*Foto de Noelia Ceballos.
INCERTIDUMBRES*
Nuestra pena es tan vieja. Tan primitiva,
arcaica
No hay mirada de madre, padre, amante,
quizás hijo.
Una señal espero desde siglos, más allá de
la infancia.
Más allá del vientre, de la tierra, mucho
más. Mucho más.
Ahora comprendo por qué la tierra entre los
ojos.
Porqué caigo y me estrello, colisiono,
choco.
Una
sombra, solo una sombra quiero, quiero.
Ah, si pudiera ingresar en oquedades.
Desnuda. Indefensa.
Mantras gastados, ilegibles, cansancio y
frentes sudorosas
Y ahora este sabor en la boca y esta lengua
hecha de silencios.
Comiendo cerca de sumideros. Besando
pasillos de hospitales.
Silencio no es silencio. Nombrar al hombre no es el hombre.
Esa materia mortal. Corrupta. Pura. Tan
lejana.
Me enamoro tal vez, y es afable y extraño.
Y salgo del espejo y lo veo comprimido y
absurdo.
No me complacen los brazos lánguidos del
espacio.
Y me llamas y no me vuelvo. Es que yo no
soy yo.
Y te llamo y te vuelves. No, amor, no sos
vos.
Seremos súcubos. Ángeles caídos. Dioses.
O quizás, una paloma que trae su mensaje.
En otra lengua. Ay en otra lengua.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
Otoño /22
*
¿Miraste alguna vez,
sostenidos
en el aire,
como globos de
cumpleaños
mis deseos?
Eran tantos, y llenos
de colores.
Adornaron mi vida
y ojalá
alegraran la tuya.
¿Los viste alguna vez?
Crecían desde mi nuca,
donde siempre huele a
miel,
ardían cerca del
techo,
incendiaban las
ventanas,
¿acaso viste
encenderse en el aire
mis deseos?
¿Cómo
fueron los tuyos?
Se nos pasa la vida
y el amor
se parece a esos
lugares tristes
donde nadie baila.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la
breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)-
Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
Los felices
días del bombardeo*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Al principio había sido una sensación azul
en los ojos, un pellizco en los nervios seguido de un estremecimiento en las
paredes del túnel. Las náuseas volvían
con la necesidad de escuchar alguna sirena y él trataba de reconstruir una voz
suelta que recorriera el túnel como un perro meticuloso, testarudo, entrenado
para seguir durante años el rastro de un cadáver. Al cerrar los ojos imaginó su soledad como un
viejo de uñas afiladas, como fragmentos de sombra tan volátiles que parecían
jirones de ceniza flotando en el techo, buscando ganar consistencia para llenar
la forma de un fantasma que perduraba minutos, horas, en la silla y que fumaba
(en las horas que suponía era de noche) hasta toser, expulsar un poco de
neblina y recitar que bajo tierra el mundo era más preciso, el letargo que lo
invadía por el aire enrarecido permitía pensar mejor las cosas. “Pensar”
repitió mientras volvía a escuchar el bombardeo y sentía necesidad de frío, de
calor, alguna señal de vida que estableciera un punto de referencia para seguir
investigando, para no rendirse. Una vez,
al regreso de una excursión en busca de comida, creyó oír una carcajada seguida
de un reproche: “No intentes subir, allá arriba no hay nada que ver, siempre es
invierno” y justo al terminar la palabra se concentraba en la nariz un olor a
cerrado, el tiempo que se detenía a escasos centímetros de su boca y que
después ascendía para estrellarse en la mente, en las órbitas de los ojos. Se pasaba la mano por la quijada, trataba de
sorprender figuras humanas en las paredes.
Pensó en el año: ¿2030? ¿2035? En realidad, no importaba porque con la
cifra sólo tenía vislumbres de un vago exterminio, quizá de una guerra que lo
había olvidado y que con los años se había ignorado a sí misma, sus planes,
mapas, objetivos, hasta reducirse a un golpeteo monótono, el toque marcial de
un tambor que semejaba el latido de un hombre, los pasos de un gigante
recorriendo un campo infinito que contribuía a mantenerlo vivo, sosegar su
respiración hasta sincronizarla con la caída de las bombas.
II
Cuando cerraba los ojos también estaba
dentro del túnel, un túnel un poco distinto, más húmedo, con esporádicas
franjas de luz que lo recorrían como la frontera de un vientre materno; un
espacio que lo mantenía cautivo, rodeado de oscuridad, que le jugaba bromas, le
tendía señuelos como algún destello, la torpe imagen de una cara que lo dejaba
embobado aunque la ilusión no perduraba y de pronto se sorprendía hablando,
contándose su historia para recordarla, fabricar un instrumento mental que le
permitiera revisar un instante, mirarlo en cámara lenta, bajo distintas
perspectivas, como si examinara una joya en busca de algún defecto, un error
cuya ausencia le obligara a examinar otro momento, hilarlo en silencio al
anterior para poder comenzar de nuevo, esta vez con todos los detalles:
“Vísperas del año nuevo. Estamos varados
en un vagón atestado del metro. Hace
calor, una mujer se abanica el rostro y me mira. Es mediodía y la luz en el andén se
interrumpe, los tubos luminosos parpadean, hacen intermitentes nuestros
cuerpos. Alguien supone un suicida en
las vías. Una voz hace notar el
creciente bamboleo, el temblor en el piso.
A mi derecha un niño mira a su madre: sus ojos se encuentran, se dicen
que será cuestión de segundos. El
murmullo en el andén parece el aleteo asustado de un pájaro. Ocurre la primera explosión. Algunos corren, otros se limitan a observar
los pedazos de cemento, piedras que caen en avalancha sobre las vías. Me mantengo en el vagón, decidido a morirme
ahí, en espera del golpe definitivo en mi cráneo. Algunos mueren al instante, otros –cercanos
al punto de impacto- se arrastran entre los escombros. Nadie mira a su alrededor con un gesto de
tranquilidad. Nadie tiene lucidez en los
momentos finales y por eso huyen, gritan, se pisotean, como si la propiedad de
la muerte estribara no en el vacío sino en la locura; no en la parálisis, ni en
el adormecimiento, sino en la rabiosa contemplación de un espejo. Trato de ir a
la trinchera principal, ser blanco de los fragmentos que caen, quemarme con la
brecha humeante que divide las vías, pero el ataque sufre una interrupción y en
el desconcierto apenas logro percatarme de que ya no hay gritos, sólo el
persistente olor a carne quemada que dificulta la respiración. Hago un inventario de mi cuerpo. Toco mis piernas, palpo mi estómago, recorro
con los dedos mis costillas. Mientras me
examino el aire antes pegajoso se vuelve más ligero, tal vez el preludio de una
reconciliación, la tregua con un dolor que no siento, con la caída libre que se
detiene a escasos centímetros del suelo y que me inmoviliza, me obliga a girar
el cuello para que observe al otro lado de la ventana a la bomba en estado
puro, no un cohete en forma puntiaguda, sino una esfera blanca que detiene el
tiempo, lo convierte en un estanque en calma que reorganiza el mundo, le otorga
alguna cualidad que no logro descubrir antes de la destrucción final. La esfera se estremece antes de perder su
forma circular y extiende sus límites hasta volverse un manto espeso que
colapsa metal, huesos, entrañas. El
vagón es un barco hundiéndose lentamente, haciendo agua por la popa. Un destello perdura hasta que el vagón se
transforma en una pecera luminosa.
Resplandezco a medida que recorro el pasillo. Puedo ver como la luz ejerce su peso en la
ventana. Un cuerpo inmenso y blando
fractura el vidrio, lo trabaja con la obsesión de un orfebre hasta convertirlo
en polvo brillante. Sobrantes de luz
trepan por mi cuerpo: insectos blancos buscan las yemas de mis dedos no para
incendiarlos sino para volverlos blancos, contaminarme para condenar mi vida y
al mismo tiempo separarme de los muertos que yacen a mi pies, reconstruirme en
el espacio que me ofrece la luz antes de hundirme para siempre en el túnel,
antes de que mi mano se levante no con un gesto de amenaza, sino con la
intención de dibujar en el aire la forma primordial de la bomba, su voz; la
entonación que le da cuando dice que para mí no habrá muerte.
Al llegar a la última palabra suspiró con
tranquilidad. Se pasó la lengua por los
labios en un intento por decir más, añadir un epílogo afortunado a la
historia. Intentó abrir los ojos de una
forma distinta, despegó los párpados poco a poco, como si se preparara para dar
la bienvenida a una realidad diferente, quizás observar el inventario de un
mundo nuevo, el vestigio de una ciudad enterrada que hasta entonces le había
negado sus favores. Abiertos los ojos
comprobó la banalidad de su esperanza. Ante él seguía el túnel, la grieta en el
piso, muy parecida al cadáver de un gato.
Pensó en anuncios neón, un color en el que pudiera concentrarse para dar
un nuevo impulso a la soledad. La silla
estaba vacía aunque el viejo imaginario -la línea chueca de su espalda- parecía
perdurar en la penumbra como un objeto olvidado, carente de autor y de memoria. Alzó la vista al techo. Las sirenas no llegaban. Sólo pudo extender las manos en el piso,
sentir el corazón pulsante, atropellado, buscando la sincronía con las bombas
que regresaban puntuales para darle una absurda seguridad, una íntima medición
del tiempo
III
“Sueño de nuevo con las bombas, bombas como
copos de nieve, bombas que caen como lluvia lenta, más ocupada en perturbar con
el sonido que con la intensidad del daño. ¿Qué pueden romper, volar en pedazos,
si con los años, con la mera persistencia han demolido cualquier vestigio de
construcción? ¿Qué pueden hacer en la superficie sino volver más fina la arena
rojiza, el recuerdo volátil de tantos cuerpos?” Terminó de escribir. Sonrió.
La idea de la arena rojiza le pareció ridícula y tachó el renglón
completo. Apoyó la pluma en la hoja
maltrecha y trató de escribir un nuevo diagnóstico, pero se dio cuenta que
pensar era internarse irremediablemente en una cámara oscura, entrar al terreno
de las palabras sueltas cuyos significados se resistían, cambiaban para
inventar un lenguaje al cual no tenía acceso.
Aventó la pluma. La mente la
sentía retorcida, a ratos hormigueante por el escaso alimento que encontraba a
medida que recorría el túnel. Su
experiencia reciente era la de un nómada que recolectaba latas de refresco,
fragmentos de galletas, bolsas de papas fritas.
Comenzó a olvidar algunos datos de su vida pasada: su número telefónico,
la dirección de su casa. Temeroso de
olvidar la fecha en que abordó el metro la grababa en las paredes del
túnel. El olvido lo llevaba al
desamparo, sin embargo, pronto comenzó a asumir cierta noción de orgullo, el
natural prodigio de sentirse el único hombre, porque habían caído durante tanto
tiempo las bombas que arriba no había vida, sólo un páramo consumido por el
fuego, cubierto por una espesa ceniza.
Sin testigos, sin una memoria que ordenara el mundo, el pasado se
detenía de forma indefinida en la superficie, como una mancha que mantenía
inmóvil el tiempo. Alzaba las manos como
si quisiera tocar el pantano en que se había convertido el mundo. Alzaba las manos como si ayudara a
intensificar el bombardeo, a volverlo un mar vasto, pródigo en aceite,
radioactividad acumulada. Entonces
disminuyó sus avances en el túnel, dándose tiempo para reconocer sus
propiedades, las maravillas que dejaba la muerte. Protegido, asimilado a la tierra, sentía por
fin su propiedad del futuro real, el destino de la vida y de la memoria
reciente que oscilaba entre la lucidez y un intenso desvarío que le hacía
avanzar a tientas en el túnel, como un animal ciego, dando tumbos,
confundiéndose repetidas veces de camino.
Una noche, después de una jornada especialmente fatigosa, soñó el sueño
del único hombre y cuando despertó tuvo miedo porque su originalidad lo volvía
frágil, demasiado humano. Prevenido,
comenzó a grabar su nombre, quizá para asegurarse su posteridad, para morir con
la dignidad de un dios novato que nunca entendió su papel ni su herencia y cuya
potestad apenas servía para retener algunos visos de locura, los laureles de la
fiebre que lo coronaban por horas llevándolo a descubrimientos imaginarios en
el túnel, a nombrar continentes entre la podredumbre, escalar pilas de
cadáveres para otear con desdén el horizonte.
Terminada la grandeza, con el hambre royéndole el estómago, disminuyó de
forma sensible su metabolismo; el pensamiento se alentó hasta sólo registrar el
tañido del corazón o el pulsar de las bombas relacionado con el progreso de la
luz en las paredes. Utilizó su letargo
para fabricar una especie de arrullo, una melodía desconocida que fijaba la voz
a su existencia y que le permitía alcanzar una inesperada sabiduría que le
motivaba a hablar de nuevo, a entregarse a su historia, repetirla una vez más
con una entonación que le permitiera sentirse ajeno. Habló entonces con la voz de otro hombre, un
alquimista que sugería una forma distinta de articular la memoria, echar en
reversa el transcurrir de ese día como si cambiara de improviso la ruta del
agua: retuvo el boleto, empujó con la espalda el pasamanos y caminó hacia atrás
en el andén. En el camino a casa borró
el pensamiento inútil que le provocó un insecto, deshizo algún gesto en medio
de la multitud que esperaba cruzar la calle.
Pronto estuvo en su casa, sintiendo una somnolencia anticipada, buscando
con el cuerpo el contacto con las sábanas para dormir y despertar nuevo,
dispuesto a abordar el mismo vagón repleto, rodeado por las mismas personas que
lo miraban en silencio, expectantes, dándole la oportunidad para que esta vez
pudiera encontrar la variación, el detalle que hiciera la diferencia.
IV
Un día el bombardeo perdió fuerza hasta
cesar por completo. La monotonía fue
sustituida por el vacío y el silencio que ocupaba el túnel le pareció el de una
calle blanqueada por el polvo. Al
principio, incapaz de conformarse con la ausencia de un sonido al que estaba
habituado, intentó remedar los golpes lanzando rocas, pateando escombros,
poniendo la mano cerca del corazón para recobrar la antigua sincronía. ¿Qué había pasado? ¿Por qué la luz filtrada
por los resquicios del techo no recorría las paredes sino permanecía intacta,
como un insecto aturdido en medio de las vías?
Juntó sus provisiones, un poco de agua y fue al encuentro de la
luz. Había hecho algunos preparativos en
su último refugio y, mientras seguía la ruta obcecado, tentados los labios por
alguna canción de fuga, quiso creer que iba a ser sustituido por otro, alguien
que repetía por inercia su itinerario y que en poco tiempo estaría husmeando en
el mismo trecho del túnel. Pensó con
amor, casi con desesperación, en un rostro indefinido, en un hombre o mujer más
aptos para gobernar aquella oscuridad; alguien destinado a la tarea ruinosa,
tal vez infinita, de nombrar sombras, dar orden a aquella revuelta de islas y
continentes. La luz dejó su inmovilidad
y comenzó a ascender por una de las paredes, al principio segura, después un
poco indecisa, como si tuviera que ajustar algún trazo a su recorrido. Caminó un día entero hasta notar que el haz
de luz ascendía. Cerró los ojos, como si
recibiera en pleno rostro una lluvia de hojas: las venas en sus brazos eran
como ríos. En su último refugio había
dejado una carta, el testamento de un dios arrepentido, derrotado:
“Después de numerosas reflexiones, he
llegado a concluir que salir del túnel es posible, en realidad es tan fácil que
eso mismo impide su salida. Piensa en
una frontera invisible, una cerca hecha de un olor que a pesar de ser
imperceptible te obliga a detenerte. No
olvides el bombardeo, la cuenta atrás con los dedos hasta que, sin darte
cuenta, comiences a contar latidos, espirales de pasos. Mueves un pie, luego otro, cada vez más
arriba y así formas escalones en el aire que te elevan hasta mirar el cielo
manchado de rojo y te sientes con la consistencia de un demiurgo, de un Adán
liberado de la servidumbre, que pasa sus días haciendo malabares con las
bombas. Es tan sencillo como si
estuvieras en una historia de ciencia ficción, en una película donde combates
con diablos caídos del cielo, acertijos que se desgranan y que parecen una
insólita reunión de insectos. Después de
la batalla siempre podrás apartar nubes y a pesar de no destruir por completo
al enemigo tendrás ánimo para bajar a tu refugio y preparar una próxima
escaramuza. Sólo ocúpate de pensar,
dibujar parábolas perfectas, líneas punteadas que parecen inofensivas pero que
en realidad reproducen la trayectoria probable de las bombas. Imagina las explosiones, piensa en ellas como
espectáculos de luz, murmura palabras como ¡pum! y ¡pas! y el sonido en tu boca
las obliga a obedecer, explotar donde les indiques. No duermas, dedica tu insomnio como si
ofrecieras una oración a la humanidad y así el exterminio será menos vulgar,
más preciso: cae una bomba, 100 personas; cae otra, l50. Piensa en esa constelación de muertos, en
sus brazos blancos, tal vez azules.
Fueron afortunados porque antes de morir hubo un gesto de maravilla en
sus ojos, porque un ángel de luz desbarató sus cuerpos y, antes de salir de
casa, colocó los retratos en su lugar y apagó la última vela. Vuelve a dibujar la bomba, no como un
proyectil, sino como una esfera perfecta, que regresa el tiempo, lo cambia de
lugar, le pone flores”
Llegó a un pasaje que conectaba a un canal
de desagüe. La señal luminosa seguía
firme en la penumbra, forzándolo a seguir.
Se arrastró entre desperdicios y un fango oloroso a muerte. Tuvo la sensación de insectos en la
cara. El canal se abría y al final
dejaba ver el inicio de una escalera. Se
aferró a los escalones y comenzó a subir.
Antes de llegar al último peldaño tuvo un presentimiento y preparó su
último discurso, el que dejaba a la soledad, al nuevo ser que lo sustituiría:
“Te preguntarás por qué me voy, porque en mi convergen el pasado y el futuro,
porque el presente no basta y los hombres que alguna vez existieron necesitan que
salga”.
V
Al principio es la misma sensación azul en
los ojos. Después comprende que es un
estremecimiento distinto, tal vez los nervios de ver cómo la luz se abate entre
el polvo, cómo lo aparta hasta deslumbrarlo, volverlo –por instantes-
ciego. Siguen sin llegar las sirenas,
sin embargo, puede oír el sonido compacto de los autos, pisadas sobre asfalto
caliente. Se apoya sobre los codos;
apenas encuentra apoyo para impulsarse, rodar fuera del vértigo y descansar un
momento. Cubierto de polvo, parece una
criatura recién nacida, expulsada de la tierra para ir al encuentro de un sol
desconocido. Se pone en pie. Tiempo después, mientras grabe su nombre en
las ruinas de una casa, se preguntará si hay un mundo subterráneo, si existió
el tiempo en que habitó el túnel o si todo es un simulacro, una historia
condenada a repetirse. Por ahora sólo
puede alzar la cabeza, caminar entre gente que lo ignora, en un flujo continuo
cuyo motor es la indiferencia, la prisa.
Agotado, apenas con fuerzas para sentirse satisfecho, se detiene en una
esquina para contemplar los anuncios luminosos, los autos sincronizados y
brillantes. Reconoce el mundo que
abandonó y que creía perdido. Siente áspera la lengua. Se apoya en una pared porque vuelve a sentir
el azul en los ojos, pero esta vez parece más real, ya no es un preámbulo, una
necesidad, sino la certeza de ver las miradas apuntando hacia el cielo, el azul
contaminando otros ojos. Las manos dejan
caer portafolios y bolsas. Las bombas
comienzan a caer.
*Del libro “El caso Max Power y otros cuentos”.
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela)
y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Somos eso que dejamos
luego de cada movimiento,
un hueco,
el vacío,
una herida en el viento.
Yo quiero ir rápido y latir,
llenar de mí cada espacio abandonado
detrás de mí
Que el latido sea tan rotundo
que persista
y no me deje irme
*De Marcela
Lokdos.
Carta*
*De Antonio
Dal Masetto.
Este es el hogar que les toco, una pálida
ciudad americana, una ciudad sometida a las modas, que les ha transmitido sus
costumbres y sus histerias, que los ha saturado con sus músicas, sus pobrezas,
sus tristezas, sus crímenes. Quiero que lo sepan: en sus venas hay otros soles
y otras fiebres. Sus carnes no están amasadas solamente con olor a nafta y
horizontes de cemento. Quiero que lo sepan porque tal vez algún día, cuando les
toque hacerse la gran pregunta, esto pueda formar parte de sus respuestas.
Recupero imágenes de un tiempo que no les pertenece. Pero seguramente las
presencias que lo habitan estén tan vivas en la memoria de vuestras sangres
como en la mía.
Hay una casa sobre el lago y un pedazo de
tierra con hileras de vides. Vuestro abuelo cuida de esa viña. Llega la
estación de la vendimia y lo miro cortar los racimos, transportar los canastos,
pisar la uva en la cuba. En los días que siguen, en la penumbra del sótano, el
olor del mosto es, para mí, olor a misterio.
Hay otra casa, en la montaña. En la tierra
difícil vuestros han sembrado trigo. Los veo, encorvados, manejando la hoz y
abriendo surcos en el trigal. Los haces son transportados en carro hasta el
molino, en una aldea vecina. Allí se muele y se paga con parte de lo cosechado.
Al atardecer vuelven trayendo las bolsas de harina con las que amasaran pan durante
todo el año.
Estas son las dos imágenes que quiero
rescatar. Una es oscura y subterránea: ese sótano y su fermentar secreto, su
actividad viva detrás de la puerta cerrada. La otra está llena de la luz de los
trigales y el trabajo bajo el sol. Tal vez estos recuerdos no signifiquen nada
y sean solo el reflejo melancólico de alguien que no se ha acostumbrado a las
perdidas y al desarraigo. Pero insisto en creer que en esa luz y en esa sombra
existe una enseñanza. No quiero sugerir que aquella fuese gente feliz. Eran
tozudos y eran egoístas. Tuvieron hijos y defendieron lo suyo. Duraron.
Alimentaban sus vidas con trabajo, con odios y alegrías, con pasiones fuertes y
primitivas. Pero nunca con indiferencia, que es uno de nuestros males.
Perpetuaban ceremonias que para nosotros perdieron sentido. Esperaban la hora
de la cosecha seguros de que llegaría. Trabajaban para que el milagro se
repitiese. Confiaban, y la tierra no los defraudaba. No se preguntaban por qué.
Dos guerras pasaron sobre sus casas. Ellos siguieron sembrando y cosechando.
Más tarde, vuestros abuelos, trasplantados
a tierra americana, seguían aferrados al ritual en los pocos metros de la casa
en que vivían. Plantaban hortalizas y frutales, espiaban el devenir de las
estaciones. Esos florecimientos y desarrollos parecían contribuir a darles una
medida y una razón a sus vidas. Probablemente, para ellos lo importante no
fuese la necesidad y el placer de la cosecha, sino la certeza de la cosecha.
Sin saberlo, acataron mejor que nadie el papel que a todos nos ha tocado
desempeñar.
El ejemplo de esa entrega, que es también
elección, que es también participación, nos habla un lenguaje olvidado, pero
que reconocemos.
Nos sugiere que quizá no seamos más que
intermediarios entre fuerzas que nos superan y un mundo que acepta y necesita
nuestra colaboración. Que más allá de nosotros, de nuestra voluntad y
conocimientos, existe una alianza entre las cosas, un pacto inalterable que es
preciso secundar. Cada día trae su confusión, pero la meta es siempre la misma.
Nuestra tarea es el rescate. Lo perdido, lo
oculto es nuestro objetivo. Hay en nosotros una memoria que no proviene
solamente del pasado.
Ella nos indica el camino: poner orden en
lo invisible. Las herramientas, los elementos de trabajo, igual que la pala y
la zapa, están de este lado. Energía, lucidez y paciencia son nuestras cartas
de triunfo. Pero también impaciencia, desorden, pasión. Y delicadeza, que es
privilegio de la fuerza. Si todo está en todo, entonces siempre hemos estado
cerca de lo que buscamos. Cada día, cada hora, la realidad nos está repitiendo
el mismo estribillo. No hay pistas falsas. En todas partes hay señales y
conclusiones. Será necesario recorrer esos senderos para llegar a descubrir lo
que en última instancia sabíamos desde el principio.
Aquella luz y aquella sombra no son solo
partes opuestas y complementarias de una misma esfera. Son también un espejo de
nuestra condición. No nos queda más que confiar en que la tarea visible
proyecte sus frutos en lo invisible. ¿Qué es el vino sino agua que contiene
fuego? ¿Qué es el pan sino tierra que levito?
*De "El padre y otras historias”
Confusión*
Flotando en la superficie del agua
viaja
lo que ha sido la nervadura de una hoja,
y, desde la altura del puente del arroyo
semeja las cuadernas rotas de un barco.
Un costillar vacío sin cubierta ni bandas,
que avanza desnuda como los huesos
de un esqueleto sin carne, que se acelera
o se calma según los meneos del agua.
Aferrado sobre ella pasea un insecto,
navega con la tranquilidad de sentir
una reconocida sugerencia vegetal.
En esa deriva que sueña provisoria
nada imagina: ni la hoja ni la rama
ni el árbol ni el bosque ni su destino.
Acaso copiamos la forma de un barco
de alguna hoja muerta en la corriente
con un insecto encima. Podemos saber
lo que el insecto ignora y conjeturar
el resto de aquello que no vemos,
y no imaginar de nosotros
ni pasado ni destino.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
IX *
Mi
ala está pronta al vuelo. / vuelvo voluntariamente atrás, / pues si me quedase
tiempo para vivir, / tendría poca fortuna.
Gerschom
Scholem: Saludo del Angelus.
Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel al
parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene
los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia
debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para
nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe
única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El
ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado.
Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan
fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra
irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el
cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos
progreso.
*Walter
Benjamin.
-TESIS
SOBRE LA HISTORIA.
(Parte IX de XVIII.)
*
Antes de escribir yo
dibujaba. Como cualquier chico. Mi abuelo imaginaba que sería pintora como
cierto pintor que de su aventura extramatrimonial engendró a mi abuela. A mí la
pintura me fascinaba pero no para pintar sino para inventar historias a través
de ella. Yo inventaba historias y jugaba con palabras aún antes de escribir.
Palabras como imágenes, como cuadros. ¿Por qué me fascinaba el lenguaje? Porque
nadie se entendía a través de él. Porque llevaba a un lugar extraño que no era
la comunicación. ¿A qué jugaba yo con Leonardo? A que uno decía una palabra y
otro decía otra y había que encontrar la secreta conexión entre ellas. Mi
abuelo ponía palabras en una bolsa de plástico. Cada uno sacaba una palabra.
Por ejemplo sacábamos "piedrita" y sacábamos "ojo".
Entonces podrá ser que las piedritas tuvieran ojos para mirarnos. O que el ojo
fuera una piedrita. O algo destinado a apedrear. Apedrear con la mirada. ¿Quién
podía hablar con un lenguaje que llevara a tales confusiones? Y ahora y para
siempre, las palabras tendrían ojos y serían como piedras.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
KronoX*
Las generaciones futuras no recordarán mi
nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del
tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto.
Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del
tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca
los hechos. Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear
un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo
virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa
maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una ecuación
irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto
creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la
desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa.
Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una
indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un
único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví
a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era
capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise
pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente
arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El
desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego,
pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me
dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e
irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo
más para implicarse en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante
unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros.
Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se
mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas
mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y
retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que
medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los
inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso
detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya
nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es
impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en
Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de
caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de
alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas
cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo
logré.
Antes de continuar escribiendo este relato
de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de
la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción…
Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala
conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración
sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón
o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado
llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el
casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos,
asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas
posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli.
Respiré hondo y abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados.
Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado
una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi
taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había
previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó
extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún material
sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los
diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre
la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué
podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de
estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de
ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto
instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos.
Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba,
había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio)
y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la
sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya
conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el
día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después
de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente
feliz, decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la
nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo.
Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la
otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición
ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo
removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del
momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que
jamás había visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre
satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me
ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como
si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar
mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente,
extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el
espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a
finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba
ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba
dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una
victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más
bien me sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de
comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada
vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del
Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo
XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.
Yo esperaba que al irme alejando en el
tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en
muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no
del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares,
irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas
descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era
como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy
corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la
recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por
Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí.
También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas
anteriores a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por
el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún
puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi
ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China
anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de
que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era
feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al
menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer,
distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el
sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos de
otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia,
había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó
a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser
humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la
pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el
hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación
José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era
invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si
invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser
de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro
años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y
también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como
un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían
transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la
locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado.
Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo.
Ese fue, es preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al
confesarlo-, el único objetivo de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese
olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado
el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje
importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes
deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba
otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión
de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese
invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra
año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí,
esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña,
sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa
porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé
entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente
porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que
todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran
arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía
volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando
sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado.
Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con
ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé
el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como
extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo
–en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella,
pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente
borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que
entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se
apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con
el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí,
dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico.
Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno,
a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías,
iniciando el viaje sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada,
no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había
leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo
había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue
en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se
posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado
por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores mortecinos.
Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención. No había
dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba de una
imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque fotográfico.
Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo, para averiguar
el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor explicación. Me
encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese algo que ver
con tal misterio.
Unos días más tarde, escuché una
conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era
imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión.
Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos
dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció
relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas
con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres.
Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto
desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago
se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta
sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número
de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió
que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a
uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma
voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio
de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie
así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni
siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron.
En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia
del operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o
vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero
de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no
era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era
igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi
cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A
causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada
estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a
formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí
me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine
daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch.
Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba:
Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas,
sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En
algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para
volverme loco. Llegué a casa - ¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?
- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el
llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos
sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por así
llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo
real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada
recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos
vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me
pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía
sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces
ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa
escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada
ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que
hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño
su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún
posible, sueño ese tren partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a
suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien
tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy
acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas?
¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien,
vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Próxima estación por
antiguo ferrocarril Midland:
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad,
la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria
del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un
tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo
original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del
Compañía General Buenos Aires hasta la estación Sáenz.
Queda renovada la invitación a participar
en las últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se
detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido
del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con
escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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