sábado, septiembre 12, 2020

EL SUEÑO LE DIO UN BESO A LA LUNA...



*Foto de Arturo Gonzalo Domínguez.













LA TAREA*



La tarea fue sencilla: nos dijimos vamos

y fuimos.

Con nuestras manos juntas plantamos cielo

sombrillas solares, conversadores de la brisa,

amantes de la luz.

Al regresar lo hicimos cantando.

La tarea fue sencilla, dijimos.

El sueño le dio un beso a la luna

y posó su hada en los árboles recientes.


*De Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar












Lunas azules*

A mi ahijada Abril


Encuentro a esa muchacha en todas las estaciones de tren
su rostro encendido viaja en los vagones
su vestido flamea en las locomotoras
yo corro detrás de ella pero nunca puedo alcanzarla

algunas mañanas suelo verla
en una estación de Estocolmo
de espaldas a los carteles publicitarios
hojeando un libro
nunca habla con la gente
pero siempre está sonriendo

su nombre es la societe nationale des chamis de fer francais
de Francia
las historias de inmigrantes y cargueros
las cartas de amor y las distancias
¡esa muchacha nunca lleva prisa!
los inspectores jamás revisan su ticket
ella viaja sin equipajes a oscuras
y en sus ojos se reflejan las ciudades

esa muchacha perfuma las estaciones
cruza los continentes desafiando las tormentas
echando humo a sus espaldas...
ella es brooklyn en invierno
el destello rompiendo en las copas
es la brisa arrastrando papelitos

yo solo anhelo alcanzarla algún día
tomar sus manos frágiles
y regalarle un tren de juguete.


*De Hernán Alberto Melfi. impresentable14@yahoo.com.ar
(Poema incluido en el libro Los Títeres Punk)


-Hernán Alberto Melfi. Buenos Aires/ 1970, publicó los libros de poesía Juguetes Malditos (2013) y Los Títeres Punk (2014) ambos por El Encuentro Editorial. Reside en Estados Unidos.













FLORECIDO*


La había arrancado de su vida como se arranca a un yuyo indeseable del jardín.
Con la misma brutalidad en el tirón, tratando de arrancar la raíz de cuajo. Sin sentir nada. Al otro día, justo al otro día. Plantó en su lecho a una muchacha bella como una azalea. Ella se marchó prontamente sin echar raíces en su vida.
No se quedo quieto. Siguió plantando mujeres que se marchitaban antes del amanecer. Nadie pudo crecer ni florecer. Su vida era un jardín desierto al que regaba inútilmente antes de anochecer.
Hasta que percibió esos movimientos adentro. Esos pujos que sintió por todo su cuerpo que se ramificaban de noche a día con la velocidad implacable de la naturaleza. Eran la luz y esa tibieza que anuncian una primavera cercana.
El hombre se vio a la siguiente mañana en el espejo. Comprendió lo que sucedía. No había logrado extirpar bien las raíces.
Los brotes se abrían paso por sus poros a punto de estallar en flor.

-Sólo pido que sean del color de sus ojos.


*De Eduardo Francisco Coiro.














Regalo de amor*


Él le dijo que le regalaría la luna si pudiera. Se subió a una escalera, no pudo, estaba muy alta y tenía que nadar en ese cielo oscuro de las ciudades, se enganchaba con antenas que servían para que de las cajas cuadradas, salieran palabras que hacían que los que las recibían se quedaran callados. A el le gustaban las palabras de ella que miraba los ojos de él, no las cajas que despertaban silencios. Los ojos de él eran pantallas abiertas para ver el mundo. Más hablaba ella, más quería el regalarle la luna. Un día se la trajo. Ella abrió el paquete encontró una luna, redonda, clara, a veces derritiéndose, otras erguida.
Todas las noches se acercaba a esa luna de la revuelta, la luna del deseo, con hebras de pasto y suaves aromas de infancia. Un día se animó, la tocó con la boca, se dio cuenta que era un maravilloso queso que guardaba en su interior palabras de Calvino, las artesanías de antiguos campesinos, la historia del mundo en pedacitos. Cuando el llegó, ella le sirvió trocitos del secreto de él, con vino.
No quiero contarles lo que siguió, si desean saberlo apaguen la caja repetidora del más pobre sentido común, busquen en los ojos de un él o una ella, la luna, el mundo, o lo que quieran, y verán como sigue la historia.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar














Vos y yo*



Casi primavera
y aún el tiempo
baila caprichosamente
en vientos invernales.
Se te ve cruzando las avenidas
entre otros humanos
que caminan tan de prisa como vos,
Oyes doblar las campanas de una iglesia
y oyes doblar tu corazón.
Si subieras a una azotea
y lanzaras luces de bengalas
nadie las verían
si te detuvieras en medio de la caterva
a cantar un tango
nadie te oiría.
Estás en una isla
entre miles de islas.
Quizás eres un fantasma
que no provoca ni asombro ni miedo.
Puedes tocar el hombro a alguien
que no va a sentir
o quitarle la peluca
a una mujer distraída
que ni se va a dar cuenta.
Eres una isla entre millones de islas
yo, desde la mía te vi hacer señales
que mutaron en el tiempo
del grito pasó al silencio
del silencio
a ademanes incomprensibles
fue entonces cuando lancé
frente a vos mis luces de bengalas.
No sé si las viste
tus ojos deben estar cerrados.
Desde mi isla veo la tuya
nos envuelve las sombras
que juegan a metamorfosear
las soledades en silencios.


*De Patricia Dajruch.













HABLANDO DE ANGELES*


Hablando de ángeles, hoy
te vi pasar transparente entre los bazares
sin más presencia que tú misma.
Y mis ojos quedaron encendidos de tu llama azul, mujer;
prendados de tu andar el mundo desde siglos inmemoriales,
cuando el rayo era ira de dioses,
el varón un posible reducto
y parir, la fuerza de la tierra.

Más, hoy te vi con tus faldas jugando al compás de tus caderas
cruzando el mundo con impertinencia,
sabedora que mis ojos no mienten,
convocando toda la ternura posible
en tus senos maternales y amantes
capaz de amar hasta los confines,
como si nunca antes se hubiese hecho.

Y sabes, amor, hoy viéndote, al hablar de ángeles,
me sentí hombre, inusitadamente humano,
atrapado en tules transparentes
que hacen de mis pasos un alivio,
un andar tornasolado por las arenas del mundo,
un encuentro permanente.

Hoy te vi al hablar de ángeles.


*De Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar













CARTA*


Para decirte,
amor,
para decirte,
que soy el árbol seco de tu calle,
que ya no espero lluvias ni veranos,
que soy
incómoda y tenaz
como los sauces.
Soy la que no dará más sombra
ni refugio,
apenas
una canción del aire.

Para decirte apenas que persisto,
cerca
hasta que empieces a olvidarme.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com


- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera  (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador  (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.











Dije hasta siempre*



Dije hasta siempre
aún veo la moto el parque
la última noche en tus gestos
escribo ese viento ahora
tu voz lejana
la opacidad que inunda
mis ojos océano
año tras año inhalo exhalo
escribo mi vacío pegado al cuerpo ahora
oscura sola y sin lágrimas
año tras año inhalo exhalo
escribo tus dedos en el aire ahora
la carcajada que no guardé
tu desconcierto
inhalo
mala y sin lágrimas
escribo el olvido de los dos ahora
como si nada y es todo
ahora
escribo
él arrancado de mí
es todo ahora
él arrancado de mí
inhalo inhalo.


*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com

-De Intemperie-


- Lorena nació en 1975 en la Ciudad de Buenos Aires, es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social.
En 2016 publicó Intemperie, su primer libro de poemas, por Viajera Editorial. Participó en 2015 con su relato “Desde el Mandarino” de la Antología Tetas. Historias de Pecho, por Textos Intrusos. Hace varios años es convocada para leer en la Feria del Libro, en ciclos de poesía, programas de radio y eventos artísticos. En 2018 publicó Mis Vendavales, su primer libro infantil por la editorial Peces de Ciudad. Con Mis Vendavales viajó a España y presentó el libro en diversos espacios como bibliotecas, radios y librerías, alcanzando a un gran público infantil.
-Acaba de concluir una novela inédita para adultos.











GENIA*


En un bar del Puerto de Los Ángeles le relataron a Kalman una historia distinta.
 Un marino polaco aseguraba para quien quisiera oírlo que el genio de la lámpara sólo era un mal invento.
Mitad mitología, mitad literatura.

Pero que sí hay una genia sin lámpara.

Aparece de la nada en la continuidad de los sueños.
Hamacado por el mar el hombre ha soñado. Se despierta deseante.

La genia se abre paso entre los rayos del nuevo sol con sus pechos al descubierto. No hay tres deseos.
Para quien pide, luego de frotar con ternura sus pechos, ella concede un único deseo.
No se puede pedir que la genia vuelva alguna vez.

Se pueden pedir otras cosas, incluso chocolate.


*De Eduardo Francisco Coiro.















Aleluya*


Yo estaba perdida hasta que encontré al señor ¿La llevo a su casa señorita?
Me desnudó en rojo.
Cuando me invitó a guarecerme en su pecho. Realzó el final que había sido tan feliz.

Alabé al señor y me quedé dormida


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar











*


No comparto el endiosamiento de ciertos valores de este tiempo: la velocidad y la eficacia. No niego el juego doble de practicidad y fascinación que tienen. Pero me parece que sustentan desde cierto lugar una doble cara de utilidad y barbarie. Un bosque es lento en crecer y veloz en destruirse. La fascinación tiene generalmente un costado frívolo y el pensamiento profundo o el arte se mueven lentos, aparentemente ineficaces y complejos.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com







Inventren





Estación Juan Tronconi*



Como consecuencia  de  un desastroso año escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el centro de la provincia,  cerca de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba era la estación de tren Juan Tronconi.
Yo estaba convencida de que era un castigo, pero en realidad había sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi madre: Las peleas con su esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y quería alejarme de ese ambiente hasta que encontrase alguna salida.  En esa época la casa de mi abuela era como el desierto. La única posible diversión: televisión con un solo canal, que caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la repetidora transmitía.  Por suerte encontré los libros que mi madre había comprado en su adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.
No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que había sido el dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había dejado de pasar ya hacía varios años y con él se había ido también el poco movimiento que tenía el lugar. Un conocido  de mi madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.
Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No tanto como para internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus labores domésticas y prolongar sus descansos en la cama.
Su casa había enfermado también, Húmeda, oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para que entre el sol. Todas las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles gastados, las  cortinas añejas  y  vetustos retratos familiares.  Si no hubiese tenido 14 años tal vez me hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en aquel lugar, pero  mi curiosidad siempre me había ayudado  en situaciones y lugares difíciles.
Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres casas, a más de 50 metros de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante en ese lugar. Me di cuenta con sólo verlo.  Pero en una de las casas vecinas algo me había llamado la atención. La ventana de la cocina de mi abuela daba a su patio, en donde cuatro o cinco durazneros estaban totalmente florecidos. Los primeros días me maravillaba verlos, mientras tomaba mi café y  corría la cortina para que entre el sol. No había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No durarán mucho”.  Mientras la escuchaba,   pensé cómo podía obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón de nuestra mesa.
Ese día fui caminando despacio hasta el tejido de alambre que nos separaba del vecino y me quedé mirando los árboles. No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las delicadas flores que cubrían las ramas.
Alguien salió de la casa y se acercó. Era un muchacho un poco mayor que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le pregunté si podría darme una ramita y cortó varias. Cuando  me alcanzó ese precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros.  Le pregunté su nombre y él el mío y nos saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.
Una tarde, harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme planta de tunas que estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía conseguir algunas.
El sol ardía. Caminé un buen rato  por ese monótono terreno: pastos secos,  unos pocos arbustos, algún pájaro solitario, hasta que llegué a la desolada estación de tren.  Algunas de las tablas del andén estaban rotas y la pintura de los bancos  ya no brillaba. Pero todo parecía  haber quedado en suspenso. Hasta el viejo pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios del tren estaba intacto.
Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros apareció por el otro lado del andén, como si estuviese esperándome.  Me contó algunas cosas sobre la estación. Él era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me relató también que poco a poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una vez por semana a controlar que todo estuviera en orden  y que  nadie hubiese violentado  el cuarto de depósito, él único que estaba cerrado  y contenía papeles, muebles y algunas máquinas y herramientas  que esperaban un destino aún incierto, como un museo o su destrucción.
Recorrimos todas las dependencias de la solitaria estación. Algunos lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido visitados por  gatos o perros sin dueño, buscando albergue o comida. Matas de gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aún así, era un hermoso lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me tranquilizó: Si estuvieran, se esconderían  o  escaparían al oír nuestros pasos.
El último cuarto al que entramos era pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color verde oscuro, como las columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos que tal vez  sería la oficina del Jefe de Estación o algo así. Había un ligero aroma dulzón; parecía imposible que hubiese  quedado en las paredes tantos años.
Cerré la puerta y puse el pasador y le tendí la mano. Manuel vino hacia mí.
No habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía todo. El abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la siesta.  Nos encontramos allí así, sin saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?.
Así pasaron varias semanas. Él observaba el movimiento en la estación y el día después de la inspección del encargado ataba una cinta en la más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban cubiertos de hojas verdes y frutos dorados.
Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin futuro. ¿Qué importaba?. Entre mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo real.
A fines de febrero nos descubrieron. Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia nos vestimos, mientras el picaporte subía y bajaba furiosamente y  los golpes en la puerta sacudieron el silencio de la estación.
Manuel abrió y el hombre, empuñando una escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo encaró cortante “No haga nada, don. No volveremos aquí”.  El hombre había descartado ya la posibilidad de que fuésemos ladrones y me miró con enojo. Asustada, recurrí  a su comprensión:
_ Por favor, no diga nada. Mi abuela es una mujer mayor y podría afectarla este disgusto…
Nos salvó que mi abuela era la curandera del lugar. Había aliviado durante años los empachos y mal de ojo de casi todos los habitantes de la zona y muchos le debían favores y gratitud.
Con la promesa de no volver a acercarnos a la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.
Nos despedimos unos metros antes de llegar a casa, todavía conmocionados por el suceso. Ví  un lamento en sus ojos oscuros, pero me acercó hacia él  por última vez con ese brazo que tantas veces había envuelto mi espalda, que me había sostenido  vibrante cuando lo amaba.
No lo vi más. A los pocos días volví a mi ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a las interminables peleas domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.
Unos meses después murió mi abuela. Mi madre viajó sola hacia allá y la enterró en el cementerio de  Roque Pérez.
La casa se vendió al poco tiempo, con los muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros, fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año se separó finalmente de su marido  y nos fuimos a vivir, las dos solas, a un departamento más chico.

Diez años después volví a Juan Tronconi.
Acababa de comprar mi primer auto. Usado, por supuesto. Recién hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la facultad definitivamente. Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo lejos que quedaba el paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.
Llegué a la estación, más abandonada que nunca.  Maderas despintadas, tejas salidas, algunos vidrios rotos.  El tiempo y la tristeza me recibían
Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré. ¿Qué pretendía?. ¿A qué había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba recuperar?
No sabía su apellido, ni si aún vivía en ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años en los que me habían pasado montones de cosas. Era diferente por dentro y por fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.
Ya estaba allí. Había manejado tanto,  planeado el viaje tanto tiempo antes, no podía volver sin intentarlo.
Bajé del auto y caminé.
El barrio había progresado poco, nuevas casas se asomaban. No muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un vecino del otro, La casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían agregado otra habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber que no podía entrar, que era una extraña para los que vivían allí.
La casa de Manuel…ya no existía.
En su lugar habían construido un galpón bastante grande, que albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No estaba la casa, ni la pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían dejado uno solo de los durazneros.
A quienes pregunté no supieron decirme nada de la familia, ni lo que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.
Volví al auto y arranqué, en sentido contrario, hacia mi ciudad.
No quería llorar, no quería pensar. “No durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso del tiempo. Estarían florecidos para siempre.
La estación Tronconi fue quedando cada vez más pequeña en el espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que no volvería nunca.  Un sitio que ya no pertenecería al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin mapas, sin datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.


*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar





-Próxima estación.
En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Midland:


ELÍAS ROMERO.

KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.
LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



**

-Siguiente estación.
En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Provincial:


CARLOS BEGUERIE.

FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.




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