*Foto de Francisco Silvestri.
La noche
interminable*
Mi madre estaba allí, en la noche
interminable
en la más fría y azul de todas
y yo, no sé por qué, le toqué la frente
helada
y sentí que somos una piedra, disfrazada
unos años
entonces le hablé como nunca lo había hecho
y le conté de ese río de lava roja
que aparece en mis sueños
y esa tarde flotando en el mar con ella
cuando descubrí sus ojos llenos de olvido
en los que vi un barco ardiendo
mi cuerpo de niño flotando en el río, boca
arriba
debajo de un cielo oscuro
creo que antes de morir algo la había
aniquilado
algo que no puedo pronunciar
pero siento que me acecha como a ella
y espera pacientemente devorarme
una sospecha me hizo abrirle un párpado
y vi el barco ardiendo nuevamente
la abracé fuerte
como nunca lo había hecho
mientras el río de lava me tragaba
*De Andrés
Bohoslavsky.
-Del libro Una noche en bosque-poesía y
otros poemas.
(Leviatán, 2014).
*
Darle al tiempo su
moneda
y continuar
en el sencillo oficio
de los días,
hacer el pan, trenzar
el pelo, levantarse,
atreverse
al espejo gris de la
mañana.
Cada reflejo
gastándose despacio,
puliéndose en el
hueso,
cada vez
más hondo,
eso que brilla más
claro que un diamante
en el oscuro manto de
una vida.
Todas las cosas
efímeras
encierran
un regalo delicado.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado en 2021 por Editorial Sudestada
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
QUINTA PARTE.
El viajero, en una de sus parcas
anotaciones, hablaba de un río que corría paralelo a la ciudad. Me llamó la
atención la referencia. No había muchos detalles en la información. Sólo
elaboraba algunas suposiciones. La primera era que el río no surtía de agua a
la ciudad porque la gente prefería el uso de pozos. No pudo averiguar el nombre
del río. Era probable que el nombre se hubiera perdido. No me sentí con la
confianza suficiente para decirle a Lucrecia que, en esa región, las cosas
perdían paulatinamente sus nombres, como los colores de un letrero lavados por
la lluvia. En algún momento la ciudad se sumergiría en el anonimato; espacios sin
identidad, calles convertidas en profundos estanques de silencio.
Una tarde, después de la comida, pensé que
era momento de ir más lejos. Lucrecia estaba en su habitación. Apenas
intercambiaba palabras con su padre. Eran dos desconocidos que sólo compartían
información funcional, hacían acuerdos para las cosas más elementales. Salí a
la calle. Después de un tiempo de marcha, pasé por las últimas casas
deshabitadas. Miré una loma. El sol ya había cruzado la mitad del cielo y
enfilaba al otro lado del mundo. Un rato más de caminata y pude cruzar una
elevación en el terreno. Mientras las hierbas me llegaban a la altura de las
rodillas, pude ver la primera huella del río. Entendí por qué, a pesar de la
distancia –relativamente breve entre el curso y el flanco derecho de la ciudad–
no había escuchado el transcurrir del agua. La razón era que la corriente iba,
demasiado lenta, casi sin hacer ruido, como una mano demorándose en los
detalles de una superficie siempre desconocida, siempre nueva. En la corriente
navegaban incontables bolsas de plástico, envases vacíos, botellas, molduras,
entre otros pedazos apenas reconocibles. Montañas de siluetas de plástico
estaban en las orillas. Pensé en los restos de un naufragio, ocurrido más allá
de la muralla, en un mar tumultuoso, recorrido por furiosas corrientes y
vientos. Pensé en un barco gigantesco con una perforación en su casco, a punto
de irse a pique hasta llegar al lecho marino. De esa abertura, como en un parto
interminable, salían mercancías que eran fracturadas, vaciadas, sometidas a la
corrupción de la sal, a la fuerza incontenible del mar. Ese fenómeno podría ser
el origen del río y su sustento. Entonces me pregunté cuántas personas
habitaban esa parte del mundo. ¿2 mil? ¿20 mil? Quizás, la población decrecería
tanto hasta desaparecer. ¿Ellos producían esos desechos o mi fantasía del barco
era más que una locura? No había percibido en los habitantes, al menos hasta
ese momento, una mención del río. Era un fantasma pasando tras la espalda de
las personas, susurrando cosas, hablando para nadie.
Me acerqué aún más a una de las colinas de
basura. ¿Cuántos años habían transcurrido desde el día en que fue abierto ese
envase de leche? El olor era penetrante pero no insoportable. Seguramente gran
parte de los residuos orgánicos se había degradado y lo que quedaba era
material sintético que tardaría varios siglos, quizás milenios, en
descomponerse. Ante mí se acumulaban miles de desechos que se traducían en
cientos de toneladas. Iban en una procesión minuciosa y paciente. A la
distancia, las siluetas de las montañas de basura semejaban formaciones
naturales, aunque caprichosas y geométricas. La ribera del río había sido
sometida a un lento proceso de erosión gracias al aumento de su caudal. En
alguna parte, quizás en el nacimiento del río, más allá de la muralla, la
lluvia había aumentado su frecuencia y el lecho se había ensanchado reclamando
más tierra. Ignoro si las partes que reclamaba el río integraban un antiguo
curso o eran territorios nuevos, colonizados por la fuerza del agua. No tenía
muchas evidencias para especular.
Seguí caminando por la orilla del río. No
podía demorarme ya que en ese lugar atardecía a temprana hora y sería difícil
ubicar el regreso al hotel. Antes del último recorrido me puse en guardia pues
quizás habría alimañas o ratas medrando. Me acuclillé y me fijé que la parte
inferior de la acumulación de basura iba cediendo a la gravedad y algunos
empaques se deslizaban hasta alcanzar el agua, flotar y correr con la corriente
hacia el sur. Parecían pequeñas barcazas multicolores y bamboleantes. ¿A dónde
iban? ¿Serían recogidos por otras manos o llegarían sin ningún contratiempo a
un mar inmenso, quizás una continuación del mar que había dado origen a lo que
estaba viendo? Otro de los asuntos que me interesaban era saber si, desde ahí,
podía ver parte de la muralla. En efecto, se veía una parte que se internaba
entre cerros. No sé si era una ilusión óptica pero, en algunas zonas, la altura
parecía ser más pequeña.
Di media vuelta cuando, a lo lejos, en el
origen visible del río, vi una luz diminuta que iba creciendo en tamaño. Iba,
determinada, en el cauce. La luz, amarilla, a ratos evanescente, descubría
restos de latas, bolsas de plástico y desechos indistinguibles. Esperé a que el
pesado flujo del agua llevara la luz cerca de donde me encontraba. No pasó
mucho tiempo para que distinguiera llamas, una humareda que enturbiaba su
resplandor y un cadáver incendiándose lentamente. Me acerqué a la orilla
cuidando de no resbalar entre los restos de plástico y algunos pedazos de
cartón. En cuclillas, manteniendo el equilibrio, miré un cadáver envuelto en
llamas. El flujo del agua, lento, lo llevaba como en una procesión solitaria y
silenciosa. Las ropas que lo cubrían eran un sudario que servía de combustible
a las llamas. Después, seguramente, las raíces del fuego llegarían a la carne y
el cuerpo comenzaría a perder consistencia, a desbaratarse hasta hundirse y
encallar en el denso fondo del río. Traté de distinguir la identidad del
cadáver, si era hombre o mujer, pero las llamas habían invadido el rostro y
borrado cualquier rasgo que me sirviera de guía. Me pregunté si la persona
había sido asesinada o si era el suicida más reciente de la ciudad. También
traté de imaginar cómo se había incendiado, a la persona que había acercado la
primera chispa, un pedazo de tela empapado en alcohol o un cerillo. Después
habría esperado con paciencia a que el calor devorara parte de la ropa antes de
empujarlo al agua. Pensé en algunos ritos antiguos, en los que el fuego purifica
el alma del muerto y lo guía en su paso al inframundo. Sin embargo, la escena
que presenciaba era más una costumbre profana que una elaborada ceremonia
religiosa. Me pregunté cuál era el mecanismo que hacía que flotara el cadáver o
si era un proceso natural, desconocido para mí. Tal vez algunos órganos se
llenaban de aire, se hinchaban, y, por un tiempo, lo remolcaban con esfuerzo a
la superficie. Lo cierto es que su probable destino sería fundirse con los
desperdicios flotantes del río cuyas aguas, desde hacía mucho, era
inutilizables. La corriente iba, perseverante, a tierras ignotas, con su
constante cauda de basura, desgajada poco a poco de los márgenes del río, como
los granos en un reloj de arena. Algunos muertos, dependiendo la crecida de la
corriente, no llegarían a la desembocadura del río y, seguramente, estarían
kilómetros más allá, en las oscurecidas tierras del sur, entrampados en el
légamo. Otros, los menos, completarían su viaje hasta el mar abierto que había
supuesto. Quizás aún tendrían las bocas abiertas, los ojos como un par de
abismos, fijos en el cielo, mientras sus restos eran últimos abrevaderos de
insectos. Después el naufragio sería completo y sólo les quedaría reposar en el
fondo marino, como restos de embarcaciones sin memoria. ¿Por qué no los
enterraban? Aventuré suposiciones: los muertos como señales luminosas, ofrendas
a la noche, súplicas a la gente que habitaba tierras desconocidas para que los
ayudaran o, por el contrario, para que no los atacaran.
Caminé de regreso a la ciudad con el
crepúsculo que casi desaparecía por la línea sinuosa de las montañas. Sentía la
necesidad de estar mi habitación. El hotel empezaba a ser un refugio, un lugar
con objetos familiares y costumbres que me daban cierta tranquilidad. Recordé a
la mujer que se había disparado días antes y presentí, mientras un latido
recorría mi espalda, los cientos de suicidas que habían dejado sus cuerpos
sobre las calles empedradas, adentro de sus autos, afuera de edificios públicos
o en los parques habitados por hojas quebradizas y un silencio que parecía
abarcar todo. Los primeros testigos eran transeúntes ocasionales que, como lo
había visto antes, se limitaban a revisar las ropas y, tal vez, llevar los
cuerpos para prenderles fuego y ofrendarlos al río, alejarlos lo más posible
para que la contaminación no inundara la ciudad. También, según mis sospechas,
para usarlos como símbolos. Ahí iban, en una procesión luminosa, los hijos de
ese pueblo. No pude dejar de pensar en los que habían decidido terminar sus
vidas en camas solitarias, en cuartos vacíos, sábanas que, de repente, se
manchaban de rojo, mientras permanecían, indiferentes, tocadores, espejos que
duplicaban la escena y que seguían, en otro tiempo, empolvándose, llenándose de
polillas, decayendo poco a poco hasta emparentarse con el polvo del suelo.
Subí las escaleras del hotel. Había luces
en las calles y percibí un poco más de movimiento en las tiendas y algunos
transeúntes. Me detuve cerca de la habitación de Lucrecia. El crepúsculo había
acabado y la ciudad, las casas y edificios aún habitados, prendían sus luces
intentando derrotar la oscuridad que se abatía sobre el resto del territorio.
Quizás Lucrecia estaba cerca de la ventana, adivinando el curso del río oculto
tras las últimas casas, kilómetros más adelante, y los parques deshabitados. Me
acerqué y miré la puerta entreabierta. La habitación estaba iluminada.
Distinguí su silueta y su espalda. Tenía un camisón blanco. Su respiración
empañaba el vidrio. Deslizaba el dedo índice en la superficie fría. Por un
momento pensé que, víctima del contagio, estaba a punto de abrir la ventana y
saltar al vacío. Mi respiración se aceleró y mis sienes latieron con fuerza.
Sin embargo, el gesto de Lucrecia, visto con más detenimiento, traslucía
tranquilidad, una elaborada paciencia. Me convencí, aunque fuera por un
instante, que delineaba con sus dedos el sinuoso curso del río, quizás los
caminos o las estrechas veredas que rodeaban la ciudad y que conducían a los
terrenos que nadie quería explorar, que se evitaban en todas las
conversaciones. Devolví mis pasos al pasillo procurando no hacer ruido a pesar
de que las tablas de madera emitían crujidos con cualquier presión. Entré a mi
cuarto y busqué mi computadora. Comencé a escribir. El ritmo de mi escritura
había cambiado. Ante el riesgo de quedarme sin luz, con poca energía en la
batería, comenzaba a teclear cada vez más rápido, sin detenerme a corregir o
modificar alguna palabra o frase. Mis dedos iban, fugaces, a las letras. Sin
embargo, a pesar de ese cambio, noté que el tono de mis breves crónicas,
demasiado impersonal, con escasos matices y tendiendo a la neutralidad, se
acercaba a los papeles y artículos que había encontrado hasta ese momento.
Incluso había semejanzas con las parcas descripciones del viajero. Tratando de
eliminar esa homogeneización, contrarrestar esa influencia, comencé a describir
mis estados de ánimo. Hablé de mi visita al río y destaqué la repulsión que me
había causado el cadáver envuelto en llamas. Detallé el olor que despedía la
montaña de basura y cómo su silueta se integraba al paisaje hasta parecer una
formación natural. Sin embargo, no podía evitar la parsimonia en mi lenguaje,
porque, en realidad, seguía siendo un extraño en el país y desconocía muchas
cosas. No podía involucrarme emocionalmente con una interrogante. El interés
por escudriñar, buscar restos, hacía que fuera inmune al desgaste de la molicie
y la abulia de los días. Apagué la máquina. La electricidad se interrumpió.
Cada vez que ocurría un apagón creía escuchar el murmullo de los habitantes. El
frío arreciaba y el sonido del viento entre los árboles parecía más intenso. El
hotel, con sus tres únicos habitantes, era una galera abandonada.
Pasaron los días. Mi crónica aumentaba.
Párrafos y más párrafos se apiñaban en la pantalla. Algunas líneas eran sólo
enumeraciones. Quizás mi mente se estaba volviendo perezosa o, simplemente, me
costaba relacionar ideas, extraer conclusiones, ir más allá del escenario que
recorría en mis caminatas. Era momento de ir más lejos. Tendría, tarde o
temprano, que viajar hacia el sur, a la región oscurecida que veía desde las
zonas altas de la ciudad. Tenía necesidad de los espacios vacíos que surgían
después de cada nueva experiencia en el lugar. Por eso, en las charlas con
Lucrecia, dejaba que ella llevara la iniciativa. Cada nueva historia, por
intrascendente que fuera, era un camino que se ramificaba en mi mente. En las
noches, antes de dormir, trataba de imaginar el camino que tendría que seguir
hacia el sur.
Una mañana encontré a Lucrecia afuera de la
casa. Parecía que estaba esperándome. Miraba la calle con desidia. Se arregló
el mechón oscuro en la frente. Por primera vez reparé en las pecas de su nariz
y en el leve perfil de sus senos.
–Te voy a contar un secreto.
–¿Cuál es?
–Me gusta recolectar papeles e información,
como a ti. Pero hay algo más: una vez encontré fotografías viejas en una
bodega, queda a poca distancia de aquí. Algunas están muy deterioradas. Le he
dicho a mi padre que vaya conmigo o que me diga si conoce a la gente de las imágenes,
pero no tiene interés. Incluso, cada vez que toco el tema, me dice que no vaya
más ahí, que estoy perdiendo el tiempo.
– Como si hubiera muchas cosas que hacer en
la ciudad –le dije.
Lucrecia me miró y volvió a arreglarse el
cabello. Su rostro parecía, por la luz, más anguloso. La nariz un poco aguileña
era la de su padre y la forma de sus ojos, los párpados un poco caídos,
recordaban la expresión fatigada de él. Sin embargo, las escasas palabras que
habíamos intercambiado desde que nos conocimos, habían sido suficientes para
darme cuenta de dos personalidades distintas. Esa diferencia no se explicaba
por las diferentes generaciones a las que pertenecían sino por cierto espíritu
indagador, reflexivo, que Lucrecia había desarrollado a pesar de su escasa
formación. Su padre era hosco, casi montaraz. Ella parecía ajena a la lenta
órbita de la ciudad, lejana a la vida simple de sus pobladores. Por un momento
pensé que me estaba engañando y quizás mi rostro dejó entrever la duda porque
ella, de inmediato, me dijo:
–Es verdad lo que te digo. Tengo una
pequeña caja de metal en la que guardo las fotografías. La conservo atrás de la
casa, en un cobertizo que construyó mi padre hace mucho. No me atrevo a traerla
acá por si él quiere deshacerse de ella.
Me pregunté por qué había esperado tanto
para decírmelo. Sin embargo, me sentí satisfecho por esa nueva ruta que acababa
de encontrar. Ella no percibió mi complacencia porque siguió enfrascada en sus
pensamientos.
–No sé. A veces siento que no lo conozco,
que es un extraño. Quizás contigo se atreva a decir más cosas –me dijo mientras
pateó una piedra. El sonido del impacto perduró unos instantes en la calle.
La calle estaba vacía. En al menos tres
casas había letreros que anunciaban remates urgentes de hacía muchos años. Los
teléfonos de los ofertantes estaban diluidos por la lluvia. El pasto estaba
crecido y hierbas de todo tipo se alzaban hasta el inicio de las ventanas.
–Vamos a verlas –dije
Mientras caminamos al cobertizo, le
pregunté por la ubicación de la bodega. Ella, animada, sólo me dijo:
–No hay que caminar mucho para llegar ahí.
Su rostro, alumbrado por un reflejo, se
inclinó a la izquierda. Me percaté que la angulosidad de su rostro no era por
las bocanadas luminosas del invierno, sino por una pérdida progresiva de peso.
Lo comprobé en los tendones del cuello y en las profundas órbitas de los ojos.
No pude adivinar nada.
Entramos al cobertizo. No me había llamado
la atención desde mi llegada. Prendimos un foco que colgaba, frágil, del techo.
Olía a humedad. Había palas, rastrillos, unas tijeras grandes. El metal de esos
objetos estaba cubierto por una delgada capa de óxido. Tendrían mucho de no
usarse. Lucrecia se arrodilló y buscó en un rincón que había cubierto con
pedazos de madera y un letrero encontrado en las calles que anunciaba el nuevo
sabor de un refresco. Sacó la caja de metal. Parecía la pequeña maleta que usa
un niño para llevar su comida a la escuela. Los ojos de ella brillaron cuando
me acercó su tesoro. Le gustaba ver mi interés y siguió el movimiento de mis
manos mientras tomaba la caja, inseguro de abrirla.
–Vamos a mi habitación. Ahí las podremos
ver mejor –propuso.
Entramos al hotel. Subimos con rapidez las
escaleras. El padre de Lucrecia estaba fuera. Aun así llevaba oculta la caja
debajo de mi chamarra.
Lucrecia me pidió el tesoro y se sentó en
la cama. Parecía que la emoción del momento la había desgastado y tuvo que
dejarme la tarea de abrir la caja. Destrabé el broche y ella comenzó a extender
sobre la colcha varias fotografías. Me hizo señas para que mirara con
detenimiento. Me senté junto a ella. De forma gradual aparecieron fotografías
que, casi de inmediato, traté de ordenar en una secuencia que me diera algunos
significados. Las fotografías no tenían ninguna identificación ni fecha.
Parecía que, deliberadamente, habían borrado cualquier número, cualquier letra.
En una, por ejemplo, se mostraba la silueta de un faro y una familia compuesta
por padres, abuelos y un par de niños que departían con sonrisas afables en un
día de campo. Sus ropas parecían modernas aunque no sugerían una época en
especial. Había otras que retrataban misterios cotidianos: un par de hombres en
un bar, con las bocas abiertas, como si el fotógrafo se hubiera inmiscuido a la
mitad de una discusión. La luz de una lámpara iluminaba los rostros detenidos
al momento de decir una palabra, acometer con ahínco a una pregunta, esperar
con la mirada a que llegara un momento propicio y secreto. Atrás, como telón de
fondo, una mezcla de rostros: morenos, apiñonados, con los ojos escondidos tras
la niebla de un cigarro o con las cejas enmarcando un gesto de fastidio.
Algunas imágenes eran en blanco y negro, pero no evidenciaban ninguna
antigüedad precisa, sólo un tiempo pasado que hablaba con palabras huecas, con
espacios diseñados para no llenarse nunca. Varios personajes no posaban para la
fotografía sino que deambulaban y, simplemente, eran captados en medio de un
movimiento. Me remitían, no sé muy bien por qué, a la calculada coreografía que
veía todos los días en las calles. Era como si estuvieran posando de forma
inconsciente, como si supieran, en todo momento, que alguien estaba a punto de
disparar con la cámara. Subir las escaleras, caminar en un sendero escoltado
por densos árboles, estar en un escritorio con la mirada puesta en un montón de
papeles, mirar un charco en una calle llena de autos inservibles, eran escenas
de una película muda, una secuencia que, quizás, necesitaba más elementos para
formar un todo congruente. Otra posibilidad era que los fotógrafos quisieran
convertir a sus modelos en huellas, claves para desentrañar durante el insomnio
y cuyo objetivo fuera sugerir al espectador alguna desgracia, el fragmento de
una memoria que significara algo en el futuro, una advertencia.
–¿Y bien? –preguntó ella– ¿qué opinas?
Pensé que mi guía me estaba probando de una
manera inocente. Lucrecia quería saber, en un solo momento, que elaborara la
historia que contaban las fotografías y que, de forma inconsciente, extendiera
mi explicación hasta confesar de dónde venía y cuál era mi verdadero interés en
el país. Pero yo sólo le daba continuidad a la imagen de ella, como la había
visto antes, frente a la ventana, mirando la ciudad como una permanente
extranjera.
Estaba a punto de hacer otra pregunta,
cuando la interrumpí:
–Vamos a la bodega. Podríamos encontrar más
cosas.
–Muy bien –dijo Lucrecia, un poco
deslumbrada por mi iniciativa.
–¿En cuánto tiempo estaremos ahí?
–pregunté.
–A mediodía llegamos.
–En marcha –dije.
Salimos de la habitación. Llevé una libreta
para hacer anotaciones, no quería fiar la visita a la memoria. No sabía si
estaba el padre de Lucrecia. Había silencio en su cuarto. Me di cuenta de que
la llegada de Lucrecia había alterado su rutina y, ahora, tenía que encontrar,
sin muchas ganas, nuevos patrones para sus jornadas. Bajamos con rapidez por
las escaleras. Ella trajo un par de manzanas de la cocina y me hizo señas de
que la siguiera a la parte trasera de la casa.
Lucrecia me señaló una bicicleta amarilla;
junto a ella estaba una de color negro.
–Un día alguien la dejó enfrente de casa
–me dijo.
Pedaleamos por las calles de la ciudad.
Éramos los únicos ciclistas de la zona. Como la zona habitada era pequeña, todo
mundo se dirigía a pie a sus quehaceres. Imaginé a la gente olvidando, por
inercia, de sus cosas. Objetos intrascendentes o recuerdos valiosos eran
dejados por todos lados, sin ningún sentimiento de culpa. Pensé que esos
objetos les recordaban su biografía, acaso una memoria inhóspita y dolorosa.
Después de un rato de pedalear y de
internarnos por un camino de tierra, llegamos a nuestro destino. Lucrecia
señaló la bodega. Su cabello resplandecía por la luz que, a cada minuto,
aumentaba su intensidad. Era luz de invierno, luz que no calentaba la piel pero
que deslumbraba cuando salías de un espacio en penumbras. Lucrecia,
seguramente, tenía sus ideas sobre las imágenes. Por eso las había recolectado.
Quizás esperaba que yo diera orden al caos. Cualquier otro habitante de la
ciudad habría ignorado las fotografías, al igual que las revistas, las notas,
los textos huérfanos que esperaban bajo estantes, metidos entre cajas,
sometidos ante la paciente humedad que desmenuzaba palabras, diluía imágenes y
viñetas hasta volverlas un amasijo irreconocible.
Antes de entrar miré los árboles que
estaban alrededor. La bodega tenía una puerta semicircular y de color gris.
Parecía un granero. Hilvané la imagen que tenía enfrente con las fotografías
que había visto antes. La bodega era, a través de ese contexto, un barco
fantasma, de repente arraigado en una zona boscosa.
La puerta no tenía candado ni seguro. Entramos
mientras un pájaro negro nos veía desde la rama de un árbol. Nos internamos por
la penumbra de la bodega. Estaba vacía. Traté de calcular cuánta gente podría
estar ahí. Había telarañas las esquinas. Lucrecia se adelantó y me dijo:
-Por aquí estaban las fotografías.
Caminó hasta el fondo de la bodega. Olía a
encerrado, a papeles viejos, devorados por la humedad. La acompañé. Ella se
acuclilló y buscó en una caja de cartón. Yo busqué entre pedazos de cristal,
hojas secas que había empujado el viento hasta esa zona. Me iba a dar por
vencido cuando encontré, junto a un pedazo de cartón que tenía, en un extremo,
una cinta adhesiva, un par de fotografías. Era un hombre y una mujer sentados
en el piso. La fotografía, por la calidad de papel y el tipo de imagen, había
sido hecha en una cámara automática tipo Polaroid. Era perceptible por el
brillo y el marco grueso color blanco. Saqué la libreta roja y leí una frase
que estaba en la penúltima página: “Parece que esperaron lo peor. Los creyentes
invocaron a Dios, pero el desánimo comenzó a generalizarse. ¿Para qué rezar
cuando la realidad requería acciones urgentes? Lucrecia miró la imagen. A ella,
al inicio, sólo le importaba el descubrimiento de más imágenes, como si fuera
una coleccionista demasiado enfrascada en la cacería de más ejemplares.
Después, se interesó en las relaciones que había entre ellas, lo que decían
para quien supiera interpretarlas.
Di un nuevo rodeo por la bodega. Las
ventanas superiores, algunas estrelladas, rectangulares, capturaron más luminosidad.
Entonces, cuando bajé la mirada, comencé a ver rastros rojos en el piso y en
una de las esquinas de la bodega. Las huellas habían pasado desapercibidas por
la escasa luz, sin embargo, en ese instante de luz quedaron al descubierto. Una
mancha alargada sugería un brote impetuoso de sangre. Había rastros pequeños,
bosquejos de dedos que parecían arrastrarse por la pared. Intenté descifrar las
manchas como si estuviera ante una secreta caligrafía de cuerpos, trazos
interrumpidos de pronto, un lenguaje que hablaba desde el dolor, desde la
indefensión del instante que es devorado por la muerte. Revisé si había
casquillos de balas o proyectiles de otro tipo. Nada. Sólo rastros rojos,
atisbos humanos que habían querido decir algo, una última palabra, mientras la
sangre salía y manchaba la esquina y una parte del piso. Lucrecia miró con
curiosidad los rastros. Recorrí la bodega para poner en orden mis ideas. Era
grande, quizás unos 200 metros cuadrados. Al fondo, sobre una viga de metal,
anidaban varios pájaros negros. Sus cuchicheos disolvían el silencio. Sentía
sus miradas rápidas, sus parpadeos fugaces. Lucrecia investigó en una de las
esquinas y, en una orilla de una estantería de metal que tal vez servía para
ordenar herramientas, encontró un sobre amarillo. Lo abrió y cayeron al piso
decenas de fotografías. Fui junto a ella para revisar el nuevo descubrimiento.
Por la calidad de las imágenes estaba seguro que habían sido sacadas con la
misma cámara automática. Todas eran de la gente que había estado en la bodega.
Una primera imagen mostraba unas veinte personas en la entrada. Al contrario de
las imágenes anteriores, no estaban posando, parecía que el objetivo de la
fotografía era dejar un registro de las personas y de su probable ingreso a la
bodega. Como el registro apresurado de los pasajeros antes de entrar a un
barco. Había hombres, mujeres y niños. Algunos de ellos daban la espalda al
objetivo de la cámara. Parecía que el sol caía a plenitud. Pensé, mientras
recorría con mis dedos la superficie lustrosa de la imagen, en la antigüedad y
las circunstancias específicas de la toma. Varios de los retratados cargaban
maletas y grandes bolsas de plástico. En las siguientes imágenes un par de
hombres, que aparentaban unos cincuenta años, uno de ellos con gruesos lentes
de pasta, parecían dirigirse a los demás. Una mujer, vestida con una falda
larga y una blusa estampada con flores, los observaba con gesto serio, como si
estuviera evaluando las implicaciones de las órdenes. Las imágenes, como las
anteriores que había visto, eran atemporales. No había referencias para
datarlas o ubicarlas en un espacio definido. Una siguiente fotografía mostraba
a un grupo de personas al fondo de la bodega. La luz de la mañana entraba por
las ventanas superiores. Un niño vestido con pantalones cortos y una playera
amarilla estaba acuclillado. Las fotografías pertenecían a secuencias y
sugerían un orden apenas discernible. Me pregunté si Lucrecia había pasado por
alto revisar el mueble o si tenía conocimiento de las fotos y las había dejado
ahí para que alguno de los dos las encontrara por accidente. Devolví las
fotografías al sobre, lo guardé en mi chamarra y salimos de ahí.
(CONTINUARA)
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de
Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por
una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha
participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Estuve largo rato en la orilla
mirando el mar.
Mi paso trazaba
en la arena
huellas efímeras,
rastros de mí
que se lleva el viento.
En el mar, como en el amor,
las olas vienen,
las olas van.
Una ola, más voraz que las otras,
alcanzó mis pies.
Me quedé en mi sitio,
entregada
a la tibia violencia del agua
hasta que la espuma
se volvió transparente.
En el mar, como en el amor,
toda mirada
es inocente.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado en 2021 por Editorial Sudestada
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
El blues de los
pájaros*
Sobre el río flotaba el piano
y sobre el piano, sin rostros,
dos personas cruzadas de piernas
hablaban en voz baja
la charla giraba en torno a un poeta chino
que leía sus textos a los pájaros
si no volaban el poema era posible
atrás, el piano ardía sin extenderse al
resto
últimamente recuerdo este sueño, esos
detalles
y a ese extraño poeta chino
ahora sé quiénes son
los rostros aparecen sobre el piano
sin los cuerpos, los pájaros tocan blues
y yo estoy quieto, extasiado
sin poder volar
*De Andrés
Bohoslavsky.
-Del libro Una noche en bosque-poesía y
otros poemas.
(Leviatán, 2014).
La foto de Sofía*
Foto ocre, 1967, Kiev
a la izquierda de Vania, entre los pinos
laterales
de la cabaña
aparece el cuerpo diminuto de Sofía
con sus sueños intactos
aún no sabe del barco
ni del pueblo perdido en tierra extraña
donde la casa se agrietará por la sal de
sus ojos grises
por las noches desde hace treinta años
coloca junto a un plato vacío un pequeño
retrato
y murmura
recordarlo todo /
olvidarlo todo
hoy, al ordenar su ropa
del chaleco ruso escapa la foto
que ya no reconocerán sus manos
cruzadas sobre el pecho
sus ojos esta noche parecen interrogarme
por el sentido oculto de las cosas
me despierto
vuelvo a la foto y en el anverso encuentro
sus palabras
escritas con letra infantil
Vania, te esperaré
siempre
eternamente tuya
Sofía
*De Andrés
Bohoslavsky.
-Del libro Una noche en bosque-poesía y
otros poemas.
(Leviatán, 2014).
*
Sutilezas del
lenguaje: para nosotros animales y personas mueren, para los yamanas los
animales se rompen y los hombres se pierden. El lenguaje, cada lenguaje plantea
mundos distintos. No hay un solo mundo.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Nos
veremos otra vez*
Llueve, y llueve fuerte. Afuera de la
ventanilla el horizonte esta velado por una cortina de agua.
El arquitecto Jerome Ricardo Klepka acaba
de ver a Irene entrando al vagón. Le hace señas para que se siente al lado de
él. Irene que tarda en reaccionar, pasaron más de 20 años. El pasado es otra persona,
otro mundo al que ya no pertenecemos. El pasado incluye personas que quedaron
allí, apresadas en capsulas congeladas.
Pero el saludo es emotivo, abrazo, besos.
Esa sensación de vértigo que da el no ver al otro en décadas.
¿Cómo me reconociste? –Pregunta Irene.
-Sos vos, igualita antes del tiempo, solo
te falta el cigarrillo en los labios y el humo dejando fantasmas.
-Me prohibieron el cigarrillo, pero yo fumo
a escondidas, es un ritual personal. no voy a renunciar mientras el cuerpo me
lleve hasta un kiosco y pueda comprar los cigarrillos por mí misma.
Ricardo recuerda esa imagen en el estudio
de arquitectura donde ambos trabajaban. La vista fija de Irene en la ventana,
como no viendo o viendo otra cosa. Ese aire a la Pizarnik que descubrió cuando
la vio leyendo un libro con la foto de Alejandra en la tapa.
Irene que le dice con aquel libro en mano y
su infaltable cigarrillo en la boca:
-Decidí que iba a fumar una tarde a los 11
años viendo a mi abuelo fumar en el patio.
Veía a mi abuelo fumando solo en el patio.
Esa concentración de estatua viviente imposible de describir: ¿en qué pensaba?
Viéndolo con ese hilo de humo que se
disipaba en el aire dejando siluetas que jugaba a descubrir mi abuelo era una
locomotora mansa. Era de los viejos de antes, macizos, parecían invulnerables.
Esos bigotes tipo manubrio de bicicleta que después descubrí que eran igualitos
a los de Hindenburg.
Como los abuelos de muchos otros niños mi
abuelo había sido foguista ferroviario.
El abuelo armaba sus propios cigarrillos
sin filtro o fumaba en pipa, pero yo empecé a fumar en la adolescencia los
negros Parisiennes, éramos minoría
las mujeres que fumábamos negros”.
En un momento se funden los recuerdos con
la palabra presente de Irene que evoca los momentos compartidos: me encantaban
esas horas donde no pasaba nada o no había trabajo y se hablaba, se fumaba y se
tomaba mate hasta la hora de irse cada cual a su casa.
Llueve demasiado, el tren parece un barco.
En este momento ya debe haber gente con el agua al cuello. –dice Ricardo
volviendo por un instante la mirada a la ventanilla
¿Te acordás del proyecto de la casa-barco?
Dice Irene.
-Vendría bien retomarlo, todavía tengo
cuadernos con apuntes y los planos enrollados.
De memoria: “El barco casa es una unidad
transportable, pensada para ser utilizada como vivienda en medios urbanos
manteniendo sus características de flotabilidad ante situaciones de inundación
extrema” recuerdo la risa de los dueños del estudio, “ni en el Delta lo
usarían”.
-Vos terminabas indignado Ricardo.
-Algunas veces los maldecía en polaco,
otras en ruso. Y si me preguntaban, les decía: consíganse traductor, a mí me
pagan por proyectista.
La música funcional del tren les acerca a Serú Girán.
¿Te acordás cuando lo desafinábamos a dúo?
–dice Irene abriendo bien grandes sus ojos verdeagua.
Si te hace falta quien
te trate con amor
Si no tenés a quien
brindar tu corazón
Si todo vuelve cuando
más lo precisas
Nos veremos otra
vez...
La próxima estación está bien lejos como el
mismo futuro impredecible.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar
Próximas estaciones
por antiguo ferrocarril Midland:
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta
Plaza Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. En este cierre del Midland acompañare en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico &
archivo:
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