*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com
Descubrimiento del polvo*
Llueve en mi ciudad.
En la que traigo dentro.
De la que no puedo
decir su nombre.
Justo ayer le abrazaba
mientras sus riachuelos de mugre
nacían y se alejaban de mí,
intrusa retama de tu ventana.
Así nació tu espera,
mi encuentro,
nuestra llegada.
Otra vez eres tú
por donde deambula extraviada
la mirada de todos los días,
con sus rostros de animal
soñado por el televisor:
majestuoso alebrije
de tecnología e internet,
maldito avaro de tus sueños:
no comprendo cómo aún
retienes tu nombre.
Llueve en mi ciudad.
En la que traigo dentro.
De la que se ha perdido
el mito de su creación
en la memoria del gallo
que ha caído en la sartén.
A la que ayer abrazaba
mientras sus inmundas historias
llenaban charcas
que mañana evaporan
sin que en un libro
quede registro de sus nombres,
tan sólo un relato estúpido
donde se leerá:
“Ciclo del Agua”.
Llovemos a cántaros,
sin terminar de caer algún día:
coloides en el tiempo,
en tu piel,
en tus plumajes de ciudad.
*De hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Coyoacán. Ciudad de México.
Veinte
centavos de níquel*
Esto fue en el tiempo en que todas las
chacras estaban pobladas y la vida rural existía con un sinfín de cultivos que
por aquí no se han visto más. Quiero decir, aquel tiempo remoto en que la
tierra no era del que la trabajaba y sudaba, con ese fervor y esa disciplina
que traían del otro lado del mar, sangre inevitable que llevo porque por rama
materna soy primera generación de argentinos.
La anécdota que voy a referir está lejana
en el tiempo, y es tan pequeña, tan nimia que de algún modo es metáfora de
mucha injusticia que sobrevive en el mundo y por lo que uno ve, y yo he vivido
mucho, digámoslo con dolor, no parece cambiar y tengo la sospecha de que se irá
agravando. Como si tanto avance tecnológico en lugar de ablandar el corazón de
los hombres se lo volviera muy duro, como si estuviéramos en la época de las
cavernas, y estoy repitiendo un concepto de Roberto Arlt, publicado en uno de
sus Aguafuertes del año 1928.
Un día soleado de mayo, una madre
inmigrante, joven, viuda no hace mucho, madre de dos varones y una niña,
trabaja en una chacra como cocinera; en realidad está con una hermana y su
familia y trueca su trabajo, que también se extiende a algunas tareas rurales,
por comida, escuela y poco vestir para sus hijos y para ella misma.
Un domingo de otoño sus hijos varones
solicitan el permiso de su madre para asistir a la fiesta de la escuelita rural
donde son alumnos. Hay una kermese, con sus típicos juegos —carrera de
embolsados, tejo, rayuela, sapo y seguramente fútbol para los varones—. Ante
los ruegos y la insistencia de sus hijos es obtenido el permiso y, como es
fácil suponer, no puede darles una moneda, aun la más mínima, porque
simplemente no la tiene, no hay ni en la más remota fantasía quizás. Pero allá
van esos dos gringuitos felices de asistir a la humilde fiesta de la escuelita
rural que emerge entre altos maizales amarillos y pletóricos de mazorcas. Son
retraídos por naturaleza, pero al alboroto y las carreras se inhiben aún más.
De pronto un chico trae a otro sobre sus hombros, en un juego tal vez inventado
allí mismo, y del bolsillo del que viene cabeza abajo cae de pronto una moneda
que brilla en el patio pisoteado. Siguen su juego sin percatarse de la pérdida.
El mayor de los hermanos se acerca con disimulo y pone su pie, que calza una
humilde alpargata recién estrenada. Levanta esa esfera de níquel que huele a
plata y a gloria, la desliza en uno de sus bolsillos y ordena con una seña a su
hermano esperar un rato. Cuando están seguros de que la maniobra no ha sido
descubierta, se acercan al puesto de dulces donde los esperan pastelitos
rebosantes y las botellas de las gaseosas de entonces, tal vez una naranjada
previamente refrescada en un barril de bolsas con hielo.
Esa noche cuentan la travesura a la madre,
mi abuela, quien les da tremendo reto y les pone penitencia de un año sin salir
de la chacra. Y en verdad no sé si cumplieron porque un año es una eternidad en
la vida de un niño, aun los hijos de los chacareros tan pobres.
*De Jorge
Isaías. jisaias4646@gmail.com
Muerte en la calle*
Caminaba por la ciudad, haciendo tiempo
para tomar el colectivo
que me llevase al puerto para embarcar
luego hacia
mi destino marino,
cuando la vi. La señora que cotidianamente
vendía
en la vereda del banco
sus chucherías, tenía su cabeza hacia
abajo, apoyada
en su pecho
y sin movimiento alguno que sugiriera, al
menos,
que dormía.
Me acerqué y le hablé, esperando
despertarla
con mi voz ronca
pero eso no sucedió. La toqué en su hombro,
al principio
suavemente y luego
un poco más y más fuerte. Estaba muerta,
rodeada
por las pocas cosas
que sostenían su vida y que le servían de
moneda
de cambio para sobrevivir.
Los objetos parecían aún más estáticos que
de costumbre:
agujas e hilo,
portales de la ciudad, biromes azules y
negras, blocks de
hojas, lápices,
gomas de borrar, una taza y un plato eran
todo.
El resto, lo que estaba por afuera del
cuadro, mantenía
la dinámica habitual
la gente entraba y salía sin prestar
atención ni
importarle nada.
Dentro del banco, las transacciones
continuaban
rítmicamente, como si esto
que ocurría en la puerta, a metros de sus
narices,
no estuviese sucediendo.
Cuando la policía retira el cuerpo y los
objetos, lo que lleva
en una bolsa negra
es un ser humano. Desde la vereda de
enfrente observo
y me pregunto
por qué alguien muere en la calle y de esta
forma.
Tres meses después, al volver de mi trabajo
paso
por la misma esquina
y todo parece igual y diferente al mismo
tiempo.
Otra persona,
en el mismo sitio, también vende objetos.
Aunque no son
los mismos
su parecido los hace equivalentes, apenas
sustitutos
de aquella primera versión.
Las personas siguen entrando y saliendo del
banco,
indiferentes al mundo
y concentradas en el móvil que allí los
instaló. Todo,
absolutamente todo,
parece estar movido por una sola razón
llamada dinero.
Cuando llego a mi casa, enciendo la
televisión que explica
los fenómenos económicos
la inflación, la estanflación, sus causas y
consecuencias,
la
caída de las bolsas
en los mercados internacionales, los
índices de desocupación,
las expectativas
a futuro y todas esas cosas que nadie
entiende pero
determinan sus vidas
o parecen hacerlo.
Salgo al balcón, mientras fumo y pienso en
esa mujer
muerta en la calle.
El mundo es el mismo de siempre.
La pregunta sigue sin respuesta.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
-De su libro Los ojos de Sasha o el fin de un sueño rojo.
Editorial leviatán. 2017
Y LA
LLUVIA YA ESTABA*
Cuando yo nací
la lluvia ya estaba
en el mundo.
Igual que siempre:
desigual/ larga/ copiosa
y transparente, mansa
y delgada como agujas,
fría o caliente
según la estación.
Sin edad,
eso dijeron siempre,
porque nunca pudieron
calcularle los años
de trabajo en el mundo,
limpiando cuerpos y caminos
llenando ríos y arroyos
llenando estanques
y latas en los fondos
del baldío.
Tan alta es
que no puede verse
su talla.
Tan lejana,
como el cielo
y su remoto balbucear.
Cuando yo nací
la lluvia ya estaba
en el mundo,
y las estrellas que viajan
por tu pelo cuando duermes
y el perfume de las flores
y la luz,
y las constelaciones
que hoy no se ven
en el cielo por exceso de humo
ya estaban.
Pero no estaban las fogatas
en las esquinas quemando recuerdos,
pero no estaban los niños
robados que cruzan las fronteras
con alcaloides debajo de los párpados,
ni los hombres que emigran
que cruzan el mar,
y en otras tierras, tejen figuras
de un país lejano,
entran a las panaderías
y señalan con el dedo, aquél
pan crujiente/ amarillo/ casi nunca
caliente/ y luego se marchan
doblados por la soledad
golpeados con fuerza
por un cono de sombra/ un árbol torcido/
una ventana entreabierta en un país lejano
que llaman patria.
*De Jorge
Palma. jpalma@adinet.com.uy
-Del libro "Lugar de las Utopías"
Ed. Trilce, 2007
Cortometraje*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Uno
Las luces van disminuyendo de intensidad y
poco a poco se van apagando. La pantalla
rectangular sobresale en la penumbra. Te
acomodas en la butaca. Todavía se escuchan algunos murmullos que terminan
cuando la música empieza a inundar la sala.
La pantalla se ilumina, el haz de luz descubre el polvo flotando en el
ambiente. Empieza la historia. La toma muestra a un hombre en camiseta
cerrando la ventana. Es calvo y su
vientre abultado se recorta en la poca luz que entra al cuarto. La cámara se mueve, y enfoca el exterior para
que puedas ver un patio lleno de charcos.
Los faroles de la calle se diluyen en el piso, los muros cuarteados con
musgo y lama cultivan insectos fosforescentes que revolotean. El hombre se queda parado como una
estatua. Un mosquito se planta en su
cuello y empieza a picarlo. La operación
es tardada, y te hace sentir incómodo, te rascas el cuello como si fueras la
víctima del zancudo. Acabado su trabajo,
satisfecho, vuela internándose en la oscuridad.
La cámara vuelve con el hombre, lo toma de perfil y desciende hasta sus
zapatos, son viejos, y piensas que tal vez la suela esté repleta de
agujeros. Atrás de ellos, un poco
borrosos, se distinguen algunos envases de cerveza. La música asciende, se tensa como un
hilo. La cámara lo sabe y hace un
acercamiento a los labios del hombre que tiemblan. Imaginas que hay una lucha dentro de él. La imagen parece quedar congelada unos
instantes y sin saber por qué te provoca nerviosismo, mueves los pies y
parpadeas más aprisa. El hombre parece
intuir la incomodidad que está causando y rompe su inmovilidad, que te ha
estado envolviendo como un témpano.
Camina hacia una mesa y una silla que están en la esquina. Tiene los dedos de los pies
engarrotados. A pesar de la penumbra se
puede ver su camiseta húmeda, quizá por un sudor incipiente que baja por sus
axilas y que no logras ver del todo.
Luego la toma vuelve a mostrar la ventana, tal vez para ganar tiempo,
porque cuando regresa con el hombre, ya está sentado en la silla. Ahora te encuentras atrás de él, y fantaseas
con la idea de observar la escena dentro de los ojos de un asesino. Alguien contratado para clavarle un puñal en
la espalda. Haces conjeturas de cómo
podrías huir después de cometer el crimen, pero la imagen se acerca rápidamente,
se agranda el cuerpo del hombre, y cuando te das cuenta estás justo en su
hombro derecho, como un mosquito a punto de picar, y que ante la pasividad de
la víctima se regodea zumbándole en la oreja.
La figura del asesino y del insecto desaparece de tu mente, y es
sustituida por la de un espía que sigue todos sus movimientos. El hombre, con los brazos apoyados en la
mesa, lee un libro. La música es tenue y
acompaña a la cámara que enfoca a la página de bordes frágiles. Lees: “El hombre luchaba contra sus
pensamientos. La imagen de su hija
estaba firme en su cabeza. Quería
poseerla, que sus ojos se cerraran por el deseo”. La cámara se aleja del libro, parece
arrepentida de mostrar algo prohibido.
La pantalla se queda en blanco, se oscurece lentamente. En la sala se escuchan toses y observas a un
espectador durmiendo con su cabeza recargada en el hombro.
Dos
Cuando piensas que la proyección ha
terminado, la pantalla empieza a emitir destellos, como si se tratara de un
foco primitivo que tarda en hacer fuego sus filamentos. Por fin el rectángulo se ilumina, y te topas
de frente con la nariz del hombre, observas los vellos que sobresalen. Tus ojos descienden hasta descubrir la punta
del cigarro que brilla en la penumbra.
Es un diminuto punto de luz que termina en una estela blanca y
opaca. La toma sigue al humo que sube,
se desplaza, y como si tuviera vida propia, busca alguna rendija para
escapar. Al no encontrarla, furioso se
estrella en el techo, desparramándose hasta volverse invisible. La respiración del hombre es corta y pesada,
la frente está húmeda, y unas gotas pequeñísimas bajan de ella, para después
perderse entre las cejas. La toma hace
un acercamiento, y las arrugas de su rostro se convierten en valles profundos y
arenosos. Se escucha un jadeo, el hombre
se mueve, empuja algo con su cintura.
Sientes nerviosismo. Tu boca se
entreabre, y la lengua se mueve como un molusco que explora lentamente los
labios. Intuyes lo que está pasando, y
el libro vuelve a tu mente con esas letras de tipografía antigua, excesivamente
adornadas, y apiñadas como palomas negras en una torre, listas para volar de la
hoja a la menor provocación. Pensar en
eso te desconcierta un instante y entonces la toma se abre, hasta dejarte ver
el cuadro completo. Ves al hombre que
aprieta los labios, su vientre colgante está posado sobre las carnes de su
hija. La joven está boca abajo, sus
gemidos aumentan de intensidad. La
incomodidad aumenta, y con timidez volteas ligeramente para tratar de ver a los
demás espectadores, pero no distingues ninguna silueta. Al volver a tu posición, te percatas de que
la toma se aleja de ellos, hasta quedar suspendida en algún punto indefinible,
y eso basta para darte la sensación de estás apostado en el techo. Podrías asegurar que la cámara se ha
transformado en los ojos de una mosca.
Ésta, como si adivinara tus pensamientos, tiembla en un aleteo diminuto
y ansioso. Se mueve con frenesí, imitando
perfectamente el vuelo desordenado de una mosca. Ahora lo que ves son retazos de imágenes: la
mosca vuela y observas la calva del hombre, los cabellos de la joven derramados
sobre la mesa donde estaba el libro, el pene hurgando entre los muslos
sacudidos. El efecto está tan bien
logrado que, sin darte cuenta, tensas todo el cuerpo y tus manos se sujetan a
los brazos de la butaca. La toma se
sacude, parece exhausta, y aferrándose a una tabla de inmovilidad, en medio de
ese remedo artificial de vuelo, va a pegarse al vidrio. Se queda quieta. Expectante.
“La mosca está atrapada”, piensas.
La visión hacia el exterior se enturbia.
El vidrio pringoso actúa como un deformante, y la pantalla sólo alcanza
a mostrar una mancha pálida en el cielo.
“Es la luna”, murmuras entre dientes.
Otra vez oscuridad completa.
Tres
La música empieza y no hay imagen. Primero es un arpa, y relacionas las notas
agudas con una voz femenina. El
instrumento es pulsado con furia, y a pesar de no verlo sientes cómo las cuerdas
vibran, cómo están a punto de romperse.
La pantalla muestra el siguiente mensaje del libro: “No me pude
contener. El sólo contacto con sus manos
fue un detonante. Su piel, su maldita
piel”. Las letras aparecen solitarias en
la pantalla, enmarcadas en un cuadro, como sucede en las películas mudas. Una a una, en orden, van a posar sus patas
finísimas en una de las hojas. La
superficie del papel tiembla, como si estuviera hecha de agua. Rápidamente las tapas se cierran y sabes que
ese sonido es definitivo; tan es así que acaba con la música que acompaña la
secuencia. La cámara enfoca
horizontalmente la superficie arrugada del libro, las tapas gruesas parecen
latir, tener vida propia. “El libro está
escribiéndose a sí mismo”, piensas. Un
cambio de ángulo y descubres de nuevo al hombre. Su jadeo se va apagando, pero las venas de su
cuello aún saltan, y sus ramificaciones parecen llegar hasta las líneas de
sangre que estrían sus ojos. La toma
desciende y observas que ha terminado, el semen yace en un charco pequeño. El miembro le cuelga exhausto, como una
bandera a media asta. La palabra “Fin”
emerge de la pantalla. El punto de la i
flota un instante antes de caer en la letra.
No lo puedes creer, es un nuevo truco, seguro. Aguardas un instante pero no pasa nada: la
luz no se prende y no se escucha el murmullo de la gente. Te levantas de la butaca, caminas, pero la
oscuridad rodea todo y es difícil saber a dónde ir. “¡La luz, por favor!”, gritas, pero no hay
respuesta. Estás solo. Intentas llegar a la puerta por donde
entraste, pero todo esfuerzo es en vano.
¡Carajo, perdido en una sala de cine!, vuelves a gritar, con la
esperanza de que alguien oiga y acuda a tu rescate. Aguzas la vista. Alcanzas a distinguir una luz al fondo. Te guías por ella, piensas que es la salida
de emergencia. El camino es difícil pues
te mueves a tientas, con miedo de tropezar con algo o con alguien. El ambiente es húmedo, es raro porque cuando
llegaste al cine, el cielo estaba limpio.
Cruzas la puerta, pero no hay ninguna salida. Es un espacio cerrado. Ahora estás en un cuarto oscuro, al fondo hay
una mesa, y encima de ella un libro.
Cuatro
Observas el cuarto, tratas de salir pero no
hay ninguna puerta. ¿Qué está pasando?,
te preguntas, y cuando das el primer paso, tus pies chocan contra un envase
vacío. Rueda un poco hasta detenerse con
una pata de la mesa. Ésta parece
llamarte, quizás ahí esté la explicación de todo. Te acercas a ella, y ves a su único
habitante: el libro sin título. Lo tomas
y, antes de abrirlo, sientes con agrado, casi con concupiscencia, el peso de
tus manos depositado sobre la cubierta.
Hay una hoja marcada, lees: “El espectador se acerca y lee con
atención. Esto es suficiente ya no se
necesita nada más... Fin.” La misma
caligrafía exagerada. No entiendes
bien. Podrías jurar que la página leída
quedaba a mitad del libro, pero ahora al dar vuelta a la hoja te das cuenta que
es la última. Te invade la angustia,
avientas el libro que termina en un rincón.
Las hojas desparpajadas y amarillentas son una sonrisa irónica. Lo maldices, sientes el borboteo de la sangre
que se agolpa en las sienes. Intentas
calmarte y recorres palmo a palmo la pared, buscando alguna forma de
salir. Al no descubrir ningún pasaje, te
asomas por la ventana. Todo está
inmóvil: las nubes manchando la luna, una gota suicida en plena caída, otra
estrellándose indefiniblemente en un charco desierto. Estás en una acuarela estática. Te quedas parado y tus ojos son los únicos
que tienen movimiento. Una mosca pasa
por tus cabellos, parece interesada en contemplarte. La espantas con las manos. En este momento escuchas la música que dio
comienzo a la función, un haz de luz se cuela por una rendija de la pared; con
esperanza te asomas. No das crédito a lo que ves: la alfombra, las butacas
vacías; en una de ellas está el hombre calvo, desnudo, que como un gran sátiro
en erección, se frota el miembro y se ríe con grandes carcajadas mientras
avienta palomitas a la pantalla.
*Texto incluido en “El caso Max Power y otros cuentos” publicado por Aurora Boreal.
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
OJOS
DE HIERBA*
Su gran amor es la
hierba. Enamorado de la hierba está.
-Aun no percibe la
triste locura de su amor-
Tampoco los comienzos.
Sabe de historias compartidas.
De insurrección. De
Cristos degollados. De panzas flacas y bolsillos gordos.
En las noches de
ausencia evoca tristes muertos.
(Los que se fueron y
los que rondan su fiebre)
Llega con su cabellera
de hierba y su torso desnudo.
Pero ella no es ella.
Es una hoja. Una quimera. Un sueño.
La toma muy fuerte
entre sus brazos.
Tan fuerte que le
duelen los miembros de abrazarse.
Y lucha contra esos
ojos de hierba tan mansamente amargos
“Tu boca sabe a menta
y nieve- No conozco la nieve”
Y tiene hambre y sed y
locas ansias.
Solo yo existo. Solo
me basto. Soy como soy.
Y cuando las penumbras
de la noche aun la nombran siente sed.
Sed áspera. Chúcara.
Grotesca.
Y brota y bebe y
grita. Un intenso orgasmo de humo. Osado. Ridículo. Salvaje.
La mujer tirada sobre
el pasto quiere solo una cosa, ser hierba.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
*
Habría que inventar un nuevo amor que estuviera por
encima de la posesión, el ego y el desprecio.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Preguntas*
Por esas cosas del azar que determinan la vida más de
lo que creemos llegó cuando la película estaba iniciada. Ya ni recuerda el
nombre de la película. Fue arriba del renacido Midland. En ese tren había un
vagón para brindar cine. Falto de cultura cinéfila sólo reconoció al actor que
representa el papel de un profesor de religión al que ve escribir en un
pizarrón “Tikkun Olam”. El hombre que
viajaba con un cuadernito a mano, anota: dice Richard Gere que significa “Reparar al mundo”.
Hamacado en el movimiento del tren el hombre se
duerme. Sueña que arma los pedazos de su vida en un relato amable, en una
ficción tolerable, escucha su voz diciendo que esa es la única reparación
posible.
Al despertar, la película ha concluido, mira su
anotador donde encuentra escritas dos frases más:
“reunir fragmentos”
“amar las cosas de nuevo”
¿Cómo se logra eso? -se preguntó.
¿Cómo se hace para reunir esos pedazos en los que su
vida trascurre estallada?
¿Cómo se hace para amar las cosas de nuevo?
¿Será mejor seguir reparando en sueños?
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
Próxima estación por
antiguo ferrocarril Midland:
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad,
la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura
literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven-
hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el
tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez
del Compañía General Buenos Aires hasta la estación Sáenz.
Queda renovada la invitación a participar
en la última estación del Midland literario. Que la utopía del tren literario
no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
Blog histórico &
archivo:
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https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL
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