*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com/
*
He perdido un abrigo
tras correr
por los callejones de
las dudas
Un solo ojal
puede significar el
agujero
por donde se me escapa
el mundo
No tengo botones esta
vez
para usar de amarra
No tengo un hilito de
lana
para aislar el frío de
los miedos
No hay té, ni un
guante ancho
ni siquiera algún
paraguas
Apenas la presencia de
un poema
que camina con la
frente alta
Y habla del agua clara
y habla de la vida, de
la luz de la mañana
y llora
por la herida de un
perro.
*De Marcela
Lokdos.
APUNTES
DESDE UN BAÑO AMARILLO*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
11:30 de la mañana y alguien quiere ir al
baño. Estoy a la mitad de la clase. Una mano se alza y dibuja con los dedos un
baño porque todo tiene que ver, al final del día, con un baño. Desde hace
tiempo es así: todos los alumnos van al baño y siento que debería ir al baño,
como si tuviera que obedecer a un mandato divino, aunque no tenga ganas y por
eso alguien dice baño, pero lo dice, como si dijera, en realidad: necesito un
poco de felicidad, quiero comprar unos zapatos nuevos, pero sólo puedo decir
baño porque todo tiene que ver con un baño y sus azulejos y el lavabo y el
ruido blanco del agua son átomos de baño, esquirlas de baño, metástasis
luminosas de baño, variaciones de un concepto casi infinito. Porque el baño
tiene cuatro letras –B A Ñ O– y alguien más va al baño y esas letras,
temblorosas pero dispuestas a la aventura, se van como el agua en el excusado y
me quedo mirando al alumno que va al baño y no estoy seguro de que, en
realidad, quiera ir al baño. Podría ir a cualquier parte, pero ha decidido ir
al baño y me pide permiso para ir y lo hace de forma inocente, como si le
estuviera pidiendo un deseo a una estrella. Alguien más quiere ir al baño.
Messi anota un gol y alguien va al baño. Un montañista llega a la cumbre y
alguien va al baño. Un mosquito muere en Singapur y alguien quiere ir al baño:
necesita ir al baño al baño al baño. Alguien va al baño en Alaska, en medio de
la nieve, como un suicida, y surge una nueva petición frente a mí: “¿Puedo ir
al baño?”. Y es una petición tan noble, tan sincera, que sólo puedo imaginar
baños, cientos de baños, todos iguales, y cuando doy permiso para ir al baño,
el baño puede salir de su hábitat natural y entonces imagino un baño en medio
de un bosque, un baño en un cráter lunar, un baño dando una conferencia ante un
auditorio ávido de escuchar, por fin, a un baño. El baño dice que hay baños en
todas partes, aunque no los veamos: baños recorriendo autopistas solitarias;
baños disfrazados de corresponsales en la Casa Blanca; baños actuando en
películas; baños comiendo palomitas de maíz, tratando de pasar desapercibidos
en una sala de cine y cuando termina la función los baños van a sus autos y
sonríen porque nosotros creemos que, cuando entramos en un baño, lo hacemos de
verdad, es decir, entramos a un baño, pero entramos a otros lugares: grutas
siniestras, agujeros negros en potencia, desiertos amarillos, jaulas
transparentes en donde nos examinan, nos espían y los baños lo saben y por eso
ríen y celebran cada vez que alguien los nombra, cada vez que alguien pregunta
¿puedo ir al baño? y surge en el mundo un baño que da origen a otro baño y
nosotros no lo sabemos, no lo podríamos saber nunca y por eso sólo podemos
decir baño, baño y baño. Un alumno vuelve a alzar la mano y repite la petición.
Entonces creo que es el momento de actuar y le digo, muy seguro, a mis alumnos:
creo que ahora yo tengo que ir al baño. Y me siento tan bien, tan pleno,
mientras lo digo, mientras intercambio los papeles y los alumnos me miran con
un gesto de sorpresa. Les digo que voy al baño y que regreso pronto. Nunca he
ido al baño de la escuela. Nunca me he expuesto a que alguien me vea ahí. Un
maestro puede sufrir cualquier tipo de burla si es sorprendido en el baño por
un alumno. No hay defensa ante eso. No hay manera de transmitir la autoridad
del aula a un baño. Es imposible. Pero ahora no hay nadie en el baño. Todos
están en clases, sentados en sus sillas, y el baño, supongo, es un templo
solitario, una ermita en medio de la nada, una gota de luz dejada por una
lámpara en la calle, deslizándose lentamente en el parabrisas de un auto último
modelo. Y por eso salgo, muy seguro, del salón. Salgo decidido rumbo al baño,
como cuando Marco Polo emprendió su primer viaje al lejano Oriente, y el baño
deja de ser un lugar físico: es un sentimiento, el llamado ancestral que
convocó a los primeros hombres y miro de reojo a los alumnos que se quedaron
con las ganas de ir al baño y que, quizás, estaban a punto de formular la
pregunta: ¿puedo ir al baño? Saboreando la victoria, con un poco de lujuria en
la boca, camino por el pasillo pensando en la puerta del baño, en la perilla de
la puerta del baño, en la fría cerámica de la taza del baño y en el espejo que
quizás estará arriba del lavabo del baño. Imagino baños inmaculados, baños
dignos de reyes. Hay baños para guerrilleros, para santos derviches, para
personas que han perdido la dignidad en un baño. Puedo sentir al mundo
acompañándome, a las almas decididas de los hombres y mujeres que, por pura
intuición, impulsados por una voluntad irrevocable, han enfilado a un baño
desconocido. Casi estoy a punto de meterme en los otros salones de la escuela,
interrumpir la clase y anunciar, con bombo y platillo, que voy a ir al baño y
que es la primera vez que me aventuro ahí. Sin embargo me contengo y contemplo
el final del pasillo: ahí está la puerta del baño y casi siento que estoy
frente a él, así que apresuro un poco el paso aunque pueda delatarme y cuando
estoy a punto de entrar, de tocar la perilla metálica de la puerta, pienso que
un alumno podría estar ahí, agazapado al otro lado de la puerta, quizás a un
lado del mingitorio, mirándose en el espejo, tal vez lavándose las manos,
pensando en que tiene que regresar a su clase o en la chica que le gusta
mientras siente el agua fría en la piel y el sonido del agua en la coladera es
el que escuchan los que se bañan en el Ganges, los que encuentran una moneda en
la orilla de algún río. Y giro la perilla de la puerta del baño y no hay nadie.
Estoy solo en el baño. Prendo el interruptor y un foco se enciende en el techo.
Vaya, vaya… Es increíble estar aquí, en el baño. El foco zumba: es un diminuto
demonio que emerge del fuego y que descubre filas de azulejos de color
amarillo. Son azulejos rectangulares. Las paredes también son de color amarillo
y también el lavabo, la taza y el mingitorio. Todo, en realidad, es de color
amarillo. ¿Qué clase de escuela tiene un baño de color amarillo? ¿Es parte de
algún plan académico? ¿Hay alguna justificación científica? El papel higiénico
es de color amarillo y también las intersecciones que hay entre los azulejos.
Ahora entiendo por qué los alumnos quieren estar aquí. No quieren evadir la
clase. No quieren consumir algunos minutos del día o hablar por teléfono o,
simplemente, estar en el baño y pensar que yo espero su regreso, impaciente, en
el salón. Ellos quieren flotar en el amarillo, sentir que los problemas quedan
atrás mientras escuchan el agua correr después de jalar la palanca. Y tengo la
impresión de que, mientras más tiempo pasas aquí, te conviertes en una de esas
bestias prehistóricas, llenas de líquido vital, espasmos de sol. Por eso el
amarillo cunde en el baño y el agua fría en la piel diluye el jabón mientras
alguien se lava las manos y todo ese embrollo escapa por el agujero infinito de
la coladera. El agua en el baño corre hasta transformarse en otra cosa, sale al
mundo para contaminar su gloria. Me miro en el espejo cuyo marco es,
lógicamente, de color amarillo, y mi rostro parece el de otra persona. ¿Cuánto
tiempo llevo aquí? Mis alumnos esperan mi regreso del baño y quizás murmuran
entre dientes baño, baño y baño. No atienden mis instrucciones en clase,
olvidan las tareas, pero ahora dicen baño, baño y baño. Es un canto ritual que
se atreven a hacer por primera vez. Casi los puedo ver, sentados frente a sus
mesas, mirando el pizarrón blanco. Algunos recordarán, cuando sean viejos, que
un día su profesor decidió abandonar la clase para ir al baño. Se emborracharán
y repetirán mil veces la historia. Pero no me importa: el baño amarillo me
acoge con dulzura, me retiene amablemente y me hace sentir en casa. Por eso no
me acerco a la puerta lamida por la luz del foco. Por eso estoy atento a la
respiración de mi cuerpo y a cualquier sonido que venga de fuera. Estoy en el
baño como si estuviera en el interior de un laberinto de oro, un laberinto con
un espejo, un lavabo, un mingitorio y una taza de cerámica amarilla. Es un
laberinto hecho de partículas de baño, de palabras que alguna vez se dijeron en
un baño y que ahora crecen, forman oraciones complejas que brotan en la calle,
al azar, mientras yo estoy en el baño como si fuera un alumno y el salón al que
tengo que volver parece algo tan lejano, como un recuerdo de hace mucho tiempo.
Entonces me fijo en uno de los azulejos amarillos. Está del lado derecho del
lavabo, a unos diez centímetros del piso. Para el ojo poco entrenado es un
azulejo igual que los otros. Para mí, sin embargo, es la entrada a otra
realidad. ¿Cómo lo sé? Quizás es un sueño que ahora estoy recordando. Podría
ser muchas cosas. Toco el azulejo y creo escuchar la palabra “baño”. Lo toco de
nuevo y sólo hay silencio. El azulejo está un poco flojo. Es el Talón de
Aquiles del baño. Algún albañil no hizo bien su trabajo. Sonrío porque soy el
primero que lo descubre, el primero en derrotar esta fortaleza inexpugnable. El
baño amarillo quizás seguirá igual después de mi descubrimiento, dando servicio
a interminables generaciones de alumnos. Con el paso de los años será
remodelado y quizás sus azulejos serán sustituidos uno por uno. Pero habrá una
pequeña diferencia: si en este momento derroto al baño cambiará, de ahora en
adelante, la petición de ir a él. No será lo mismo abrir la puerta y entrar en
ese mundo amarillo. De ahora en adelante los alumnos, en vez de preguntar si
pueden ir al baño, preguntarán si pueden ir a la guerra, encender luces de
bengala, interrogar semáforos, cultivar la amistad de un gato perezoso. Y yo
los escucharé como una madre amorosa, asintiendo con la cabeza, indicándoles el
camino y diciéndoles puedes ir al baño, me da mucho gusto que vayas, anda, te
estás tardando. Es claro: no puedo desperdiciar la oportunidad. Tengo que
llegar al fondo de este asunto. No importa que alguien entre o que llamen a la
puerta alarmados por mi ausencia. Así que pongo el seguro de la perilla y lo
pruebo repetidas veces. No lograrán entrar. Empujarán la puerta, intentarán
convencerme con palabras dulces, incluso amenazarán con despedirme del puesto.
Quizás llamen a un cerrajero. Y saldré en el periódico y la gente me conocerá
como “el profesor que no quiso salir del baño”. Dejo ese pensamiento y entierro
las uñas de mi mano derecha en la intersección amarilla del azulejo amarillo:
es hora de actuar. Debería ir por un desarmador para facilitar la tarea, pero
tendría que justificar, ante el conserje de la escuela, mi petición. ¿Dónde
puedo encontrar un desarmador? Es que los tornillos de mi silla están flojos y
temo que ocurra un accidente. Y el conserje con gesto incrédulo, escuchando mi
voz, mi tono que intenta imitar la inocencia de un alumno, me dirá que tengo
que ir a tal o cual lugar y yo fingiré que entiendo, a cabalidad, cada una de
sus instrucciones. Pero no puedo salir. No puedo exponerme a que alguien me vea
y me pregunte por cualquier cosa. ¿Me ayuda con esta tarea, profesor? ¿Cuándo
nos va a entregar calificaciones? Sigo clavando las uñas en el límite inferior
del azulejo amarillo y, después de unos segundos, logro aflojarlo un poco más.
Me duele un poco la espalda, pero el esfuerzo ha sido recompensado. Hay que
seguir la tarea hasta que el azulejo se desprenda por completo. Quizás, para
entonces, ya habrá llegado la hora del segundo receso y mis alumnos verán a sus
compañeros de otros grupos salir y platicar por las escaleras. Y sus voces
serán, para ellos, como una epifanía. En el receso, por supuesto, pierde todo
sentido la petición de ir al baño. Todos pueden ir al baño durante el receso.
Es algo democrático. Algunos van en parejas y otros van solos. Podrían ir
apesadumbrados, pues no tuvieron que pedir permiso para ir. Sin embargo, la
libertad de entrar al baño cambia cualquier perspectiva, cualquier semblante.
El segundo receso es a las 12 del día y miro mi reloj y compruebo que faltan 15
minutos. ¡Qué contrariedad! Algunos alumnos salen antes al receso, es cierto.
Algunos alumnos se adelantan o el maestro decide, unilateralmente, acabar la
clase. Es uno de los poderes que tienes cuando estás frente a un salón. Me
siento protegido en el baño a pesar de la amenaza. Sin embargo, tengo que
actuar y seguir la ruta del azulejo desprendido. Tengo que derrotar al sistema
y el azulejo es el primer paso. Después vendrá lo demás: arrojarán cadáveres
desde los autos y las calles estarán repletas de piratería china. Los
manifestantes oscurecerán sus rostros mientras esperan un denso cardumen de
balas. Anclo el filo de mis uñas en el límite del azulejo y, al fin, cede por
completo. ¡Victoria! El azulejo cae al piso y produce un leve tintineo. Es un
sonido metálico que perdura unos instantes. Hay un hueco rectangular en donde
estaba el azulejo. El hueco es un rectángulo de luz porque conduce al exterior
del baño. Examino el espacio: el azulejo es, en realidad, una especie de
tabique que le da sustancia al muro. Cuando quitas uno te enfrentas a la
realidad que está afuera. Todos los azulejos amarillos que me rodean son
soldados fuertes, formaciones unidas, combatientes destinados a una inmovilidad
heroica. Yo he derrotado a uno y quizás pronto caiga otro. Me pongo pecho
tierra para ver qué hay del otro lado. Para mi sorpresa encuentro un horizonte
de azulejos amarillos y el pedestal de un lavabo del mismo color, como si del
otro lado hubiera un baño idéntico. Debería mirar una parte de la escalera que
conduce al segundo piso de la escuela. Debería encontrar la luz del sol, pero
sólo puedo mirar una bocanada amarilla y los azulejos y los elementos que
conforman a un baño. Y creo que hay dos baños gemelos en el colegio y nadie se
ha dado cuenta de este hecho alarmante, único en la historia. Tal vez los
alumnos que preguntan si pueden ir al baño entran a uno de ellos y salen, sin
sospechar nada, por el otro. Y el baño es un gran ente maligno, un ser
bicéfalo, una bestia con cuernos amarillos que mira todo desde su omnipotencia,
desde su ubicuidad. Su risa emerge invisible desde su garganta, desde sus
pulmones color amarillo. Y su aliento deja su sombra en las almas de los
alumnos cuando entran al baño y por eso salen convertidos en otros. Y nadie lo
sabe, nadie lo podría sospechar. Nadie se entera porque los alumnos no cambian
físicamente. La mutación ocurre en su alma y cuando intento desarrollar aún más
mi tesis escucho pasos y voces en el exterior. Me pongo de pie y consulto mi
reloj: 5 minutos antes de las 12. El ataque vendrá pronto. Llegarán los
primeros que intentarán entrar al baño: son los nuevos bárbaros. Antes conquistaban
reinos, ahora sólo quieren entrar a un baño amarillo. Ahora buscan la gloria
mientras orinan, mientras se lavan los dientes o cuando jalan la palanca del
depósito de agua. Entonces, en medio de la incertidumbre, recuerdo la trama de
“Eróstrato”, un cuento de Jean-Paul Sartre. El cuento termina con alguien
armado con un revólver, encerrado en un baño y me envalentono y murmuro
llámenme Eróstrato, llámenme Ismael, llámenme el hombre que se quedó en el baño
amarillo, llámenme el maestro piadoso, el docente del año, el personaje que un
día llegó a la escuela y que, a las 11:30 de la mañana, quiso entrar al baño
para descubrir que tenía un azulejo flojo y que todo era de color amarillo. A
los hombres hay que mirarlos desde arriba, dice el cuento. A los hombres hay
que mirarlos desde arriba mientras piden permiso para ir al baño, podría decir
yo. Me gusta esa nueva versión. Y el baño se transforma, de repente, en la
mujer que se pasea desnuda frente al personaje del cuento. Es una mujer
derrotada que simula desfilar en una pasarela decadente. El otro le dirige
miradas lascivas y le apunta con un revólver. Y yo estoy con él, a un lado,
siguiendo cada uno de sus pasos, como si lo estuviera leyendo de nuevo. Miro el
ojo oscuro del revólver con el que le apunta a la mujer esperando que surja
algo de ahí y la mujer no comprende que el hombre no la quiere poseer. No sabe,
no lo podría saber, que se burla de ella porque, de esa forma, hace realidad su
venganza contra el mundo. Por eso su mirada incrédula y yo estoy muy cerca de
ellos, esperando que el revólver explote, haga combustión, y cuando el hombre
deja a su víctima desnuda en el cuarto y enfila a la calle, miro de nuevo mi
reloj y compruebo, alarmado, que faltan tres minutos para el segundo receso. El
baño se transforma en los tres balazos que le da el personaje principal a un
transeúnte en el bulevar Montparnasse ¿o era en el bulevar Edgard Quinet?,
antes de huir a un café. Tres balazos en el vientre, sí, recuerdo bien. Y entra
al café y se dirige rápidamente al baño y yo espero que pasen los últimos
segundos para las 12, que se escapen esos segundos como el agua que desaparece
en el lavabo del baño amarillo y llegan las primeras voces que se escuchan, en
realidad, en los dos lados: en el café y en el pasillo principal de la escuela.
Al hombre le dicen vamos, abra, no le haremos daño y a mí me dicen que salga de
mi escondite, que llevo mucho tiempo aquí. Reconozco la voz del director que
pronuncia mi nombre mientras el asesino sigue evaluando si dispara a la puerta
o se da un balazo en la cabeza. Le queda una bala en el revólver. Yo no tengo
nada para hacerme daño, sólo mi voluntad de estar aquí, en este baño amarillo,
y el director dice que me comprende, que son muchos grupos, muchas horas de
clase y una infinidad de actividades extra. Me dice que evaluarán mi carga
académica, pero que tengo que salir del baño. Y no le creo. Sonrío porque no le
creo y miro el rectángulo de luz abajo del lavabo amarillo, como si pudiera
escapar por ahí. De ese espacio sale una bocanada amarilla que se acerca a mí y
el asesino del bulevar Montparnasse o del Edgard Quinet o de cualquier calle de
París busca reunir un poco de valor para darse un disparo porque piensa: si me
detienen, van a golpearme, a romperme los dientes, tal vez incluso hasta me
revienten un ojo. El director dice que van a llamar al conserje para que abra
la puerta y parece que, todas sus promesas –la reducción de mi carga horaria,
principalmente– se esfuman y por eso miro con desesperación al hombre que se
refugia en un baño de París y le digo que la bala que tiene en el revólver no
alcanzará para los dos y él comprende muy bien esto porque baja la cabeza y
piensa que podrían arrojar un objeto pesado contra la puerta. Tenemos que salir
juntos de esto. La gente espera con mucha impaciencia afuera de ambos baños.
Buscamos una solución a nuestro dilema. Entonces el hombre también descubre un
rectángulo de luz en un muro de su baño. En los cafés de París también hay ese
tipo de baños. Le digo que veamos al mismo tiempo lo que hay del otro lado. El
hombre asiente en silencio y nos asomamos: contemplamos una calle amarilla con
tiendas del mismo color y adoquines rectangulares. Alcanzamos a ver un par de
edificios amarillos y autos del mismo color. Es una ciudad apacible, detenida
en un tiempo amarillo. Es un lugar para habitar y, al mismo tiempo, estar lejos
de todo. Algunos transeúntes platican con calma. Ellos no saben que los
observamos. Parece que atestiguamos el inicio de una película hasta que un auto
se estaciona cerca de nuestra posición. Un hombre de traje amarillo abre la
portezuela, da unos pasos, se pone en cuclillas y nos contempla con sorna.
Carraspea y, después de aclarse la voz, nos pregunta muy solemne, como si fuera
un actor en medio de una obra de teatro: “¿Han visto todo lo que puede pasar en
un baño amarillo?”.
**
*Fuente: https://revistapurgante.com/apuntes-desde-un-bano-amarillo/
-“Apuntes
desde un baño amarillo” cuento del libro “La Habitación Amarilla”
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
-Ha participado en publicaciones como
Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal.
Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en
diversas compilaciones de minificción.
-Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla” (cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
EL AMANTE DEL ALBA*
Cerrada está la puerta corazón. Cerrada.
Cerros, cerrazón.
Has evadido grutas, canceles y presidios.
Y has entrado. Ay, has entrado.
Noche. Cataléptico mundo.
Todos duermen. Todos.
Todos, menos tu negro dragón escarcha.
Se. Estoy segura, has seducido al alba.
Le has dicho que te espere.
Que serás su escudero, su amante, su arco
iris.
Y te has dejado caer por la rendija
cómplice.
Sediento. Bebes las oscuras gotas del
deseo.
Embriagado estallas tu lengua en el jazmín
de leche.
Has desafiado el noveno mandamiento y has
dicho te amo.
Sabes que es otoño y has besado los frutos
de un mentido verano
Ay amado mío nunca amado. Soledad que
devora
París. Nubes de cigüeñas. Reyes magos...
Está oscuro y tengo hambre de pájaros.
Y no hay pájaros, ni mar, ni siquiera un
barco naufragante
Se nos escapa el alba corazón.
Afuera un panadero. Sal, harina y sudor.
Dios se viste de andrajos.
Una pringada rubia alcohol. Dolor y risa.
Un chico solitario mea mi puerta.
Es la hora de las brujas y el alba.
Tu amanecida amante te reclama.
Y no pude encontrarte, ni buscarte, ni
hallarte, menos aún perderte.
Estoy cansada corazón. Cierra la puerta al
irte.
Ten cuidado. No enredarte en el ramaje que
sale de mis ojos.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
Érase
una vez en el desierto del sur*
Bronson me dijo algo que no entendí.
Parecía malhumorado, pero luego supe que no lo estaba. Simplemente, la
estructura de su rostro hacía que siempre pareciese de mal humor. Incluso
cuando sonreía, uno tenía la sensación de que debía andarse con mucho cuidado
con él. Uno de los ayudantes del director me lo tradujo: “Eres demasiado
pálido, chico. Ve a que te maquillen bien”. Agradecí en un susurro ante la mirada
escrutadora del actor y busqué a alguien de maquillaje.
Un conocido me había hablado del asunto
mientras tomábamos una cerveza en el bar de Paco. Iban a rodar una película en
el sur y necesitaban figurantes. Yo no sabía de qué iba todo aquello. Suponía
que haría falta algún tipo de aptitud o preparación, pero el tipo dijo que no,
que solo se trataba de estar en alguna parte, gesticular o pasar ante la cámara
u otro tipo de trabajo sencillo. Y la paga decían que no era mala.
Puesto que estaba sin trabajo y hasta dos o
tres meses más tarde no preveía nada en el terreno laboral, investigué más a
fondo el asunto. (No negaré que la oportunidad de salir en una película y
americana, además, me hizo sentir un cosquilleo). El casting iba a tener lugar
en Almería, una ciudad de Andalucía, a casi ochocientos kilómetros de mi hogar.
Eso me retrajo un poco. Actualmente son poco más de siete horas de viaje, pero
en 1968 las carreteras eran malas y el viaje (que al final realicé) resultaba
interminable.
Llegué al anochecer y me alojé en un hostal
de mala muerte, pero no podía permitirme otra cosa. Al día siguiente madrugué y
me dirigí a la dirección que me habían dado. Cuando finalmente llegué al sitio,
me encontré una multitud de jóvenes con el mismo propósito que yo. Algunos
provenían de esa misma zona, pero muchos habíamos llegado desde diversas partes
del país e incluso, según me contaron, unos pocos habían venido desde Portugal
y Francia. Tuve suerte: Fui de los primeros en pasar a la zona de pruebas: Me otorgaron
un número, me midieron, me formularon algunas preguntas y después me hicieron
una prueba de vestuario, consistente en vestirme con ropas de la época y el
lugar en que sucedía la acción del film. Después me dijeron que volviese dos
días más tarde y me comunicarían su decisión.
Pasé el día siguiente deambulando por una
ciudad desconocida, minimizando al máximo mis gastos (debía reservar dinero
para el viaje de vuelta) y poseído de cierta ansiedad. Temía que mi nula
preparación fuese un hándicap demasiado pesado y me atormentaba pensar que un
viaje tan largo iba a ser en vano. Trataba de entretenerme con otros
pensamientos menos funestos, pero mi mente volvía una y otra vez a lo mismo.
Pensé que había contraído algún tipo de enfermedad. Más tarde supe que eso
mismo les había estado pasando a la mayoría de los candidatos.
Al otro día, un buen número de personas
esperaba con impaciencia la decisión final. Una joven de aspecto decidido salió
con un cuaderno en la mano y empezó a recitar nombres. Fueron momentos de
júbilo entre los seleccionados. Mi ansiedad crecía conforme avanzaba el tiempo
y mi nombre no aparecía. Otros rostros cercanos reflejaban la angustia del
inminente rechazo. Al final de la relación, la mujer elevó aún más la voz y
dijo: “Los demás quedáis como reservas. Os avisaremos en su momento si
necesitamos vuestra colaboración. Muchas gracias a todos por haber
participado”. Me sentí frustrado. Traté de racionalizar el asunto, diciéndome
que era muy lógico que no me hubiesen elegido, dada mi inexperiencia y falta de
formación específica, pero no conseguí mejorar mi ánimo. Regresé a mi ciudad y
me puse a buscar trabajo, ya que mi capital se había visto drásticamente
reducido. Estuve dos semanas en una obra y más de un mes en una fábrica de
electrodomésticos, pero eran trabajos duros y mal pagados; y otra cosa: Yo me
sentía completamente ajeno a ellos. Sabía que no era mi sitio, aun cuando
hubiera sido incapaz de definir cuál sí lo era.
Volvía a estar deprimido y había olvidado
por completo la película cuando recibí la carta. No era muy extensa. Solo se me
informaba de que finalmente se habían producido algunas renuncias y, si lo
deseaba, tenía un papel de figurante. Debía llamar a un número de teléfono que
me facilitaban para comunicar mi decisión y recibir las instrucciones
pertinentes para el momento en que comenzase el rodaje. Acepté, por supuesto.
Después de la breve conversación telefónica, me sentía feliz.
Lo que no sabía es que en esa película me
iban a matar.
En la fecha fijada, me trasladé al pueblo
de La Calahorra, en Granada. Allí era donde se iban a rodar las escenas en las
que yo debía participar. En mi bolsa de viaje llevaba varias mudas, porque no
se sabía bien cuántos días iba a ser necesaria mi presencia en el lugar. En ese
punto, las explicaciones que me dieron habían resultado confusas.
A la mañana siguiente me presenté en el
rodaje, tal como me habían indicado. Me proporcionaron las ropas que iba a
llevar en la película y me dijeron dónde debía presentarme a continuación. Yo
estaba, debo decirlo, maravillado por la grandiosidad de todo aquello. Con toda
la cantidad de gente que pululaba por allí, tuve la sensación de algo caótico
pero, al parecer, no era así. Se nos fue asignando un lugar a cada uno de
nosotros. Luego comenzó lo que yo estaba esperando –lo supe entonces- desde
mucho tiempo atrás. Primero ensayábamos cada escena varias veces, ante la
atenta mirada de todo el equipo de filmación. A algunos se nos corregía la
posición, el movimiento, la expresión facial… Después, se producían las
palabras mágicas (silence, camera, action)
y empezaba el rodaje.
Se contaba que Leone, el director, estaba
obsesionado con las vías de tren. No sé si sentía el anhelo de la infinitud o
la nostalgia de la lejanía, pero pasaba largos ratos contemplando los raíles en
una y otra dirección, como esperando que le viniera la inspiración. Y tal vez
fuera eso, nunca se sabe. Yo le vi pocas veces, esa es la verdad, la mayoría de
las escenas las dirigían sus ayudantes. Tampoco coincidí apenas con ninguno de
los actores principales. Pero eso no representaba ningún problema. Me bastaba
con saber que estaban allí, respirando el mismo aire y recibiendo los rayos del
mismo sol que yo.
Tomé parte en varias escenas y debo decir
que estaba encantado. Sabía que mi aportación era minúscula y que difícilmente
se me podría identificar entre tantos figurantes una vez se emitiera la
película, pero sentía que estaba participando de algo extraordinario. De vez en
cuando, alguien se dirigía a mí en inglés y, aunque no entendía una palabra, me
consideraba afortunado por estar allí y ser objeto de cierta atención. En esos
días aprendí muchas cosas. Como a interiorizar mi personaje, por infinitesimal
que fuese. A percibir como real todo lo que sucedía durante el tiempo de
rodaje. Fue una experiencia maravillosa.
Hasta que recibí el balazo.
Me diréis, y tenéis toda la razón, que fue
un balazo de mentira, que en ningún momento corrí el menor peligro, que ni
siquiera fue doloroso, pero lo cierto es que ese ínfimo detalle me cambió para
siempre. La sensación de la muerte, aunque se trate de una muerte ficticia, es
difícil de explicar. Es como saber que uno ha cruzado un límite y ya nunca
podrá volver atrás. Por supuesto, esto no tiene que ser igual para todos. Así
es como fue para mí. Tuve que ensayar esa escena varias veces. Cada una de
ellas era como un golpe en mi alma. Cuando finalmente se rodó y el director la
dio por buena, fui a hablar con la persona que me había contratado y le dije
que me pagase lo trabajado hasta ese momento y que me iba. Nadie lo entendió.
Nadie estaba dentro de mí ni percibía lo que yo sentía ante aquel suceso en
apariencia insignificante.
Abandoné la idea (si en algún momento había
sido algo real) de dedicarme al mundo audiovisual y, como ustedes ya saben,
dediqué el resto de mis días al negocio funerario. Por extraño que pueda
parecer, las muertes ajenas no me impresionan. Veo esos rostros inertes sin la
menor emoción, los acompaño a su última morada y casi se puede decir que vivo
entre ellos, testigo ajeno del tráfago diario del mundo y sus circunstancias.
Del mismo modo, puedo afirmar que veo con total indiferencia cualquier película
por mayor carga de violencia que pueda tener; no hay masacre ni catástrofe que
me eche para atrás. Sin embargo… Han pasado más de cincuenta años desde que
participé en aquel rodaje, han emitido esa película varias veces, tanto en el
cine como en televisión, pero no he sido capaz, lo confieso, de asomarme a esas
profundidades que aún me atormentan.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Mañana*
La metafísica de lo
cotidiano era lo que buscaba:
Un pequeño rocío en la
hierba del amanecer,
Una gota de sangre en
los árboles de la tarde,
una gota de
fuego.
Si no brillas, eres
tiniebla.
El futuro es
despiadado,
todos los nombres
inscritos
En la solapa del Libro
de la Nieve.
*De Charles
Wright.
ARVEJAS
DE PRIMAVERA*
Estoy abriendo las vainas para sacar las
arvejas. Mis manos se transparentan por detrás de la veladura verde tierna de
las chauchas. Una por una las abro, y se encuentran las pelotitas húmedas,
nuevas, esas arvejas de verdad, no las de lata, secas y vueltas a hidratar,
arenosas y pasadas por la industria. No, estas arvejas vinieron en bolsa de
red, estaban en la verdulería, en un rincón, y me las traje sin envase ni
marca. Venidas de las quintas estas arvejas de la primavera.
Miro mis dedos transparentándose por detrás
de las vainas esmeralda, y pudiesen ser los dedos de mi bisabuela allá en
Euskadi, los de mi abuela, sentada en la silla de la cocina, con un repasador
en el regazo y la paciencia de quien extrae tesoros uno por uno y forma el
montón de cáscara por un lado, las perlas por el otro.
De niña le dije alguna vez a mi madre que
para qué el trabajo, si no son tan caras las latas en el supermercado.
No era sólo la textura incomparable, el
sabor más dulzón, la frescura de lo recién cosechado. Era el rito de la
primavera.
Giuseppe Archimboldo era un pintor extraño,
que hace medio milenio anticipaba el surrealismo, y armaba retratos de
personajes con una mixtura de objetos o vegetales o animales. Extraños en
verdad esos personajes acaso temibles. Pero recuerdo la personificación de las
estaciones. Y en el personaje que representa o resume la primavera hay arvejas,
espárragos, alcauciles.
Dice mi mamá cuando se va el invierno que
hay que celebrar con la merluza en salsa verde, con el cordero al txilindrón,
con esos platos que no sólo reconfortan con su sabor, sino que son ellos la
propia celebración de lo nuevo que llega y lo viejo que se va.
Ritos, costumbres ancestrales, las manos de
las mujeres de la familia que son unas solas en el tiempo, desgranando las
arvejas mientras el siglo avanza y el tiempo devora los días y las estaciones.
Los días se regían por la luz, los meses
por las lunas crecientes y menguantes, las estaciones por la irrupción de las
fresas, de las papas nuevas, de los tomates maduros con olor a campo recién
llovido.
Hizo falta que se perdieran lo ritos y las
iniciaciones y los lutos para que los psicólogos nos digan que son necesarios.
Frente a la fría asepsia de los
refrigeradores de supermercado, traigo de la verdulería mi bolsa de arvejas en
sus vainas delicadas, estuches preciosos de cierre perfecto.
Y recupero las manos de mis antepasados, y
celebro que hemos vivido un año más.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Lo que me alegra es
formar parte de lo incomprensible.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
PARE
DE SUFRIR*
La foto de los galpones sin techo, donde se
guardaban locomotoras.
Fotografía de la remota época donde el
humo, las neblinas y los tonos de gris en las películas se llevaban de la mano.
Como su padre que lo llevaba de la mano con
el cigarrillo colgando de la boca, mientras se tomaba un descanso de su mundo
de trabajo donde casi todo era un “hacer” concreto.
Entonces el hombre volvió a ver otras fotos
de su padre, el cigarrillo colgante, esa fuerza de lucha que parecía imposible
de doblegar aún por el tiempo, ese gigante. En ese día que era el del
cumpleaños de su padre siguió pensando en esa época de la sociedad del humo,
donde en las fábricas se trabajaba. Donde el trabajo era tan visible como el
hollín en la ropa de los trabajadores. Usando esa vaga excusa para seguir con
su mente apresada por la feroz melancolía, el hombre se subió al tren con
destino a José Ramón Sojo. Sentía la vocación del paleontólogo que quiere
reconstruir al dinosaurio a partir de unos huesos enterrados. Quiso entonces
imaginar al ferrocarril y quizás al mundo de su padre y de muchos hombres como
su padre, desde ese edificio que en la foto son paredes sin techo, con cardos y
pastos crecidos en su interior donde antes descansaban las bestias negras de
panza de fuego que vio pasar en su infancia.
Como cualquier otro, el hombre teme a la
frustración y más aún al desencanto. Teme que ni siquiera eso exista, que la
ceremonia inconsciente que lo motiva ni siquiera pueda concretarse. Arrastra
demasiados caminos equivocados, y una edad en que la ilusión ya no lo lleva,
como acaso antes ocurrió, todos los días a deseos posibles.
Él sabe que los días de lluvia son sus días
libres, para viajar o para intentar alguna aventura como la de aquel día,
visitar un galpón abandonado en un lugar donde años antes de la vuelta del tren
sólo había campos, "población rural dispersa" según leyó en el último
censo.
Al menos, aunque no lograse realizar su
trabajo de resucitador de pasados fabriles, si la tormenta no amainaba, el
hombre esperaba al menos encontrar un bar en la estación para hacer notas en su
cuaderno de andanzas.
El tren y el viaje son un modo de suspender
algo y entregarse al azar del destino.
Hay cosas muy locas, piensa, mientras anota
en su cuaderno la pintada sobre la pared blanca que lee con la mirada virgen del
recién llegado al bajar del tren:
"No dejes que tu
vida la maneje un robot. Karel Čapek"
Decidió bajar del tren, a pesar de la
decepción de hallar un andén devastado por una vejez que no distorsionaba ni la
cortina de lluvia de esa tarde de abril. Con lentitud el hombre siguió
caminando bajo la lluvia en un sendero asediado por el barro y el pastizal.
“Estos tipos al menos
podrían haber construido una vereda desde la estación”, pensó, “o quizás es a propósito, no les interesa”
Pensó que, si hubiera sabido que estaría
caminando bajo la lluvia, solo, en un sendero donde iba embarrando los zapatos,
si lo hubiese sabido de antemano, quizás hubiera seguido arriba del tren hasta
un pueblo amable, que al menos tuviera un bar para tomar un café protegido de
la lluvia, y donde pudiese intentar escribir algún título (al hombre sólo le
salen títulos, los escritos nunca los logra)
Al final del sendero hay una edificación.
Hay un portal de entrada con grandes carteles, y una garita donde una especie
de portero o vigilante le hace señas de que pase, que vaya hacia el interior, que
las visitas son bienvenidas.
Ojalá fuera un museo ferroviario, se dice
el hombre, pero es un templo de alguna forma de esas modernas religiones que
intentan reemplazar a las antiguas.
Hay una consigna que se lee a poco de
entrar, en un cartel que se prende y apaga en múltiples lucecitas de colores
como las de los bingos:
"NUESTRO DIOS NO
CASTIGA, SÓLO LIBERA"
Y más abajo, en letras luminosas algo más
pequeñas: "Todos son bienvenidos"
En la gran nave silenciosa ve a un pastor
electrónico parado detrás de un atril, con un dispositivo para comenzar en el
momento justo en que ingresen fieles. El buen robot de aspecto humanoide
comenzó a darle palabras de bienvenida al percibir su presencia. El hombre no
quiso oírlo y se hubiese ido en ese momento, si no fuera por la curiosidad de
observar que hay filas de bancos provistos con anteojos de realidad virtual
para cada fiel que se siente allí. Frente a la línea de bancos también se
despliegan tableros verticales con botones que dan opciones para elegir
diferentes tipos de sermón del robot pastor:
La misión universal del señor.
Sanación angelical.
Oraciones a los 7 arcángeles.
(Y otros a los que el hombre elige negarles
el acento de una mirada)
En un lateral, por encima de ornamentos e
imágenes sagradas hay un cartel que advierte: absolutamente prohibido fumar en
el interior del templo.
Ahora si siente, sin tener claro un por
qué, cómo se derrumba en su interior la edad del humo. Siente de súbito cómo
caen las chimeneas, desaparece el hollín, se precipita el cigarrillo colgado de
la comisura de la boca de su padre mientras no para de trabajar. Es el fin de
este lugar que nunca más tendrá vaporeras. El símbolo que anuncia la muerte de
la época en que el hombre nació y creció.
**
Lo único humano era el portero de la
entrada grande que saludaba en su garita, y ese hombre está tan solo, que por
hablar un poco y sin que le pregunte, dice que un pastor emprendedor construyó
el templo con dinero llegado desde otro país. Los fieles vienen de todas partes
y a cualquier hora, pero hay horarios de reuniones que usted puede ver en la
tablet. El portero despliega en su ordenador portátil la grilla de horarios y
descripción de eventos, entre los que el hombre puede leer:
-Reunión de casos
imposibles: Todos los sábados a las 18 horas.
Ahora el hombre puede levantar la mirada.
Terminar de aceptar lo que leyó en el gran cartel del pórtico de entrada a la
nave del antiguo galpón de locomotoras devenido en iglesia robótica: "Pare de sufrir en José Ramón
Sojo"
*De Eduardo Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
-Siguiente estación
En el recorrido literario por el Ferrocarril Midland:
APEADERO KM.
38.
MARINOS DEL CRUCERO
GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
**
En el recorrido literario por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE. ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
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