lunes, enero 17, 2022

EDICIÓN ENERO 2022.

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com/

 

 

 

 

 

 

 

 

Medianoche en la plaza de los sueños*

 

 

Me senté en el banco de la plaza, como todas las noches

a pensar un poema, mirar las estrellas y esperar una especie

de iluminación, un relámpago en la mente que me ayude.

 

Cerca de mí, un pelirrojo observaba los árboles y el cielo

                                                                estrellado

y su pincel se deslizaba sobre el lienzo con rapidez

temiendo tal vez que ambas cosas desapareciesen

o cambiasen de forma.

 

Junto a él, un hombre de mirada perdida

pensativo sostenía un cuaderno en sus manos.

 

El artista pensaba que si no pintaba se moría

el hombre a su lado, que escribiendo postergaba su muerte.

 

Guarda su lienzo, apaga las velas encendidas

y al rato desaparece por la gran avenida

poco tiempo después quien se marcha soy yo

sin haber logrado escribir una línea.

 

El pintor es el eterno

el de la noche estrellada y los cipreses deformados, retorcidos

el poeta, quizás nosotros

y esta noche le ganemos a la muerte.

 

 

*De Andrés Bohoslavsky.

-De su libro Medianoche en la plaza de los sueños.

Editorial Leviatán. (2021)

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

RECONSTRUCCION*

 

*Novela de Alejandro Badillo.

badillo.alejandro@gmail.com

 

 

SEXTA PARTE.

 

Esa tarde, en mi habitación, cerré las cortinas a pesar de que aún no había oscurecido. Lucrecia se refugió en su cuarto. El viaje la había fatigado o prefería dejarme solo para que elaborara mis teorías. Para ella era demasiado. Mientras sacaba las fotografías, escuché la misma pieza de Chopin emerger del cuarto del posadero. Ahora la escuchaba en las mañanas y las tardes. La rutina del hombre, como había previsto, había acabado con la llegada de Lucrecia y la mía. Ahora, cada una de las funciones del hombre, se hilvanaban en momentos anárquicos y nerviosos. Esa intranquilidad, contraria al sopor que envolvía al hotel, le daba una extraña vitalidad al hombre y por eso, de vez en cuando, sonreía. Aunque también, como en algunas tardes que se repetía hasta más de diez veces la mazurka de Chopin, pensaba en un llamado urgente, la necesidad de adelantar el tiempo, llevarnos a los habitantes del hotel a otra época, como quizás pensaban las personas que habían entrado a la bodega en aquel día perdido. Esparcí todas las fotografías sobre la colcha de lana. Me froté las palmas de las manos para calentarlas. No podía recordar si las Polaroid incluían la fecha y la hora de la toma. En todo caso, en las imágenes recolectadas no había ninguna referencia.

Dejé una fotografía al final de la secuencia. Supuse que podría ser la última que fue tomada. Un viejo, vestido con una camisa de manga corta y pantalones azules, estaba afuera de la bodega. El fotógrafo estaba atrás de él. La posición del viejo permitía ver la silueta de su nariz y la quijada. El brazo derecho lo tenía alzado a media altura y la mano, extendida, señalaba algo con el dedo índice en dirección al exterior, al bosque. Pensé que, quizás, no era la última fotografía. Era probable la existencia de más imágenes, fotografías perdidas por ahí, en algún lugar secreto de la bodega, quizás bajo tierra u ocultas en los matorrales que rodeaban el lugar. Algunas habrían desaparecido o serían inservibles. Traté de alejar mi mente de esos pensamientos para concentrarme en lo que tenía enfrente. Miré más imágenes. Una constante eran los rostros serios: mujeres calentando comida en pequeños anafres. Hombres buscando leña en los alrededores y, después, prendiendo un poco de fuego con la ayuda de algunos encendedores. El contraste era grande: por cómo iban vestidos daban la apariencia de personas de clase media y, sin embargo, estaban amontonados en una bodega que, al parecer, no tenía en ese momento ninguna condición ni equipamiento para recibirlos. Me llamaron la atención sus labios cerrados, como si temieran hablar, dejar algún rastro sonoro que los delatara. Por eso la seriedad y la sensación al mirarlos de que, cualquier palabra dicha por ellos era reflexionada largamente hasta llegar al punto de ser imprescindible. Sus ojos, anunciaban un vago temor mezclado con indolencia, como si estuvieran cansados de huir. El silencio recorría las imágenes, un silencio muerto que llenaba los rostros inmóviles. Por esa razón era difícil hilvanarlas en una secuencia. Todas pertenecían a distintos momentos, instantes separados como islas, navegando en un mismo contexto, un mar inmóvil cuya tranquilidad ocultaba una soterrada agitación.

Prendí la computadora y comencé a elaborar distintas posibilidades para la gente de la bodega. Bosquejé una pequeña lista con posibles amenazas: un grupo distinto que los hubiera perseguido hasta ese lugar; un desastre natural que los cercaba hasta guarecerse. Podía ser cualquier cosa. Escribí “Historia de la bodega” con la intención, acaso demasiado ilusa, de crear un documento que estableciera un lazo fuerte con la realidad y evitar la ficción que, hasta ese momento, había llenado los espacios vacíos encontrados en los documentos que guardaba celosamente en mi mochila. Quería pasar de la imaginación a una reconstrucción pormenorizada, comprobable, que me sirviera de guía para seguir mi viaje por el país. Sin embargo, después de escribir la frase la sentí vacía, sin fuerza o, peor aún, sin manera de poder continuarla, como un callejón ciego que se vuelve, cada segundo, más inexpugnable. Cerré la computadora y busqué la libreta roja. Quizás ahí habría alguna clave, algún elemento para desenredar la madeja. Me acosté en la cama y hojeé las páginas al azar. El autor parecía divagar. El trazo de sus palabras era inseguro, en trechos nervioso. En una de las últimas páginas mencionaba que, en la ciudad, había una memoria escondida. Como si ese pasado estuviera en una zona abisal, profundísima, que pertenecía más al ámbito de lo onírico que de la realidad. El autor mencionaba que, en lugar de recuperar los acontecimientos que habían formado la comunidad, había un olvido sistemático, muchas veces inconsciente, que tenía que como finalidad crear una ciudad atemporal. Con frases vagas aludía a un fenómeno violento que había contaminado a toda la sociedad de la región. ¿Cuál había sido el detonante? ¿Qué relación tenían esas reflexiones con los rastros encontrados en la bodega? Regresé a las fotografías. Miré una que había pasado desapercibida. Eran dos jóvenes. En ese momento se fue la luz. Como si las paredes guardaran un poco de luminiscencia, un resplandor que, en realidad, era un recuerdo que se sumergía en la oscuridad hasta desaparecer por completo. Me cubrí con las sábanas y esperé en silencio hasta quedarme dormido.

 

Al día siguiente, después del desayuno, salí para despejar mis ideas. Al lado del hotel había una casa de una sola planta. Estaba, como tantas otras, abandonada. Las ventanas, clausuradas con tablas largas y gruesas, parecía la huella de una guerra remota. En la puerta principal había una maceta desierta. Arriba se podía ver un tinaco de asbesto y una herrumbrada antena de televisión. Me acerqué para tratar de descubrir algo más. Cuando estuve cerca de la puerta toqué la madera carcomida y ésta se abrió. Recordé los cuentos infantiles en los que un pequeño héroe se introduce en una casa encantada. Sin embargo, el lugar en el que entraba no tenía visos de magia, ni de una incipiente amenaza. Era una casa normal, abandonada desde hacía mucho. Como sucedía en la ciudad, nadie se había interesado por reclamarla. Tampoco había sido víctima de la rapiña. El interior de la vivienda estaba detenido en el tiempo. Lo único vivo era el polvo que se acumulaba bajo los muebles. Me senté en un sillón para sumirme en la oscuridad y pensar. Los resortes rechinaron. Sentí el devastado terciopelo del respaldo. Desde mi lugar podía escuchar la pieza de Chopin, señal de que esa parte de la casa colindaba con el cuarto del posadero. Seguí las notas, ensimismado. Revisé en la cocina: no había comida y el refrigerador era una bestia silenciosa, guardiana del abandono que rodeaba todo. Pensé que, en cualquier momento, encontraría alguna señal de sus habitantes. Ante la falta de huellas para rastrear, me disponía a salir cuando algo me llamó la atención. En una vitrina que aún conservaba sus estantes y algunos platos de cerámica, encontré una pequeña grabadora. La sombra perenne que ocupaba el lugar la había escondido de mi primera inspección. La saqué con la convicción de que acababa de realizar un descubrimiento maravilloso. Era un aparato pequeño, de plástico negro. Tenía una bocina redonda y los botones para hacerla funcionar. Adentro, había un casete. Abrí el compartimento trasero y miré que tenía pilas. Quizás aún funcionaban. Era un objeto de museo que, milagrosamente, salía a mi encuentro. Oprimí el botón para que avanzara la cinta. El mecanismo, perezoso, comenzó a moverse. Una voz temblorosa de mujer llenó el ámbito. Comencé a escuchar una confesión hecha para sí misma o una cartografía destinada a perderse en el tiempo. La autora, imaginé a una mujer madura, de unos cincuenta años, hablaba de su soledad, del reciente abandono de su hijo mayor. Refería, acaso para no olvidarlo, sus actividades cotidianas: ir a la tienda a comprar comida y, más tarde, asistir a un edificio en el centro de la ciudad en el que atendía llamadas de emergencia de las escasas líneas que aún funcionaban. La mujer contaba de sus horas monótonas y de las cosas que hacía para matar el tiempo: mirar por la ventana, calcular el paso de las horas sin consultar el reloj, limarse las uñas, buscar objetos interesantes en el edificio mientras esperaba el sonido de una llamada. A veces no recibía ninguna comunicación. Cada quince días tenía el pago de su salario. Sin embargo, el dinero metálico y en papel moneda era cada vez menos importante. Los alimentos bajaban de precio porque la producción tenía excedentes gracias al constante despoblamiento. Los suicidios y las muertes por vejez o enfermedad carcomían a la población. La mujer refería que, a veces, se sentía tentada a tomar el delgado fajo de billetes y lanzarlo al viento. Las monedas podría tirarlas en una de las fuentes públicas de la ciudad que ya no funcionaban y cuya agua estancada formaba en la superficie un limo verdoso en el que navegaban hojas secas e insectos muertos. Imaginé las monedas como una especie de tesoro submarino, ignorado durante mucho tiempo. A pesar de esas ideas decía que guardaba el dinero escrupulosamente entre el colchón de su cama y las sábanas. Tenía esperanza, supuse, de que llegarían tiempos mejores, tiempos en los que el dinero pudiera servir para comprar cosas diferentes a la comida o a la ropa. Después mencionó pensamientos que llegaban en oleadas mientras la ciudad se llenaba de silencio y el tablero con los botones apagados parecía una bestia de mil ojos, dispuesta a engullirla o a atormentarla con su presencia interrogante y ambigua. La mujer, con voz titubeante, refería su deseo de que las luces se prendieran y que el cuarto estrecho y alargado en el que trabajaba se llenara de voces. En la última ocasión en la que acudió a trabajar (no especificó el motivo) contó de una llamada, una última comunicación con el exterior, quizás con la última línea telefónica que aún funcionaba o con el aparato solitario que aún era considerado digno de usarse. La llamada, hecha por otra mujer, había empezado con un saludo ocasional, como si fuera el inicio de una plática con una vieja conocida. La mujer decía que del otro lado de la línea llegó un carraspeo y, en lugar de contarle un problema de salud o psicológico, se dedicó a repetir, de manera sistemática, sin variaciones y con voz calma, lo que había hecho hasta ese momento: despertarse muy temprano, tender la cama, preparar un desayuno rápido y vestirse para salir al centro de la ciudad. La mujer refería que esa voz la había llenado de pánico porque, a cada segundo, mientras el tono agudo de su interlocutora se mantenía estable, pensó que estaba hablando con ella misma y que todo –el edificio, el salario que cobraba quincenalmente, sus zapatos de tacones bajos, el tablero de control, el escritorio con el libro en el que firmaba su entrada y salida– era una alucinación y que ella estaba en su casa, que no había salido de ahí desde hacía muchos días y que había tomado el teléfono para hacer una última llamada, una llamada de auxilio para sí misma.

Guardé la grabadora. Esa noche volví a accionar el mecanismo y transcribí la historia de la mujer. Imaginé escuchar una y otra vez su voz hasta que empezara a contar una historia diferente o continuara su narración original. La escuché una vez más hasta que las pilas agotaron la poca energía que les quedaba. Pensé que era la última persona que podría escuchar esa narración. Nadie podría conseguir pilas de repuesto. Dejé el aparato encima del buró. Lo observé largo rato. Me parecía que, cada uno de los habitantes había pasado por una crisis parecida a la de la mujer. Personas que, de pronto, se desconocían frente al espejo, mientras desayunaban o iban a trabajar a los campos, y esa epifanía, ese instante veloz y secreto, enfilaba sus vidas a una demolición paulatina que erosionaba sus pensamientos hasta dejarlos vacíos. El paso siguiente, escribí en uno de mis comentarios al texto transcrito, era buscar una pistola para el final definitivo o cualquier otro método para resolver los días que corrían, sin ninguna esperanza, por sus vidas.

Transcurrió una jornada completa después del descubrimiento de la grabadora. Mientras esperaba que la computadora encendiera (cada vez era más lenta y eso me ocasionaba lapsos de ansiedad) miraba por la ventana y trataba de adivinar, entre el gris andamiaje urbano, el edificio y el piso en específico en el que estaba el cuarto que refería la mujer. Quizás aún estaba el tablero de control, con sus botones y luces apagadas, como un antiguo tótem, un monumento cuyo uso sería desconocido –si no es que ya lo era– para los habitantes más jóvenes de la ciudad. Estaba inmerso en esas ideas cuando Lucrecia tocó a mi puerta.

–¿Qué hay más allá? –preguntó. Parecía que la pregunta iba dirigida a sí misma porque no me miró.

Había un tono diferente en su voz. El foco relampagueó y, luego, se extinguió la luz. La oscuridad era un animal que salía de su letargo y despertaba nuestras respiraciones.

–¿Y si viajamos al sur? –le dije sin pensarlo mucho.

Miramos la oscuridad. De repente parecía que esa casa era la única en el mundo. Ella se acercó a la ventana y descorrió la cortina. Parecía que sopesaba la idea de dejar a su padre. No había melancolía en su rostro, acaso un poco de incertidumbre sobre los siguientes pasos a dar.

–¿Alguien ha ido hacia allá? –le pregunté.

Ella pareció meditar su respuesta. Sus ojos pensaban en muchas cosas: personas extrañas, tribus violentas, una naturaleza impredecible. Yo intuía, por mis escasas investigaciones, que había un vago consenso acerca de personas viviendo al sur. Nadie se había molestado en corroborar esa suposición. Quizás alguien lo había soñado y se lo había contado a otra persona y, así, se había contagiado esa teoría. Lo único real eran las pequeñas luces que se veían en ese territorio. Eran luces frágiles, como las de las velas cuando son asediadas por el viento y que, en cualquier momento, pueden apagarse. Quizás eran un efecto visual que aparecía al anochecer. Para Lucrecia el viaje habría sido un proyecto largamente añorado. Por eso el silencio ante mi pregunta significaba muchas cosas: la posibilidad de huir, el momento en que abandonas el mundo que conoces y te internas en uno sin mapas ni explicaciones. Era como volar.

–¿Qué le dirás a tu padre?

–Nada.

Tal vez ya había intentado viajar en el pasado, sin llegar muy lejos y por eso no se atrevía a contarme los detalles. Por eso miraba el río de otra forma. Soñaba con su flujo lento y constante. Soñaba con las zonas que recorría, con los pedazos de tierra que erosionaba, con la basura plástica que era arrastrada desde muy lejos y que se acumulaba en pequeñas islas, desgajadas después por el contacto con fragmentos más pesados.

–¿De dónde son los cadáveres que dejan en el río?

–Los dejan ahí para ahuyentar su miedo –me dijo mientras metía las manos en los bolsillos de sus pantalones y se sentaba en la cama.

–¿Son muchos?

–Hay días en que hay varias luces en el río. Van muy lentamente por el curso hasta que desaparecen.

Los cadáveres, rodeados de pedazos de plásticos, como sudarios fragmentados que, de alguna manera, ayudaban a caldear el fuego. Por eso duraban tanto. Las luces que se veían a la distancia eran, quizás, señales de la misma combustión y por eso su inestabilidad y temblor.

Esa noche nos quedamos en mi habitación haciendo planes. Lucrecia no le daba importancia a los posibles riesgos y sonreía cuando especulábamos con lo que encontraríamos al sur. Dijo que su padre se acostumbraría a estar sin ella. Además, irnos no significaba, necesariamente, un exilio definitivo. Pensé que anotaría ese pretexto en una nota para él. Ella trajo una hoja de papel y elaboramos un mapa incipiente con la poca información que teníamos. Lucrecia rescataba partes de viejos recuerdos para guiar el bosquejo. Puse, como el punto de inicio, la muralla. La dibujé como una línea horizontal que abarcaba todo el ancho de la hoja. Parecía una frontera inacabable, un punto de contención, una barrera que impedía que una gran nada se volcara sobre el mundo. Después dibujé unas líneas elementales para representar a la ciudad y un camino que seguía hacia el sur, imitando el curso del río. Lucrecia me dijo que, ese camino, en realidad una vereda, era la única guía. Pude añadirle más detalles, pero serían puras imaginaciones. Miramos, una y otra vez, el dibujo. Nos imaginábamos como figuras diminutas, sorteando mil peligros, cruzando ríos tempestuosos, enfrentándonos a desfiladeros impredecibles. Cada peligro hacía más atractivo el viaje. Ese espacio en blanco era, al mismo tiempo, una amenaza y un anzuelo. Mientras contemplábamos el mapa comprendimos que, quedarnos ahí, para los dos, era languidecer hasta acabar en el río. Nuestra exploración sería un trabajo para nadie; mi crónica, un instrumento perdido hasta que alguien, en un futuro improbable, la rescatara. Por eso, la intención del viaje, era la posibilidad de la escritura. Escribir y escribir para contar algo, aunque fuera a mí mismo. Era mi frontera, la única posible de construir, la que me redimiría o acabaría condenándome.

 

 

(CONTINUARA)

 

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-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

 

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ESTACIÓN DEL ABSURDO*

 

 “Desde el momento en que se le reconoce, el absurdo se convierte en una pasión, en la más desgarradora de todas.”

CAMUS

 

 

Renuncio al ámbito de la libertad absoluta.

Me niego a empujar el peñasco una y otra vez.

A dentelladas me quitaré la venda.

Desafío a los astros Soy pez abisal. Con luz propia.

 

 

ESTACIÓN DE LOS ESPEJOS

 

He terminado odiando los espejos... y las manos.

Me miran. Me acarician. Me temen.

Temen a su soledad que es la mía.

Un hombre ciego gime sobre mi espalda.

 

 

ESTACIÓN DE LOS ESPECTROS

 

Tres horas y un absurdo. Galope de un caballo negro.

Cibeles. Rea. Santa. Puta madre.

Los espectros deambulan por la calle.

Una mujer escuálida abre las piernas.

 

 

ESTACIÓN DEL DESGARRO

 

 

En la calle despoblada 

hace frío y llueve.

Narciso se refleja en los charcos. Hay pólvora.

Rompo el espejo. Piso.  Trizo. Quiebro.

Las llagas de los pies son azucenas rojas. Que

Tranquilidad de haber tocado fondo. Beso tus cenizas. Tanto. Tanto.

Hasta la punta de tu sombra, beso. A tus antepasados, a los míos, beso.

 

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sombrero de copa* 

 

*De Esther Andradi. esther@andradi.de

 

"...rara, como encendida"

Para Alejandra Maass

 

 

Ahí estaba él con su sombrero adornado con frutas rojas -acaso eran frutillas- y rosas también rojas, émulo de Carmen Miranda rondando por las azoteas del vecindario. Se paseaba por los rincones contorneando sombrero y revoleando su cuerpo en rojo. Frambuesas caían en cascada sobre sus hombros, jugo de tomate le dibujaba las ojeras, oh, ese sombrero de rojos rotundos espejándose en la ventana. Se deslizaba sobre una alfombra de geranios que caían languidecientes a sus pies, el rojo era catarata de pulpas y diademas, guirnalda de rosas con espinas jugaban a cubrirle la desnudez -pero apenas- y la línea perfecta de su codo bailaba hacia el cielo. Raso. Rojo de sangre, vino tinto salpicando el techo, corcho en el aire, mermelada de frutilla.

Entonces vino la dama. Con su corazón atravesado por espadas, sostenía el cuerpo con los tres zancos de sus dolores: dolor del alma, dolor en su ilusión, dolor del dolor. Gasas negras, levemente agitadas por el viento, cubríanle sus heridas. La dama se plantó frente al sombrero y desenvainando su lengua, le podó las frutas una por una. Él se bebió el jugo derramado mirando amanecer entre sus piernas un balcón de malvones. Santa Rita de los pobres, bellas artes al alcance de los que tienen ojos para ver, lengua para beber, paladar para degustar. Se devoraron el resto de pulpa de tomate esparcido sobre los vientres lisos, buscaron y hurgaron y al derramarse el vino sobre la alfombra vieron la copa. Un recipiente de barro templado al fuego de algún infierno. Una copa donde cabía la mano y si insistían también un brazo y después probaron con meter un pie, y otro, y una pierna y al mismo tiempo se resbalaron por las paredes cavernosas de un abismo oscuro: la copa cobraba profundidad a medida que penetraban en ella.

Quiero ver que hay en la copa que vive, insistió la dama inquieta. Aquí se entra descalzo, ordenó Kasandra, que estaba de guardia -menos mal, ella se quedaba afuera- y acto seguido, se encargó de cuidar los zancos que la dama hubo de quitarse. Cuando comenzaron el descenso un vaho húmedo de menta y azafrán casi la desmaya, pero siguió amarrada a su sombrero mientras se deslizaban en un lago de espuma que olía a romero y a miel.

No reconocieron aquella voz que daba consignas en el escenario. De un extremo a otro de la cavidad en penumbra, una niña arrojaba una esfera detrás de la otra, que desafiando las leyes de la física, discurrían lentamente en el aire, deteniéndose por un instante, para después seguir su curso y desaparecer por el otro extremo. En su recorrido, las esferas eran recogidas por otras niñas que se las iban pasando hasta volver a la primera - ¿o era la última? -, que volvía a arrojarlas. Absortas en la elipse que trazaba el transcurrir de una y otra esfera, no parecía importarles otra cosa. Cada vez que una esfera se detenía en el aire, se iluminaba una vitrina: así fue pasando Ishtar transformada en madrina de Ifigenia, y con la lluvia de la retama se abanicaba Safo, pero no hubo ni habrá flor de loto como aquella donde Dionisio se embarcaba con Ariadna. Déjalo que trabaje, le susurraba, refiriéndose a Teseo obsesionado con treparse al trono. Nosotros descansemos, reina, le decía. Y su aliento de dios le rozaba el lóbulo de la oreja.

Tantearon los bordes con sus manos, y al tiempo percibieron el aire cálido de un entrepiso desparejo que abría puertas y compuertas, y comenzaron a buscar cualquier cosa para saciar el hambre descomunal que traían. ¿De qué color es la ambrosía? Se sabe, la batalla requiere de soldados, y la sobremesa de postres, y el sombrero se llenó de miel, jugo de tomate, frambuesas, frutillas, sandías, oscuros higos del verano, mientras la copa seguía iluminándose entre esfera y esfera, dispuesta a ofrecer delicias para aplacar con todo la sed y el hambre de caminantes sin zancos. La dama entonces se acurrucó sobre la superficie cálida, tomó el sombrero en sus brazos, fue trozando frambuesas y guindas, y llevándoselas a la boca disfrutó. Como la primera vez.

Al ágape fueron llegando de a una, y ocuparon un sitio ya dispuesto: aquí, se sentó aquella con fama de matar a sus propios hijos, allá, la otra que aguantó las infidelidades de Zeus, y de este lado María del Mar, madre de dios, mientras la dama y el sombrero seguían en lo suyo, comiendo y bebiendo aquello que deseaban, sintiendo que el cuerpo se ensanchaba y el espíritu inquieto se regocijaba. ¿Habrán visto acaso cómo se abanicaban las Ménades después de un corte limpio de razones, descolgarse del trapecio a los Sátiros, a la Cabra saltando como tromba hacia el monte? ¿Habrán oído blasfemando a Teseo que en vano buscaba al Toro de las Pampas? ¿Oyeron el temblor de las muñecas de Ulises cuando supo que sus marineros perdieron el rumbo? ¿Y las historias lascivas de Circe? ¿Vieron acaso los muslos de Hermes, palparon los cuernos erectos del Minotauro, el trasero de Zeus?

Todo indica que ellos ni se enteraron. Comieron y bebieron, y después se acomodaron en el pecho del árbol que les recogió el cuerpo con las ramas, hamacándolos hasta que se durmieron. Al clarear el alba, las incursiones de un gato curioso los despertaría. Envueltos en una manta, roja, con vino hasta en la frente, escaparían de aquel hotel de mala muerte. Ladrones de azoteas, viviendo en las cornisas, en la estampida no reconocerán la voz que ordena el escenario, una niña arrojando una esfera, y en la vitrina, por un instante iluminados, ella y su sombrero.

 

 

 

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-Esther Andradi es escritora.

Nació en Ataliva, un pequeño pueblo de la provincia de Santa Fe, Argentina, y en 1975 emigró al Perú, donde fue reportera, columnista, y jefa de redacción. En 1980 viajó a Europa y se radicó en Berlín (Occidental). En 1995 regresó a Argentina y vivió ocho años en Buenos Aires. Desde 2003 vive y escribe en Berlín. Sueña con un túnel que conecte Buenos Aires y Berlín, de manera que sea posible pasar rápidamente de una metrópoli a otra. En sus textos emprende a menudo semejantes traspasos entre uno y otro mundo, reflexiona sobre los cruces y márgenes, sobre aquello que se pierde en la travesía. Y también lo que se gana. Publicó crónica, ensayo, poesía, microficción, cuento y novela. Sus relatos fueron editados en numerosas antologías y en diferentes idiomas. Sus ensayos sobre cultura, memoria y migración se publican en diversos medios de América, España y Alemania. Tradujo la poesía de la poeta alemana negra May Ayim al español. Editó la antología "Vivir en otra lengua", pionera en la construcción de un espacio para la literatura latinoamericana que se escribe fuera de las fronteras de los países de origen. Ha sido traducida a varios idiomas, últimamente al islandés.

 

http://www.andradi.de/es/startseite/

 

 

 

 

 


 

 

 

 

La poesía es un ratón que escapa del mundo*

 


Cada hombre es lo que hace

con lo que hicieron de él.

J.P. Sartre.

 

 

Mirando la televisión, un viejo dibujo animado

muestra un ratón en fuga interminable de sus perseguidores.

Escapa de todas las formas pensadas de un destino llamado muerte,

mientras a su paso se derrumban las paredes de una mansión

siniestra, habitada solo por sus victimarios.

Huye y se esconde todo el tiempo para sobrevivir

 

a la poesía, le sucede algo parecido

objeto de culto desde el origen del hombre

alejada de los mecanismos de institucionalización

despreciada por no formar parte de los bienes transables

de la época que fuese

 

su hábitat, como el del ratón, es un territorio oculto y un refugio

para los que intentan sobrevivir a un impresentable hogar

llamado mundo

 

los buenos ratones y poetas siguen escapando

 su adn lleva el peso de la historia

y no creen que haya otra forma de pensar la vida

que no sea de esta forma

 

en la fuga ambos afinan su instinto

el roedor respira tranquilo en la noche

sabiendo que ése es el momento

de visitar la ciudad y sus restos

mientras tanto, en forma sincronizada con el ratón

 el poeta se desliza en la oscuridad

buscando palabras para su poema

 

Algunos ratones y poetas se equivocan

y deciden salir a la luz del día

en el caso del ratón, este error de cálculo

suele provenir del hambre y le costará la vida

 

 en el caso del poeta, el error radica en una patología

llamada narcisismo, que lo acercará a los salones de la vanidad

y lo alejará del objetivo primario: la poesía

 

ratones y poetas se parecen mucho más de lo que pensás

 

los buenos ratones y los buenos poetas no son fáciles de atrapar

los otros, ya fueron asimilados por un mundo que los seduce

 los atrapa, los alimenta y luego los vomita

 arrojándolos al basural de las cosas efímeras

 

el cerebro del poeta, está condenado a adulterar la realidad

a fraguarla y falsificarla. Lo que absorbió durante el largo día

será fragmentado y distorsionado

 todo lo que sus neuronas de poeta le dicten

 

nada de lo que ve es a través del cristal de la reproducción

 sino por una especie de laberinto de espejos

que perforan y retuercen los sentidos

 

 este procedimiento es natural en ellos

 no así en los narradores, cuyo cerebro es como

el de una vieja Kodak

o el de los pintores de naturalezas muertas: 

ambas maquinarias de fotocopiado

 

la voz que susurra al ratón y al poeta les dice:

escapa, escapa todo lo que puedas

 

llega la noche y estamos escondidos

mi ratón y yo comemos un trozo de queso

mientras pensamos un poema

 

 el mundo nos olvidó creyendo que nos había cazado

o que habíamos muerto por sus venenos

 nosotros también lo olvidamos

pero no sus garras.

 

 

*De Andrés Bohoslavsky.

- De su libro Margot, la prostituta que leyó a Bakunin y otros poemas.  Editorial Leviatán. (2019)

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Cuidar que nuestro amor por la profundidad y lo complejo no nos haga olvidar la belleza de lo simple y escamotear la vida. Pero a no preocuparse: lo haremos siempre. Es parte de nuestra condición.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

LA ESTACIÓN*

 

 

Salí al aire frío de las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía tomar un tren.

Pocos días antes me había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje. Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla de la solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el lugar de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién se hubiese resistido a ese instinto que siempre nos lanza hacia lo inesperado con tanta decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que sólo la cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino había tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.

Así, poco después de las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse mi único traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación, dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento helado que hería inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que surcaban con rapidez las avenidas.

A causa de la menuda e impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad, me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga humana, partiendo raudos en busca de otros pasajeros, de otras historias.

Antes de entrar en la estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado algo por alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle, de ésos que luego resultan ser trascendentales, pero, no siendo capaz de concretar en que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré en el edificio entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas muchachas uniformadas y empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación, al breve diálogo.

Ya en el interior, me sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá afuera. Al fondo, al otro lado de las ventanillas ante las que el gentío formaba largas colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país, cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el espacio, entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado, un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario previsto y el número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las escaleras mecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.

No dejó de llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había, en efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban ignorantes de las alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir que en este lugar toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a esas tristes miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la cafetería, pero esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir a aquella atalaya acristalada, sino tomar un tren.

Sí, subir a ese vagón que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá maravilloso y excitante.

A mi lado, una mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse un deje de rutina y melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de aquel lugar, de este lugar en el que ahora estoy sentado y escribiendo estas agónicas frases que se han venido repitiendo una y otra vez en mí atormentada mente!)

Sonó la campanilla. De inmediato, oyose la dulce y acariciante voz de mujer, recitando la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con atención, sólo para comprobar que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el billete, para prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar un tren equivocado solía acarrear, según había oído decir, tremendas molestias e incontables transbordos posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba que, en caso de confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la estación de origen, descartando así toda probabilidad de emprender algún día el viaje proyectado, dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún momento, en el pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero eso ahora no es más que un vago recuerdo y las certezas no existen) Sin embargo, no es menos cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil equivocarse, debido en gran medida a la asombrosa exactitud de las informaciones proporcionadas por los altavoces y por el cartel de horarios.

La mujer gorda respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin protocolo alguno:

- ¿Ha salido ya el tren hacia Santos Unzué?

- No puedo estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo ha hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el diálogo. Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:

- Entonces ¿Llegó usted hace poco?

Iba a responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa predisposición a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi bruscamente interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la mujer:

- ¡Estás loca! - Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!

- Calla, viejo idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.

Este amable caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé en él, mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino que jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que la resignación o la locura.

- Yo nada espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tú puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda llevarte hacia la luz.

- ¡Cállate! - Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre ahí sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de viejo egoísta, su desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de sus reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir machacándome. No deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No sé si tendré fuerzas para seguir esperando mucho más.

Algo en las palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me sintiera descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del que no había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:

- ¿No le avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es insensible al dolor que le causa con sus palabras?

Tras unos segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:

- Tú también lo serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo, quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás,

como tantos otros, sin recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No, muchacho, no tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te inmiscuyes en asuntos que son completamente ajenos a ti?

Acabas de llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así aprenderás. Yo me voy a otro lado.

Presa de una gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes. En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por las calles. Dentro se notaban, de cuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire fresco que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía y mi tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi interior.

La mujer gorda, que había cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco contra mí, musitando en mi oído:

- Tal vez el tren que estamos esperando va a llegar pronto.

Por algún motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se desprendía, consiguieron adormecerme.

En el sueño, vi miles de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía. Vi trenes lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi trenes que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número infinito de vagones vacíos y silenciosos; vi vagones repletos de gente y detenidos en medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos. También pude ver, al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito muy pequeño, antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo desvaído por el paso de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una suave dulzura emanaba de sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus cansadas ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces recordé que estaba soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el cartel, releyendo con precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar con desaliento que mi tren seguía sin haber llegado a la estación.

Sentí un frío intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado, estaba el anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento despertar, pregunté:

- ¿Qué ha sido de ella? ¿Llegó por fin su tren?

- De ningún modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan - hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más probable es que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por la noche, cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.

Algo se debatía en mis entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación que desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en mi mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras del viejo delineaban los contornos precisos de la pesadilla:

- Se dice que allá arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más confortable. Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas sería capaz de subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones, dejando al descubierto dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas - Es por la humedad que viene cada noche desde los andenes y quizá también por las caminatas.

- ¿Caminatas? - Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las desoladas regiones del pánico.

- Sí. Es preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda. Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.

- ¿Sugiere usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era posible.

Nada era verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada mañana...

- Muchos días y muchas noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero, obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.

Pero no conozco otro camino.

- Sin embargo, yo no puedo esperar. Debo...

- Nadie puede, en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así. Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse.

Sea amable con los funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los trámites de su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad. Nada sucede antes de tiempo.

- Pero es que debería regresar antes del lunes...

- ¿Regresar? ¿Cómo ha de regresar?

- Tengo que acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.

- ¡Vamos! ¡No sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia alcantarilla? ¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos, sabedores de que no hay regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor de reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.

¿No es, en rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo, de negármelo a mí?

Me sentí derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:

- Sí... Es cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para superar la terrible realidad... De modo que no me resta sino la espera. La espera que, según sus palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el indicado...

- ¡De ningún modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.

Hay que atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta prácticamente imposible acceder desde aquí al piso de arriba.

Pensé en un número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo nuestros pensamientos, hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones nuestras (o lo que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas, marionetas cuyos hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano, que seguía hablando, pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los pisos me había conmocionado de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para seguir oyéndole. Sólo una voz interior que me repetía una y otra vez la completa imposibilidad de tan absurdo pensamiento: No puede haber más que tres plantas, tres únicos niveles. Pero mi mente dudaba, y acaso...

La mujer gorda se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.

Yo, sin esperanza, hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces, mis ojos se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel electrónico. Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.

El tiempo ha ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los que pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada, reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por una vía muerta.

Como todos he intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos cansados de tanto mirar en la misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.

Miles de trenes han partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una siniestra farsa que se nos va llevando sin concedernos una segunda oportunidad.

Pero también los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.

Los niños y sus fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.

La cafetería fue cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.

Y la voz. La voz interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun creo que acaso sea posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza sincera y real, monasterios...

Y sin embargo, sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.

Pienso que un viento frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas, congelándome, y así el ciclo se habrá completado y la estación perderá definitivamente su razón de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en ella. Porque ese tren que espero es algo que nunca existió, una sórdida invención de mi cansado corazón urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella carta, buscando un pretexto para escapar a la insufrible rutina de las tardes sin nadie y sin nada en el monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras estaciones desiertas, otros hombres iguales a mí, igualmente abandonados por la suerte, idénticamente solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar, aguardando sin fe un destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que todo es inútil, que ya nada va a ocurrir...

Pero he aquí que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría, porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso así lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender en el pétreo semblante del empleado.

Asombrado aún, con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera descendente para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito, sabiendo que es esta misma escalera por la que voy bajando hacia el andén desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino que viene a reclamarme.

 

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

Próximas estaciones por antiguo ferrocarril Midland:

 

 

Apeadero KM. 38. 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. En este cierre del Midland acompañare en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

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