*Obra de Walkala. Dr. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
*
En la casita de palabras
siempre hay fuego
y una ventana azul donde mirar
como suceden mansas las estaciones.
Habitar la casita de palabras
es como rozar la felicidad
o el desenfreno,
y a veces
es tocar los dos al mismo tiempo:
es como entrar en éxtasis bailando,
como el deseo
cuando entrega su moneda.
Y luego
el desamparo de saber
que en todo hogar
hay una puerta
que se cierra.
Ah, vivir en la casita de palabras
es una trampa
y ningún huésped lo sabe.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City
Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La
Magdalena, 2016). Piedras de colores (Proyecto
Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, fue reciéntemente
editado por Editorial Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
SUPERFICIES
BRUÑIDAS*
En un rincón la Santa Rita alarga brazos
espinosos con un color violento, un rosado que ha tenido comercio con el rojo
más sangriento y en algún momento ha tenido azul en sus ancestros. La
madreselva le disputa el lugar, embalsamando el aire con el perfume dulce que
exhalan sus flores. Éstas son espigadas. De largos pistilos vacilantes; se
abren blancas pero luego se resignan a un tono cerúleo que les anuncia la
proximidad del fin de su pequeño tiempo, la caída, la disolución en una tierra
aparentemente inerte pero viva de insectos delicados con antenas temblorosas.
Hay, también, un ligustro que florece
apretadamente, con otro aroma menos de botellita de cristal de Baccarat que de
prado esmeralda con ovejitas. Más modesto el aroma del ligustro que el de la exquisita
madreselva, pero quizás es por eso que se instala entre las emociones más
profundas, y perdura fresco e inocente en la memoria.
Del ceibo se arrojan por cientos las flores
con forma de cabeza de pájaro. Rojas sin matiz, duras, tan sin dulzura como el
árbol retorcido del que proceden, y sin embargo el ceibo uno de los árboles más
honestos del parque, sincero en su rusticidad, sin los alardes del álamo
plateado que hace trucos de magia con el viento, mostrando sus hojas ahora
verdes, ahora de plata.
Llueven bolitas amarillas del paraíso, y
llueven estrellitas blancas, que crean un firmamento espejado sobre el césped.
Hay calma.
La mujer en la reposera toma delicadamente,
con los dedos índice y pulgar, un pellizco de la capa superficial de la
realidad y la levanta un poco, con cuidado de no romperla. Le ha sucedido que
se forme un agujerito, y al quedar sin piel, con la herida húmeda, se dejaban
ver en ese sector los colores crudos y las formas precisas que la piel atenúa y
difumina.
No quiere que su realidad tenga lamparones
que le produzcan escozor, lleva un trabajo de muchos meses para que se regenere
una piel nueva, y suele quedar más gruesa o más delgada, pero en todo caso
diferente y acusando un parche.
Con el índice y el pulgar separa la fina
capa translúcida, que al estirarse se torna más transparente. Ya puede adivinar
los monstruos. Una forma gelatinosa palpita unos segundos y luego se sumerge en
las profundidades.
El corazón de la mujer se hace notar en su
pecho, y una opresión se va instalando, se va expandiendo desde la garganta.
Hay una sensación de peligro, de estar en equilibrio a gran altura. Sensación
de proximidad de lo irreparable.
Inmóvil para que no se derrumben paredes de
papel, siente la atracción del abismo. Imperceptiblemente, estira un milímetro
más la piel de la realidad anticipando la rotura, el quedar con un trozo de
epidermis entre los dedos. Tira otro milímetro con los oídos, con los ojos, con
todo el ser fijado en las profundidades que empiezan a distinguirse con mayor
claridad.
Sobre su cabeza un benteveo de pecho
amarillo llama a su compañero, las calandrias buscan insectos dentro de los
laberintos verticales de las enredaderas, el follaje de los álamos imita el
mar. A su alrededor se afanan las hormigas, libélulas negras y libélulas
turquesa se sostienen inmóviles en el aire. Ranas minúsculas flotan en la
piscina con las patas extendidas.
Ella no escucha los pájaros, ni nota que el
sol se ha ido corriendo, que la sombra se ha alejado de su reposera y ha
quedado totalmente expuesta al sol feroz del verano. Respira por la nariz el
aire que exhala por la boca, está toda cerrada sobre el instante elástico del
miedo, de la expectación, de esa cornisa aterradora que invita al salto.
Un milímetro más que estire la película
hacia arriba, un minuto más que prolongue el esfuerzo de la piel por no
desgarrarse, y acaso sea entonces la herida, la visión exacta del campo de las
pesadillas, y sea, otra vez, una época de dolor, vendajes, desilusiones.
De muy pequeña, cuando iba a la iglesia,
miraba fijamente al sacerdote, hasta que veía alrededor una especie de doble
imagen que coincidía o no al mover las pupilas. Cerraba los párpados y ahí
estaba, iluminada y precisa, la silueta del cura recortado con una tijera de
luz. De niña jugaba ya con los anversos y reversos, con las ilusiones ópticas,
con lo ilusorio en general, con lo aparente que hace incognoscible lo real.
Entre el índice y el pulgar la piel de lo
aceptable, lo cotidiano, lo seguro. Esa película dejando ver el dibujo de la
hoja de abajo como papel de calcar, papel manteca, papel aceitado. Esa película
hecha cristal esmerilado que permite y no permite ver, que apenas deja entrever
lo oculto cuando ella la estira audazmente con el riesgo de que se rompa, y
algunas fauces dentadas, algún tentáculo inaceptablemente nocturno irrumpa en
este lado de sol, de sombra concreta, de previsible monotonía.
Pero qué hay allá abajo, cuáles son los
monstruos y cuál constituye su materia crepuscular. En qué momento el pellizco
fue brusco, se rompió la piel, quedó el hueco como cuando en el hielo los osos
polares hacen un agujero para que alguna foca emerja la cabeza perruna.
Cuando alguno de sus espantos ha acercado
el rostro al límite. Peor. Cuando ella rompió la piel y dejó abierto un hoyo en
la fina barrera entre esto y aquello, el rostro de su pesadilla ha tenido mueca
burlona. El temible rostro se ha reído con el hocico lleno de dientes afilados,
la ha mirado directo, fijamente y con satisfecha malignidad, señalándole sin
necesidad de palabras cada incongruencia injustificable, cada penosa bajeza,
todas las excusas que usa, ella, convincentemente con los demás pero que sabe,
ella, que son útiles maneras de no verse obligada a modificar el orden de las
cosas.
Ahora, en este momento suspendido de intolerable
lucidez reconoce frente a sí y en soledad, únicamente para sí y para su propia
vergüenza, que esa mujer que es su hija, pero que es una mujer y un ser
separado de ella, independiente y ya ajeno, reconoce que esa mujer su hija le
desagrada visceralmente, desde el centro del cual emanan implacablemente todas
las manifestaciones que hacen la presentación de la persona.
Ve a su hija con la minuciosa imagen
compuesta de sensaciones, retratos, recuerdos ligados, historia presente,
olores y connotaciones insoslayables.
La ve nítida, fotográfica, y a la vez
esquematizada y cubista. Como los imposibles objetos de Picasso, que presentan
a un tiempo el plano superior, la base, el anverso y el reverso.
Y lo que ve no la satisface.
Sabe que el sentimiento de rechazo es
inaceptable, totalmente contra natura. Y sabe, esta mujer, que sólo hoy, sólo
ahora, solamente en esta suspensión de lo ordinario se puede permitir la
formulación de su desagrado.
Con el índice y el pulgar mantiene estirada
la piel de la realidad. Se ha transparentado este espanto, esta lacra infame
que debe estibarse en despensas polvorientas, viejos cuartitos clausurados. Ha
podido ver, bajo la traslúcida piel de la realidad, una yegua de la noche a
pleno día.
Todo está allí, en ubicua simultaneidad. En
este estado de suspensión puede permitirse ver de frente al monstruo.
Una langosta verde y marrón frota entre sí
las patitas velludas. Los ojos vacíos, de espejo negro, reflejan a la mujer en
la reposera. Salta sin aviso y desaparece entre el pasto.
Una bandada de pajarillos gris celeste se
posa en el espinillo por un segundo y sigue su vuelo.
La mujer ve, sabe y siente que su hija le
es desagradable.
Allá adelante alguien abre el portón, se
produce un desbande de palomas torcazas que baten pesadamente las alas. La
mujer suelta de pronto la piel de la realidad que elásticamente vuelve a su
sitio. Apenas está un poco arrugada en el lugar por donde la retenía entre los
dedos. La mujer se conecta con el presente, siente ahora el sol en el cuerpo,
escucha los pequeños sonidos, advierte que la radio perdió la onda y es apenas
un ruido pastoso de voces con interferencia, se nota en el cuerpo la
transpiración, nota su cuerpo, se da cuenta de que tiene hambre, escucha sonido
de pasos, conecta el sonido de los pasos al anterior ruido del portón del
frente, ve a la hija que viene por el camino de ladrillos, la saluda con una
sonrisa ancha y luminosa. Le sonríe con alegría sin simulación.
Está feliz, como siempre, de recibir a su
hija en la quinta.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Tengo una tristeza tan
al borde de la piel
Que si me rozas
Gota
Y si me tocas
Agua
Recuérdame hablarte de
mi niñez mañana.
*De Marcela
Lokdos.
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
SÉPTIMA PARTE.
Lucrecia regresó a su habitación. Yo
comencé a empacar toda mi ropa en la mochila. Desde hacía varios días había
quedado claro que el padre de Lucrecia no necesitaba mi dinero. Sin embargo,
dejé un delgado fajo de billetes bajo la cama. Quizás, en las tierras lejanas,
podrían acogernos. Era nuestra apuesta aunque no tuviéramos más razones que la
esperanza y los buenos deseos. Lo cierto es que nuestro viaje sería pionero, el
primero y acaso el único. Nadie más se había aventurado en dirección a las
tierras que parecían, desde la altura, un amasijo oscuro recorrido por puntos
luminosos. Sólo se podía adivinar lo que había atrás de las montañas más
elevadas. Quizás habría amplios valles o los relieves continuaban por cientos
de kilómetros. Tal vez habría un inmenso precipicio en donde terminaba todo.
Imaginé esa posibilidad con un estremecimiento: un abismo que absorbía la luz,
el viento, el polvo de la tierra.
Empaqué tres cuadernos de hojas amarillas
que me había dejado Lucrecia pues sabía que, tarde o temprano, carecería de
electricidad para alimentar la pila de la computadora. Seguiría escribiendo
aunque eso significara enfrentarme, definitivamente, al papel. Tenía la
incipiente esperanza de conectarme en las zonas habitadas que estuvieran en el
camino. Sabía que esto era difícil, al menos en los lugares más cercanos,
porque desde la lejanía parecían zonas agrestes, sin evidencias de energía
eléctrica o algún sustituto. Tendría que ahorrar y saber muy bien qué frase
escribir en mi aparato. Quizás podría realizar algunos bosquejos en las hojas
amarillas y después pasar en limpio lo trabajado para aprovechar el tiempo.
Sabía que era probable el abandono de la computadora, pero me aferraba a la
posibilidad de continuar la escritura hasta donde me fuera posible. Recorrí la
habitación por última vez. La noche era cerrada y la luna apenas resplandecía
tras una gasa de nubes. El aliento frío del invierno empañaba los cristales de
la ventana. Pensé en todo lo que había vivido hasta ese momento y traté de
cohesionarlo, ponerlo en un mapa cuyas coordenadas fueran estables,
inteligibles. Aún había mucho por saber.
Tardé algún tiempo en poder conciliar el
sueño. Lucrecia estaría en la misma situación. ¿Qué cosas empacaría ella?
Tendríamos que hacer el viaje a pie, sin las bicicletas porque serían inútiles
cuando la vereda desapareciera o nos encontráramos con obstáculos que superar.
Había motivos para suponer que la muralla se extendía hasta abarcar todas las
tierras desconocidas. Sería un círculo inmenso e impenetrable. Otra posibilidad
que había escrito en mis archivos era que la muralla contuviera en su interior
otras murallas de menor altura y extensión, como en un juego de muñecas rusas.
En ese caso el país sería una colección fragmentada de pueblos y ciudades
unidas, quizás, por una vaga memoria común. ¿Nosotros seríamos la parte central
de ese mundo y tendríamos que ir a los círculos exteriores o nos internaríamos,
hacia el sur, en los círculos más pequeños, más densos y peligrosos? Sin
embargo, el alejamiento de cada una de las zonas habitadas hacía muy difícil
comprobar cualquier supuesto.
La mañana siguiente nos encontramos, muy
temprano, en el pasillo principal de la casa. Lucrecia había empacado frascos
con conservas de frutas y yo tenía un par de garrafas con agua. Pensé que su
padre estaría dormido. A pesar de su habitual displicencia podría haber
sospechado algo. Me moví entre los muebles procurando no hacer ruido. El padre
de Lucrecia seguía en silencio. Espere que nada interrumpiera su sueño. Abrimos
la puerta principal con la sensación de estar haciendo algo prohibido. Una vez
en la calle escuché cómo emergía, de nuevo, la pieza de Chopin. La música
llegaba como un eco de una época remota. El hombre estaba ahí, ajeno a todo,
siguiendo con los labios la ruta del piano, la secuencia de notas que, en ese
momento, representaban el mundo.
Después de un rato de caminata llegamos a
la última calle de la ciudad. La calle había pertenecido a un fraccionamiento
antaño lujoso. Aún se podían ver en las esquinas unos postes pequeños con unas
banderolas de metal que indicaban el nombre de la calle. Las casas, casi todas
abandonadas, eran de tejas rojas y algunas alcanzaban los tres pisos. Las
entradas eran amplias y las protecciones de las ventanas, hechas de fina
herrería, mostraban adornos florales y heráldicos. Faltaban muchos adoquines en
la calle. Algunos estaban quebrados y otros parecían haber sido expuestos a una
carga muy pesada, como si por ahí hubieran pasado tractores muy grandes,
tráileres que dejaban su huella como inmensas bestias pesadas. El camino se
internaba por unos árboles. En la libreta roja el viajero hablaba de algunas
casas que estaban a una distancia de entre veinte y treinta kilómetros. No
refería si esas casas pertenecían a ciudades o pueblos pequeños. Tampoco decía
si estaban habitadas o si eran meras ruinas. Sólo las mencionaba como una
especie de rumor escuchado en la ciudad. La última referencia en la libreta
roja era la vaga posibilidad de ciudades amuralladas, desconectadas del
exterior, con ideas a veces extrañas del mundo lejano, aquel que apenas se
podía ver y que, quizás, sólo estaban vinculadas por el río que seguía con su
flujo perezoso y constante.
La ciudad, poco a poco, fue quedando atrás.
Nos deteníamos para recobrar energías. Lucrecia parecía frágil, pero nunca daba
muestras de cansancio. Nuestra guía, cuando llegara la noche, serían las
esporádicas luces que se veían hacia el sur. Serían brújulas volátiles. En el
día tendríamos a la vereda como único asidero. Lucrecia se orientaba fácilmente.
La seguridad de sus pasos contrastaba con su silueta que parecía resentir las
rachas de aire frío
La última huella de la ciudad era una mole
de concreto. Era una silueta rectangular y alargada. A un lado se distinguían
poleas gigantescas que se movían, bombas con la apariencia de grandes martillos
sometidos a un vaivén interminable. Luces intermitentes constelaban las
ventanas del gran edificio. Había un sonido grave. El ruido de las máquinas era
un zumbido constante. Lucrecia detuvo el paso y me dijo:
–Son las máquinas que generan electricidad.
Han hecho grandes esfuerzos para que se mantengan funcionando.
Lucrecia inclinó la cabeza hacia atrás.
Parpadeó lentamente. Por primera vez, desde que la vi por primera vez, me di
cuenta de su belleza, una belleza dispuesta a emerger para quien supiera
buscarla. Parecía una guía de turistas enseñando la única atracción de la
ciudad.
–¿Cómo funcionan? –pregunté aguzando la
vista.
Lucrecia se encogió de hombros.
A un lado del gran rectángulo distinguí con
más claridad los martillos gigantescos. Poleas de varios metros los impulsaban.
Supuse que el vaivén concentraba la energía y la mandaba, de alguna forma, a la
ciudad. Más allá del edificio sólo había vegetación. Manchas verdes con oasis
ocres, pequeñas estepas en las que los árboles no eran tan abundantes. El
mecanismo hacía un ruido grave. El estruendo era un latido lento. Parecían, con
un poco de imaginación, gigantes de un solo brazo que luchaban por romper los
estratos superficiales para llegar al hirviente centro de la tierra. Era un
movimiento persistente y desesperado. Seguía un poco embebido por la imagen y
haciéndome preguntas sobre el funcionamiento más detallado de esa planta,
cuando Lucrecia me tocó en el hombro.
–Hay gente trabajando. Están día y noche.
Sin embargo en la ciudad dicen que sus esfuerzos no son suficientes. Por eso
los apagones.
En efecto, pude distinguir pequeñas
figuras, vestidas, al parecer, con uniformes de una sola pieza. Pude ver sus
cascos. El edificio principal de la planta, su centro de mando, tenía tres
niveles.
Reemprendimos la marcha.
El bosque era tupido. Las hojas de los
árboles tenían un indeciso color amarillo. La humedad del ambiente y el frío
hacían probable una nevada, sin embargo, parecía que nunca iba a ocurrir. Era
como caminar por la planicie de un sueño al cual se le han extraído todas las
imágenes, todos los significados.
Descansamos una hora y reanudamos la
marcha. Lucrecia estaba a gusto en la caminata a pesar de que sus pasos eran
cada vez más inseguros y su respiración se fatigaba. Yo insistía en alentar el
ritmo, pero ella sonreía y negaba con la cabeza. Pronto nos dimos cuenta que
tendríamos que acampar. La noche estaba por llegar. Encontramos una zona entre
una pendiente y unos matorrales. Tenía una pequeña hacha que usé para cortar
algunas ramas. Apilé la madera y saqué un cerillo. Pronto, entre mis manos, una
diminuta combustión. El fuego retozó un poco entre las ramas y, después de unos
momentos de indecisión, contagió el resto de la madera. Sacamos nuestras
frazadas. En medio de la oscuridad, parecíamos un reflejo olvidado, una
estrella nueva en un universo vacío. El calor nos iba a permitir pasar la
noche, aunque tendríamos que proteger el fuego. No sabía si había animales
nocturnos en las cercanías. Lucrecia miraba el amarillo de las llamas y la
lucha que entablaban para no apagarse. Su rostro se sumergía en una especie de
feliz somnolencia. Quise tocarle las manos para saber si seguían frías o si el
calor de fuego había comenzado a caldearlas, pero no me atreví. Temí que el
calor no hubiera sido suficiente.
Nos recargamos en el amplio tronco de un
árbol. No quise encender la computadora. Mis manos hormigueaban más por la
ansiedad que por el frío. Lucrecia miraba con desconfianza mi maleta. Supuse
que estaba pensando en mis textos amontonados, en cuántos de ellos la
mencionaba, cómo la describía. Sonreí sin saber por qué.
–¿Qué pasará con tus escritos? –me dijo,
balbuceante.
–No sé.
Quise añadir más cosas, pero no pude. Miré
la mochila. La computadora me pareció una máquina obsoleta, un estorbo. Sin
oportunidad para recargar la pila, mis textos estarían adormecidos, sin
posibilidad de continuación ni de una posible lectura. Sin otro aparato igual o
piezas de repuesto, mis escritos serían algo más complejo que un idioma
desconocido o un código secreto. No bastaría el poder de deducción o la
habilidad de cualquier persona para encontrar semejanzas o patrones en mis
palabras. Necesitaría, forzosamente, la fabricación y el diseño complejo de
piezas para reponer las dañadas. Habría que obtener la materia prima para
recargar la pila que cada vez retendría menos electricidad. Pensé que ya era
hora de enfrentar mi crónica desde el papel, desde las hojas amarillas que
parecían retarme con sus renglones, con su textura, con la posibilidad de
equivocarme cientos de veces y tachar una y otra vez la palabra que pensaba
adecuada para intentar una nueva aproximación. Lucrecia se dio cuenta del
dilema que enfrentaba aunque, quizás, no podía explicarlo con todos los detalles.
El fuego seguía perforando la oscuridad.
–¿Qué diremos si encontramos a alguien? –le
pregunté.
–No te preocupes. Mañana mismo veremos las
primeras casas –respondió ella con una extraña seguridad en su voz.
–¿Cómo sabes?
–Mi padre me contó, una vez, que había
gente en esta zona. Él no sabía por qué estaban ahí, pero estaba seguro de que
había gente mucho más allá de lo que podíamos ver desde la ciudad.
–Lo comprobaremos pronto.
–Soñé a gente haciendo el mismo recorrido
que nosotros. Quizás, muy cerca de aquí, podremos encontrar sus rastros, ¿no es
verdad?
–Algunos creen en los sueños proféticos.
Lucrecia juntó las manos y, mirando el
fuego, me dijo que su padre había escuchado muchas historias. Las decían, sobre
todo, los más viejos, aunque cuando la referían era con muchas lagunas y
asumiendo, en todo momento, que eran sólo un cuento, una ficción para explicar
el mundo más allá de las fronteras visibles de la ciudad. La gente de
generaciones posteriores recordaba esos fragmentos, pero no estaba interesada en
hilarlos ni en investigar más. Era como un eco que, con el tiempo, con cada
repetición, iba perdiendo fuerza.
Esa noche, quizás para evitar la inquietud
de saber dónde estábamos, los riesgos que entrañaba el agreste territorio que
se extendía hacia el sur, seguimos platicamos sobre nuestras imaginaciones.
Además, era una forma fácil, acaso sutil, de evitar nuestras biografías. Era
cómodo convivir sin indagar el pasado. Lucrecia esbozaba una incipiente
posibilidad. Al contrario, a mí me gustaba extender y usaba, cualquier
referencia, aspectos casi inocuos que captaba, para extenderme, seguir las
ramas de un gran árbol. De esa manera compensaba la poca información que
obtenía. Mientras el sueño empezaba a anunciarse con sus latidos pesados, pensé
en cientos o miles de personas caminando en grandes grupos por el bosque.
Sería, podía suponer, como la migración que hacen algunos animales en busca de
agua o de alimento. En este caso, sería una migración desesperada a juzgar por
las fotografías y, sobre todo, por los restos encontrados en la bodega. ¿Habría
más imágenes? ¿Alguno de los viajeros registró con su cámara la migración a
través del bosque? Las imágenes, en ese caso, estarían junto a un esqueleto,
como una ofrenda desesperada. El plástico o alguna parte metálica de la
hipotética cámara durarían mucho tiempo, pero las imágenes serían vulnerables.
Lucrecia estaba silenciosa, quizás
entrampada en alguna suposición volátil. Yo volví a pensar en las personas
amontonadas en la bodega. Imaginé el sudor de los cuerpos. El miedo que se
transmitía con rapidez por el simple contacto de la piel. En la oscuridad de la
bodega, muy juntos unos con otros, era inevitable compartir la sensación de
amenaza. Los ojos se agrandan. Cualquier palabra, por irrelevante que sea, adquiere
rasgos diferentes cuando se comparte de persona en persona. Alguien podía
adivinar la cercanía de la muerte a través de la respiración atribulada de
alguien que está muy cerca, a pocos centímetros. Ahí, en la bodega, todos eran
vulnerables pero, al mismo tiempo, el miedo al exterior era lo suficientemente
fuerte como para no atreverse a salir. Y seguían ahí, amontonados, como ganado
a punto del sacrificio y hubo un momento, una circunstancia imprevista, quizás
una detonación o un grito o una amenaza que no puedo imaginar, que fue
aprovechada para salir, huir a trompicones en dirección al sur. Probablemente
muchos murieron de hambre y de cansancio. Quizás algunos fueron heridos en la
estampida y dejaban rastros de sangre entre las ramas de los árboles.
Lucrecia comenzó a dormitar recargada en mi
hombro. Sentí el peso leve de su cabeza. Su respiración entrecortada combatía,
de alguna forma, el invierno. Su respiración era la de un esforzado viajero que
sube por la ladera de una montaña y se detiene, en medio de una ventisca, para
conservar el calor. El resuello se hacía más fuerte en trechos y su ritmo daba
una sensación de fortaleza. Traté de mantenerme despierto. El calor llegaba a
las piernas y, lentamente, calentaba todo mi cuerpo. No sabía la hora. Miré el
reloj en la muñeca de Lucrecia y comprobé que se había detenido. ¿Habría
animales cerca? ¿Encontraríamos a alguien vivo en los siguientes días? Quizás
el calor podría atraer a algún animal o viajero como nosotros. Vi que tenía a
la mano una de las libretas amarillas y, sin despertar a Lucrecia, improvisé
algunos párrafos que me mantuvieran lúcido y soportar el embate del sueño.
Quería permanecer el mayor tiempo despierto porque me sentía responsable de la
seguridad de Lucrecia. Escribí sobre el destino de esa migración. Traté de
calcular las oportunidades que habrían tenido para llegar a otras regiones del
país, zonas que desconocían por completo y para las cuales tenían una mitología
secreta y confusa. Incluso imaginé que algunos de ellos, después de vagar sin
rumbo por el bosque, antes del colapso final, habrían hecho un último esfuerzo
y regresado a la ciudad. En esta vertiente ellos volvieron, casi destrozados, a
su lugar de origen y se dieron cuenta, con sorpresa y desilusión, que ninguno
de los habitantes, vecinos suyos, se habían enterado de su huida, de su
encierro en la bodega y de su milagroso escape. Entraron por la calle principal
de la ciudad. Todos polvorientos, con heridas aún vivas y sangre fresca. Los
habitantes se dieron cuenta de los recién llegados y los ayudaron a curarse.
Pero nadie les preguntó la razón de su huida. Cuando intentaron contar su
historia se dieron cuenta que no los escuchaban. Podían decirles cualquier cosa
y la reacción de sus interlocutores era la misma. Las palabras habían perdido
su significado. Quizás de eso habían huido: del silencio. La madre recibió al
hijo como si acabara de regresar de alguna compra. Le preparó un bocadillo para
cenar. Lo miró con gesto afable mientras devorada con ansiedad el pan y
apresuraba un vaso de agua. El esposo recibió a la esposa con un beso en la
mejilla y comentándole del reciente encuentro con un amigo. La miraba, con el
vestido hecho jirones y moretones en los brazos, pero seguía hablando de la
posibilidad de una comida con los vecinos y que en un futuro podría cambiar de
trabajo. Los saludaron como siempre y ellos, atribulados, pero con la necesidad
de retomar sus antiguas vidas, comenzaron a reintegrarse a sus actividades
cotidianas. Pronto, las diferencias entre los que se habían quedado y los que
habían huido, fueron cada vez más tenues. No hubo resentimiento y la extrañeza
fue diluyéndose. Los habitantes de la bodega comenzaron a olvidar a los muertos
en el bosque. Los rostros llenos de fatiga, los pies lacerados por la marcha,
las gargantas entumidas por la sed y el esfuerzo, fueron un recuerdo cada vez
más inestable, más volátil. Era una especie de homogeneización, como si la
población que no había huido se apropiara de los sobrevivientes y los integrara
a una normalidad que, de hecho, era una forma de perder la memoria, de olvido
constante. Acaso, en alguna pesadilla, alguno de ellos se veía de nuevo en la
espesura, mirando las huellas de sus compañeros, empeñados en seguir ese camino
a ninguna parte, obsesionados en poner un paso tras otro hasta la muerte.
(CONTINUARA)
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan
de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Hay las veces que los
sueños se me derrumban,
como si se trataran de
casitas de naipes
que me empeciné a
construir
en este juego de niña.
Hay las veces que las
palabras se me entorpecen,
tal cual las manos de
una niña
jugando a edificar
casitas con los naipes.
Hay las veces que soy
yo
la que no logra
sostenerse
y me derrumbo.
Como una casita de
naipes
construida por una
niña torpe.
*De Marcela
Lokdos.
El
robo del Gauguin*
Planifiqué el hurto de la obra con la
minuciosidad de un orfebre. Ningún detalle había escapado en mi mente, salvo
uno: la delación de Pedro. El robo del cuadro fracasó, terminó con el sueño de
cada uno de los integrantes de la banda que me acompañó. Al salir del museo, la
policía nos esperaba, inundando la noche parisina del azul y rojo de los
patrulleros. La televisión estaba sobre aviso, las tomas de mi rostro con el
Museo d’Orsay de fondo eran estéticamente cuidadas, al igual que el documental
y la serie que filmaron luego del suceso que conmovió a la opinión pública,
según relataban los medios y la prensa francesa de aquellos años, que hoy parecen
un recuerdo muy lejano.
El tiempo de reclusión me permitió releer
los clásicos de mi juventud, afinar mi mente y mi corazón, sabiendo que la idea
de escapar para siempre a la Polinesia se había esfumado.
Pero ya lo olvidé todo, no guardo rencor ni nada de eso. Al fin de cuentas la vida es un largo viaje, tal vez una aventura sin sentido.
Pedro vende serigrafías, acuarelas, copias
pequeñas que él mismo realiza de cuadros famosos y sirven para sostener a su
familia. Para mi cumpleaños me mandó un regalo a través de su hijo más pequeño,
Lo desenvuelvo, mientras el niño se va corriendo y me saluda con la mano
extendida, junto a una sonrisa inocente y pura como solo ellos pueden
brindarnos. Lo dejo sobre la mesa en la que escribo. En miniatura, la réplica de
un cuadro con un velero en las arenas de Tahití: el velero en el que navegó
Gauguin.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
-Inédito-
Un galgo*
A veces siento un cansancio de perro flaco
y triste,
esos perros flacos y sucios que van, lengua
afuera,
siguiendo un carro de basurero sin ningún
sentido,
traspasados de sudor y mugre de todos los
caminos,
quizás porque no tienen otra cosa que hacer
y van,
con fidelidad enfermiza, siguiendo algo
intangible.
La difusa ilusión del perro de que el tipo
que va arriba
o el caballo que tira del carro saben que
está con ellos,
que forma parte del conjunto, y en verdad
no lo sabe,
no sabe nada, no sabe siquiera si les gusta
que los sigan.
Ese es mi cansancio y mi soledad y mi sudor
y mi mugre
y es todo muy incómodo. ¿Para qué sigo el
carro?
Si yo no soy un caballo que tira de un
carro seguido
por un perro que no está atado al carro y
que el caballo
ignora que lo sigue. Si no soy un hombre
que, en el carro,
conduce un caballo seguido por un perro. Si
no soy
el caballo que tira del carro que conduce
un hombre
al que nunca le importa que hay un perro
que lo sigue.
Qué represento en ese conjunto, qué es un
perro flaco
y sucio y cansado que sigue a un carro y al
caballo
que tira del carro y lleva al hombre que va
arriba,
y que alimenta el caballo y nunca alimenta
al perro.
Qué es un hombre, qué un caballo, y qué un
perro
que no está atado al carro y al que no lo
alimentan.
¿Por qué sigo abajo del carro y atrás del
caballo
en el camino, cansado, sudado, hambriento,
y sucio de mugre y duda y desamor y
olvido?,
sangrando.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
*
Decir pronto la belleza, o hacerla, o vivirla, antes de
que nos alcancen las esquirlas.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Destiempos*
Hace tiempo que perdí la cuenta de las
veces que alguien me acusó de soberbia, sin más motivo que unas palabras leídas
o escuchadas en alguna parte. Las más de las veces -no deja de ser curioso- fue
por tratar de desenmascarar a cerdos con piel de cordero (en contra del dicho
popular, no son los lobos quienes se disfrazan de cordero, sino los cerdos.
Miles de mujeres de todos los lugares del mundo podrán corroborar esta
afirmación). Nunca me defendí de esas acusaciones: probablemente no sean del
todo infundadas. No obstante, siempre me he preguntado si esta soberbia que me
achacan -y de la que soy culpable- es realmente un defecto más terrible que la
falsa modestia de quienes lanzan dichas acusaciones. Cuestión de poca
importancia es ésta, tienen ustedes razón. Si lo mencioné es porque de algún
modo está relacionado con lo que vine a hacer a esta parte del mundo.
He viajado algo. No demasiado, pero lo
suficiente para comprender que un viaje es algo que sucede dentro de uno, no
fuera. Por eso, ahora, cuando me dispongo a bajar del tren que me ha traído
hasta aquí, sé que el tren, el pueblo, los páramos atravesados, la tierra
amarillenta, los viajeros sonrientes y los viajeros huraños, son algo que está
dentro de mí, que forma parte de mí. Por eso, a pesar de todo, no tengo miedo.
¿Por qué habría de tener miedo? se
preguntará quien hasta aquí haya llegado. Pronto iremos con eso. Pero antes
deberé explicar los sucesos que se encadenaron para traerme hasta Indacochea. Y
ahí es donde entra la soberbia.
Sucedió que un desconocido me envió un
mail. Se confesaba argentino y detallaba la ubicación exacta del lugar donde
habitaba, así como algunas particularidades del mismo. Tras estas formalidades,
a las que presté poca o ninguna atención, de forma amable pero inequívoca me
acusaba de haberle plagiado. Según su parecer, mi relato "La transición
del hielo" se asemejaba sospechosamente a uno que él había escrito años
atrás y cuyo título era "Labio mudo". Añadía una serie de datos
complementarios, tales como fecha de publicación, editor, etc. Y como colofón
adjuntaba ambos relatos, el suyo y el mío, en archivos de texto separados.
De entrada, me indigné porque la acusación
era falsa. Después pensé que no merecía la pena hacerse mala sangre y borré el
mensaje sin la menor intención de responder a él. No obstante, tras una ducha,
un buen paseo y el posterior descanso a la sombra contemplando los patos, me
pareció que al menos debería leer su relato para saber en qué se basaba la
ridícula infamia.
Y así lo hice nada más regresar. Recuperé
el mensaje (por suerte siempre me demoro un tiempo en vaciar la papelera de
reciclaje), descargué los adjuntos y leí. Ciertamente, existían un par de
similitudes superficiales, pero nada más. Me pareció tan absurdo como si el
tipo hubiese argumentado que la acción de ambas historias transcurría en una
misma ciudad no inventada. Justamente así -con cierto grado de ironía- se lo
hice saber en mi respuesta (que, después de todo, no podía dejar de producirse)
añadiendo que ni lo conocía a él ni conocía su obra, por lo que sus acusaciones
no sólo carecían de fundamento, sino que eran completamente descabelladas.
También le rogaba que antes de calumniar a otra persona, en especial si esa
persona era yo, leyese con atención y cautela para, de ese modo, no caer en el
error de confundir una cosa con otra. Creí que mi mensaje era lo bastante
severo para que el asunto quedase zanjado ahí.
Me equivoqué. Unos días más tarde, llegó su
respuesta. En esta ocasión se trataba de otro relato: "Los días del perro", que según su versión yo habría
convertido en mi "Ópera con
lluvia". El tono del mensaje era seco y pretendía ser hiriente. Al
principio me hizo gracia, la verdad. Pero en cuanto empecé a leer, me invadió
una sensación de desasosiego que en algunos momentos se teñía de incredulidad.
En efecto, ambos relatos se parecían. No se trataba ya de dos o tres detalles
nimios como en el caso anterior. El lenguaje y el estilo eran diferentes, los
lugares no eran los mismos, los nombres de los protagonistas eran distintos,
pero lo que se contaba en uno y otro difería muy poco. Yo estaba seguro de no haber
leído jamás aquel cuento. ¿O tal vez lo leyese mucho tiempo atrás y lo olvidase
luego, como confiesa Borges en relación a un cuento de Papini? Eso me hizo
pensar en la fecha, que me apresuré a comprobar.
Mi confusión no disminuyó al averiguar que
en este caso su cuento era más reciente que el mío. Lógicamente (¿lógicamente?)
sospeché que era él quien me estaba plagiando a mí. Pero entonces -era
inevitable preguntárselo- ¿por qué me acusaba? Pospuse esta duda para más
adelante y contesté al mensaje en un tono todavía más arrogante que el empleado
por mi interlocutor. Le hice notar el detalle de las fechas y le acusé de ser
él quien plagiaba. También manifesté mi estupor ante sus injustificables
acusaciones y hasta insinué la posibilidad de presentar una denuncia contra él.
Su posterior respuesta (que apenas tardó un
par de días) rebosaba incredulidad. Jamás -afirmaba- se le había pasado por la
cabeza la idea de plagiar a nadie. Y menos -añadía- a alguien a quien estaba
seguro de no haber leído nunca antes. Obviamente, había algún error en las
fechas -el obviamente quedaba atenuado por el tono inseguro de algunas otras
afirmaciones- pero lo que era seguro -insistía- era que si había un plagiador
-no dejé de notar ese condicional que significaba una nueva vía de
comunicación, ajena tal vez a la disputa que cabía prever teniendo en cuenta el
curso que estaba tomando todo el asunto- no era él.
Porque la historia empezaba a cansarme, mi
respuesta fue escueta. "Lo que vale para usted -escribí- vale para mí. Yo
no plagio. Tal vez sí me haya leído antes y no lo recuerde" -brevemente
introduje la anécdota de Borges y Papini- "En cualquier caso, le rogaría
que retirase ese cuento que tanto se parece a mi "Ópera con lluvia" de la web donde se publicó.
Atentamente."
Pasó una semana y creí que todo se
normalizaba. Además, otros asuntos más agradables habían ocupado mis horas en
esos días y tenía el tema bastante olvidado. Hasta que llegó el siguiente
correo. En él se hacía referencia a otros seis cuentos (tres suyos y tres
míos). Su "Endiablado fagot" era calcado a mi "Musa
abandonada", salvo por el estilo, naturalmente. En los otros dos casos,
los cuentos eran aparentemente distintos, pero poniendo atención a sus símbolos
y al significado oculto, no quedaban dudas: Unos eran clones de los otros.
Pensé que el tipo trataba de tomarme el pelo; pensé que lo hacía simplemente
por aburrimiento; luego pensé que estaba loco y que mejor sería olvidarse de
todo ese embrollo. Tomé un analgésico y me puse a navegar por Internet, tratando
de borrar acaso la desagradable sensación que me había dejado la lectura de
aquellos cuentos.
Después de un rato leyendo noticias
increíblemente parecidas a las noticias del día anterior y del mes anterior
(crisis económica, corrupción, tornados, USA planeando bombardear algún país,
mucho deporte –eficaz antídoto contra el nocivo vicio de pensar– y más
corrupción), sin darme cuenta puse el nombre del tipo en el buscador y comencé
a adentrarme en su mundo. Comprobé que muchos de sus relatos habían sido
publicados en revistas electrónicas o en páginas de contenido literario. Leí
uno al azar, por puro aburrimiento (o eso me hice creer entonces). Ya sin
sorpresa, fui redescubriendo mis propios relatos en los de aquel desconocido.
Leí durante horas. Creo que ya sólo me movía la curiosidad de saber si ese
reflejo era infinito, el anhelo de hallar un relato que rompiese ese patrón. No
sucedió. Pensé (quise pensar) que alguien dijo –o escribió- en una ocasión que todo ya había sido escrito
y ahora sólo reescribíamos; que tal vez, después de todo, la originalidad no
existe. Pero todo fue en vano. Se apoderó de mí una intensa tristeza, y
melancólicamente me dije que también eso era un reflejo.
Rescaté entonces el mensaje original del
desconocido y lo leí con atención. En él narra que vive en un lugar llamado
Indacochea, en la provincia de Buenos Aires. Lo llama lugar, -aclara- porque
"tal vez pueblo sea un término exagerado para definir esos escasos
edificios bajos y esa estación abandonada". Dice que habita una casa de
dos plantas que no comparte con nadie. Que las pocas personas que hay por allí
se dedican a pescar. Pero él no pesca ni hace nada. Salvo escribir. A veces. O
sentarse a la orilla del Río Salado y pensar. O simplemente contemplar las
aguas y las riberas mientras transcurre el tiempo que se lo va llevando, igual
que la corriente se lleva las ramitas que en él flotan río abajo. De su
explicación se desprende la idea de que habita un desierto que es más grande
que el nombre que lo define.
Yo vivo en una gran ciudad que se asemeja
pavorosamente a un desierto. Escribo o me siento a la orilla del río Ebro a
contemplar las aguas y los patos. Mientras el tiempo fluye. Al leer me doy
cuenta: No somos dos personas diferentes, sino una misma persona viviendo dos
vidas paralelas en lugares distintos. ¡Cómo no íbamos a escribir lo mismo,
aunque de otro modo!
Mandé un mail expresando estas ideas un
tanto confusas. Fui tajante. Había que solucionar esto de un modo u otro.
"Sería conveniente (eufemismo que muy bien podría cambiarse por
imprescindible) -aclaré- que nos viésemos. Allá o acá. Donde sea". El
habló de la completa imposibilidad de emprender un viaje. Imposible para él
conseguir la plata necesaria para el pasaje de avión. Demasiados kilómetros…
Mi dificultad no era menor; la única
diferencia era mi resolución para zanjar el asunto definitivamente. Conté el
poco dinero que tenía; vendí las dos o tres cosas de valor que me restaban;
pedí prestado. Con todo, pude juntar la plata necesaria. Sabía que nunca podría
devolver los favores ni el dinero, pero ¿qué importancia podía tener todo eso?
Si alguna vez regresaba…
Escribir no es gratis -pensé mientras hacía
el escueto equipaje-. Entraña un riesgo. Uno puede encontrarse de repente o
perderse para siempre entre esas encrucijadas. Los pensamientos son trenes que
se niegan a seguir el itinerario de las vías. ¿Puede haber algo más peligroso
en estos tiempos?
Y ahora estoy acá. En Indacochea. La estación
quedó atrás. Una vereda de tierra me conduce hacia donde debo ir. Es como si mi
voluntad, ahora, no contase. Mientras camino no puedo evadirme al sentimiento
de familiaridad que me despierta todo esto. Los árboles son como los árboles
bajo los que alguna vez he paseado; el rumor del río resuena igual que el río
que pervive en mi memoria y que acaso es la suma o la yuxtaposición de todos
los ríos que en mi vida atravesé o bordeé; los pájaros entonan las mismas
melodías que en otro tiempo escuché...
-El lector atento no habrá pasado por alto
un detalle: Lo que estoy contando, según las evidencias, sucede hacia los años
finales de la primera década del siglo XXI o los iniciales de la segunda. Pero
el último tren a Indacochea vino en 1977. Dejaré que sea ese mismo lector quien
aclare este modesto entuerto, porque el tiempo ya no me da para más: Estoy
llegando ante la casa a la que me dirijo. -
Me detengo a unos metros. Respiro
profundamente mientras contemplo la fachada. Una inmensa quietud me rodea. Dejo
la maleta en el suelo, junto al umbral, y golpeo la puerta.
Lentamente, como las campanas de las
iglesias en el toque de difuntos, los golpes resuenan en la hoja de madera
vieja.
Lentamente, con esa lentitud que sólo es
posible en el Sur, la puerta se abre.
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Próximas estaciones
por antiguo ferrocarril Midland:
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta
Plaza Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico &
archivo:
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