*Obra de Walkala.
-Dr.
Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
*
"Escribir es
coser y cantar", dicen
y con la gran falacia
que se oculta
detrás de estas pocas
palabras
algunos recorren la
página en blanco preguntándose
qué están haciendo
mal.
"Escribir es una
tortura", dicen, otros
estos son
los que tachan
borradores
la gota gorda del
sudor del verano
embadurnando la
página.
"Escribo con las
tripas", aclaran.
Pero bueno, también
hay pulmones, y ojos,
glándulas, órganos,
hormonas que ni conocemos.
Tomemos las tripas
como metáfora, entonces.
Y respecto de lo otro:
¿Si detrás de la
ventana (donde se escribe)
o del muro, tiembla un
pájaro, o un perro mira la calle
desde el balcón al que
ha sido destinado
o nace un niño en un
dos ambientes,
todo eso, quién lo
cuenta?
Entonces
cuando sobre la página
se vea como una brisa
el vacío, el olor de
la calle,
o se extienda una
escarcha de árbol de plátanos
mejor, tal vez,
recordar que coser es encontrar algo minúsculo
y cantar un ayuda
memoria
y el resto es el hueco
de la mano donde confluye la letra borrosa
para soltarla
ahí.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes
Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar
del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde
se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un
máster en Gestión Cultural.
-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento
latinoamericano.
-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo &
Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones
súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos
Aires, 2015), El cuerpo intacto
(2017, Penn Press), Grow a lover
(2018, Pensamientos literarios).
-En 2021 ha publicado La gota en la piedra.
(novela, Mardulce, Buenos Aires)
Fábulas
literarias del utopismo tecnológico*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
El antropólogo inglés David Graeber
(1961-2020) en su libro La utopía de las normas: De la tecnología, la estupidez y los secretos placeres de la burocracia,
describe las fantasías que nos vendió la ciencia ficción durante gran parte del
siglo XX: viajes interestelares, robots al servicio de los humanos, el dominio
de la naturaleza y la explotación de los recursos de otros planetas. La famosa
carrera espacial entre soviéticos y estadounidenses parecía el inicio de un
trayecto que nos llevaría al mundo de Los Supersónicos, la serie animada de los
años 60 que retrataba de manera optimista el futuro de la humanidad mediante el
estilo de vida de una familia de clase media alta. Sin embargo, al llegar a las
últimas dos o tres décadas del siglo, se interrumpió la conquista del espacio y
sus misterios. Es cierto, se pusieron en órbita satélites cada vez más
sofisticados, pero quedaron atrás las promesas de colonias humanas en otras
regiones del Sistema Solar y autos voladores llevándonos a nuestros trabajos en
urbes eficientes e hipertecnologizadas. Lo que tuvimos, en cambio, fue un
desarrollo constante de instrumentos de vigilancia y la ubicuidad del
capitalismo de plataformas. Nuestros datos son manipulados de formas que no
entendemos. Las normas en el trabajo, en la educación y en cada ámbito de la
vida diaria se han vuelto cada vez más complejas y semejan laberintos en los
que nos perdemos con facilidad. El control de nosotros y no la realización de
nuestros sueños es la orilla a la que hemos llegado. La utopía de la tecnología
se transformó en una distopía disfrazada de progreso y, por supuesto, libertad.
El filósofo John Gray en su libro El silencio de los animales. Sobre el
progreso y otros mitos modernos describe cómo la fe en el desarrollo
tecnológico y el cientificismo —el dogma de la ciencia como único modo de
acceder al conocimiento— desplazaron el monopolio de las religiones. Quizá la
diferencia más notable es que las religiones, después de la Ilustración y la
Revolución Industrial, perdieron la narrativa de lo “verdadero” y volvieron
paulatinamente a su antigua condición de mito. En el siglo XXI pocos creen que
cielo e infierno sean lugares reales. Las historias de la Biblia son —como
afirmaba Jorge Luis Borges— alegorías o fabulaciones de la literatura
fantástica. En contraste, la tecnología y el conocimiento científico son
aceptados sin ningún tipo de cuestionamiento. Cualquier duda sobre el papel de
la ciencia en nuestra sociedad es ridiculizada de inmediato. Los antivacunas
son paranoicos que creen cualquier teoría de la conspiración; la gente que no
se adapta al mundo cambiante de Internet es un sector que, simplemente, no
merece estar en el mundo moderno y, a la postre, globalizado. Se ven como
sujetos excéntricos y no como síntomas de una enfermedad que incuba lentamente
en nuestras sociedades. Sin embargo, hay muchas sombras en la tecnología que
hemos creado: desaparición de trabajos, daños atroces a la naturaleza, falta de
regulaciones y pérdida de nuestra vocación social al estar en mundos —pensemos
en el metaverso imaginado por Mark Zuckerberg— artificiales que gracias a los
algoritmos todos piensan como nosotros y cualquier debate o asomo de política
es desviado.
Quizás uno de los autores que mejor
reflejan el sinsentido de la utopía tecnológica es el polaco Stanisław Lem. En
su libro de cuentos Ciberiada publicado
en 1965 narra las aventuras de Trurl y Clapaucio —inventores formidables y
fieles representantes del cientificismo llevado hasta sus últimos límites— que
recorren el Universo respondiendo a las demandas de soberanos para enfrentar
algún problema urgente. En ocasiones, la soberbia los hace competir entre ellos
con resultados tragicómicos. Cada solución ofrecida por una maquinaria o
artilugio computarizado genera problemas que requieren, a su vez, más dosis de
invenciones en un ciclo sin fin. Incluso, en uno de los cuentos del volumen,
los inventores se enfrentan al último límite de la utopía: llegan a un planeta
en apariencia estéril. Cuando se acercan descubren que sus habitantes —robots
semienterrados en la arena— alcanzaron todas las metas que les proporcionó el
conocimiento. Ahora, parecen seres vegetativos: sin ninguna crisis por
resolver, dueños de su propia inmortalidad, disfrutan una existencia inocua en
la que el hedonismo parece una especie de castigo autoinflingido. La utopía,
como algo real, nos lleva a la inmovilidad; lo único que le puede dar vida al
Universo es el enfrentamiento continuo con sus correspondientes derrotas y
victorias.
La utopía tecnológica está directamente
vinculada con el desarrollo industrial y, por ende, con diversos estados del
capitalismo. Sin embargo, sistemas de producción en apariencia alternativos,
como el comunismo soviético del siglo XX, son utopías por derecho propio. Una
de las obras literarias que refleja fielmente este espíritu es Estrella Roja de Alexandr Bogdánov
publicada en 1908. El escritor perteneció a un movimiento conocido como
Cosmismo ruso que intentaba, como una de sus principales metas, lograr la
inmortalidad para todos. Con pocas herramientas tecnológicas a la altura del reto,
Nikolái Fiódorov, Alexander Svyatogor, Valerián Muraviov, Konstantín
Tsiolkovski y Alexander Chizhevski, entre otros intelectuales, desarrollaron
diferentes tipos de teorías y manifiestos que planteaban la idea de la vida
eterna y la conquista del espacio como la puerta para la justicia social.
Bogdánov, en su novela, plantea la utopía soviética llevada a cabo por una
hipotética sociedad marciana. La ciencia puesta al servicio de una producción
eficiente y una distribución igualitaria muestra su lado oscuro cuando, en el
último tercio del libro, se acepta la necesidad de crecimiento continuo para
abastecer de materias primas a Marte. Una vez agotados los recursos del planeta
rojo, será necesario el dominio de mundos cercanos como la Tierra. La utopía civilizatoria
propia del colonialismo occidental se revierte, en este caso, contra la raza
humana.
Seguimos buscando fórmulas para la
inmortalidad, aunque la calidad de vida de millones de personas en el mundo sea
cada vez menor gracias a la contaminación, el burnout laboral y alimentación
deficiente, entre otros muchos problemas. Como se ha imaginado también desde la
literatura, la desigualdad rampante propia de la economía de libre mercado
provocará escenarios en los que la utopía estará al alcance de unos cuantos
mientras el resto permanecerá siempre al margen. En Klara y el Sol, novela de Kazuo Ishiguro, la sociedad futura que
describe está conformada por humanos “mejorados” gracias a la genética y a la
tecnología. La población no sujeta a ninguna mejora apenas aparece en el mapa
de las grandes urbes. Mientras la trama avanza nos damos cuenta de que existe
un plan para que Klara, un androide-niñera, reemplace a Josie, la niña enferma
a la que cuida. La madre de Josie, incapaz de soportar la previsible pérdida de
su hija, usa a Klara para que recopile toda la información de la niña y, en un
futuro cercano, la imite con tal perfección que nadie pueda notar la
diferencia. La utopía tecnológica, en este caso, nos conduce a una inmortalidad
problemática, pues en la historia de Ishiguro los seres humanos se convierten
en seres que pueden ser sustituidos por máquinas avanzadas. La utopía se vuelve
una distopía disfrazada de esperanza para personas que no están dispuestas a
lidiar con la muerte, la enfermedad y la finitud que caracteriza a todo ser
vivo.
La utopía tecnológica en la literatura y
cultura popular tiene, finalmente, varios desenlaces trágicos. El más común
consiste en el castigo a la soberbia humana por trascender los límites
impuestos a nuestra naturaleza. Somos como el mago de Borges en el cuento “Las ruinas circulares”: soñamos un hijo
y lo llevamos, con esfuerzo, a la realidad, para cumplir nuestro papel de
dioses creadores de vida. Cuando creemos haber terminado nuestra tarea
descubrimos, horrorizados, que nosotros somos el sueño de otro ser y que
nuestra magia nos condena en lugar de salvarnos. También descubrimos que, una
vez acabada la historia, regresaremos para cometer, exactamente, los mismos
errores.
*Fuente: CASA DEL TIEMPO.
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Ulises, el afinador*
El viejo se inclina
sobre las teclas
de una absurda e
inentendible máquina y las percute
de a una y en forma
repetitiva
mientras ajusta los
mecanismos internos
colocando su oreja
sobre ella
una y otra vez, en una
ceremonia que parece
no terminar nunca.
Lo observo desde mi
banco de siempre
y no salgo del asombro
que me produce esta tarea
a la vista
inexplicable.
Cuando pasa a mi lado,
ya de madrugada
me dice mi trabajo es
eterno y casi imposible
mientras me deja una
tarjeta:
Ulises, afinador de
almas.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
- "Medianoche
en la plaza de los sueños" Editorial Leviatán 2021
JEROGLÍFICOS*
Un hombrecito moreno sostiene un pincel con
pintura negra. Debe pintar un ojo en el muro. Ha visto, en su vida de artista
observador, miles de ojos diferentes, con los párpados arqueados, arrugados, escondidos,
con el iris marrón oscuro, claro, con intrincadas venitas rojas, con destellos
amarillentos o verdosos; ojos oblicuos, pequeños, enormes, separados o
extraordinariamente juntos; ha notado asimetrías y formas puras o mezquinas. Ha
visto miles de ojos con sus particularidades y miradas diferentes.
El hombrecito sostiene con firmeza el
pincel, y con absoluta seguridad pinta un ojo lineal, simple y claro, idéntico
al que pintaba su padre, su abuelo, su bisabuelo. Está, él mismo, enseñando a
su hijo la exacta manera de representar un ojo.
Ana sale de su casa, suena una musiquita, y
sabe por ella que su amiga Laura le ha mandado un mensaje. En la pantallita
aparece la imagen de un animalito llorando, se ven las lágrimas que rodean su
cabeza. Laura está triste. Ana le envía la imagen de un arcoíris entre
nubecitas, las nubecitas nítidamente dibujadas con las curvas de una mano
infantil.
Ana va a desayunar, mira las fotografías de
los combos que se ofrecen, y señala a la empleada el combo cuatro. El combo
cuatro consiste en un café con leche, una medialuna y un vasito de jugo de
naranja, todo ello claramente representado en la fotografía.
El hombrecito moreno en un solo movimiento
delinea eficientemente el ojo tal y como el ojo debe ser. Renunciando al desmesurado
ojo de Picasso, al imposible ojo rojo y azul de un artista fauve, al ojo
naturalista de Dalí, que coloca la realidad en medio del sueño. Renuncia al ojo
estilizado de Giotto y al ojo de violento claroscuro de Caravaggio. Renuncia,
el hombrecito moreno, a su propia experiencia para ceñirse a un lenguaje fijo,
inmóvil y pautado. Pinta con incomparable precisión el mismo ojo. Exactamente
el mismo ojo que el lenguaje oficial del faraón requiere, establecido por los
sacerdotes y avalado por la tradición del imperio, que fija el tiempo
deteniéndolo en un único instante, retiene las estrellas y asegura que el orden
del mundo sea eterno e invariable.
Ana no necesita preguntar nada a nadie. Un
cartel le indica la parada del autobús, las flechas en las paredes le marcan el
camino, un tenedor le dice que hay un restaurante en esa dirección, un
hombrecito y una mujercita esquemáticos le aseguran que por allí hallará baños.
Hemos vuelto a una esquematización del
mundo. La infografía se va normalizando hasta constituir el verdadero lenguaje
universal. Simple, claro, eficaz. Más extendido que el inglés, carente de
complejidades. Expone verdades indudables y lima las desagradables aristas de
la variedad de los seres y los objetos.
Ana sabe poner el dedo en un botón ficticio
de su pantallita cuando suena una música, sabe que una nota anuncia que el
ascensor llegó al piso cinco, sabe quién es el héroe, el villano, el personaje
gracioso o la mujer bella. Todo eso se desprende con suma facilidad de unas
cuantas notas indicativas en el rostro y la vestimenta.
El pintor de hace cuatro milenios renunció
a la inconmensurable cantidad de ojos posibles para pintar uno, y sólo uno,
durante toda su vida. No vaya a ocurrir como cuando Akenatón permitió en su
reinado la libertad para los artistas, y se liberaron los dibujos y los
cabellos, y los pensamientos, y ocurrió en esos tiempos que los sacerdotes
perdieron el poder, y la capital del imperio se mudó, y hubo que volver atrás
luego, y romper la piedra labrada, enterrar las flautas, y perder en el
desierto los monumentos y el recuerdo de la época peligrosa que demostró que se
puede cambiar la historia.
Simplificar, eliminar opciones, enrasar
para que ninguna cima se eleve, ninguna sima atraiga con esa cosa absurda de
deseo que causan los abismos. Poner un orden en los pensamientos, las palabras.
Dar múltiple choice como forma de contactarse con la inagotable riqueza del
universo.
Ana camina con seguridad. Nada la va a
sorprender. Tiene la destreza de un mico de laboratorio para accionar los
botones correspondientes. Lleva su teléfono móvil que la identifica con un
número. Escucha la canción que pasan en todas las emisoras, mira el show que se
comenta en todos los programas, se viste cuidadosamente con las ropas que le
informan los medios que se usan en la temporada. Y Ana, como el lejano egipcio,
no puede pensar en la posibilidad de que su sociedad desacomode las piezas, dé
las barajas nuevamente, tome un sendero en vez de seguir la doble línea marcada
en el ancho pavimento.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
La hoja que cayó del
sauce
y sobre el pasto,
negada a su
degradación,
insistió en verdes;
la piedra
que robé de un río en
Córdoba
y me traje
con cierta esperanza
de fulgor,
y espera,
sobre mi escritorio,
algún milagro;
las ortigas que pisé
de niña
para rescatar
las plumas caídas de
los pájaros,
sin más porqué
que la búsqueda
inicial de la belleza,
esas cosas que fuimos
y olvidamos,
y de pronto,
en un acto de magia,
regresan
y nos miran de lejos,
como si nos recordaran,
a pesar de nosotros.
Todo lo que fuimos nos
observa.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la
breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)-
La perra*
*Por Graciela
Vega.
Fue mi instinto de perra lo que me ayudó a
saber que él estaba en Buenos Aires. Digo de perra porque lo olía. Su olor
andaba por ahí, sudando esquinas y bares, dejando en el aire tabaco de frontera
y perfume importado.
Se lo conté a mi amiga, la griega, cuando
cruzábamos la avenida. Ella, de inmediato, sentenció: —Vos estás muy loca— como
acostumbraba a decir cada vez que yo le hablaba de Pablo. En tanto, ella
también aspiraba el aire para descubrirlo y sobreactuaba mis gestos, dándole un
clima cómplice a mis palabras. Yo la detuve con una mirada seria y ella se
limitó a caminar en silencio.
La calle que conducía a la estación estaba
poblada de árboles y fue imposible seguir adelante sin postergar el olfato.
Otros sentidos atrapaban nuestra atención, las hojas crujían bajo nuestros
pasos, otras caían rozando nuestras cabezas. Era una danza casi dionisíaca.
Me detuve, de pronto, ante un impulso
demasiado intenso y le dije a la griega que tenía que volver. Con sorpresa
preguntó a dónde era que iba, que qué me pasaba, que se volvía conmigo. —Pero
no, Griega— le dije, esforzándome por mostrarme tranquila. Nuestra amistad daba
entonces para no agregar más palabras y nos despedimos allí sin más vueltas.
A poco de andar, cuando la griega dobló la
calle, comencé a andar como una perra. Guiada por el paisaje otoñal, me detuve
en la esquina donde solíamos citarnos. Me senté en el piso casi con la lengua
afuera. Lo buscaba. Con los ojos de perra esperaba el indicio del encuentro. En
un momento vi que alguien se acercaba para acariciarme la cabeza y yo le mostré
mis dientes de perra.
La noche, las bocinas de los autos, las
luces de mercurio y una luna cada vez más redonda, iban preparándome para el
sueño. Pero mis orejas se mantenían alertas, se erguían cuando escuchaban
pisadas y volvían a plegarse después del desencanto.
No sé cuánto tiempo estuve allí, sentada
sobre mis patas de perra, hasta que lo sentí llegar. Pasó frente a mi hocico y
mi cuerpo se estremeció. Me levanté para seguirlo. Rengueaba entumecida pero no
quería perderlo. En el puente, unos hombres me apedrearon, espantándome
divertidos. Cambié de rumbo, por un atajo, entre los pastos altos. Me arrastré
con la poca fuerza que aún me nacía. La noche se cerraba. El olfato sudaba con
todo mi cuerpo. Nuevamente, se había ido. Había perdido todo rastro.
Tuve que regresar a casa por la calle de
los tilos. Bajo los árboles, la lluvia ocre de las hojas me iba cubriendo hasta
que mi piel reaccionó sacudiéndolas con las manos. La humedad y el frío
anestesiaron el recuerdo y mis piernas, que conocían el camino, apresuraron el
paso.
*Fuente: Aurora Boreal®
https://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1507%3Ala-perra7g7AOxE
*
“Haz el duelo de lo que nunca serás para ser libremente
todo lo que eres”
*De Pablo
Krantz.
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Caja negra*
Pon tu cara a la sombra
Bebe tu luz de aquí
Toma parte del día
Ya tus sueños se han
muerto
"Parte del
Día"
*Aquelarre.
Álbum Brumas 1974
Ahora puedo saber que íbamos obstinadamente
hacia lo que ya no existe. La bandera plantada hace 124 años es apenas un
símbolo que desata ese gran interrogante sobre la necesidad de viajar mientras
estamos -cada uno de nosotros-
encapsulados en un tiempo que no nos pertenece del todo.
El tiempo sucede a pasos de acontecimientos
impredecibles. Pasa. Todo sucede.
Ver un amanecer desde el aire es de los
instantes más bellos que da la vida. Algunos dormían. Yo tenía los ojos bien
abiertos pendiente de aquella línea de luz en el horizonte de un sol que
todavía no tenía que dejarse ver.
En la costa el sol salía del mar como ese
milagro potente de la vida día por día, pero estamos lejos de la costa a 10000
pies sobre la llanura de la provincia.
Uno aprende de las épicas cuando algo
falló. Los hielos también se forman en el cielo.
En vez de subir arriba de los 12000 pies
había que bajar suavemente.
Hasta los golpes no grité ni tuve miedo. Mi
cabeza comenzó a escuchar "Parte del Día" un tema del antiguo disco
de Aquelarre.
No había pasado la segunda estrofa cuando
el pájaro de metal daba sacudidas en una laguna que resulto ser campo inundado.
El apuro fue salir aun atontados por si ese artefacto con sus bodegas llenas de
combustible se incendiaba.
La estancia en la que caímos tenía el
nombre justo "El socorro".
Peones de la estancia y empleados de una estación de tren cercana nos
ayudaron a caminar con el agua arriba de las rodillas.
El andén de la estación Juan Tronconi fue
el refugio más maravilloso imaginable. No sé de dónde nos trajeron frazadas y
hasta café caliente.
“El camino de tierra a Roque Pérez debe
estar intransitable -nos dijo el jefe de estación-, ya estará al llegar el tren
a La Plata. En Beguerie la estación siguiente a minutos de Tronconi, hay un
pueblo con ruta asfaltada. Médicos para revisar a los golpeados. Teléfonos por
si quieren avisar a sus familias que están a salvo.”
Nos miramos con chispas de alegría por la
nueva vida que nos espera.
Creo que preferimos regresar sobre la
seguridad de los rieles. Arriba del tren decidiremos si bajamos en Carlos
Beguerie o seguimos hasta La Plata.
Si es por mí, sigo en el tren hasta el
final.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
Próxima estación por
antiguo ferrocarril Midland:
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad,
la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura
literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven-
hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el
tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez
del Compañía General Buenos Aires hasta la estación Sáenz.
Queda renovada la invitación a participar
en la última estación del Midland literario. Que la utopía del tren literario
no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
Blog histórico &
archivo:
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https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL
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