*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com/
*
Tu casa está teñida de carbón
el violeta es
reflejo áureo de mi
sigilo nocturno
nubes plateadas.
Cerrá los ojos
recordá el espanto de
la tormenta
regresá al claro
vastedad de cielo
nuevo
capturá los sonidos
del silencio
la calma que aúlla
más allá del tizne.
Los sueños te alcanzan
para descubrir
matices boreales en el
violeta
mientras yo aguardo
sobre tu casa.
*De Lorena
Suez. suezlorena@gmail.com
- Lorena
nació en 1975 en la Ciudad de Buenos Aires, es Licenciada en Ciencias de la
Comunicación y Psicóloga Social.
En 2016 publicó Intemperie, su primer libro de poemas, por Viajera Editorial.
Participó en 2015 con su relato “Desde el
Mandarino” de la Antología Tetas. Historias de Pecho, por Textos Intrusos.
En 2018 publicó Mis Vendavales, su
primer libro infantil por la editorial Peces de Ciudad. Con Mis Vendavales
viajó a España y presentó el libro en diversos espacios como bibliotecas,
radios y librerías, alcanzando a un gran público infantil.
-Concluyó una novela inédita para adultos.
-Propone acompañar la
creación literaria en modo individual y grupal.
Crónicas de una abuela centenaria *
(fragmento)
*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com
Abril, 31:
Hay una foto de
Borges, ya anciano, con su madre acostada en una cama de dos plazas. Borges
está de pie, apoyado en su bastón, a un costado. El rostro de su madre se ve
consumido, cadavérico. No puedo sacarme de la mente esa imagen. Doña Leonor
Acevedo, madre de Borges, debía tener entonces la misma edad que tiene hoy mi
abuela.
Octubre, 2:
La vejez de mi abuela
se ha vuelto un agregado significativo a la chatura de lo cotidiano, un sello
exclusivo que la va transformando en un ser legendario. El mérito, simplemente
es haber ido acumulando años o haber llegado al mundo demasiado temprano. Sin
embargo este rasgo específico no nació con ella. Fue traído por el tiempo. Y el
tiempo, para el mundo –lo sabemos muy bien-
viene siendo desde el principio el personaje más importante. Mi abuela
es un gran depósito de tiempo. Ella tiene, ella guarda recuerdos muy antiguos y
también recuerdos muy frágiles. Sus recuerdos se parecen a esas momias
descubiertas después de milenios que inesperadamente resultan expuestas a un aire
que todo lo desintegra. Aunque pensándolo bien podría decirse que mi abuela
tiene dos clases de memoria: una liviana, astillada, que se quiebra apenas
intentan arrastrarla al presente y otra absolutamente consolidada compuesta de
una hilera infinita de estatuas. Entre aquellas estatuas está ella misma en
cuerpo de niña. Nada altera a esta clase de armado que conserva su inigualable
perfección. En cuanto a las memorias astilladas, las frágiles, esas se hacen
presentes exclusivamente en la vejez y en la locura. Claro que la vejez y la
locura son dos caras de la misma moneda. Olvido y sabiduría. Memoria y torpeza.
Fragilidad y endurecimiento. Algo que crece por dentro, se empequeñece por
fuera. Algo pierde su forma para encontrar al menos un resquicio de verdad. El mundo parece haber sido creado para cuerpos
que se reproducen, no para aquellos que pierden su vigor.
Noviembre, 4, siesta:
Entro sigilosamente
en el departamento de mi abuela. Silencio. Ni la sombra de la empleada. Camino
por el pasillo, abro la puerta del dormitorio donde el cuerpo de mi abuela se
extiende sobre la cama. Susurro: Abuela, abuela. Y ella no me contesta. Me
acerco un poco más, le toco un hombro. Y ella se sobresalta.
- ¿Dónde está el audífono?
- le pregunto.
- ¿Qué audífono? -
dice ella.
- ¿Y la empleada?
- ¿La empleada?
Pienso: Todo está en
orden, el misterio nos cobija a las dos.
Enero, 31:
Hace un momento mi
abuela se despertó, encendió la luz y me miró con curiosidad y picardía: qué es
lo que estaba haciendo o a las tres de la madrugada dando vueltas. Ella se
equivocó al tomar las pastillas otra vez y yo, no sé, quién sabe qué me pasa a
mí que ando con los horarios trastocados. Extraño mi casa, mi cama, siento que
el departamento de mi abuela es un país extranjero y que estoy en pleno exilio.
Y lo que resulta aún peor, en el comienzo de un exilio que no va a terminarse
nunca.
Setiembre 23:
Mi abuela quiere
hablarme de sus pies, dice que los tuvo lindos en su juventud. Su juventud es
una joya recluida vaya a saber dónde que ella rescata de tanto en tanto para
que yo la vea. Ahora están sus dos pies jóvenes frente a mí, pies de dedos
largos y empeine alto, me dice ella ampliando sus ojos para que yo alcance a comprender
mejor lo que me está diciendo.
Febrero, 14:
Como la peluquera no
había venido a cortarle el pelo, mi abuela se lo cortó y se lo tiñó ella
misma. Me lo dijo la señora María por
teléfono y me comentó también, al pasar, que mi abuela sigue preocupada porque
los locutores de la televisión la espían. Hasta el cansancio le explicamos que
no la pueden ver del otro lado de la pantalla, que además los programas están
grabados, que ese locutor que ahora le habla mirándola a los ojos está seguramente
en su casa tomando mate o vaya a saber dónde o haciendo quién sabe qué. No hay
caso. Ella dice “sí, sí” moviendo la cabeza pero se cuida muy bien de poner
primero una toalla delante del televisor antes de quitarse la ropa. O en todo
caso nos pide a nosotros si estamos allí que nos coloquemos delante mientras
ella se desviste. Me di cuenta de una
cosa: cada vez que me llama la señora María e inexorablemente hace algún
comentario sobre mi abuela, voy, atónita, a buscar el tejido y me pongo
energúmenamente, dale que dale, a enlazar hebra con hebra. Entonces siento que
en algún sitio lo que está desacomodado se recompone con una espeluznante
naturalidad, aunque yo no lo vea, se recompone magníficamente, es como si ese
locutor que en realidad no ve a mi abuela del otro lado de la pantalla del
televisor, estuviera allí y realmente la espiara.
Febrero, 13:
El domingo pasado mi
abuela me dijo con una cara de asombro e indignación, abriendo muy grandes sus
ojos que la desgraciada esa, la empleada a la que yo le pago el sueldo, había
hecho entrar cuatro hombres a su bañera.
- ¿Y qué hiciste vos?
- le pregunto yo.
-Nada- me contesta-
Me hice la disimulada.
La semana anterior me
aseguró que dos hombres habían salido muy campantes de su placard. Por lo visto
una multitud de hombres anda acosando a mi abuela. Estas actitudes no son las
que me alarman, sino verla así, tan vieja, arrastrándose por las habitaciones o
arrastrando una silla que apenas puede empujar.
Febrero, 18:
Mi abuela se levantó
y cuando le saqué el camisón me clavó los ojos y los bajó a sus pechos, esos
pechos chorreantes de flaquita que está, dos colgajitos. Entonces señalándoselos,
mi abuela me dijo:
-Fijate, parece
imposible que yo con estas dos cositas les haya dado de amamantar a dos hombres
tan grandotes como los hijos que tuve.
Febrero, 19:
El tiempo es una
hebra de lana, infinita, que no se puede estirar. A pesar de su delgadez yo he
hecho lo que he querido con él. He ido hacia atrás y hacia delante para no ver
otra cosa que un mismo paisaje. Mi futuro está allí, en el cuerpo centenario de
mi abuela.
Marzo, 3
¿El espacio que hay
entre la vida y la muerte es un espacio hueco? ¿La muerte imita esa argolla de
lana que me sirve para urdir y enlazar la trama? La idea de que la muerte copia
la forma de un precipicio sin fondo debe haber nacido de nuestra sensación de
apoyarnos en el propio cuerpo. ¿Salir, desprendernos de la tierra, escapar del
cuerpo supone hundirnos en el vacío? No, no, no, porque esta no es la única dimensión
que existe, el mundo vendría a ser apenas una de las tantas. Pero si la muerte
fuera un espacio vacío sería lisa y llanamente un “no mundo” y allá nada puede
ser como lo vemos en este instante. Lo que no logro entender encuentra un cauce
en el movimiento de la lana que sube y baja, que se enrosca que, de buenas a
primeras, deja de comportarse como una
línea recta para doblarse y ondularse y treparse sobre sí misma. Qué maravilla
lo que mis manos consiguen hacer, vuelven compacto lo recto, estiran la línea
en cuatro direcciones a la vez. Mis manos saben de la vida mucho más que lo que
se aloja en el fondo de mi cabeza.
Otra idea de la
muerte: un sitio que no se puede mirar sino sentir solamente. Y ha de ser por esa
luz tan potente que ven los que parten de aquí. La luz los enceguece. Pero si
al morir carecemos de cuerpo, tampoco tenemos ojos. En realidad nos vamos
llevando este mismo cuerpo pero de un modo transparente. Un cuerpo de celofán y
agua. Un cuerpo de viento, y la muerte sería como un pasillo hecho de vidrios
móviles, un deslizamiento hacia el Nunca Jamás. Solo deslizamiento, como si la
gente vieja o enferma se resbalara o saliera del mundo, como si el del mundo
fuera una bañadera enjabonada. Es tan fácil salirse, yo lo comprobé cuando una
vez me caí de un alto techo. Al despertarme, horas después, en aquel galpón
abandonado sin recordar nada, no sabía si me encontraba dentro de un sueño o si
me habían raptado, ni qué había ocurrido momentos antes. Así debe ser estar
muerta, me dije. Un buen día nos resbalamos del techo del mundo y caemos al
otro lado. Caerse o que nuestros pies dejen de tocar el piso de la tierra que
sostiene el mundo, la misma cosa. Los pies son muy importantes en el trajinar
de la vida de la gente, mi abuela ya casi no camina.
-Mis piernas no me
responden-repite como una letanía.
Sus piernas la están
abandonando. Su cuerpo comienza a desdoblarse, ha empezado a volverse una
persona hecha de agua y viento. Ella lo sabe, yo lo sé pero las dos lo
disimulamos con fervor que invita a la desconfianza.
**
-Irma
Verolín ha publicado libros de cuentos: "Hay
una nena que gira", "La
escalera del patio gris", “Una
luz que encandila” y “Una foto de
Einstein tocando el violín”. Novelas: "El
puño del tiempo", "El camino
de los viajeros" y “La mujer
invisible”. Y también una serie de títulos en literatura infantil en
distintas editoriales. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan
Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo
Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio
Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico,
Primer Premio Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron
finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y
Clarín. Algunos de sus relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán.
-En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer
Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación y “Árbol de mis ancestros”, Editorial
Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e
italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.
Acaba de publicar un libro de cuentos:
"Fervorosas historias de mujeres y hombres"
Por Editorial Ciccus, Buenos Aires 2021.
*
Hemos puesto las manos bajo el agua
y no logramos tener la suavidad
del alga que se lleva la corriente.
¿Quién nos quitará el don de la dureza?
Hemos puesto las manos sobre la tierra
y no floreció nada.
¿Quién se llevará el fruto de la espera?
La distancia
entre la mano y el cactus no siempre
es igual a la espina.
¿Quién sabrá cuánto nos duele?
Hemos elevado los brazos al cielo
y ningún pájaro reconoció nuestra
intención.
¿En qué pozo se grita para decir estamos listos?
Ahora lo sabemos: el territorio puede
resultar hostil.
Sin embargo, querido mío,
estas manos inútiles nos han hecho felices:
no nadan, no crecen, no vuelan,
son piedra quieta, rosa muerta, esqueleto,
puro intento, un testimonio.
*De Valeria
Pariso. valeriapariso@outlook.com
-Valeria
(Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
-Coordina MOJITO, taller y clínica
virtual/presencial de poesía y el "Ciclo de poesía en Bella Vista".
-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones
AqL (2012), "Paula levanta la
persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde
termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche"
(2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La
trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al
viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar",
Editorial AqL (2021).
-Primer Premio del Concurso de Letras,
categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, con su libro "Zarmina".
-Administra el blog de difusión de poesía
contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar
-Su blog personal es https://tantotequeria.blogspot.com
Una
casa inclinada*
Me contaron sobre un hombre ciego,
que trataba de acariciar las montañas
con sus dedos, tratando de alcanzarlas
y agitando su nariz hacia las cumbres.
Las había visto cuando era un niño,
luego todo fueron eclipses y niebla.
Pero recordaba aún un cielo de acero
bajo otros cielos que también perdió.
Habitó siempre en una casa inclinada,
cuyos crujidos le hablaban en sueños
de cuadros olvidados en las paredes
que jamás le describirían su historia.
Su juventud fue de a poco diluyendo,
el recuerdo de las nieves y el silencio.
Pero él sabía que ellas seguían por allí
esperándole, regalándole su frío aroma.
Con el tiempo, ya diestras sus manos
en el dócil arte del mimbre y el tejido
aprendió a ignorarlas durante los días
y a recordar su aliento por las noches.
Su padre durmió de frío junto a una vid
en sus manos había un puñado de tierra.
Su madre se entregó a una fiebre blanca
de una fría lavandería y llegó su tiempo.
El viento siguió bajando de la montaña,
como las cosas sempiternas y comunes.
El llamado de los pastores, los pájaros,
el golpe del martillo, el mimbre partido.
Caminó entre viñas mustias y marchitas
y un día aciago conoció el tacto sediento
de una mujer que era totalmente sombras
y que transitados unos años lo abandonó.
Se fueron cubriendo sus horas de quietud
de silencios suaves como viejas cenizas.
Se fue amortiguando el eco de sus pasos
y cayeron los últimos pétalos en el jardín.
Las noches se fueron haciendo más frías
y más blancos sus cabellos y sus vigilias.
Aprendió a comer poco, a dormir menos
y lleno de viejos recuerdos sus bolsillos.
Un día la puerta de aquella casa inclinada
quedó abierta a un cielo que era de otros
y sus viejas huellas se fueron tropezando
hacia las alturas que siempre lo llamaron.
*De Jorge
Lacuadra.
*
Hablaste de nubes
amarillas
un tinte particular
sobre el blanco
pero no eran nubes
sino la luz
la pura luz de la
tarde quebrando la distancia
entre las montañas y
el cielo
por encima del
horizonte.
La luz mostrándose de
pronto a nuestros ojos ciegos.
La luz
la revelación misma
el margen que no vemos
la sutileza que no
entendemos
el amor
que no queremos
recibir.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes
nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata
hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se
licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster
en Gestión Cultural.
-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento
latinoamericano.
-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo &
Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones
súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos
Aires, 2015), El cuerpo intacto
(2017, Penn Press), Grow a lover (2018, Pensamientos literarios)
Recientemente ha publicado La gota
en la piedra.
(novela, Mardulce, Buenos Aires) 2021
COSAS PEQUEÑAS
COMO ESAS *
-De Claire
Keegan -
*Reseña por Norma Cozzi. norma_cozzi@yahoo.com.ar
Irlanda, 1985. Largas colas de hombres
desocupados, mujeres esperando cobrar la asignación semanal por hijo y la Dama
de Hierro metiendo su mano dura mientras los pubs ofrecen un rato de consuelo
en el frío invernal. Bill Furlong es un hombre sencillo, que vende carbón y
madera y sostiene con esfuerzo el hogar que comparte con su esposa Eileen y sus
cinco hijas.
La novela se va armando sobre pequeñas
cosas, como dice el título: los diálogos del matrimonio, los encuentros con
vecinos y amigos, los éxitos escolares de las chicas, la celebración de la
Navidad. También el orgullo y la admiración que Bill siente por la agudeza de
sus hijas y la fortaleza de su mujer, una visión que implica su lugar en el
mundo. Un hombre fuerte y tierno en un mundo femenino, que una noche se topa
con el largo paredón del convento católico y logra desentrañar su terrible
secreto.
Así teje Claire Keegan la trama, con una prosa delicada y una mirada
perspicaz que hace lugar a la descripción poética, a los colores nocturnos y al
reflejo del pueblo en el río al tiempo que invita al lector a dar vuelta la
postal y descubrir qué hay del otro lado. El “exitoso negocio de lavandería de
las monjas”, las muchachas pobres que allí buscaron refugio, el destino de los
huérfanos. Y Bill, que pudo ser uno de ellos, enfrentado a un momento de
decisión entre la tibieza cotidiana y el riesgo de la valentía.
Como dijo Inés Garland, no hay que pensar a Cosas pequeñas… como un libro de
denuncia, aunque la haya, sino como un libro sobre el amor.
Para profundizar el mundo de la escritora irlandesa,
están también sus dos libros de relatos, Antártida
y Recorre los campos azules y su
nouvelle Tres Luces. Los cuatro editados por Eterna Cadencia en traducción impecable de Jorge Fondebrider. Para darnos el gusto de las grandes pequeñas
cosas.
*
Duele terriblemente
que nos imaginemos todas las cosas que no hemos sabido gozar. Sólo nos
enseñaron a sufrir.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Feria*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Poco antes de mediodía, Mariano bajó del
tren.
Siguiendo una vieja costumbre, respiró
profundamente. Después de un par de horas encerrado en el vagón, el aire del
andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la abundante contaminación
existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como buscando a alguien, a
sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun así escudriñando todos
los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar en la zona acristalada,
se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca lograba convencerle de
que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de pueblerino con su traje
negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién sacada del armario. Nunca
pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó en esta ocasión.
Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre las vías a toda
velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de la corbata que
nunca fue capaz de ponerse.
Pero ahora ya estaba en la ciudad. Como en
años anteriores, un joven fornido, tocado con una gorra de visera, se ofreció a
llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano rehusó con timidez, recordando lo
que le ocurrió la primera vez que vino a la Ciudad, cuando un joven muy
parecido al que ahora le ofrecía su ayuda desapareció de repente con su maleta
y un hatillo repleto de rosquillas que traía para invitar a los otros
agricultores. En aquella ocasión, por suerte, Mariano llevaba el dinero encima,
por lo que maleta y hatillo fueron encontrados por un anciano a dos manzanas de
la estación y restituidos a su legítimo dueño.
Cuando salió de la estación, miró el cielo
sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de automóviles que atravesaban
raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando acaso en tomar uno.
Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección al hotel de todos los
años, del que apenas le separaban cuatro o cinco manzanas. Unos pasos más allá,
cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la desagradable impresión de sentirse
extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano de paso. En ese momento sintió la
conocida transformación. De repente le parecía que en realidad había vivido
allí siempre, que aquel era su auténtico hogar; aquellas plazas con fuentes y
palomas, aquellas avenidas con olor a gasolina, aquellas calles llenas de
sombra, aquellas esquinas tras las que podía ocurrir cualquier cosa, eran más
suyas que los áridos campos en los que llevaba toda una vida trabajando.
"Este año, este año quizá..." pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento
de hombros la idea que estaba formándose en su mente y aceleró el paso para
llegar al hotel con tiempo suficiente para comer algo.
Luego, por la tarde, tras una brevísima
siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar nada, apenas cumpliendo un
ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a algunos conocidos de años
anteriores. Charló con agricultores venidos de otros pueblos, de otras
regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores del
funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las innovaciones
técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas mecánicas de
los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió en abundancia.
Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados, tediosos minutos
cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de que algunos
paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del comerciante que en ese
momento trataba de colocarle una buena partida de semillas y tomó el autobús en
dirección al hotel.
Al entrar en la habitación consultó el
reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó, perfumó su piel y sus
ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba las conversaciones con
sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener que compartir la misma
mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él era otro. O dicho de
otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían los campesinos, no
el callado Mariano que perdía irremediablemente en las partidas de cartas de la
sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que aceptaba con humildad las
variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche tras noche para evitar las
embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí, entre estas calles, podía
volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en otro tiempo, aquel que las
almas mezquinas de sus vecinos mataron definitivamente en aquel largo verano
que ya no podía borrarse.
Tras la cena, escasa pero sabrosa, salió a
dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó al barrio de las
prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de siempre, tomó asiento
en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió una copa de anís y se
dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él las rechazó con
suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de vez en cuando
fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra ocasión, pero, por
más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo, una sensación de
intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven de unos treinta
años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a mirarle
fijamente.
—¿No vas a invitarme a una copita?
—preguntó al poco rato.
—Me gustaría mucho —respondió él— pero
estoy esperando a una amiga.
—¿Es más guapa que yo? —dijo la chica
fingiendo sentir celos.
—Las dos sois muy guapas, pero ella y yo
somos amigos desde hace muchos años.
Algo pareció agitarse en los ojos de la
chica, ensombreciéndolos, en el momento en que volvió a hablar.
—¿Quién es? ¿Cuál es su nombre?
—¿Qué más da?
—Dímelo, por favor —el ruego de la joven
desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de su voz, por el límpido
brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la barra también se había
acercado con una expresión extraña en su mirada.
—Bueno, aquí le dicen "Visi".
Un repentino silencio se extendió entre
ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la camarera, que tragaba saliva
con dificultad y parecía tener algún problema para respirar. Otra de las chicas
se había acercado lo suficiente para oír las últimas palabras y se había
quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el entarimado, apoyada sin fuerzas
en la barra, amenazando caerse de un momento a otro. Finalmente, cuando ya
Mariano empezaba a preguntarse que podía significar la extraña actitud de
aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un hilo de voz que poco a
poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:
—La "Visi" se mató hace un mes.
Se enteró de que había cogido el SIDA y no quiso seguir aguantando. Se tiró a
las vías... y el tren, el tren...
No pudo seguir hablando. Un llanto
convulsivo e imparable se apoderó de ella.
Las otras también lloraban, aunque con
menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como ajeno a las palabras que sus
oídos acababan de percibir. Callado e inerte, apoyado en la barra, no terminaba
de admitir la realidad de lo escuchado. Su pensamiento se remontó en el tiempo,
buscando en el pasado lo que el presente le estaba negando, acaso también como
una ineficaz escapatoria a la tragedia sucedida.
Se recordó veinte años atrás, paseando del
brazo de la "Visi" (Visitación Crespo, la hija de Marcelino, por
aquel entonces) por las calles de su pueblo. Tan sólo eran dos adolescentes,
caminando sin prisa bajo la atenta mirada de todas las personas respetables del
lugar. Su relación (si podía llamarse de ese modo) consistía en esos largos
paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo, en las cortas y asfixiantes
visitas a la casa de los Crespo los domingos por la tarde, en regalos
tradicionales y no menos tradicionales conversaciones hábilmente dirigidas por
la señora Ascensión, madre de la "Visi". Pero ya en aquel tiempo
borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.
Mientras él se pasaba las noches suspirando
y soñando con el día en que pudiese tener por fin a Visitación entre sus
brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos sutil y una noche,
durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y los efluvios del
alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de la luna y las
falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó de serlo, con
tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar, por
casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.
Los padres de Visitación la repudiaron, las
gentes de bien le negaron a partir de entonces el saludo. Ramón, por supuesto,
evadió cualquier responsabilidad y escurrió el bulto alegando que la chica no
era virgen y él no iba a cargar con ella por un pequeño desliz. En efecto, la
chica ya no era virgen, pero nadie le dio la oportunidad de explicar que lo
había sido hasta esa noche, lo cual, por otro lado, había dejado de tener la
menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su amor propio, se apartó de ella,
abandonándola a su desdicha.
El pueblo entero se había vuelto de
espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura, hubo de marcharse a la
Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y un billete de tren que
su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo antes posible. Aquel
día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse de ella, de
ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso ocurrió.
Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por causas que
aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo contemplar,
impotente, como la única mujer que había significado algo en su vida se
marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo que decir
al extranjero.
La vida en el pueblo no sufrió cambios significativos.
El Paseo había perdido a dos de sus más fieles adeptos. En la mesa de los
Crespo había un cubierto de menos. Eso fue todo. Eso y la desesperación de
Mariano, que no podía soportar la idea de vivir sin amor. Al principio, incluso
pensó en fugarse, en fatigar los caminos y las aldeas en busca de su amada,
pero la ignorancia respecto al posible paradero de Visitación logró disuadirle
por completo. También soñó inmisericordes venganzas contra Ramón, venganzas que
hubo de posponer una y otra vez, debido principalmente a la diferencia de peso
y tamaño entre él y su rival.
El tiempo fue pasando y las heridas fueron
dejando paso, según suele ocurrir, a las feas cicatrices. Mariano, resignado,
se dejó querer por Charito, la hija del alcalde. Con bastante alboroto, se
celebró la boda un domingo por la mañana. A partir de entonces, Mariano se
refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su padre y las fértiles tierras que el
alcalde había aportado como dote le convirtieron en uno de los mejores y más
respetados agricultores de la zona. Su afán de mejorar fue lo que, un día
cualquiera, le llevó a plantearse la necesidad de viajar a la ciudad para
visitar la Feria, como hacían otros. A pesar de la inicial oposición de su
esposa, cuyo instinto le decía que ese viaje era peligroso, logró convencerla
de que no había otro modo de modernizar los aperos y herramientas para poder
seguir ofreciendo los mejores productos.
Mientras apuraba el tercer anís, Mariano
salió un momento de su ensoñación. La chica morena seguía sentada junto a él,
sin turbar su silencio, sólo acompañándole, como una muestra de solidaridad y
de duelo. Su mano suave de largas uñas se posó sobre la de él, en un gesto de
ternura. A pesar de la aparente impasibilidad del rostro, era evidente que el
hombre sufría y que nada, en ese momento terrible, podría mitigar su pena, pero
aquella mano que descansaba sobre la suya era como un asidero, algo a lo que
aferrarse en los peores momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta
Andrea tratando de seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa
hora dolorosa no era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba
rescatar de las tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche,
sin proponérselo, sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente
que le salvó la vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo,
pero allí no había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el
mundo, siguió siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.
El descubrimiento de la Ciudad cambió algo
en el interior de Mariano. La sola visión de los edificios, de las luces, de la
gente que llenaba las calles, los almacenes, los modernos bares, le produjo un
cálido sentimiento de familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio
que durante años había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina
quemada, a plástico, a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como
si jamás hubiese estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el
sueño inquieto que presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de
un cuento oído tiempo atrás y ya casi olvidado.
Aquella primera vez, el tiempo corría
vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas máquinas que podrían
ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que jamás hubiera podido
soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al explorador ávido y la
estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más tarde, en el tren,
durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los folletos para poder
explicarle a Charito las cosas que teóricamente había estado viendo durante
todo el fin de semana).
Durante la mayor parte del sábado se dedicó
a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes repletos de ropa, objetos de
cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y un sinfín de aparatos de
dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a los vendedores por sus
funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo disponía de otro día más.
Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma, sólo perceptible por
quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas estrechas y en zaguanes
oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las interminables avenidas
atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió entre setos y glorietas.
Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición innata. De ese modo
llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que se había hospedado.
Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que, después de cenar con
algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un pretexto banal o
increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al bullicio de los bares
que aún permanecían abiertos.
¿Cómo no evocar, en ese momento en que ya
el alcohol empezaba a adueñarse de sus recuerdos, el instante preciso en que
divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su mano se cerró con fuerza sobre la de
Andrea, que permanecía allí, junto a Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del
bar y a las solicitudes de los clientes.
Un camarero le había dado unas
indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y una plaza, giró
a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo por otra calle
lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el fondo de la
calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al desembocar de
nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un rato. Finalmente
la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los ojos, sin una
sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que reflejaba su rostro
hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca sonrisa que nació en los
labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas exclamaciones y ruidosas
carcajadas.
Habían pasado siete años y Visitación
estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus ojos la embellecía aún
más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces eléctricas, en medio
de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron deslizarse los
segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran podido decir sus
palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles con curiosidad.
Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados. Tomaron asiento
en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto, la mujer miró
el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a trabajar" musitó.
El cambio de expresión en su rostro no pasó
desapercibido para Mariano. "¿A trabajar? ¿A estas horas?" preguntó
él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al final, ante la insistencia del
hombre, no le quedó otro remedio que confesar la verdad: Servía copas y
alternaba con los clientes en un bar de dudosa reputación. No pudo evitar que
Mariano la acompañase hasta la puerta del local, donde se despidieron con un
beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una cita para el día siguiente.
Pero ése fue un ritual inútil, aunque ella
en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo. Una hora más tarde, Mariano
entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó asiento en la barra, solicitó
una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo unos minutos más tarde se dio
cuenta de que todo podía haber sido un engaño. Quizá ella le había conducido a
otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a estas horas se encontraba en el
otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y pidió otra. Al menos el anís era
bueno.
En ese momento, al levantar la vista
buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una escalera, de la mano
de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de una forma muy
diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle allí sentado,
palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y se acercó a
Mariano con un destello de furor en la mirada.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Sólo quiero estar contigo —respondió él
humildemente.
—Deberías irte. Aquí no hay nada bueno para
ti.
—Estás tú. Quiero pasar la noche contigo.
Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser de este modo, así sea. Te quiero
demasiado para que me importe.
Increíblemente, a ella tampoco le importó.
Habló un momento con una compañera algo mayor, volvió junto a Mariano, bebió de
su copa mirándole a los ojos y dijo: "Llévame a tu hotel".
Los detalles de ese primer encuentro
carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció que ésa había sido su
primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor físico. (Con su inevitable
mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada que ver con los fugaces y
anodinos encuentros con Charito).
Mariano regresó, no podía ser de otro modo,
a su pueblo, a las cosechas, al café, al velado cariño conyugal, a la vida
insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora tenía algo: Una isla habitable en
medio del mar de mediocridad y desconsuelo. Una feria que se celebraba anualmente
y que le daba la oportunidad de vivir, siquiera por unas horas, la vida que
realmente hubiera deseado. Desde entonces, sus visitas a la capital se
repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres días que permanecía allí,
Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas partes. Después, volvía la
rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.
A causa de algunos cambios bastante
evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría desde el primer momento,
pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la vista gorda. Al parecer, las
escapadas de los agricultores a la Ciudad eran comunes y, según algunas que se
las daban de modernas, necesarias para preservar la paz en el matrimonio. Así
pues, ignorante de la identidad de la amante de su marido, Charito se encogió
de hombros y toleró, como tantas otras, con idéntica resignación, los viajes de
Mariano.
También la "Visi", según el
testimonio de sus compañeras, sufrió una transformación importante. Seguía
siendo la amiga alegre, pero ahora, además, había en sus ojos un fulgor nuevo.
Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al año no son gran cosa, es cierto, pero
son mucho más que nada. Un pequeño remanso donde tomar fuerzas para seguir
nadando río arriba, tal vez hacia ninguna parte, pero nadando a pesar de todo,
con ayuda del recuerdo de la última Feria y la esperanza de la próxima.
Durante catorce años la vida fue eso, un
antes y un después del fin de semana mágico que cada otoño les tenía reservado.
En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el infinito esas horas,
quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero siempre los labios de
la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y no volvía a hablarse
del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca dejaron de sentir que,
en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que había propiciado su
encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible evitar el sentimiento
compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser iguales entre las viejas
casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y acusadores de los vecinos. La
felicidad se hallaba bajo las circunstancias más extrañas.
Y ahora, la "Visi" se había
marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él pudiera esbozar siquiera
una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz que, por encima de los
efluvios del anís, le repetía que esta vez era para siempre, que esta vez no
iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los años en las calles de la
Ciudad.
Se percató de que Andrea estaba hablándole
en voz baja. Supo que las palabras no eran tan importantes como el hecho de que
alguien estuviese pronunciándolas. Notó que lloraba y no trató de evitarlo ni
de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen por su rostro mientras el dolor
de la pérdida roía su corazón.
Pagó las copas y se dispuso a marcharse.
Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó. Caminaron por las estrechas
callejas donde la noche, dicen, es peligrosa; sintieron el aire fresco
demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.
Esa noche, en brazos de Andrea, Mariano
consiguió olvidar el dolor, siquiera durante brevísimos momentos. El alcohol y
los besos de la chica le transportaron a otras noches y a otros besos. Volvió a
sentir la vida bullendo en su interior, el calor y el frenesí de la Ciudad
nocturna, la expectación ante cada umbral por trasponer, el fuego de la carne.
Se juró que jamás regresaría a las noches vacías de la aldea, a la intolerable
madrugada, a la siembra, a las insulsas partidas de cartas, al lecho frío.
Al día siguiente, al despertar, la habitación
estaba desierta. A su lado, entre las sábanas, no había nadie. Mariano
comprendió, suspiró, se levantó, se duchó, hizo la maleta, bajó a desayunar,
pagó la cuenta, caminó hasta la estación, sacó un billete y tomó el tren.
Mientras los campos pasaban vertiginosos al otro lado del cristal, con un gesto
seco enjugó su última lágrima. Sus tierras le esperaban. Habría otros años y
otras ferias. La vida, inconcebiblemente, seguía.
Pero he aquí que en ese instante de suprema
renuncia, Mariano recuerda un detalle que había permanecido agazapado en su
mente. En su mano, de repente, surge un sobre cerrado. Es una carta que la
"Visi" dejó para él. Rasga el sobre, extrae el papel doblado y lee.
Su rostro va adquiriendo una expresión diferente. La resignación desaparece,
una creciente calma va ganando el pecho del viajero, una vaga sonrisa surca de
pronto su cara campesina.
Ignoramos el texto de la carta. Sólo
sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente y depositar en ella un
tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la ventanilla, se incorpora, no
se toma siquiera la molestia de recoger su equipaje y se apea en la primera
estación.
Más tarde tomará otro tren que le devuelva
a la ciudad, a la que ahora, definitivamente, pertenece.
-Siguiente estación
En el recorrido literario por el Ferrocarril Midland:
APEADERO KM.
38.
MARINOS DEL CRUCERO
GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
**
En el recorrido literario por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE. ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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