecidos en
su interior donde antes descansaban las bestias negras de panza de fuego que
vio pasar en su infancia.
Como cualquier otro, el hombre teme a la frustración y más aún al
desencanto. Teme que ni siquiera eso exista, que la ceremonia inconsciente que
lo motiva ni siquiera pueda concretarse. Arrastra demasiados caminos
equivocados, y una edad en que la ilusión ya no lo lleva, como acaso antes
ocurrió, todos los días a deseos posibles.
Él sabe que los días de lluvia son sus días libres, para viajar o
para intentar alguna aventura como la de aquel día, visitar un galpón
abandonado en un lugar donde años antes de la vuelta del tren sólo había
campos, "población rural dispersa" según leyó en el último censo.
Al menos, aunque no lograse realizar su trabajo de resucitador de
pasados fabriles, si la tormenta no amainaba, el hombre esperaba al menos
encontrar un bar en la estación para hacer notas en su cuaderno de andanzas.
El tren y el viaje son un modo de suspender algo y entregarse al
azar del destino.
Hay cosas muy locas, piensa, mientras anota en su cuaderno la
pintada que ve al bajar del tren con mirada de recién llegado:
"No dejes que tu vida la maneje un robot:
Karel Čapek"
Decidió bajar del tren, a pesar de la decepción de hallar un andén
devastado por una vejez que no distorsionaba ni la cortina de lluvia de esa
tarde de abril. Con lentitud el hombre siguió caminando bajo la lluvia en un
sendero asediado por el barro y el pastizal.
“Estos tipos al menos podrían haber construido una vereda desde la
estación”, pensó, “o quizás es a propósito, no les interesa”
Pensó que si hubiera sabido que estaría caminando bajo la lluvia,
solo, en un sendero donde iba embarrando los zapatos, si lo hubiese sabido de
antemano, quizás hubiera seguido arriba del tren hasta un pueblo amable, que al
menos tuviera un bar para tomar un café protegido de la lluvia, y donde pudiese
intentar escribir algún título (al hombre sólo le salen títulos, los escritos
nunca los logra)
Al final del sendero hay una edificación. Hay un portal de entrada
con grandes carteles, y una garita donde una especie de portero o vigilante le
hace señas de que pase, que vaya hacia el interior, que las visitas son
bienvenidas.
Ojalá fuera un museo ferroviario, se dice el hombre, pero es un
templo de alguna forma de esas modernas religiones que intentan reemplazar a
las antiguas.
Hay una consigna que se lee a poco de entrar, en un cartel que se
prende y apaga en múltiples lucecitas de colores como las de los bingos:
"NUESTRO DIOS NO CASTIGA, SÓLO LIBERA"
Y más abajo, en letras luminosas algo más pequeñas: "Todos son
bienvenidos"
En la gran nave silenciosa ve un pastor electrónico parado
detrás de un atril, con un dispositivo para comenzar en el momento justo en que
ingresen fieles. El buen robot de aspecto humanoide comenzó a darle palabras de
bienvenida al percibir su presencia. El hombre no quiso oírlo y se hubiese ido
en ese momento, si no fuera por la curiosidad de observar que hay filas de
bancos provistos con anteojos de realidad virtual para cada fiel que se siente
allí. Frente a la línea de bancos también se despliegan tableros verticales con
botones que dan opciones para elegir diferentes tipos de sermón del robot pastor:
La misión universal del señor.
Sanación angelical.
Oraciones a los 7 arcángeles.
(Y otros a los que el hombre elige negarles el acento de una
mirada)
En un lateral, por encima de ornamentos e imágenes sagradas hay un
cartel que advierte: absolutamente prohibido fumar en el interior del templo.
Ahora si siente, sin tener claro un por qué, cómo se derrumba
en su interior la edad del humo. Siente de súbito cómo caen las chimeneas,
desaparece el hollín, se precipita el cigarrillo colgado de la comisura de la
boca de su padre mientras no para de trabajar. Es el fin de este lugar que
nunca más tendrá vaporeras. El símbolo que anuncia la muerte de la época en que
el hombre nació y creció.
**
Lo único humano era el portero de la entrada grande que saludaba en
su garita, y ese hombre está tan solo, que por hablar un poco y sin que le
pregunte, dice que un pastor emprendedor
construyó el templo con dinero llegado desde otro país. Los fieles vienen de
todas partes y a cualquier hora, pero
hay horarios de reuniones que usted puede ver en la tablet. El portero despliega en su ordenador portátil
la grilla de horarios y descripción de eventos, entre los que el hombre puede
leer:
-Reunión de casos imposibles: Todos los sábados a
las 18 horas.
Ahora el hombre puede levantar la mirada. Terminar de aceptar lo
que leyó en el gran cartel del pórtico de entrada a la nave del antiguo galpón
de locomotoras devenido en iglesia robótica: "Pare
de sufrir en José Ramón Sojo"
*De Eduardo Francisco Coiro.
-Próxima estación:
Apeadero KM. 55.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA SALADA. INGENIERO
BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
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