-Estación
Andant
FOTO*
La foto, en
apariencia, no tiene nada de especial. Y sin embargo, la miramos. Sin saber muy
bien el porqué. La ausencia de color nos hace suponer que es antigua; también
el hecho de estar rasgada en algunos puntos y arrugada en otros. Los años han
gastado las esquinas; en una de ellas, arriba a la izquierda, falta un trocito
minúsculo, tal vez demasiado pequeño para afirmar que la imagen está
incompleta. Al mirarla por primera vez, se tiene una ligera sensación de frío,
tan leve que casi no la percibimos. Sólo más tarde (pero ¿cuánto más tarde?)
seremos conscientes de ello.
Muestra un pequeño
edificio de una sola planta, con una especie de porche o tejadillo exterior que
da a un andén. Sabemos que es un andén por la presencia de las vías en la parte
inferior de la imagen. La conclusión resulta obvia: El lugar es una estación.
En un lateral del tejadillo hay seis letras que nos indican el nombre, seis
mayúsculas irrebatibles: ANDANT. Quizá sea esa media docena de letras, que
parecen un tanto anacrónicas, lo que nos perturba ligeramente. O el color
apagado del cielo, en el que, sin embargo, no se aprecia nube alguna. Lo cierto
es que nos asalta una sensación desagradable que, por otra parte, no nos impide
seguir mirando la foto; acaso anhelamos encontrar eso que nos molesta un poco
no saber definir o señalar con precisión.
La visión de líneas
paralelas sugiere el infinito. Aquí, las vías quedan bruscamente cortadas en
los bordes izquierdo y derecho de la foto, negando con violencia esa
abstracción, segmentando una mínima parcela de realidad -o de ese conjunto de
percepciones que llamamos realidad. En el andén hay seis personas. Posan (la
contemplación de una foto puede llevarnos por caminos un tanto sinuosos e
intrincados; hacernos pensar, por ejemplo, en la actitud del que posa, en la
perpetua repetición de ese momento, en la pavorosa idea de que toda la vida es
pose). Cinco de ellos miran directamente a la cámara. El otro, el primero por
la izquierda, está con los brazos cruzados y parece tener la vista clavada en
un punto inconcreto, hacia la derecha del fotógrafo. Nos incomoda ese detalle
(¿porque insinúa una ruptura, un desorden?). Nos incita a preguntarnos qué está
mirando exactamente. ¿Por qué no hace como todos los demás y simplemente fija
la vista en el centro? (si es que el ojo de la cámara es el centro, si podemos
atrevernos a presumir la existencia de un centro) ¿Qué es eso que está ahí,
fuera del ámbito de la foto, y qué significa esa mirada y por qué los otros no
ven lo que él está viendo? Podría pensarse que sólo es un gesto, una pose
diferente, una obstinación lícita en no mirar directamente al ojo de la cámara,
y tal vez no sea otra cosa, pero nos desasosiega un poco esa asimetría.
-Cabe preguntarse si
en realidad tenemos derecho a asomarnos a una foto. No me refiero al vistazo
casual o efímero, al frívolo escrutinio de un momento, que con frecuencia
provoca una sonrisa o un rechazo o mera indiferencia. Hablo de mirar una foto
como quien mira un cuadro, durante un tiempo que no se puede medirse con
cronómetros o calendarios, el tiempo dúctil de quien pinta un atardecer a lo
largo de infinitos atardeceres o el de aquellos que esperan, agazapados durante
toda su vida, el instante exacto del resplandor que les justifique. Esa
contemplación, que en el fondo es una búsqueda, ¿no sería una forma de
intrusión en ese otro orden que nos es ajeno? ¿No serán, pues, nuestros ojos
invasores -camuflados tras el objetivo y el tiempo- lo que miran esas cinco
personas, preguntándose acaso el motivo de tal insistencia?
La wikipedia nos
cuenta que hace más de treinta años que por ahí ya no pasa el tren y que en
Andant, el pueblo, apenas quedan cuarenta habitantes. Visto desde lejos, sólo
son cifras. Pero la lenta despoblación de todos estos lugares nos da qué
pensar. Pensamos, por ejemplo, si eso que mira el primero de la izquierda, eso
que parece estar un poco a la derecha del fotógrafo, ligeramente a la derecha y
hacia arriba, no será lo que, sin ruido, sin que casi nadie lo perciba, va
limando con paciencia los bordes de las fotos, oscureciendo los paisajes y los
rostros, devastando, centímetro a centímetro, los campos y las calles
asfaltadas, terminando poco a poco con la vida en los pueblos y devolviendo al
desierto lo que, acaso, siempre fue del desierto.
-Y así, la inmovilidad
de la foto desborda el ámbito del papel y se expande implacable por la realidad
(por este lado de la realidad). Pienso que debería ponerme de una vez a
escribir algo sobre ella. Pero no se me ocurre nada. La tengo ahí, delante de
mis ojos, dejándose mirar mansamente, permitiéndome atisbar cada detalle, acaso
contemplándome, o contemplándose a sí misma a través de mis ojos un poco
cansados. Y yo no puedo hacer otra cosa: sólo mirar la foto y dejarme contagiar
esa parálisis, esa suerte de espera; inmóviles ellos en su perpetuo instante
desgajado para siempre del tiempo; inmóviles todos en nuestro diario periplo
por las avenidas de la rutina; inmóvil yo en mi celda sin barrotes; tanto, que
ni siquiera me molesto en girar un poco la cabeza, en mirar de reojo hacia
atrás, a mi derecha, donde sé que se arremolina en silencio, expectante, eso
que está mirando, desde la lejanía y el pasado, el hombre de la foto, eso que
siempre ha estado ahí y que no puede verse; que nadie puede ver sino a través
de un reflejo, una señal inequívoca en los ojos asombrados de otro, una sombra
difusa atravesando océanos y décadas.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
DONDE SÉ QUE SE ARREMOLINA EN SILENCIO…
-Textos de
Sergio Borao Llop.
FANTASMAS EN UNA ESTACIÓN
Sentado en el andén, veo acercarse al viejo
Nicolás, con su maleta raída por el tiempo. Igual que ayer.
Cuando llegue hasta aquí, se dejará caer en
este mismo banco, no demasiado cerca, pero sí lo suficiente para intercambiar
unas palabras.
Preguntará, ignorando la evidencia mostrada
por sus propios ojos, si el tren no llegó todavía. Yo le responderé que no, que
todavía no, pero que ya no debe tardar.
Entonces él hará un gesto de resignación y
acomodará la maleta a su lado, en el extremo del banco. Luego cerrará los ojos
y cualquiera que lo viese pensaría que duerme. Pero no lo hace: Sólo piensa.
La primera vez que coincidimos, me contó su
historia. Detalles al margen, supe que una mujer lo estaba esperando en alguna
parte (no capté bien el nombre del sitio y después no me atreví a preguntar), o
más bien que él albergaba esa esperanza, aunque, según deduje, no tenía la
menor certeza al respecto. Ese día me quedé muy sorprendido cuando llegó el
tren y el viejo, tras despedirse de mí con una breve frase y un gesto, agarró
con fuerza la maleta, se dirigió hacia uno de los vagones, se detuvo antes de
llegar, se quedó inmóvil, mirando algo que tal vez estaba más allá del tren y
de la propia estación. Luego dejó la maleta en el suelo y se cruzó de brazos.
Cuando el tren se puso en movimiento, lo miró alejarse durante un buen rato.
Después, volvió a tomar la maleta y se fue caminando muy lentamente hasta perderse
de vista. De más está decir que la escena descrita se ha venido repitiendo con
regularidad desde entonces.
Lo sé porque, aparte de los funcionarios
que trabajan en la estación, soy el único que está aquí siempre a esa hora. Lo
veo cada día y me pregunto ¿hasta cuándo? Claro que esa pregunta también es
aplicable a mí. Porque ¿qué hago yo todos los días sentado en ese gastado
banco, mirando con impaciencia hacia el punto por el que ha de llegar el tren?
No hay ningún misterio: Sólo espero. ¿Qué es lo que estoy esperando? En
realidad, después de mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que sólo
espero un instante. Me es imposible ver más allá de ese preciso y minúsculo
punto en el tiempo. La escena la he contemplado miles de veces en mi
imaginación: Isabel, radiante, se apea del tren, mira alrededor, me ve, sonríe
y camina hacia mí. Yo voy a su encuentro. Sería el final perfecto para una de
esas películas antiguas. Sólo que esto no es una película, sino una secuencia
que, a estas alturas, juzgo imposible. Y a pesar de todo, contra toda lógica,
sigo esperando.
Es sabido que la repetición incesante de
los mismos rituales conduce, inexorable, a la locura; o a una suerte de locura
que tendemos a confundir con la normalidad –lo cual es, en sí mismo, terrible.
Por eso, cabe preguntarse: ¿Qué obstinación
es más patética, más trágica: La del viejo Nicolás esperando inútilmente reunir
el valor para partir en busca de su sueño o la mía, anhelando un hecho que no
sucederá?
En medio de esas reflexiones llega el tren.
Ambos nos levantamos para cumplir con el protocolo habitual, ya casi un
automatismo. Uno de los funcionarios nos contempla con tristeza, - ¿Tal vez
también con algo de expectación? - desde su puesto. De fondo, sólo el sonido de
la locomotora.
PASAJERA
- No me gustan las despedidas - había dicho
mi amigo Luis.
Después me abrazó con impaciente levedad y
se alejó hacia la calle, sin volver el rostro, sin mostrar la menor emoción.
Dejando atrás los reflejos de los innumerables cristales, salió de la estación
y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento. Sonreí. Le conocía bien. Las
separaciones le resultaban tan dolorosas como a cualquier otro, pero le
molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era capaz de prever algún
conato de abrazos prolongados y frases empalagosas, escapaba a la situación
alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra parte, apenas faltaba
un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina de los entrenamientos,
el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en los jugadores nuevos, la
épica de los partidos, los problemas con la directiva... Y ahí íbamos a estar
un año más, codo con codo, lidiando con jugadores, directivos y árbitros,
empeñándonos en sacar adelante al equipo, sufriendo acaso alguna decepción en
forma de final perdida, llenándonos de orgullo cada vez que alguno de nuestros
jugadores llegaba a las ligas superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía
nuestra amistad. A través de la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya
hacia la costa.
Consulté el reloj. Aún faltaban quince
minutos para la salida del tren que debía tomar. (Tomar un tren - pensé - lo
mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a comprobar mi billete; apuré
el cortado que se enfriaba sobre la barra de la cafetería; compré algunos
diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.
Había terminado mi semana. L´ Estartit
quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de la memoria. Quedaban
pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando y colocando
cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los paseos en
barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres frente al
mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto a la
playa... Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas desfilaban
a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La arena, el
inequívoco olor del mar, las islas...
Pero en este lado, los minutos pasaban
implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las escaleras, al asalto del tren.
Un andén no difiere en exceso de cualquier
otro. Los de esta estación, sin embargo, me resultaron particularmente hostiles
(porque me alejaban del mar, de las tranquilas calas, de los inquietantes
acantilados, del oleaje y las Medas. Porque me arrojaban de vuelta a la rutina,
al trabajo agotador, al rostro siempre huraño y desconfiado del patrón, a la
inacabable monotonía sonora de la máquina, a la nave oscura, a los hierros y a
tantas cosas que aborrezco y de las que aún no he aprendido a prescindir)
Mi tren estaba llegando. Puntual como una
calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y poderoso, hizo su entrada en la
estación, se detuvo, escupió algunos viajeros, permitió el abordaje de otros,
cerró impasiblemente sus puertas y partió con el mismo sigilo con que llegara,
igual que si estuviese huyendo del bullicio de las estaciones, buscando acaso
el anonimato de los raíles.
Desde mi asiento, pude contemplar cómo la
ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo los edificios se transformaban en
bosque y las calles dejaban paso a los senderos. "Esta es - pensé - una
ciudad de hermosos contrastes. Hay agua, hay vegetación, aire. Es cuanto se
necesita para vivir. Hay asfalto, hay civilización. Es cuanto se precisa para
ser desdichado".
Tratando de huir de la tristeza que
imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con disimulo los rostros de
mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos consiguió llamar mi atención.
Me resigné a los diarios. Bombardeos en Mostar, corrupción gubernamental,
hambre en alguna parte (o en muchas partes) de África y en otros lugares de
difícil pronunciación, violaciones sistemáticas de los derechos humanos, no
menos atroces violaciones de muchachas solitarias en parques nocturnos o
garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados... Compruebo sin entusiasmo la
fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la fecha puede ser la de hoy,
pero el horror no es nuevo, es el mismo que se repite sin descanso, día tras
día, sin que nadie mueva un dedo por cambiar el signo de las cosas, sin que
podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo de una remota esperanza.
Agobiado, guardé el diario y busqué una
revista de humor, tratando de huir de la espantosa realidad. Con disgusto, con
desaliento, comprobé que no tenía ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel
o en casa de mis amigos, encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al
devenir del ajetreo, aparentemente inocentes de las malas noticias que me
traían de vuelta a lo cotidiano.
Estábamos llegando a Barcelona. De nuevo
los enormes bloques de viviendas levantándose a izquierda y derecha, como otros
tantos nichos alineados frente al pálpito cansado de mis ojos, delatando la
presencia de la concentración humana, certificando de alguna manera el fin del
verano.
Luego, los túneles sumiendo al tren en las
entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas distribuidas por los muros.
Alegría o decepción coloreando los rostros de los viajeros que llegaban al
final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los pasillos, prestos al
abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno a la rutina, de
algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio que separa el
verano del resto de los días.
Lo que siguió fue un barullo de gentes
bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose, estorbándose, subiendo con
prisa, casi con precipitación, a los vagones detenidos, buscando acomodo para
sus maletas y para sí mismos, todo como una película antigua, de ésas en que
los personajes se movían a una velocidad insólita y casi ridícula, pero nada de
ello me pareció gracioso. Por el contrario, las prisas, el cruce de miradas
fugaces, la disimulada lucha por un determinado asiento, los movimientos de
cabeza en busca de una ubicación idónea, los gritos, las carreras por los
pasillos, no hicieron sino contribuir al desánimo que había ido asentándose en
mi alma en los últimos minutos.
Entre el gentío, me llamaron la atención
dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una de ellas era rubia, bonita, de
ojos inexpresivos.
No supe si lamentar o celebrar que pasase a
mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa, pero su larga melena negra, sus
formas poderosas y un algo exótico en su rostro, en su atuendo, obligaban a
mirarla con detenimiento.
En mal español, preguntó si el asiento
contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.
Cuando el tren se puso en movimiento, noté
con asombro que el bolso de mano que descansaba en su regazo se movía. Una
diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí con disimulo ante aquella
transgresión de las normas. En ese momento, entró el revisor en nuestro vagón.
Ella me miró con sus enormes ojos negros. Puso su dedo índice sobre los labios
carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en su cómplice, llenándome de una
extraña ternura.
Alentado por ese gesto de confianza, me
atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo basto, muy oscuro, la
voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos, delataban la raza
negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás parecía claramente
occidental. Cuando por fin el revisor hubo contrastado los billetes y
abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y charlamos. Por
sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era Andrea, que
regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que siempre
viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó de su
novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión. Sospeché
oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a grandes
rasgos las trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos de
conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto
suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía y que
nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor,
separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte
de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de
su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades.
Hubo momentos de cálido silencio, de
miradas.
El tren se deslizaba veloz sobre los raíles
acercándonos a la inevitable separación. En cada pueblecito atravesado, en cada
estación, yo le contaba cosas de aquellos lugares, historias que a menudo
inventaba para ver el gesto de maravillada sorpresa en el rostro de mi amiga,
todo en pos de unos minutos más de conversación, de escuchar una vez más
aquella voz con acento portugués que tanto me relajaba, que conseguía
arrullarme llevándome a esa dimensión en la que todo es aún posible, donde cabe
la ilusión de un mañana, de una flor renaciendo entre los escombros. Otras
veces, fue ella quien hizo preguntas, tal vez por idénticas razones. En un par
de ocasiones, pronunció mi nombre, atándome a su voz, llenándome de felicidad y
desazón porque ya Lérida había quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin
compasión. Yo deseaba prolongar aquel viaje, permanecer allí sentado junto a
Andrea que me miraba lánguidamente y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas
rojas despertaban mis viejos instintos primordiales.
Un silencio de campos vertiginosos corría
paralelo allende las ventanillas.
El sol bañaba los rastrojos y los montes
lejanos, pero en el interior del vagón no había más luz que la que irradiaban
los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar buscando algo en el fondo
verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica resta de minutos y yo no
encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo entre explicaciones casi
absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones inexplicables acerca de
la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes ciudades y exposiciones
sinceras de las maravillas existentes en los tan amados Pirineos, pero todo
ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca, de los rostros casi
juntos y las manos rozándose en la división de los asientos. Cada estación era
como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y desgarrándome. Uno tras
otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba transformando, la angustia
crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban, al fondo, los edificios que
marcaban el final de mi viaje, los pétreos sepulcros verticales que iban a
sumirme, de nuevo, en la más insoportable tristeza. Pensé, deseé, estuve a
punto de pedirle que se bajase conmigo, que renunciase a su Lisboa, que se
quedase a mi lado en esta ciudad, que compartiese mi vida.
En cambio, sólo atiné a decir:
"Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos edificios altos está mi
casa" El tren se hundió en las profundidades de la tierra, bajo el ajetreo
de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando cruelmente los minutos
finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por fin, quedó parado entre
las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una última inspiración: No me
apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta Lisboa o al fin del mundo. Un
beso en la mejilla me separó de Andrea para siempre. Cuando el tren se puso de
nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos clavados en mi rostro, como
formulando una pregunta de imposible respuesta.
Después, recomenzó el decurso de los días
de absoluta normalidad.
Regresé a mis obligaciones, a la
inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las crudas aristas del
trabajo y la soledad.
Sé que nada es perdurable. Que todo es un
tren que viaja incansable entre las innumerables estaciones, deteniéndose
efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin ruido y arrebatando
miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino un compendio de
recuerdos, un asombrado catálogo de estaciones que fuimos dejando atrás. Pero
ahora que el tiempo ha pasado, el recuerdo de aquel viaje, de Andrea, vuelve a
mí con insistencia, tiñendo de melancolía los atardeceres, y llevándome incomprensiblemente
a ese banco del andén, desde el que, cada tarde, contemplo con atención el
tránsito engañoso de los trenes.
LA ESTACIÓN
Salí al aire frío de
las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no reconocí me
despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía tomar un tren.
Pocos días antes me
había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje. Adjunto
venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla de la
solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos juegos
del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién era el
remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el lugar de
destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién se hubiese
resistido a ese instintoque siempre nos lanza hacia lo inesperado con tanta
decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que sólo la
cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino había
tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.
Así, poco después de
las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse mi único
traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta adquirida dos
días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación, dejándome azotar
por las continuas ráfagas de un viento helado que hería inclemente las
esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que surcaban con
rapidez las avenidas.
A causa de la menuda e
impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad, me vi
obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un
moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga
humana, partiendo raudos en busca de otros pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar en la
estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado algo por
alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle, de ésos
que luego resultan ser trascendentales, pero, no siendo capaz de concretar en
que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré en el edificio
entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas muchachas uniformadas y
empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación, al breve diálogo.
Ya en el interior, me
sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si cabe,
teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá afuera. Al
fondo, al otro lado de las ventanillas ante las que el gentío formaba largas
colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que multitud de personas
charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a lo largo de toda la
nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos viajeros, el eco de
las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases cariñosas. A la
izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país, cruzado por
innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el espacio,
entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo entramado que
llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado, un cartel
electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario previsto y el
número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por los altavoces
repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz femenina, anunciando
la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces algunas personas
corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las escaleras mecánicas que
llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia frente a las
ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y escuchando con
desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces vertían sobre
el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de llamar mi
atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había, en
efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el
cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y
riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire
apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban
ignorantes de las alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir
que en este lugar toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a
esas tristes miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la
cafetería, pero esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir
a aquella atalaya acristalada, sino tomar un tren.
Sí, subir a ese vagón
que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho en
hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar referencia
alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había de
emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos
bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome
frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas
palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá
maravilloso y excitante.
A mi lado, una mujer
gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como
hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el
gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por
qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría
que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni
siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual
insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no
eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse un deje de rutina y
melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino aburrirles
y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de aquel
lugar, de este lugar en el que ahora estoy sentado y escribiendo estas agónicas
frases que se han venido repitiendo una y otra vez en mi atormentada mente!)
Sonó la campanilla. De
inmediato, oyóse la dulce y acariciante voz de mujer, recitando la aprendida
lección de entradas y salidas. Escuché con atención, sólo para comprobar que
tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el billete, para prevenir
cualquier posible error por mi parte. Tomar un tren equivocado solía acarrear,
según había oído decir, tremendas molestias e incontables transbordos
posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba que, en caso de
confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la estación de origen,
descartando así toda probabilidad de emprender algún día el viaje proyectado,
dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún momento, en el
pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero eso ahora no es
más que un vago recuerdo y las certezas no existen) Sin embargo, no es menos
cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil equivocarse, debido
en gran medida a la asombrosa exactitud de las informaciones proporcionadas por
los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda
respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los
ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas
que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a
sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi
presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin
protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya el
tren hacia Santos Unzué.?
- No puedo estar
seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo ha
hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el diálogo.
Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:
- Entonces ¿Llegó
usted hace poco?
Iba a responderle con
una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa predisposición a entablar una
conversación intranscendente, cuando me vi bruscamente interrumpido por el
anciano que, con gran descortesía, increpó a la mujer:
- ¡Estás loca! -
Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de
veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun
cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo
hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo idiota
- dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.
Este amable caballero
acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé en él,
mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino que
jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que la
resignación o la locura.
- Yo nada espero. Eso
es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que comprendí mi
derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en una larga
espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tu puedas
coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda llevarte hacia la luz.
- ¡Cállate! - Gritó la
mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados en
lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre ahí
sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis
esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de viejo egoísta, su desesperación
de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de sus
reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir machacándome.
No deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No sé si tendré
fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las palabras
de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me sintiera
descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del que no
había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez la
confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:
- ¿No le avergüenza
tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es insensible al
dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos segundos de
silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se reflejaba en
los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo serás,
cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo, quizá
fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes tú a
reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta ilusión.
Tu tren llegará muy pronto y te marcharás,
como tantos otros, sin
recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No, muchacho, no
tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te inmiscuyes en
asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de llegar y ya
crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no tienes la
menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así aprenderás. Yo me
voy a otro lado.
Presa de una gran
excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas muletas
y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que también podía
ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue subiendo por
dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes. En el exterior
estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas de los árboles y
también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por las calles. Dentro
se notaban, de cuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire fresco que hacían
bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía y mi tren no
llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi interior.
La mujer gorda, que había
cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco contra mí,
musitando en mi oído:
- Tal vez el tren que
estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún motivo que
entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa desazón,
pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se desprendía,
consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi miles
de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía. Vi trenes
lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi trenes
que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número infinito
de vagones vacíos y silenciosos; vi vagones repletos de gente y detenidos en
medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos. También pude ver,
al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito muy pequeño,
antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo desvaído por el
paso de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una suave dulzura
emanaba de sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus cansadas
ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces recordé
que estaba soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el cartel,
releyendo con precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar con
desaliento que mi tren seguía sin haber llegado a la estación.
Sentí un frío intenso.
La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado, estaba el
anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento despertar,
pregunté:
- ¿Qué ha sido de
ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún modo -
respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan - hizo
una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de mí, me
insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más probable es
que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por la noche,
cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.
Algo se debatía en mis
entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación que
desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en mi
mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras del
viejo delineaban los contornos precisos de la pesadilla:
- Se dice que allá
arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más confortable.
Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas sería capaz de
subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones, dejando al descubierto
dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas - Es por la humedad que
viene cada noche desde los andenes y quizá también por las caminatas.
- ¿Caminatas? -
Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las
desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es preciso
caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se corre el
peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se burlan de mis
consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda. Todas las
mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de quienes no
tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que nada
ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.
- ¿Sugiere usted que
hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se resistía a
creer en lo que estaba oyendo. No era posible.
Nada era verdad.
Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido un
sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada mañana...
- Muchos días y muchas
noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero, obstinado,
la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco otro
camino.
- Sin embargo, yo no
puedo esperar. Debo...
- Nadie puede, en
realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que su
tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así.
Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse.
Sea amable con los
funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los trámites de
su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad. Nada sucede
antes de tiempo.
- Pero es que debería
regresar antes del lunes...
- ¿Regresar? ¿Cómo ha
de regresar?
- Tengo que acudir al
trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No sea
hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no hay
sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que considera
imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia alcantarilla? ¡Pues
claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos, sabedores de que no hay regreso.
Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor de reconocer el
fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el sufrimiento más
horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en rigor, la
más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo, de
negármelo a mí?
Me sentí derrotado,
desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es cierto. Eso
es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba regresar... ¿Cómo
hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es verdad. Sabía que el
regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo que aferrarse, una referencia,
un punto de apoyo para superar la terrible realidad... De modo que no me resta
sino la espera. La espera que, según sus palabras, puede llegar a ser
insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén y tomar el primer tren que
llegue, aunque no sea el indicado...
- ¡De ningún modo! No
hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.
Hay que atenerse al
billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar quien hubiese
tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es muy posible que
no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta prácticamente imposible
acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un número
ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de incontables
pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el superior y el
inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a nosotros, hablando
con nuestras palabras, compartiendo nuestros pensamientos, hasta los más
íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones nuestras (o lo que es peor:
nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas, marionetas cuyos hilos...)
Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano, que seguía hablando,
pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los pisos me había conmocionado
de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para seguir oyéndole. Sólo una voz
interior que me repetía una y otra vez la completa imposibilidad de tan absurdo
pensamiento: No puede haber más que tres plantas, tres únicos niveles. Pero mi
mente dudaba, y acaso...
La mujer gorda se
aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su
rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi
hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin esperanza,
hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces, mis ojos
se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel electrónico.
Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.
El tiempo ha ido
desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los que
pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos
minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada,
reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por
una vía muerta.
Como todos he
intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar
a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas
con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco
aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos cansados de tanto mirar en la
misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.
Miles de trenes han
partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples sombras
en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal vez hayan
muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una siniestra farsa
que se nos va llevando sin concedernos una segunda oportunidad.
Pero también los demás
han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.
Los niños y sus
fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían
estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a
otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.
La cafetería fue
cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de
arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que
alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a
excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la
rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece
condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La voz
interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas del
destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación
estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y
alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun creo que acaso sea
posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se
pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos
lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza
sincera y real, monasterios...
Y sin embargo, sé que
todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha de
pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.
Pienso que un viento
frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas, congelándome, y
así el ciclo se habrá completado y la estación perderá definitivamente su razón
de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en ella. Porque ese tren
que espero es algo que nunca existió, una sórdida invención de mi cansado corazón
urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella carta, buscando un pretexto
para escapar a la insufrible rutina de las tardes sin nadie y sin nada en el
monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras estaciones desiertas, otros
hombres iguales a mí, igualmente abandonados por la suerte, idénticamente
solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar, aguardando sin fe un
destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que todo es inútil, que
ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí que la
campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de mi
acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría,
porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está
entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso
así lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender
en el pétreo semblante del empleado.
Asombrado aún, con las
piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera descendente
para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que hay, en
efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito, sabiendo
que es esta misma escalera por la que voy bajando hacia el andén desierto. Pero
eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren que viene a
buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino que viene a
reclamarme.
Lo
inmediato
El hombre, casi un anciano, camina erguido
por la acera.
El papelito en la mano.
En él, esas extrañas palabras: “Estación
Polvaredas”.
La sensación de libertad y de vértigo.
La multitud pasando junto a él sin
prestarle atención. Al mismo tiempo, el recuerdo de una institución. ¿De qué
clase? ¿Una cárcel? ¿Un cuartel? ¿Un claustro? ¿Una Universidad? No. Esto
último no. La sensación recordada, o más bien vagamente intuida, es opresiva,
de encierro. Pero ya se ha ido. De nuevo es la gente que pasa. Un joven
trajeado le sonríe. ¿Tal vez le conoce? No va a ser posible saberlo, porque el
joven continúa su veloz marcha entre los demás viandantes y se pierde tras un
grupo de jovencitas que conversan con gran estrépito.
Volvamos al papel. ¿Qué hace ahí? ¿Qué
significa? Estación… ¿De tren? ¿De autobús? Y ¿Quién escribió la nota? Porque
esa no es su letra. ¿O sí? Vuelve a mirar alrededor. Palpa sus bolsillos, mas
no hay nada en ellos. ¿Es un indocumentado? No sabría decirlo. El dolor en el
costado le hace pensar que tal vez alguien le asaltó para robarle, pero no
puede recordarlo. Quizá no sea más que una
dolencia propia de la edad. Las risas de unos niños le distraen. Mira hacia
ellos. Juegan. ¡Qué cosa grande ser niño y jugar con esa alegría, esa
despreocupación! Por fin una certeza: Es un adulto. Si pudiera mirarse en un
espejo… Justo entonces ve la entrada a unos grandes almacenes. Se dirige hacia
ellos. Tiene la impresión de que encontrará allí alguna respuesta, aunque
ignora a qué pregunta. Al entrar al sitio, junto a las escaleras mecánicas, ve
el espejo y se acerca. Se mira en él, pero no reconoce a ninguno de todos esos
reflejos. Tras unos segundos, logra identificarse, pero su aspecto no le
resulta familiar. Ése no puede ser él. Y ahí surge una nueva pregunta: ¿Quién
es él? E inevitablemente, una segunda: ¿Qué aspecto tiene o debería tener? Ambas
respuestas le están vedadas. No puede recordarlo. Vuelve a mirar el papelito y
esas dos palabras escritas, como si allí pudiese existir alguna clave para
desentrañar el misterio.
Una empleada sonriente se le acerca y
pregunta si puede ayudarle en algo. Le gustaría responder afirmativamente, pero
oscuramente sospecha que si le hace a ella las preguntas que él mismo no logra
responder, muy bien puede tomarle por un desequilibrado. ¿Será eso? ¿Estará
loco? No quiere ni pensarlo. Más bien entrevé otra cosa: Un olvido momentáneo,
la urgencia de hacer algo, de ir a algún sitio… ¿Será ése el sitio? se pregunta
mirando de nuevo el papelito. La empleada sigue ahí y el hombre niega con la
cabeza, tratando de devolver una sonrisa cordial, pero consiguiendo apenas una
mueca que inquieta ligeramente a la vendedora, quien se propone no perderle de
vista, al menos mientras deambule por esa planta.
Tal vez el hombre haya percibido, de algún
modo, esos pensamientos, porque se dirige hacia la escalera mecánica y,
mediante ella, al piso superior: “Moda caballero”, desapareciendo en unos
segundos del campo de visión de la empleada recelosa. La segunda planta está
llena de trajes, pantalones, corbatas, zapatos y demás prendas de vestir. Un
par de vendedores, de ésos cuyas sonrisas parecen talladas en piedra, se le
acercan ofreciéndole algún producto, pero el hombre niega con la cabeza y
camina sin prisa por entre los innumerables pasillos. ¿Busca algo? Sí. Un
recuerdo que no llega. Su presencia, en un lugar tan grande, debería pasar
desapercibida, pero no es así. En todo momento hay alguien pendiente de sus
actos. Como si ese inocente papelito en su mano fuese un artefacto explosivo o
la revelación de un secreto abominable.
Ha debido cambiar nuevamente de planta,
porque ahora se encuentra rodeado de artículos deportivos. La visión de los
balones, las canastas, las raquetas, le transportan muy lejos, hacia atrás, en
el recuerdo. Pero es sólo un instante. Las escenas de esa lejana juventud ni
siquiera llegan a concretarse. Pasea por la sección de artes marciales bajo la
atenta mirada del encargado de la misma. Ya no le preguntan si desea algo. Se
ha debido correr la voz. Un intruso recorre los almacenes sin objeto alguno. No
parece peligroso, pero hay que mantenerle vigilado.
Con la mano libre, sopesa una pelota de
tenis. Mira hacia arriba, como tratando de apresar un instante en su pasado,
pero no hay nada. Sólo el contacto suave de ese objeto, que le resulta grato.
Resignado, la deja junto a las otras pelotas y continúa su peregrinaje por el
edificio. En la sección de moda femenina siente como un pinchazo, una
revelación. Sin embargo, se va tan velozmente como vino. Cabecea dos o tres
veces, como negando algo a un interlocutor invisible y sigue subiendo.
Se detiene en la sección de juguetería, con
una indefinible pero agradable sensación. Pasea entre los múltiples estantes
repletos de artículos hechos para el ocio. Algunos le traen vagos efluvios de
un pasado remoto. Otros no. Se pregunta cómo funciona uno u otro de los que
están a la vista. En cualquier caso, son siempre instantes. Instantes
desgajados de su empresa principal, que es una búsqueda, aunque él mismo ignore
el objeto de la misma.
De pronto ve un tren: una maqueta hecha a
escala. Una de esas maquetas tan perfectas que cualquiera tomaría por trenes
reales. Y lo recuerda todo: Mira el papelito. Sabe que debe reunirse allí con…
¿Con quién? ¿Con quién? Pero ¿y la fecha? ¿Qué fecha es? Es urgente encontrar
un calendario, preguntar a alguien… En ese momento ve los ojos. Unos ojos grandes
que le miran con simpatía. Los reconoce, aunque no pueda precisar a quién
pertenecen. Sólo sabe que no son ésos los ojos que hay tras el papelito. Ella
se le acerca, le habla en susurros, le dice que ya todo está bien, que ella va
a llevarle al sitio donde debe ir. Él, olvidado ya de todo, se deja llevar.
Tras la extraña pareja (él con su traje raído, ella con su uniforme blanco),
dos fornidos enfermeros caminan en silencio, paralelos, clones de sí mismos. El
papelito descansa ahora en el bolsillo de la camisa del hombre. Los recuerdos,
la entrevisión de esa estación perdida en el misterio, como cada tarde, se han
desvanecido nuevamente.
La huida
Un tren en movimiento es una cárcel.
Con más razón para quien está huyendo.
Como a tantos otros, me acusan de un crimen
que no cometí. No importa la verdad: Estoy sentenciado desde que tuve aquel
desencuentro con el diputado. Lo vi claramente en su mirada. Antes o después,
iba a pagar mi atrevimiento. Ignoro qué destino me tienen preparado, pero, en cualquier
caso, las opciones de escapar a él son mínimas.
Por eso, cada par de ojos que se posan en
mí representan un peligro. Son muchos quienes me buscan. El poder encuentra
aliados en todas partes. La única realidad posible es la huida. Ningún rincón
del país es seguro ahora. Sólo en el extranjero, lejos, podré eludir los largos
tentáculos de mi enemigo. Mas no debo pensar en el futuro lejano cuando en un
instante todo puede irse al carajo. Lo urgente es salir de aquí.
Todos los rostros que me rodean son una
amenaza. Por desconocidos, por
multiplicados.
Vine a la estación porque me pareció el
mejor lugar para pasar desapercibido. En principio, sólo tomé el tren por
alejarme de aquí. El destino fue casual –era el tren que en ese momento se
disponía a partir-, pero en Enrique Fynn tengo amigos que tal vez puedan
ayudarme.
Ahora, cuando el tren ya abandona la ciudad
y avanza hacia la interminable llanura, sólo ahora he caído en la enorme
indefensión del proscrito que toma la decisión de subirse a un tren –un avión,
un autobús, cualquier medio de transporte colectivo, en definitiva-. Por eso,
trato de evitar las miradas de los otros pasajeros. Las gafas de sol ayudan,
pero no son un muro tras el que esconderse. Sólo un diminuto camuflaje. Si
alguno de mis perseguidores está a bordo, soy hombre muerto.
Haría bien, lo sé, en ocupar mi mente con
otro tipo de pensamientos. La forma de burlar la vigilancia a que estoy
sometido, por ejemplo. La acción que debería llevar a cabo si descubro a uno de
ellos… esas cosas. Pero el temor me impide pensar: Un indicio claro de ello es
que, justo antes de tomar el tren, he llamado a mis amigos para avisarles de mi
llegada. Sólo un minuto más tarde he caído en la cuenta de lo inoportuno de mi
visita. Por nada del mundo desearía meter en líos a mis amigos. Pero ya está
hecho. No puedo volver atrás. Dejo mi destino en manos de este enorme artefacto
que me traslada con rapidez entre campos y pueblos que, a esta hora, parecen
abandonados.
A pesar del miedo, el cansancio acumulado
en las últimas horas me induce a dormitar. Breves cabezadas de las que salgo
con un sobresalto. Cada vez, miro alrededor con aprensión. Nada en el vagón
parece amenazarme, pero con esta gente nunca se sabe.
Para un prófugo, todo son ojos. Ojos
expectantes, acusadores, irónicos, traicioneros. Ojos enemigos.
Cuando, al volver de alguna de esas
ensoñaciones, distingo una sombra en algún punto inconcreto del vagón, mi
corazón se acelera. Cada vez que el tren se detiene, temo que suban, que me
busquen, que me saquen esposado y vencido a la vista de todos y me metan en un
auto verde, uno de esos autos verdes de los que no se regresa…
Una mirada fija es una alarma causando un
estruendo insoportable en mi interior. Una inocente sonrisa se me antoja como
la señal inequívoca de mi perdición.
Los kilómetros y las estaciones se suceden,
pero mi angustia no mengua. No obstante, si he de ser sincero, no hay la menor
señal de los sicarios. Se trata sólo de la sensación de ahogo propia de quien
se sospecha rodeado.
Miro hacia afuera y percibo que ya estamos
llegando. La próxima estación es Enrique Fynn. Allí tal vez pueda estar seguro
uno o dos días, mientras decido qué hacer, hacia donde seguir huyendo…
Con suma precaución, la misma que he
empleado en las últimas horas o días (en la huida llega a perderse la noción
del tiempo), me preparo para salir de este encierro rodante. Abajo todo será
distinto.
Sin embargo, la frecuencia de mis latidos
no disminuye. Mientras el tren va reduciendo su velocidad y la silueta de la
estación se perfila en el horizonte cercano, me asalta una revelación: Ellos
están ahí, esperándome. Esta vez no se trata del pánico, sino de una fría
certeza. No necesito verlos. Lo sé. Conocían mis planes y no han hecho otra
cosa que alimentar mi esperanza, dejando que el viaje llegue a su fin. No habrá
escándalo ni una persecución cinematográfica. Simplemente, alguien se acercará
a mí y me susurrará al oído unas pocas palabras. Yo le seguiré en silencio,
velando así por la seguridad de mis amigos, a quienes me prometerán no hacer el
menor daño si colaboro. No me hará falta ver a uno de mis antiguos compañeros,
quizá el más joven o aquel que siempre enrojecía al mirarte a los ojos,
escondido tras una columna, observando con el corazón en un puño mi detención
y, tal vez, respirando aliviado al comprobar mi sumisión. Después, el protocolo
se cumplirá con precisión geométrica, del mismo modo que siempre. Y el mundo me
olvidará como se olvida todo.
KronoX
Las generaciones futuras no recordarán mi
nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del
tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto.
Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del
tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca
los hechos. Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear
un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo
virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa
maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una ecuación
irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto
creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la desesperación
por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas
veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una indigestión,
soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un único sentido
–al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví
a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era
capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise
pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente
arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El
desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego,
pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me
dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e
irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo
más para implicarse en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante
unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros.
Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se
mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas
mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y
retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que
medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los
inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso
detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya
nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es
impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en
Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de
caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de
alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas
cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo
logré.
Antes de continuar escribiendo este relato
de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de
la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción…
Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala
conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración
sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón
o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado
llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el
casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos,
asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas
posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli.
Respiré hondo y abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados.
Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado
una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi
taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había
previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó
extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún material
sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los
diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre
la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué
podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de
estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de
ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto
instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos.
Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba,
había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio)
y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la
sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya
conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el día,
aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después de
un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente feliz,
decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la
nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo.
Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la
otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición
ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo
removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del
momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que
jamás había visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre
satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me
ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como
si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar
mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente,
extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el
espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a
finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba
ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba
dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una
victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más
bien me sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de
comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada
vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del
Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo
XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.
Yo esperaba que al irme alejando en el
tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en
muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no
del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares,
irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas
descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era como
debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy corroídos por
la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la recreación. Mi juguete
cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por
Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí.
También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas
anteriores a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por
el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún
puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi
ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China
anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de
que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero
era feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al
menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer,
distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el
sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos de
otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia,
había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó
a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser
humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la
pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el
hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación
José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era
invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si
invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser
de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro
años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y
también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como
un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían
transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la
locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado.
Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo.
Ese fue, es preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al
confesarlo-, el único objetivo de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese
olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese
olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje
importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes
deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba
otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión
de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese
invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra
año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí,
esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña,
sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa
porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé
entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente
porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que
todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran
arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía
volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando
sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el
pasado. Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por
obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con
ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé
el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como
extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo
–en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella,
pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente
borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que
entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se
apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con
el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí,
dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico.
Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno,
a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías,
iniciando el viaje sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada,
no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había
leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo
había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue
en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se
posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado
por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores
mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención.
No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba
de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque
fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo,
para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor
explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese
algo que ver con tal misterio.
Unos días más tarde, escuché una
conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era
imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión.
Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos
dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció
relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas
con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres.
Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto
desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago
se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta
sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número
de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió
que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a
uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma
voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio
de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie
así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni
siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron.
En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia
del operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o
vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero
de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no
era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era
igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi
cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A
causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada
estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a
formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí
me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine
daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch.
Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba:
Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas,
sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En
algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para
volverme loco. Llegué a casa -¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?-
y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el
llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos
sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos.
Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo
¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación
erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a
ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si
en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el
sillón, con el casco puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces
ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa
escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada
ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que
hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño
su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún
posible, sueño ese tren partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a
suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de
quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo?
¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas
líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de
alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin
respuesta?
De paso
Lo pensó así en el
momento exacto en que se apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros
cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba que era el título de una
canción, una película, un libro... Algo que le venía de remotas regiones de su
mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo
aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido
minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida
de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por
eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier
parte: La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es
una misma argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.
Pero ¿a qué venía esa
frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el exiguo
maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un
cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de
Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de
Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un
entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las
que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.
Tal vez fue ese
detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre
de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún
ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en
algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no
sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora
pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle
sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea,
imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas
anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes
futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada,
infinitesimal. Las biografías las escribe gente viva sobre gente muerta (o
gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las escriben
no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de hechos
aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o anodinos,
puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La única
biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y no
queda registro en parte alguna...
Vio las vías
perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el
desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso
concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares
de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus
respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y
este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación
erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente
perdidos o inimaginables.
Así sucede -pensó-
tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el
inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro!
Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.
Desencuentros... Si lo
pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le habían
traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba
exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener
importancia en realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo el
papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera
en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en
apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que
hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también -por
circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había venido a
dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia. (Pero
-atinó a pensar más o menos confusamente- ¿hay algún lugar que no esté alejado
del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a
corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba,
hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía.
De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria
había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo,
estaba solo.
Los desencuentros,
sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y ¿para qué
habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación? Amigos que
se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos rostros
apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había visto en
dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:
"Hablar de nosotros
después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos alguien lo
hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos". Si
alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba?
¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí
en esas horas de
amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién,
finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora disuelta entre las
telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando tuvo que partir
para no regresar? Para no regresar.
¿Amistad? Palabra casi
siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre seres humanos.
¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y
abstracta. Encierra una falacia.
Un día, no muy lejano,
de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez uno que
otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en las
hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes
tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron
durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar
que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?
Un vacío tan grande
como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era la
única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el cielo
gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que
sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los
soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados,
cabizbajos.
De los dos jinetes, el
más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba, sentado en el
destartalado banco de madera de la vieja estación.
Hizo un gesto vago de
saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:
- ¿Qué estará haciendo
ahí?
Después de un rato, el
otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y sequías
y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:
- Está esperando.
El joven le mira,
incrédulo.
- ¿El tren? Pero
entonces tal vez deberíamos decirle...
- Probablemente él
sabe.
- Pero si supiera,
entonces...
El viejo calla. Deja
que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya casi
le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación abandonada
apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz grave,
sentenciosa.
- Hay gente que va en
busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace las
dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales,
insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años
y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay
alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora
espera. Nada más.
Y sin mirar atrás, los
dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no fuesen a
ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se extiende
bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo entre
ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que
recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma
leve, todo aquello que aún tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo
será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.
Oráculos
Me leyeron las líneas de la mano en La Plata.
Los posos del café en Villa Mercedes. Una mujer sumamente vieja y delgada,
cuyos ojos refulgían como diminutos diamantes de fuego, me echó las cartas en
un oscuro tugurio de Buenos Aires.
Todas las predicciones auguraban lo mismo:
Debía ir a ese lugar. Tal coincidencia me alarmaba. Las razones nunca estaban
claras. Unos decían una cosa, otros, la contraria; los más, esgrimían la
consabida excusa de que la adivinación no es una ciencia exacta y de ese modo
eludían dar mayores explicaciones.
Les cuento lo más curioso: yo nunca creí en
esas patrañas. Fue una amiga quien me persuadió. ¿Qué mal podía hacerme?
-preguntó, con esa convicción inocente de la que sólo ellas son capaces. Así
pues, lo hice únicamente por complacerla (y de paso, me dije, tal vez ella,
alguna de estas noches...)
Si la primera adivina (su cuchitril era un
arquetipo de consulta esotérica engañabobos, con gigantescas cartas de tarot en
las paredes, a modo de cuadros, y una bola de cristal sobre un tapete de
terciopelo negro, colocado encima de la mesa hexagonal que ocupaba el centro de
la sala, sobre la cual había una lámpara de gran potencia. El resto del cuarto
estaba a media luz, para realzar el misterio, supuse) no hubiese mencionado el
nombre, la cosa hubiese terminado ahí. Un juego inocuo, una frivolidad más
entre tantas otras. Pero lo hizo. Y luego me miró, leyendo en mis ojos una
intranquilidad que le animó a seguir por ese camino. Cuando salimos (mi amiga
me acompañaba), mis comentarios acerca de esos lugares de adivinos y mi risa forzada
provocaron su curiosidad. Algo había sucedido allá adentro y ella era
consciente. Le conté lo sucedido (realmente no todo, sólo lo necesario. Tampoco
es cuestión de airear chismes de otro tiempo) y dije que sólo se trataba de una
casualidad, pero no quedó convencida. Propuso visitar otro sitio. Ella se
ocuparía. Conocía gente. Yo aparentaba estar tranquilo, pero algo había
permanecido dando vueltas en mi interior. Así que, entre risas, y sólo por
contentarla, volví a aceptar.
La segunda vez fue en Morón. A Rebeca (mi
amiga) le hablaron de un hombre anciano, recluido en una casa a las afueras y
cuyo contacto con el resto de los vecinos era muy escaso. Se dedicaba a algo
llamado libanomancia, un rito mediante el cual se puede adivinar a través de la
observación del humo. Jugar con fuego no me atraía en absoluto, pero ya había
dado mi consentimiento previo, así que no fue posible echarse atrás. Fuimos
hasta allí, vimos cómo el viejo juntaba un montón de ramas secas y las
encendía, sentándose luego junto a la hoguera e invitándonos a imitarle.
Mientras aguardábamos, él contemplaba el humo, muy atento. Quizá para hacernos
más llevadera la espera, nos estuvo hablando de su especialidad (también
llamada capnomancia o ignispecia) y de los múltiples éxitos cosechados en más
de cuarenta años de práctica. En un momento dado, enmudeció, me miró con una
expresión severa y nombró el sitio. Después nos rogó que nos marchásemos. Dejé
unos billetes sobre la mesa de la cocina y salimos a la brisa del atardecer. Mi
amiga callaba. Dos veces no podía ser una mera coincidencia.
Pero si por un momento pensé que la cosa
iba a terminar ahí, no conocía bien a Rebeca. Unos días después se presentó en
mi casa, me obligó a vestirme con prisa, nos metimos en el auto y condujo hasta
Quilmes. Allí nos recibió Madame Cheirét (o Chouriet, o algo similar). Su
técnica era la fisiognomía. Esta especialidad consiste, según me fue explicando
Rebeca durante el viaje, en el estudio de las cabezas y las caras. La mujer,
ciertamente amable, me ofreció asiento en una silla antigua. Después, se colocó
frente a mí, en un sillón situado sobre una especie de pequeña tarima, y se
puso a mirarme con insistencia y atención. De cuando en cuando, se levantaba y
pasaba sus manos por mi cabeza o mi rostro, como para comprobar la veracidad
del testimonio ocular. Me sentía terriblemente incómodo, pero Rebeca estaba
radiante. Aguanté casi una hora entera. Después, escuché la palabra que no
deseaba (pero temía) oír, pagué, nos despedimos. Regresamos a la ciudad.
“En Rosario hay un tipo que se dedica a la
grafomancia”, dijo Rebeca por teléfono dos días más tarde. “Mañana vamos”,
contesté. Mientras yo trataba de fijar una cita para esa misma tarde (cine,
cena y unas copas cómplices), ella me explicaba con detalle la “ciencia” en
cuestión: Se trataba, según entendí, del estudio de la escritura. Tamaño,
forma, inclinación, todo eso. No hubo más discusión. No oyó (u simuló no haber
oído) mis razones, casi súplicas, para vernos esa misma noche.
Al día siguiente viajamos hasta Rosario. En
tren. No me apetecía conducir tantas horas y, de paso, tenía la esperanza de
quedarnos allí a pasar la noche y, ¡quién sabe!
El Doctor Morales –tal era el nombre del
grafomante- vestía una bata blanca cuando nos abrió la puerta de su estudio, un
lugar atiborrado de objetos de diversa índole, muchos de los cuales
desentonaban entre sí, dándole al lugar el aspecto de un trastero, un almacén
de antigüedades o la vivienda de un demente. De entrada, me incliné por esta
última posibilidad. El tipo nos condujo, a través de aves disecadas, aparatos
de radio estropeados y muebles con irreparables desperfectos, hasta su
despacho, no muy diferente, en realidad, de lo que habíamos dejado atrás, salvo
por la luz, más nítida.
Me sentó a una mesa –previo desalojo del
montón de objetos amontonados sin orden sobre ella- y me conminó a escribir.
“Cualquier cosa”, dijo. “Da lo mismo si es una idea, unos versos de Dante o una
colección de chistes sobre gallegos. Usted escriba. Para ponérselo más fácil,
esperaremos aquí al lado. Cuatro o cinco folios bastarán. Lo dejo a su
elección”. Después de proveerme de unas cuantas hojas de papel en blanco,
lapiceros y una botella de agua, el doctor desapareció con Rebeca por una
puerta diferente a la utilizada para entrar. Sospeché que conducía a la casa, a
sus habitaciones. Sentí una cruel punzada de celos, cuyo aguijonazo aplaqué
escribiendo casi furiosamente.
No me seducía la idea de dejar allí
constancia de mis ideas, así que recurrí a los clásicos. Recordaba pasajes del
Decamerón, del Quijote, de La Ilíada. También el cuento Ante la Ley, de Kafka.
La rememoración de esos textos, leídos tantas veces en la soledad de mi cuarto,
me sirvió para olvidar dónde estaba y qué estaba haciendo –y, sobre todo, el
temor infundado de que, en ese mismo momento, el supuesto doctor y mi adorable
Rebeca estuvieran demasiado juntos-. En el cuarto folio redacté dos sonetos de
Borges y el quinto lo usé para reproducir El espejo que huye, relato de
Giovanni Papini. Sin omitir una coma. Lo conocía de memoria.
Tardaron más de hora y media en regresar.
Para entonces ya había usado otros tres folios, dejando en ellos fragmentos
dispersos de Lugones, Poe, Chéjov y Pablo Neruda, el poeta con mayúsculas, como
le llamaba cariñosamente uno de mis alumnos. Morales tomó asiento frente a mí y
se abismó en la lectura de mis garabatos. Mi amiga se colocó justo detrás de
él, leyendo por encima de su hombro. Yo la miraba con amargura y también un
poco de ira, pero ella no me prestaba atención, concentrada como estaba en la
contemplación de los folios escritos. Deseé estar lejos. Aunque fuera en ese
lugar al que todas las señales parecían ligar mi futuro. El “doctor” tomaba
notas, subrayaba algunas palabras, hacía círculos rojos alrededor de párrafos
enteros. Yo esperaba el veredicto sin interés. La voz de Morales pronunció el
nombre como una sentencia. Al oírlo, el rostro de Rebeca resplandeció, o eso
creí ver. Fue sólo un chispazo, pero esa sonrisa borró de un plumazo mi
malhumor. Caminamos charlando hasta un hotel. El conserje nos recibió con suma
amabilidad. Hubo suerte (sin duda apoyada por el billete que deslicé con
disimulo sobre el mostrador de recepción): Había, en efecto, dos habitaciones
contiguas con puerta de comunicación interior.
En la cena me mostré encantador, conseguí
que Rebeca tomase un par de copas de champán tras el postre, le prometí un
nuevo viaje para la semana próxima: iríamos a ver al siguiente de su lista (a
esa altura ya había confeccionado una vasta nómina de “especialistas” en
asuntos esotéricos), pero la puerta de comunicación permaneció cerrada toda la
noche. No dormí bien. En la madrugada, creí oír un ruido. Fui hasta la puerta
con la esperanza de que ella, por fin… Traté de girar el pomo con precaución,
mas no se movió ni un milímetro. Decepcionado y triste, volví a la cama y caí
en un sueño entrecortado, repleto de imágenes tenebrosas. En medio de dos
pesadillas, me juré terminar con todo aquello de inmediato.
En el desayuno, Rebeca me anunció que debía
permanecer en la ciudad un par de días, trámites burocráticos para su madre,
quien no andaba bien de salud. El viaje de vuelta fue una tortura. Me encerré
en casa y juré no volver a salir en mi vida. Leí furiosamente, escuché música a
un volumen que mis vecinos seguramente juzgaron excesivo, jugué al ajedrez
contra un rival imaginario, ordené toda mi colección de sellos antiguos. No
habían pasado tres días cuando Rebeca se presentó en mi puerta, se declaró
asustada ante mi aspecto, me obligó a tomar una ducha, afeitarme, vestirme
“decentemente” y acompañarla a un sitio. “Es una sorpresa” dijo. Esa energía
suya siempre me desarma, así que obedecí. Sin la menor objeción.
Todos padecemos adicciones. Sean graves o
insignificantes, nos acompañan a lo largo de nuestra vida y, a veces, ni las percibimos.
Puede ser el alcohol, las drogas, el sexo, el ego –la más común y menos
diagnosticada-, el chocolate o las bebidas dulces. En esa ocasión, mientras
íbamos hacia Trelew, para visitar a un experto en ornitomancia (observación de
las aves), descubrí que la adicción de Rebeca eran los gabinetes esotéricos. Y
me arrastraba tras ella como a un perrito, con la excusa de hacerme un favor:
era yo quien necesitaba “consejo espiritual”. El asunto resultaba muy extraño
–no voy a negar lo evidente-, y mi curiosidad crecía con cada nueva respuesta
afirmativa. Pero ¿quién necesita conocer el futuro? Bastante tenemos con
soportar el peso del pasado y vivir lo mejor posible el presente.
En Corrientes fue la enomancia (lectura de
símbolos en el vino).
En Mendoza la numerología.
En Luján, la sicomancia, que utiliza hojas.
Fueron semanas de viajes, escenas sacadas
de películas en blanco y negro, habitaciones contiguas pero siempre separadas y
esperanzas renovadas por la mañana, que veía arder cada noche en el fuego glacial
de la soledad. La boca de Rebeca era una promesa eternamente pospuesta. Y el
dinero empezaba a menguar de forma alarmante.
En
Bahía Blanca, botanomancia (como se deduce del nombre, usa las plantas).
Xilomancia (madera) en Paraná.
Aluromancia (adivinación practicada con
harina) en Junín.
Se ha dicho que la locura es hacer siempre
lo mismo esperando un resultado distinto. Nosotros hacíamos justo lo contrario:
Probar diferentes medios y obtener un mismo resultado. Llegó un momento en que
ya parecía imposible la existencia de otra respuesta. Si eso hubiera sucedido,
si se hubiese producido un cambio, tanto Rebeca como yo nos hubiéramos quedado
atónitos y, con seguridad, hubiésemos pedido la repetición de la prueba.
Bibliomancia en Córdoba (El libro utilizado
fue La Eneida, de Virgilio. Así solían hacerlo, se nos explicó, los romanos).
En Catamarca, ceromancia (se usa la cera de
una vela).
Si al principio nos guiaba la búsqueda de
una comprobación, ahora era más bien la esperanza del error: que en una de esas
gravosas visitas, alguien pronunciase otro nombre, abriendo así una ventana a
otra realidad, un agujerito minúsculo por el cual escapar de esta condena que
se cernía, implacable, sobre mí.
Aeromancia (observación de los fenómenos
atmosféricos) en Salta.
Tarot en Resistencia.
Al borde de la extenuación y la ruina,
Rebeca insinuó una última posibilidad: En un lugar llamado La Serena, en Chile,
existía un viejo cuya habilidad consistía en interpretar los signos de la
arena. Tras dos horas caminando por la playa, agachándose de cuando en cuando
para observar algún dibujo más de cerca, el anciano meneó la cabeza: Su
dictamen fue implacable.
Era el último viaje. O más bien el
penúltimo. Faltaba uno, naturalmente. Yo ya no tenía ni para gasolina. A la
vuelta, vendí el auto y fui a la estación. Saqué dos pasajes para Ingeniero
Williams y llamé a Rebeca, pero no obtuve respuesta. Dos días estuve
telefoneando sin resultado. Fui a su casa, pero la portera sólo me informó,
secamente, de su ausencia y no condescendió a dar más explicación. Me miraba
con desconfianza. Pensé en contactar con la policía y denunciar su
desaparición, pero algo me urgía más: Terminar con eso que me estaba calcinando
por dentro. A la mañana siguiente, tomé el tren hacia Ingeniero Williams.
Hice la mayor parte del viaje dormido. O
abstraído. Al llegar, bajé del vagón con un sentimiento de derrota en mi ánimo.
Como si los fantasmas del pasado me hubiesen obligado a regresar. “¿Y ahora?”,
me pregunté. En la estación no parecía haber nadie más, lo cual me contrarió,
porque charlar dos minutos con el encargado o un viajero cualquiera, me hubiera
servido para serenarme. Para sentir el suelo bajo mis pies.
Me senté en un banco, al sol. Recordé, como
había venido haciendo durante esas últimas semanas, las escenas de veinte años
atrás. Quise razonar que tal vez este regreso era mi expiación. Sin duda, no
estaba preparado para lo que ocurrió a continuación.
De un rincón en penumbra, a mi derecha, a
unos diez u once metros, surgió una voz que no pude dejar de reconocer.
- Te estaba esperando.
Pensé que se trataba de un espectro, pero
el contorno del hombre de quien provenía el sonido parecía muy sólido. No podía
verle el rostro (¿era realmente necesario?). Sólo el gabán, el sombrero, los
zapatos. Las manos enguantadas.
- Te creía muerto – respondí, con un aplomo
que no hubiera supuesto.
- He esperado mucho tiempo –dijo, como si
no me hubiera oído.
- Veinte años – susurré.
- Veinte años – repitió él, como un eco
acusador.
Podría excusarme alegando que lo ocurrido
entonces fue accidental. Que yo no pretendía su ruina ni seducir a su mujer. Y
mucho menos hacerle daño a él, a quien consideraba un buen amigo. Simplemente
ocurrió así. Sólo defendía mis intereses. Eran las reglas. Pero incluso a mí,
tras tanto tiempo, todo eso me sonaba a palabrería sin sentido. Había llegado
la hora de la venganza y yo estaba dispuesto a dejarme matar sin una sola
queja. Me parecía justo.
Fue entonces cuando percibí el perfume.
Miré hacia el rincón. Tras la sombra del hombre, había otra, más pequeña, casi
imposible de ver desde la zona soleada donde yo me encontraba. Y lo comprendí
todo. Sin decir palabra, fijé la vista en el suelo, ante mí. Otro tren acababa
de llegar. Iba en dirección contraria. Nadie bajó. Oí pasos a la derecha. Cuando
miré, en el rincón no había nadie. Por un instante, aún tuve la esperanza de
haber sufrido una alucinación provocada por el sol. Pero al volver la vista
pude ver, como en un destello, un abrigo de mujer desapareciendo en el interior
del vagón. La puerta se cerró y el tren echó a rodar sobre las vías. La
estación quedó desierta. Pronto, el sol se pondría y la noche austral lo
invadiría todo.
De las conversaciones en
los trenes
"Todo lo que ocurre, ocurre en un
tren", dijo alguna vez un poeta menor. Uno de esos poetas que el tiempo
olvida como se olvida todo.
Probablemente se refería a que en el fondo
la vida es un tren, con su eterno ambular, sus breves paradas, su rutina de
vías y estaciones y rostros que nunca son el mismo rostro pero que
interminablemente se parecen. Aunque eso –lo que quiso insinuar- nunca lo
sabremos, porque como poeta menor ni siquiera el nombre conocemos, y así sería
francamente difícil preguntarle, al menos hasta que las sombras del tiempo nos
igualen a todos, momento en que ya no serán necesarias las respuestas. Y no nos
engañemos: Como poeta, se expresaría con palabras enigmáticas y evasivas y nos
remitiría al texto citado. “Una frase significa lo que dice esa frase”, esto lo
dijo otro, pero es aplicable en cualquier caso cuando no queda más remedio. El
encogimiento de hombros es una técnica alternativa y, con frecuencia, más
eficaz.
Pero, como siempre, me voy por las ramas.
Esto sucedió en un tren. Decir que ese tren se dirigía hacia La Rica tal vez
sería aventurarse demasiado, porque no me paré a considerar el destino. Sólo
precisaba movimiento. Irme de allí (allí, otra inconsecuencia), alejarme lo
antes posible, hacia cualquier parte… Huir, en definitiva. ¿De qué huía? Esto
tampoco lo sabremos. Para la historia que narro carece de relevancia.
Así pues, viajaba en tren, tal vez hacia La
Rica, tal vez hacia otro lugar, pero el traqueteo era la prueba contundente del
viaje y la única realidad que me importaba. En el vagón no había más de cuatro
o cinco personas, cuyos rostros me eran desconocidos. Desde que leí la novela
“Extraños en un tren” de Patricia Highsmith, siempre me da por pensar en esas
insólitas conversaciones que tienen lugar en los trenes. Uno se sienta junto a
un desconocido, saluda, hace alguna tópica observación sobre el clima y de
repente la cosa empieza a complicarse y sobreviene la hora de las confidencias
inverosímiles… Porque no me negarán que ponerse a hablar de cosas íntimas con
un desconocido y, a veces, en un viaje nocturno, resulta algo extravagante.
Pero sucede. Y con más frecuencia de lo que piensan quienes rara vez viajan en
trenes de largo recorrido.
Dos filas más adelante, yacía un hombre
despatarrado en su asiento. Seguramente dormía, pero lo cierto es que parecía
muerto. “¿No lo estamos todos?”, me pareció escuchar. Me sobresalté. Miré
alrededor pero nadie más parecía haber oído esas palabras, así que las juzgué
producto de mi amodorramiento. ¿No estamos qué? -me pregunté- ¿Dormidos o
muertos? Una mujer, un poco más allá, apoyaba el lado izquierdo de su cara en
el asiento mirando hacia afuera. Quizá dormitaba, quizá contemplaba el paisaje,
si es que podemos llamar paisaje a aquello que sólo dura un instante en nuestro
campo visual.
No me era posible ver a los otros viajeros.
Sólo una pierna estirada en el pasillo, un sombrero asomando, una mano apoyada
en un reposabrazos… vagas señales de la
presencia de alguien, pero al mismo tiempo, indicios de su invisibilidad. Como
de costumbre, me puse a divagar. El objeto, claro, no podía ser otro que la
mujer presuntamente adormecida. En otra vida, tal vez, me hubiese levantado del
asiento, hubiese caminado esos pocos pasos que nos separaban y le hubiera
pedido permiso para sentarme frente a ella, iniciando poco más tarde una
conversación trivial que nos condujese hacia otra cosa. Pero no hice nada de
eso. Sencillamente imaginé cómo podría haber sido esa conversación.
Me parece innecesario señalar que no era la
primera vez que hacía esto. Quienes vivimos en permanente movimiento, padecemos
cierta timidez y no confiamos en exceso en el género humano, tendemos a
practicar este tipo de juegos, u otros menos inocuos. Normalmente, todo empieza
con las presentaciones, unos pocos detalles personales (lugar de nacimiento,
profesión, estado civil… esas cosas) y después se elige un tema al azar, que
invariablemente conduce a otros hasta llegar el momento que antes mencioné: el
de la confidencia. Exactamente igual que si todo fuese real. Sólo que no lo es.
Y por lo tanto, en estas conversaciones simuladas pueden deslizarse detalles
cursis o atroces. Nadie nos juzgará por ello.
En esta ocasión, sin embargo, el asunto se
descontroló desde el primer momento. Su nombre no quedó claro, fue imposible
averiguar a qué se dedicaba y su acento me resultó del todo indescifrable. No
parecía extranjera, pero su forma de pronunciar delataba el aprendizaje tardío
del idioma. Puesto que todo esto formaba parte de mi fantasía, decidí
modificarla. No pude. Una fuerza que me era imposible controlar guiaba los
acontecimientos imaginarios. Me sentí perplejo ante lo inexplicable. Pero lejos
de abandonar el juego, mi naturaleza lúdica me impulsó a adentrarme en él,
dispuesto a comprender y asimilar las nuevas normas.
Así, traté de llevar la conversación hacia
el terreno que me convenía, pero cada uno de mis intentos fracasaba y
terminábamos hablando de lo que ella quería. Busqué la calidez de la charla a
media voz, esperando que me hiciese confidencias; vano empeño: fui yo quien
desnudó por completo su alma ante la desconocida. No importaba, sabía que no
importaba porque en el fondo todo sucedía solamente dentro de mi cabeza, más
una sensación de derrota se fue asentando en mi ánimo. Sí, eso era lo que
parecía estar sucediendo dentro de mí: una batalla que nunca podría ganar.
Insistí, una y otra vez me propuse cambiar el signo de la ilusoria
confrontación. Sin embargo, nada cambió. Era como si yo transitase un camino
entre montañas (ésa fue la imagen que evoqué) y en cada bifurcación escogiese
ir hacia la derecha pero en cambio tomase siempre el camino de la izquierda.
Frustrante y excitante a la vez. Al menos si se es jugador. Cuando el tren se
detuvo, no sé ya si en la estación La Rica o en cualquier otro lugar, me sentía
exhausto y avergonzado, aunque no hubiera sabido explicar el motivo de tal
estado.
Al detenernos, la desconocida pareció
regresar de un viaje muy largo; otro viaje, no el que había hecho en tren, sino
uno mucho más vasto y complejo. Levantó el rostro y paseó la vista lentamente
alrededor, como buscando por el vagón. Hasta que sus ojos toparon con los míos.
Entonces me miró fijamente y una sonrisa irónica surgió en sus labios. Después,
como si nada hubiera pasado, se dirigió a la puerta y bajó del tren. Aún pude
verla alejándose por el andén. Yo me quedé allí sentado, como vacío. No sé
cuánto tiempo. En cierto modo, creo que podría decirse que aún estoy allí, en
ese vagón de tren, detenido en el tiempo y encerrado en algo que no sabría
definir y que en el fondo, ahora, ya no importa.
Feria
Poco antes de mediodía, Mariano bajó del
tren.
Siguiendo una vieja costumbre, respiró
profundamente. Después de un par de horas encerrado en el vagón, el aire del
andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la abundante contaminación
existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como buscando a alguien, a
sabiendas de que nadie podía estar esperándole, pero aun así escudriñando todos
los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar en la zona acristalada,
se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca lograba convencerle de
que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de pueblerino con su traje
negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién sacada del armario. Nunca
pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó en esta ocasión.
Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre las vías a toda
velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de la corbata que
nunca fue capaz de ponerse.
Pero ahora ya estaba en la ciudad. Como en
años anteriores, un joven fornido, tocado con una gorra de visera, se ofreció a
llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano rehusó con timidez, recordando lo
que le ocurrió la primera vez que vino a la Ciudad, cuando un joven muy
parecido al que ahora le ofrecía su ayuda desapareció de repente con su maleta
y un hatillo repleto de rosquillas que traía para invitar a los otros
agricultores. En aquella ocasión, por suerte, Mariano llevaba el dinero encima,
por lo que maleta y hatillo fueron encontrados por un anciano a dos manzanas de
la estación y restituidos a su legítimo dueño.
Cuando salió de la estación, miró el cielo
sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de automóviles que atravesaban
raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando acaso en tomar uno.
Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección al hotel de todos los
años, del que apenas le separaban cuatro o cinco manzanas. Unos pasos más allá,
cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la desagradable impresión de sentirse
extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano de paso. En ese momento sintió la
conocida transformación. De repente le parecía que en realidad había vivido
allí siempre, que aquel era su auténtico hogar; aquellas plazas con fuentes y
palomas, aquellas avenidas con olor a gasolina, aquellas calles llenas de sombra,
aquellas esquinas tras las que podía ocurrir cualquier cosa, eran más suyas que
los áridos campos en los que llevaba toda una vida trabajando. "Este año,
este año quizá..." pensó. Más ahuyentó con un encogimiento de hombros la
idea que estaba formándose en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel
con tiempo suficiente para comer algo.
Luego, por la tarde, tras una brevísima
siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar nada, apenas cumpliendo un
ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a algunos conocidos de años
anteriores. Charló con agricultores venidos de otros pueblos, de otras
regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores del
funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las innovaciones
técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas mecánicas de
los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió en abundancia.
Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados, tediosos minutos
cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de que algunos
paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del comerciante que en ese
momento trataba de colocarle una buena partida de semillas y tomó el autobús en
dirección al hotel.
Al entrar en la habitación consultó el
reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó, perfumó su piel y sus
ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba las conversaciones con
sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener que compartir la misma
mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él era otro. O dicho de
otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían los campesinos, no
el callado Mariano que perdía irremediablemente en las partidas de cartas de la
sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que aceptaba con humildad las
variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche tras noche para evitar las
embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí, entre estas calles, podía
volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en otro tiempo, aquel que las
almas mezquinas de sus vecinos mataron definitivamente en aquel largo verano
que ya no podía borrarse.
Tras la cena, escasa pero sabrosa, salió a
dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó al barrio de las prostitutas.
Sin la menor vacilación entró en el bar de siempre, tomó asiento en una
banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió una copa de anís y se dispuso
a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él las rechazó con suavidad. La
mujer que le había servido el anís le lanzaba de vez en cuando fugaces miradas
como tratando de recordarle de alguna otra ocasión, pero, por más que le
miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo, una sensación de intranquilidad
se iba abriendo paso en su interior. Una joven de unos treinta años, morena,
hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a mirarle fijamente.
—¿No vas a invitarme a una copita?
—preguntó al poco rato.
—Me gustaría mucho —respondió él— pero
estoy esperando a una amiga.
—¿Es más guapa que yo? —dijo la chica
fingiendo sentir celos.
—Las dos sois muy guapas, pero ella y yo
somos amigos desde hace muchos años.
Algo pareció agitarse en los ojos de la
chica, ensombreciéndolos, en el momento en que volvió a hablar.
—¿Quién es? ¿Cuál es su nombre?
—¿Qué más da?
—Dímelo, por favor —el ruego de la joven
desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de su voz, por el límpido
brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la barra también se había
acercado con una expresión extraña en su mirada.
—Bueno, aquí le dicen "Visi".
Un repentino silencio se extendió entre
ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la camarera, que tragaba saliva
con dificultad y parecía tener algún problema para respirar. Otra de las chicas
se había acercado lo suficiente para oír las últimas palabras y se había
quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el entarimado, apoyada sin fuerzas
en la barra, amenazando caerse de un momento a otro. Finalmente, cuando ya
Mariano empezaba a preguntarse que podía significar la extraña actitud de
aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un hilo de voz que poco a
poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:
—La "Visi" se mató hace un mes.
Se enteró de que había cogido el SIDA y no quiso seguir aguantando. Se tiró a
las vías... y el tren, el tren...
No pudo seguir hablando. Un llanto
convulsivo e imparable se apoderó de ella.
Las otras también lloraban, aunque con
menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como ajeno a las palabras que sus
oídos acababan de percibir. Callado e inerte, apoyado en la barra, no terminaba
de admitir la realidad de lo escuchado. Su pensamiento se remontó en el tiempo,
buscando en el pasado lo que el presente le estaba negando, acaso también como
una ineficaz escapatoria a la tragedia sucedida.
Se recordó veinte años atrás, paseando del
brazo de la "Visi" (Visitación Crespo, la hija de Marcelino, por
aquel entonces) por las calles de su pueblo. Tan sólo eran dos adolescentes,
caminando sin prisa bajo la atenta mirada de todas las personas respetables del
lugar. Su relación (si podía llamarse de ese modo) consistía en esos largos
paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo, en las cortas y asfixiantes
visitas a la casa de los Crespo los domingos por la tarde, en regalos
tradicionales y no menos tradicionales conversaciones hábilmente dirigidas por
la señora Ascensión, madre de la "Visi". Pero ya en aquel tiempo
borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.
Mientras él se pasaba las noches suspirando
y soñando con el día en que pudiese tener por fin a Visitación entre sus
brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos sutil y una noche,
durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y los efluvios del
alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de la luna y las
falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó de serlo, con
tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar, por
casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.
Los padres de Visitación la repudiaron, las
gentes de bien le negaron a partir de entonces el saludo. Ramón, por supuesto,
evadió cualquier responsabilidad y escurrió el bulto alegando que la chica no
era virgen y él no iba a cargar con ella por un pequeño desliz. En efecto, la
chica ya no era virgen, pero nadie le dio la oportunidad de explicar que lo
había sido hasta esa noche, lo cual, por otro lado, había dejado de tener la
menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su amor propio, se apartó de ella,
abandonándola a su desdicha.
El pueblo entero se había vuelto de
espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura, hubo de marcharse a la
Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y un billete de tren que
su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo antes posible. Aquel
día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse de ella, de
ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso ocurrió.
Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por causas que
aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo contemplar,
impotente, como la única mujer que había significado algo en su vida se
marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo que decir
al extranjero.
La vida en el pueblo no sufrió cambios
significativos. El Paseo había perdido a dos de sus más fieles adeptos. En la
mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso fue todo. Eso y la
desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de vivir sin amor. Al
principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos y las aldeas en
busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible paradero de
Visitación logró disuadirle por completo. También soñó inmisericordes venganzas
contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y otra vez, debido
principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su rival.
El tiempo fue pasando y las heridas fueron
dejando paso, según suele ocurrir, a las feas cicatrices. Mariano, resignado,
se dejó querer por Charito, la hija del alcalde. Con bastante alboroto, se
celebró la boda un domingo por la mañana. A partir de entonces, Mariano se
refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su padre y las fértiles tierras que el
alcalde había aportado como dote le convirtieron en uno de los mejores y más
respetados agricultores de la zona. Su afán de mejorar fue lo que, un día
cualquiera, le llevó a plantearse la necesidad de viajar a la ciudad para
visitar la Feria, como hacían otros. A pesar de la inicial oposición de su
esposa, cuyo instinto le decía que ese viaje era peligroso, logró convencerla
de que no había otro modo de modernizar los aperos y herramientas para poder
seguir ofreciendo los mejores productos.
Mientras apuraba el tercer anís, Mariano
salió un momento de su ensoñación. La chica morena seguía sentada junto a él,
sin turbar su silencio, sólo acompañándole, como una muestra de solidaridad y
de duelo. Su mano suave de largas uñas se posó sobre la de él, en un gesto de
ternura. A pesar de la aparente impasibilidad del rostro, era evidente que el
hombre sufría y que nada, en ese momento terrible, podría mitigar su pena, pero
aquella mano que descansaba sobre la suya era como un asidero, algo a lo que
aferrarse en los peores momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta
Andrea tratando de seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa
hora dolorosa no era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba
rescatar de las tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche,
sin proponérselo, sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente
que le salvó la vida a Thomas de Quincey;
fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no había ningún intérprete de
símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió siendo nada más que una prostituta,
linda y voluptuosa.
El descubrimiento de la Ciudad cambió algo
en el interior de Mariano. La sola visión de los edificios, de las luces, de la
gente que llenaba las calles, los almacenes, los modernos bares, le produjo un
cálido sentimiento de familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio
que durante años había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina
quemada, a plástico, a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como
si jamás hubiese estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el
sueño inquieto que presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de
un cuento oído tiempo atrás y ya casi olvidado.
Aquella primera vez, el tiempo corría
vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas máquinas que podrían
ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que jamás hubiera podido
soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al explorador ávido y la
estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más tarde, en el tren,
durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los folletos para poder
explicarle a Charito las cosas que teóricamente había estado viendo durante
todo el fin de semana).
Durante la mayor parte del sábado se dedicó
a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes repletos de ropa, objetos de
cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y un sinfín de aparatos de
dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a los vendedores por sus
funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo disponía de otro día más.
Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma, sólo perceptible por
quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas estrechas y en zaguanes
oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las interminables avenidas
atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió entre setos y glorietas.
Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición innata. De ese modo
llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que se había hospedado.
Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que, después de cenar con
algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un pretexto banal o
increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al bullicio de los bares
que aún permanecían abiertos.
¿Cómo no evocar, en ese momento en que ya
el alcohol empezaba a adueñarse de sus recuerdos, el instante preciso en que
divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su mano se cerró con fuerza sobre la de
Andrea, que permanecía allí, junto a Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del
bar y a las solicitudes de los clientes.
Un camarero le había dado unas
indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y una plaza, giró
a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo por otra calle
lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el fondo de la
calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al desembocar de
nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un rato. Finalmente
la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los ojos, sin una
sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que reflejaba su rostro
hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca sonrisa que nació en los
labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas exclamaciones y ruidosas
carcajadas.
Habían pasado siete años y Visitación
estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus ojos la embellecía aún
más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces eléctricas, en medio
de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron deslizarse los
segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran podido decir sus
palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles con curiosidad.
Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados. Tomaron asiento
en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto, la mujer miró
el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a trabajar" musitó.
El cambio de expresión en su rostro no pasó
desapercibido para Mariano. "¿A trabajar? ¿A estas horas?" preguntó
él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al final, ante la insistencia del
hombre, no le quedó otro remedio que confesar la verdad: Servía copas y
alternaba con los clientes en un bar de dudosa reputación. No pudo evitar que
Mariano la acompañase hasta la puerta del local, donde se despidieron con un
beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una cita para el día siguiente.
Pero ése fue un ritual inútil, aunque ella
en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo. Una hora más tarde, Mariano
entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó asiento en la barra, solicitó
una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo unos minutos más tarde se dio
cuenta de que todo podía haber sido un engaño. Quizá ella le había conducido a
otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a estas horas se encontraba en el
otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y pidió otra. Al menos el anís era
bueno.
En ese momento, al levantar la vista
buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una escalera, de la mano
de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de una forma muy
diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle allí sentado,
palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y se acercó a
Mariano con un destello de furor en la mirada.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Sólo quiero estar contigo —respondió él
humildemente.
—Deberías irte. Aquí no hay nada bueno para
ti.
—Estás tú. Quiero pasar la noche contigo.
Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser de este modo, así sea. Te quiero
demasiado para que me importe.
Increíblemente, a ella tampoco le importó.
Habló un momento con una compañera algo mayor, volvió junto a Mariano, bebió de
su copa mirándole a los ojos y dijo: "Llévame a tu hotel".
Los detalles de ese primer encuentro
carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció que ésa había sido su
primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor físico. (Con su inevitable
mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada que ver con los fugaces y
anodinos encuentros con Charito).
Mariano regresó, no podía ser de otro modo,
a su pueblo, a las cosechas, al café, al velado cariño conyugal, a la vida
insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora tenía algo: Una isla habitable en
medio del mar de mediocridad y desconsuelo. Una feria que se celebraba
anualmente y que le daba la oportunidad de vivir, siquiera por unas horas, la
vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces, sus visitas a la capital se
repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres días que permanecía allí,
Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas partes. Después, volvía la
rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.
A causa de algunos cambios bastante
evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría desde el primer momento,
pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la vista gorda. Al parecer, las
escapadas de los agricultores a la Ciudad eran comunes y, según algunas que se
las daban de modernas, necesarias para preservar la paz en el matrimonio. Así
pues, ignorante de la identidad de la amante de su marido, Charito se encogió
de hombros y toleró, como tantas otras, con idéntica resignación, los viajes de
Mariano.
También la "Visi", según el
testimonio de sus compañeras, sufrió una transformación importante. Seguía
siendo la amiga alegre, pero ahora, además, había en sus ojos un fulgor nuevo.
Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al año no son gran cosa, es cierto, pero
son mucho más que nada. Un pequeño remanso donde tomar fuerzas para seguir
nadando río arriba, tal vez hacia ninguna parte, pero nadando a pesar de todo,
con ayuda del recuerdo de la última Feria y la esperanza de la próxima.
Durante catorce años la vida fue eso, un
antes y un después del fin de semana mágico que cada otoño les tenía reservado.
En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el infinito esas horas,
quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero siempre los labios de
la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y no volvía a hablarse
del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca dejaron de sentir que,
en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que había propiciado su
encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible evitar el sentimiento
compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser iguales entre las viejas
casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y acusadores de los vecinos. La
felicidad se hallaba bajo las circunstancias más extrañas.
Y ahora, la "Visi" se había
marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él pudiera esbozar siquiera
una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz que, por encima de los
efluvios del anís, le repetía que esta vez era para siempre, que esta vez no
iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los años en las calles de la
Ciudad.
Se percató de que Andrea estaba hablándole
en voz baja. Supo que las palabras no eran tan importantes como el hecho de que
alguien estuviese pronunciándolas. Notó que lloraba y no trató de evitarlo ni
de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen por su rostro mientras el dolor
de la pérdida roía su corazón.
Pagó las copas y se dispuso a marcharse.
Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó. Caminaron por las estrechas
callejas donde la noche, dicen, es peligrosa; sintieron el aire fresco
demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.
Esa noche, en brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior, el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas partidas de cartas, al lecho frío.
Al día siguiente, al despertar, la
habitación estaba desierta. A su lado, entre las sábanas, no había nadie.
Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó, hizo la maleta, bajó a
desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación, sacó un billete y tomó el
tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al otro lado del cristal, con un
gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras le esperaban. Habría otros
años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente, seguía.
Pero he aquí que en ese instante de suprema
renuncia, Mariano recuerda un detalle que había permanecido agazapado en su
mente. En su mano, de repente, surge un sobre cerrado. Es una carta que la
"Visi" dejó para él. Rasga el sobre, extrae el papel doblado y lee.
Su rostro va adquiriendo una expresión diferente. La resignación desaparece,
una creciente calma va ganando el pecho del viajero, una vaga sonrisa surca de
pronto su cara campesina.
Ignoramos el texto de la carta. Sólo
sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente y depositar en ella un
tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la ventanilla, se incorpora, no
se toma siquiera la molestia de recoger su equipaje y se apea en la primera
estación.
Más tarde tomará otro tren que le devuelva
a la ciudad, a la que ahora, definitivamente, pertenece.
BOLETOS
No nombraré la ciudad porque la ciudad es
múltiple, y porque lo que allí sucede, bien puede suceder a diario en otra
ciudad, en otro país. Acaso cambien los nombres, los rostros, los objetos.
Yo, turista en todas partes, eterno
extranjero, pertinaz inhabitante, venía caminando hacia la estación, con mi
maleta medio vacía (maleta de nómada incurable, brevísimo catálogo de recuerdos
y ausencias, inútil equipaje), y un creciente cansancio que se iba acentuando a
medida que mis pies cruzaban más fronteras, a medida que mi pasaporte acumulaba
sellos. Puesto que aún faltaba más de una hora para la salida de mi tren, tomé
asiento en una terraza sombreada.
Enfrente, al sol, había varios niños
jugando. Niños pobres, harapientos, de los que abundan en los alrededores de
casi todas las estaciones del Sur. Cuando pasaba alguien con traje, o con
aspecto de turista, uno de ellos se separaba del grupo y se acercaba al
desconocido, ofreciéndole un billete de lotería. El timo es antiguo. Se trata
de billetes viejos, sin premio, que los chicos recogen del suelo o de las
papeleras y planchan lo mejor que pueden para darles apariencia de nuevos. A
veces, algún despistado compra un billete, pero generalmente hay gritos y
amenazas, y a menudo, los chicos tienen que salir corriendo para no caer en
manos de la policía.
No muy lejos de allí, las máquinas
excavaban lo que muy probablemente se convertiría con el tiempo en un centro
comercial o un edificio de oficinas. Quizá a causa del monótono ruido de las
excavadoras, me amodorré un poco.
Una voz suave me despertó.
- Señor...
Cuando levanté la vista, una chiquilla
morena, con dos trenzas medio deshechas y una mancha oscura en la mejilla, me
ofrecía uno de aquellos billetes.
Mi primer impulso fue echarme a reír y
despedir a la mocosa con unos céntimos o con la amenaza de la policía, que es
el remedio habitual en estos casos, pero algo en su mirada me impedía hacer una
cosa así.
- El número es lindo -dijo, tratando de
vencer mi indecisión con esas simples palabras.
Entonces la miré con más detenimiento. Sus
ojos no eran los de una niñita suplicante, no eran ojos mendicantes, ni ojos
víctimas; tampoco eran los ojos pícaros de quien está estafando a un turista
crédulo; aquéllos eran los ojos firmes y tranquilos de alguien que sólo pide lo
que por derecho le corresponde.
No lo dudé un instante. Conté algunas
monedas y puse en su mano el dinero que costaba el billete. Ella me dio las
gracias, sonrió dulcemente y regresó junto a sus amigos. Mientras la miraba
alejarse correteando alegremente, guarde el papelito en mi cartera, junto a la
fotografía de Mariela.
Miré el reloj. Había que irse. Mi tren
estaba a punto de llegar.
Sé que es innecesario contar lo que sigue,
decir que aquel fue el primero de una larga colección de boletos caducados, que
hubo en mi camino otras muchas estaciones, otros niños y otras excusas, que en
cada lugar que visité fui atesorando con avidez los boletos que aquellos niños
famélicos me ofrecían, siempre ante la atenta y burlona mirada de los testigos,
ciegos, incapaces de percibir que todos y cada uno de aquellos papelitos medio
arrugados tenían un premio mucho más valioso que el que indicaban los números
impresos.
Durante años he llevado conmigo ese primer
boleto, prueba irrefutable de que la escena anteriormente narrada no fue un sueño.
A veces, contemplo la cifra, ("-El número es lindo") como si en ella
pudiera leerse algo que no fuese una sucesión más o menos armoniosa de dígitos.
A veces, contemplo la cifra como esperando que esos signos revelen algo que en
realidad no necesita ser revelado.
Reflejo en la niebla
Yo era un buen tío. Lo que coloquialmente
se entiende por un buen tío. Siempre ayudaba a mis amigos. Hacía buenas obras…
Ya sabe: Dar limosna, indicaciones a desconocidos para encontrar tal o cual
sitio, consejo a quien lo necesitase. Nunca volví la espalda a nadie. Nunca me
faltó una sonrisa o una palabra de aliento. Igualmente fui generoso en el
esfuerzo. No es por jactarme, pero fui el mejor en lo mío. En mi oficio, quiero
decir. Hubo un tiempo en que no dejaba de recibir ofertas para cambiar de
empresa. Acepté unas y rechacé otras, siempre en busca de algo mejor, en el más
amplio de los sentidos. Pero ocurrió como tantas veces: Llegó el cambio de
siglo y mi oficio empezó a desvanecerse. Hoy apenas quedan unas pocas empresas
del gremio, en las que, como es natural, importan mucho más los resultados
económicos que la calidad del trabajo en sí. Por eso un día amanecí desempleado
y pobre. Y, para peor, viejo. Otros venden su cuerpo o venden su alma. Quizá ni
siquiera aprecian la diferencia entre una cosa u otra. Pero yo no sirvo para
eso. De haber servido, otro hubiera sido sin duda mi destino. Oportunidades no
me faltaron. Pero hace falta un talante especial para mirarse en el espejo la
mañana siguiente y no arrojarse de cabeza contra el propio reflejo. Sé que
usted me comprende. Y sabe que sólo por eso le estoy apuntando con esta
pistola, instándole a que me dé su dinero y objetos de valor. No hay nada
personal en ello. Son negocios, como suele decirse.
Me cuenta todo esto mientras me mira con
unos ojos que no delatan a un criminal, sino, más bien, a una persona atrapada
en un pantano o encerrada en una prisión de barrotes invisibles. Así que le doy
cuanto me pide (no todo lo que llevo, sino más o menos la mitad, siguiendo sus
instrucciones: Un poco de dinero y un reloj de escaso valor) y el tipo me
agradece, guarda la pistola, dice que ha sido un placer tratar conmigo, que no
me mueva de ahí hasta que él haya desaparecido por la esquina de la plaza.
Miro en la dirección que señala. De allí
viene un eco sordo: el estrépito lejano de un tren a poca velocidad, tal vez
entrando en la estación, sonido que irremediablemente me recuerda “Bailando en la oscuridad”, la
estremecedora película de Lars Von Trier.
Todavía estoy atontado por el sobresalto de
verle aparecer frente a mí con el arma en la mano. Quizá por eso me pregunto
qué tren, qué estación. No recuerdo que haya una cercana. Él sigue hablando,
con la misma calma. Me aconseja no denunciarle. No por posibles represalias
suyas, que desde ese momento se compromete a que no las haya en cualquier caso,
sino por la conocida inefectividad de la policía. "Perderá usted una
mañana entera poniendo la denuncia y no recuperará nada de esto. Y no se le
ocurra preguntar por la causa de tanta espera. Si lo hiciera, lo mismo termina
usted investigado o algo peor", me dice. Luego se disculpa, hace un gesto
que podría significar cualquier cosa y se aleja hacia la estatua medio oculta
entre la bruma.
Al principio me sentí enfadado. No mucho,
pero lo bastante como para haberle dado un buen mamporro al tipo si no hubiese
sido por el contundente detalle de la pistola. Pero mientras lo veía alejarse,
me invadió una especie de nostalgia inexplicable y pensé que tal vez, en el
fondo, ambos éramos la misma luz descuartizada por el tiempo y las
circunstancias. Pensé que, en un país como éste, repleto de desempleados y
azotado por la injusticia social y la corrupción del poder, casi era una suerte
haber topado con este individuo y no con otro más violento, o peor: Una
multinacional dispuesta a extraerme hasta la última gota de sangre para
venderla en el mercado y después arrojar mi cadáver a las alcantarillas de la
miseria.
Comencé a frecuentar el parque todos los
días, me habitué al ruido de los trenes -había una estación, después de todo-,
me convertí en una presencia habitual, como tantas otras irreconocibles al otro
lado de la niebla, acaso esperando repetir el encuentro, tener la oportunidad
de explicar con detalle -y ser escuchado- las circunstancias de mi propia
deriva, de la resaca que me va llevando, lentamente, hacia lo tenebroso.
Manos
Se miró una vez más las manos. Lo hacía
constantemente en los últimos días. Desde lo del tren, las sentía como algo
ajeno, algo que en realidad no formaba parte de él pero que estaba ahí, como
una especie de entidad parasitaria, un virus que amenazase con propagarse de
forma fulminante al resto de su cuerpo, pero que, en cualquier caso, no podía
ser exterminado ni aislado. Sólo quedaba entonces una especie de resignada
desconfianza y ese gesto ya casi mecánico de contemplar con insistencia sus
propias manos como si en realidad fuesen las de un desconocido, y hubiese que
estar atento para saber qué hacía con ellas.
No puede negarse que, después de lo
ocurrido, las manos habían vuelto a comportarse normalmente, sin apartarse un
ápice de su rol establecido. Igual que antes de ese frío día del carbón y los
muchachos corriendo, sus manos tocaban, aplaudían, acariciaban, sujetaban, escribían
cartas y palmeaban espaldas como siempre habían hecho.
Pero ese día, cuando sus ojos vieron venir
a los chicos corriendo (eran rostros de frío, eran cuerpos de hambre, eran
manos heridas de miseria, eran piernas enfermas de injusticia, eran ojos de muertos
que caminaban, de muertos que corrían en busca de una pequeña brizna de
esperanza, encerrada esta vez en ese negro carbón que viajaba silencioso por
las vías) las manos obedecieron órdenes que su cerebro no había pronunciado.
Con implacable lentitud montaron el arma, apuntaron, hicieron fuego. Cuando el
chico cayó al suelo, no hubo remordimiento. No podía haberlo. Él no había hecho
nada. Fueron las malditas manos, como gobernadas por alguien que de repente
hubiera asumido el control, quienes hicieron todo eso de forma tan eficiente
como rutinaria. Por eso ahora se mira tenazmente las manos, como tratando de
descubrir algo que sabe imposible. Por eso casi no duerme, temiendo que alguna
de estas noches las manos vuelvan a actuar por su cuenta, temiendo que esas
manos de otro se deslicen furtivamente por su pecho y sigan subiendo, con
infinito sigilo sigan subiendo hasta cerrarse blandamente en torno a su cuello,
privándole poco a poco del aire y haciendo que el sueño se transforme en otra
cosa aún más nebulosa, quizá un territorio de trenes y muchachos famélicos con
ojos de hambre antiguo buscando un poco de carbón para calentarse en ese otro
lado del que no se regresa.
El Sur
(Dudignac)
Podría abrir los ojos, encogerme de
hombros, decir: “no sé qué estoy haciendo aquí”. Y sería verdad, al menos
parcialmente. Toda verdad es incompleta, eso lo sabemos. Porque el conocimiento
de nuestra propia realidad también es parcial. Verdad es que nunca antes había
oído esa palabra, pero no es menos cierto que escucharla me trajo, de repente,
imágenes de un tiempo ya pasado, de un lugar nunca visto, de una música
extraña…
Creo que lo dijo Urbano Powell, una tarde
imposible, mateando. Aunque ya no sé si es recuerdo o presunción. Evoco la
palabra: “Dudignac”, una voz pronunciándola, el tenue escalofrío que mi cuerpo
sintió… Otra voz, no la primera, apuntó: “eso está en Europa, en Francia, en el
sur”, y la primera voz, tranquila, replicó, “no, ché, eso está aquí mismo, a
poco más de 300 kilómetros de Buenos Aires, cerca de Nueve de Julio. Es un
pueblito… y bueno, también es una estación abandonada…” un silencio expectante,
un leve carraspeo “de aquellas del Midland, ya sabés”.
Y yo, que escuchaba en silencio, con el
corazón encogido, no sabía, pero… supe.
Supe que tenía que ir a esa estación, y no,
no me pregunten, porque aun hoy, aquí sentado, todavía no tengo una respuesta…
No podría precisar tampoco los acontecimientos que siguieron. Todo fue un
vértigo de acciones sumidas en la niebla. Sé que hablé con personas a quienes
no conocía, que acumulé datos innecesarios, que hice preguntas cuya respuesta
en realidad no me importaba, porque desde el primer momento, desde que aquella
voz pronunció esa palabra, yo sabía que un día mis pies se posarían en la antigua
estación abandonada, en ésta en la que ahora me encuentro, viviendo en primera
persona esta historia que ni siquiera yo comprendo…
El verde tiene muchos tonos, hay muchos
verdes, pero el sur francés es otra cosa. No lo sé yo, yo nunca estuve allí,
nunca salí de esta tierra que a veces me resulta inhóspita, pero a la que, sin
saber muy bien el motivo, no puedo dejar de amar… Yo no lo sé, repito; pero lo
sabe él: ese hombre que escribe, ese hombre que está escribiendo estás líneas,
alguna vez estuvo allí, en ese sur plagado de colinas verdes y valles inmensos
que su palabra inhábil no alcanza a describir de forma precisa…
Pero yo no lo sé, yo nunca estuve allí. Sin
embargo, si cierro estos ojos, testigos de la infamia de más de medio siglo,
que sin querer mirar lo han visto casi todo… Si aquí sentado cierro los ya
cansados ojos y dejo que mi mente vague libre, puedo sentir el olor de esos
viñedos que no son de estas tierras; puedo percibir, sin ver, esos árboles
verdes, ese césped que es casi un resplandor a ras de suelo, los diminutos
pueblos que adornan las laderas. Pero si abro los ojos, si cedo a la tentación
de lo real (pero ¡qué sabemos en el fondo si es, en verdad, real!), vuelvo a
estar aquí en Dudignac, una vieja estación abandonada por la que ya no pasa el
tren; o tal vez sí: un tren fantasma que no conduce a ningún sitio, sólo al
recuerdo de otras gentes que están lejos de aquí, allende el mar y el tiempo,
escribiendo palabras que yo no entendería.
Allí, en ese otro lado, en ese otro sur que
nunca vi, la estación tiene vida. Hay viajeros que esperan, viajeros que
conversan, viajeros solitarios que no saben muy bien cuál será su destino (si
lo miramos bien ¿quién sabe, en realidad?). Hay funcionarios con sus uniformes
un tanto gastados por el uso, hay maletas, cigarrillos, un viejo reloj,
expectativas… Acaso alguna vez, ese hombre que escribe, estuvo en tal lugar,
acaso él escuchó la música que ahora, sentado en este banco con los ojos
cerrados, me parece evocar.
Con los ojos cerrados se siente un viento
fresco, la caricia del sol en pleno rostro, ese sopor me lleva hacia lejanas
fechas, me invaden los recuerdos de aquella primavera (¿qué primavera? pienso)
Aquella primavera que es mi otoño, tal como siempre fue. Con los ojos cerrados
casi puedo sentir el temblor de la tierra, el sonido lejano de un tren que va
acercándose, las voces que resuenan alrededor de mí…
Y aunque sepa que por aquí no pasa el tren
desde hace más de treinta años, es tan grato dejarse seducir por esa magia… Tal
vez sólo por eso, permanezco sentado en este banco, con los ojos cerrados,
aguardando en secreto la llegada del tren, ese tren que es tan sólo una
esperanza, la inverosímil fantasía de un alma que dormita.
Y entonces, él también, ese hombre que
escribe, puede cerrar los ojos; allí parapetado tras su mesa, puede cerrar los
ojos, recobrar ese olor casi olvidado, sentir la emanación de los viñedos, las
voces, las campanas, y retornar al día en que llegaba el tren que no pudo tomar
en su lejana Europa (ese tren que había de conducirle a su destino). Nada
importará entonces si el nombre no es el mismo, si es apenas el eco de una voz
junto al fuego, una simple palabra que se quedó prendida en el alféizar gris de
esa ventana que algunos llaman alma. Tal vez así los dos: ese hombre que sueña
(si es que es él, el que sueña), y este hombre que espera (si es que soy el
soñado) podamos al final entremezclar nuestras ficciones: su Sur con este Sur,
el mío con aquel que nunca he conocido.
DE LA FUERZA DEL NOMBRE
I
El Coiro me manda un enigmático y brevísimo
correo donde dice: "¿Podés
escribirme algo sobre Casbas?". El nombre no me suena de nada, por lo
que abro el Firefox y busco en Internet. El primer enlace conduce hasta un
pueblo de Huesca cuya existencia ni siquiera conocía (Huesca es la provincia
limítrofe por el norte con Zaragoza, donde vivo), un pueblo pequeño hacia el
este, cerca de Abiego y Bierge, nombres que sí reconozco. Y puesto que nunca
antes he estado allí, me digo: "¿Por qué no?", pensando que lo que mi
amigo argentino quiere es información de primera mano sobre este pueblecito, y
nada más natural, por otra parte, que me pida el favor viviendo yo tan cerca
del sitio en cuestión.
Así que al otro día meto unas cuantas cosas
en una bolsa de deporte y me echo a la carretera. Camino durante un buen rato,
hasta que un auto negro, un Renault 5 con más de veinte años, se detiene junto
a mí. El conductor, casi un adolescente, me pregunta: "¿Te llevo?".
Por supuesto, acepto. Él tampoco conoce el sitio. Su acento le delata: es
gallego. Con una sonrisa franca, confirma mi sospecha. Dice que va al norte, a
los Pirineos, sólo por ver la cordillera. Le han hablado de parajes
extraordinariamente bellos, aunque no recuerda bien los nombres o los mezcla o
los confunde. Para no resultar redundante, le menciono sólo cuatro lugares
(también escribo en un papel los nombres y la forma de llegar hasta allí) que
en mi recuerdo crecen más y más conforme se aleja el tiempo en que me fue dado
visitarlos. El primero es el Forau d´Aigualluts, en el Valle de Benasque, una
pequeña explanada rodeada de montañas donde, a veces, se tiene la sensación de
que llueve hacia arriba. Es lo más lindo que yo vi nunca. El segundo, un pueblo
llamado Aínsa. El tercero, aunque he de confesar que no me impresionó cuando
estuve allí, es el Monasterio de San Juan de la Peña. No sé que es, pero hay
algo desconcertante en la montaña donde está situado, algo feo y sin embargo
inolvidable; tal vez -pienso confusamente- hago mal en recomendarle esa visita.
Por último, escribo: Selva de Oza. "¿Qué es?", me pregunta. Es un
valle hacia el oeste, por donde discurre el río llamado Aragón-Subordán. La
vegetación tiene un color oscuro que produce sensaciones difíciles de
describir, pero allí uno siente que está vivo, que de verdad pueden ocurrir
cosas que te hagan sentir vivo, cosas maravillosas o atroces, pero en cualquier
caso reales. El tipo asiente, acaso sin comprender del todo el sentido de mis
palabras, y promete que irá a todos esos sitios. Luego se pone a hablar de su
coche y, más tarde, de los grupos musicales que le gustan, cuyos nombres casi
siempre me resultan extraños. No obstante, reconozco algunos, lo cual es motivo
de alegría para ambos. Le recomiendo otros, que él no oyó jamás. “Te gustarán”,
le digo.
Al llegar a Huesca, tomamos la carretera
hacia Lleida. Unos kilómetros más adelante, nos despedimos con un apretón de
manos. No tardaré en darme cuenta de que ni siquiera nos habíamos presentado.
Somos dos extraños caminando en un túnel o en un insondable laberinto, que sólo
por casualidad han compartido un brevísimo trecho del camino. Tal vez ninguno
de los dos encuentre lo que busca, o como sucede tantas veces, lo encuentre y
no lo reconozca.
Por la estrecha carretera que conduce a
Casbas apenas hay tráfico. Atravieso una población y sigo adelante. Según el
mapa, ya casi estoy. Es entonces cuando, de pronto, me asalta una extraña idea:
¿Y si no es esto lo que quería el Coiro?, pienso. ¿Qué interés puede tener para
Inventiva un minúsculo pueblo aquí en mi tierra? Un sitio del que, por otra
parte, ni siquiera yo tenía noticia hasta este momento. ¿Habrá algo que se me
escape en todo este asunto? Perdido en esa confusión y en esa carretera
solitaria, unas palabras aparecen en mi mente, fosforescentes como un letrero
luminoso en medio de la noche: Próxima estación Casbas. Me doy cuenta de que he
metido la pata (el Casbas sobre el que debería escribir es otro, y está en
Argentina y no sé absolutamente nada de él. Mi maldito despiste crónico me
impidió recordar hasta ahora que es una de las próximas estaciones del
Inventren) y lo peor es que está anocheciendo (es otoño y los días acortan).
Por suerte, al fondo puedo ver las primeras casas. Advierto que estoy cansado.
Espero encontrar un sitio donde me dejen dormir, porque hace un poco de frío y
la manta que he traído es más bien fina. Pero no se ve un alma por las calles.
Al fin, distingo un vago destello al fondo
de una calle lateral. Se trata de una puerta iluminada. De no haber anochecido
ya, no la hubiese visto, tan tenue es el resplandor que de ella sale. Hacia
allí me dirijo, con paso lento y el oído alerta. No es natural este silencio.
Sobre la puerta hay un letrero de madera. La inscripción apenas puede leerse,
pero se adivina que el lugar es una taberna. Cruzo el umbral y me encuentro en
un cuchitril mal iluminado donde parece no haber nadie. Al oír mis pasos, un
hombre sale por una puerta situada al fondo y, con un perfecto acento
argentino, me saluda y pregunta si deseo tomar algo.
II
Una sensación de irrealidad me atenaza. No
acierto a responder. Sólo le miro como se mira a un aparecido o como se podría
mirar el propio reflejo en un espejo diseñado por Klein (el de la botella). Él
repite la pregunta, más despacio, como si yo fuera extranjero y no comprendiese
bien el idioma. No sé qué decir, qué hacer. Me siento como un actor de teatro
esperando que el apuntador le sople el texto. Por fin, con cierto embarazo, me
atrevo a pedir una cerveza. Mientras me sirve, el tipo explica que el pueblo
está desierto porque hay un concierto en las piscinas municipales, un grupo de
pop, uno de esos que venden muchos discos donde las diez o doce o quince
canciones son, en realidad, la misma. Añade que incluso ha venido gente de los
otros pueblos cercanos y hasta algún autobús de la ciudad. (Ese silencio ahí
afuera, sin embargo, esa ausencia…). Al preguntarle dónde estoy, él me mira de
arriba abajo y dice con naturalidad el nombre del pueblo. La siguiente pregunta
no es fácil de hacer. Si el mundo sigue girando en su órbita normal y éste es,
como parece, un hombre serio y cabal, se va a acordar de mis muertos y suerte
tendré si no me saca del establecimiento a golpes; si por el contrario, el
temor que me aprieta el corazón resulta ser fundado, yo me volveré loco. Aun
así, no queda otro remedio: "Pero ¿Casbas de España o de Argentina?"
digo en un susurro. Al principio, pienso que no me ha entendido, y tal vez sea
lo mejor; acaso en el fondo conocer ese detalle no importe en realidad.
Pasado un instante, levanta la vista del
barreño en el que en ese momento estaba lavando unos cubiertos y dice:
"¿Acaso quieres tomarme el pelo?". Entonces me atropello, intento
explicarle lo ocurrido, nombro el Inventren y algunas otras estaciones, le
cuento que soy poeta. "¡Poeta!" dice él. "¡Poeta!" repite.
"No me lo creo. Nadie va por ahí en estos tiempos diciendo que es poeta.
Usted es un aprovechado. Un sinvergüenza". Yo insisto. Mi sombra en el
suelo gesticula como una marioneta de trapo, parece la sombra de otra persona,
idéntica a mí pero con otro ritmo. Con amargura recuerdo que no he traído un
solo libro; de haberlo hecho, mis argumentos quizá tuviesen más peso. Entonces,
sin explicación, hay por su parte como una sorda aceptación, no ya de mis
palabras o de lo que ellas pretenden comunicar, sino de la remota posibilidad
de que sean ciertas. Mirándome de reojo, con desconfianza aún, se dirige hacia
un extremo del mostrador, levanta un trapo oscuro que cubre un ordenador
portátil y sentencia: "Ahora lo veremos". Abre el explorador, busca
el Inventren, busca mi nombre, encuentra resultados que le satisfacen, parece
comprender que no le he mentido. La expresión de su rostro es otra ahora; luego
me indica una mesa y sale del mostrador con una botella de vino en una mano y
dos vasos en la otra. Nos sentamos, sirve el vino, enciende un cigarrillo y se
larga a hablar convulsiva y nostálgicamente.
Así, me entero por fin de que nada extraño ha sucedido (si es que no es extraño encontrar de repente, en medio de un desierto, a un hombre que creemos habitante de otro desierto distante más de diez mil kilómetros). No hubo viajes astrales ni agujeros en el espacio. Estamos en Huesca. Con la voz plena de emoción, Manu (ese es el nombre de mi interlocutor) me habla de su niñez, de su adolescencia, se demora en detalles que tal vez hayan dormido ahí durante años, esperando esta noche y este vino; (afuera continúa el silencio, no hay ruido de pasos, ni de autos en marcha, ni siquiera el eco lejano del concierto. Si yo fuese otro, si fuese un tipo valiente, tal vez me asomaría un instante a la puerta, para mirar la luna, sólo eso: mirar la luna y saber que todo está bien). Mientras, la voz ronca de Manu me habla de la barra, de una novia que tuvo y perdió, “¡qué linda era!”, exclama. Luego hay un silencio necesario. Un movimiento lento, la mano de Manu buscando en su cartera y sacando de allí una foto cuarteada por el tiempo. La miro y hago un gesto de admiración. En efecto, la muchacha es guapa. (no sé si es entonces cuando comprendo que éste es cualquier lugar y cualquier momento, un retazo arrancado a mordiscos de la eternidad; tal vez por eso el obstinado silencio del exterior, la silueta en la pared de dos desconocidos conversando, dos latinoamericanos perdidos en cualquier parte, lejos y cerca de la vez, tenues fantasmas de sí mismos, sombras que se proyectan desde remotas noches olvidadas, que viajan en la nada hacia un tiempo inconcebible). Después escucho la descripción de un oscuro boliche que en su memoria se confunde con otros muchos que habría de conocer más tarde; me habla de su trabajo en el campo, del fatídico día en que se fue el último tren... Entonces algo parece romperse en el pausado hilo del relato. Clavo mis ojos en los suyos. Sujeto el vaso que viaja hacia sus labios. Lo insto a continuar, con el leve asomo de una sospecha insinuándose en mi entendimiento. Él me mira gravemente y retoma la narración: "...yo me fui en él. Aquel último tren que pasó por Casbas City, hace ya más de treinta años, se me llevó consigo. Luego anduve haciendo un poco de todo por todas partes. En Argentina, en Chile, en Colombia, en Bolivia y Ecuador, que es decir casi lo mismo, o de forma más breve, más certera, en Latinoamérica, que es mi patria... Nuestra patria" se corrige. Yo asiento. Luego continúa narrando las peripecias de una vida, una vida errante, como lo son todas. "Y, entonces, de pronto, llegué aquí" dice mientras vacía en los vasos lo que queda de la segunda botella. "De alguna manera, sentí que mi deriva había terminado. No es que la coincidencia del nombre y el cansancio acumulado me llevasen a tomar la decisión de quedarme. Esa decisión era anterior, fue ella quien guió mis pasos hacia estas tierras, ella quien me llevó de pueblo en pueblo hasta terminar en éste. Cuando llegué era de noche, como ahora. Dormí en unas ruinas a las afueras. No supe donde estaba hasta la mañana siguiente, pero durante el sueño supe que me quedaría aquí. No puedo explicarlo mejor. Lo sentí. Sólo eso. Y aquí estoy desde entonces".
No hablamos más. Ambos estábamos algo
borrachos y era muy tarde. Dormí allí mismo, en una pequeña habitación que
servía de almacén y donde había sitio de sobra. Al otro día, después de un
abundante desayuno, Manu estrechó mi mano y nos despedimos como dos viejos
amigos. Ambos sabíamos que había muy pocas posibilidades de volvernos a
encontrar. Eché a andar por la carretera, en dirección al sur, no a ese Sur que
nunca vi y que mi corazón incansablemente anhela, sino al otro, al de todos los
días, al sur prosaico donde la vida sufre una combustión tan lenta que ni
combustión parece.
Inventren
Al amigo Coiro, que
sueña trenes.
Lo que vemos desde aquí no es más que un modesto edificio de una sola planta, con una puerta de madera y dos ventanas. Se adivina que en otro tiempo estuvo pintado de blanco, pero ahora toda la fachada está repleta de desconchones y lo que parece ser un impreciso conglomerado de restos de pintura, con diversos colores mezclados de forma aleatoria, como lo haría un niño. "Ese estrago no es obra de niños" dice el Gringo. El Gringo era actor. Vino hace casi treinta años a participar en una película, descubrió la melancólica noche de nuestras ciudades y la insondable desnudez de nuestros yermos, y nunca más volvió a su tierra. Desde entonces vaga por ahí con su videocámara y un ansia insaciable de escenas por grabar, de mundos por descubrir y relatar.
Si nos acercáramos un poco más, veríamos
que se trata de la oficina ya inútil de un apeadero abandonado, último residuo
de un pasado que se nos va marchando lentamente. Un poco más cerca, observamos
que la puerta, que alguna vez fue verde y ahora es un mero trozo de madera
reseca, ha sido abierta, quizá forzada, y que las ventanas no tienen cristales.
Pensamos que acaso alguien se los llevó para venderlos, o que estarán
esparcidos por el suelo, fragmentados en miles de pequeñas astillas
transparentes que dentro de un rato, cuando el sol esté alto, sembrarán de
reflejos el entorno, multiplicando la aridez de este paisaje.
Nuestros pasos, lentos, resuenan sobre la
calma del amanecer austral mientras nos vamos aproximando a la caseta. A pocos
metros hay un auto, que parece tan abandonado e inútil como todo lo demás. El
volante y el cambio de marchas han desaparecido, así como tres de las ruedas.
La cuarta está destrozada. También faltan la puerta del conductor y los
espejos. Ese auto tiene un no sé qué de animal herido. De bestia moribunda que
se ha arrastrado hasta aquí a exhalar su último aliento, al lado de las vías
por las que una vez circuló esa especie de hermano mayor: el tren. Pero también
las vías han emigrado a otras latitudes. No queda por allí ni un solo hierro.
Algunas traviesas de madera, uno que otro tornillo enterrado, la hierba seca
marcando el lugar donde antes hubo raíles, como queriendo contar una historia,
una vieja balada de destierros y encuentros.
Dentro del inmueble en ruinas hay alguien.
Se asoma al acercarnos. Es el Marmota. Le llaman así porque siempre parece
estar durmiendo. La realidad es que padece una suerte de insomnio crónico, que
le impide dormir durante la noche. Eso hace que se pase el día dando cabezadas.
Antes la cosa era diferente: El Marmota trabajó, como todos nosotros, en el
ferrocarril. Fueron años dichosos. Uno se pone a contar anécdotas y no termina.
Ganamos algo de plata, hicimos buenos amigos, recorrimos este país hermoso,
vivimos. Luego todo terminó de repente. La casa donde vivía el Marmota en esa
época estaba a unos doscientos metros de las vías. Cada noche, antes de
acostarse, escuchaba pasar el tren de las once, que iba hacia el norte. Media
hora más tarde, con bastante puntualidad, podía escuchar, a veces ya desde la
tibia región del duermevela, el que venía atravesando la estepa rumbo al sur.
Ese era el mejor indicio de que el mundo seguía marchando, de que todo estaba
bien. Después -esto ya lo supo todo el país por los diarios o la televisión-
esa ruta quedó obsoleta y se suspendió el tráfico. Muchos de nosotros nos
quedamos sin trabajo. Aquella primera noche sin trenes, el Marmota permaneció
acostado cara al techo durante horas, esperando, sin saberlo, el sonido que
había venido escuchando y amando desde que tenía conciencia. El bárbaro
silencio no lo dejó dormir. Desde entonces, cada noche no es más que un reflejo
borroso de aquélla, la pesadilla de la que no le es posible despertar.
Por eso no es extraño que haya sido el
primero en llegar. Nos saluda con un gesto. Nos muestra el interior. Un armario
desgajado y un par de sillas raídas, un tablón de anuncios con cuatro o cinco
chinchetas oxidadas, un botiquín vacío. También hay un diminuto baño con las
paredes desnudas. Habrán aprovechado las baldosas. "No es mucho, la
verdad" murmura el Gringo. "Hay que ser cautos" dice alguien.
"No sabemos bien de qué va esto. Ya se verá".
Todavía falta gente, no sabemos cuánta. Nos
sentamos afuera, en el suelo, a la sombra. Aún no hace calor, pero es el lugar
más agradable para esperar. Fumamos en silencio, con la mirada perdida en un
punto inconcreto, cada uno sabrá qué es lo que ve en esa intersección
imaginaria.
Un rato más tarde aparecen dos mujeres con
un bulto. A lo lejos, parece una especie de alfombra enrollada. Se oye un
susurro: "Son ellas". Caminan despacio, quizá el peso les impide
avanzar más aprisa. Dos de los hombres se incorporan, tiran sus cigarrillos al
yermo donde antes estaban las vías, y van al encuentro de las mujeres. El
tercero sonríe. Hace años que las conoce. Sabe lo que va a pasar, como si ya lo
hubiera visto antes, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida que ver una
y otra vez esa misma escena: Se encontrarán a mitad de camino, o un poco más
lejos, allí donde un letrero sujeto con alambre al poste inclinado todavía
indica el nombre del apeadero, y una flecha mínima, insignificante, señala la
dirección a seguir. Después, ellos se ofrecerán a llevar el pesado fardo.
Ellas, educada pero firmemente, rechazarán la propuesta. Habrá una breve y
acalorada discusión. Luego, ellos regresarán a paso ligero, sin mirar atrás,
mientras ellas se van aproximando con lentitud, saludando con la mano de vez en
cuando y parándose a descansar un par de veces.
Cuando llegan, apoyan el fardo sobre uno de
los muros y saludan a todos. Hay sonrisas y abrazos. Queda olvidado el
incidente de unos minutos antes. Somos una misma cosa, las pequeñas
contrariedades no deben afectarnos. Tenemos un objetivo, aunque aún no sepamos
muy bien cuál es. Así pues, nos saludamos y charlamos durante algunos minutos.
En realidad, no sabemos de qué: Lo importante en ese momento es el sonido de
las voces, saber que estamos ahí, que hemos regresado del exilio al que nos
sometimos, o al que no pudimos escapar.
Luego, todos callamos. En el horizonte ha
aparecido el Catalán. A esa distancia parece más pequeño, pero así y todo, no
pasa desapercibido. Alguien pregunta "¿Se habrá acordado de traer los cuadernos?".
Es una pregunta retórica. Todos conocemos la extrema seriedad y eficiencia del
Catalán. Resulta extraño verle con traje y corbata en un día como hoy y en un
lugar como éste. Al caminar, sus pies levantan pequeñas nubes de polvo que se
quedan durante un instante posadas sobre el camino terroso y después se
desvanecen como fantasmas inexpertos. Trae una maleta en la mano derecha, una
maleta pequeña. Nos sorprende un poco reparar ahora en que los demás no hemos
traído equipaje. No pensábamos que fuese necesario, y quizá no lo sea, mas el
hecho de ver a uno con una maleta nos hace pensar en ello por primera vez desde
que iniciamos esta aventura. Entendemos, porque así se nos dijo, que todo
empieza en este lugar y en este día, pero nada sabemos de lo que vendrá luego.
"¿Y no es siempre así en la vida?" se pregunta uno de nosotros,
imposible saber quién.
Ha ido llegando más gente. Unos charlamos,
otros permanecemos callados mientras oteamos la lejanía por si vienen más. La
mañana va floreciendo. Nadie mencionó una hora concreta; no obstante, algunos
empezamos a estar un poco intranquilos. Aunque nadie va a volver sobre sus
pasos, eso no lo dudamos. Así que nos ponemos a esperar. Fumamos y charlamos;
caminamos y fumamos, alguien canta por lo bajo. El día va transcurriendo. Hay
quien piensa que tal vez sería hora de regresar a su casa; sin embargo, aquí
nadie se mueve. No sabemos qué, pero en el fondo todos confiamos –o nos dejamos
mecer en ese espejismo- en lo que ha de venir, aunque nos sea imposible cifrarlo
o definirlo. Escrutamos la inmensa extensión que se extiende en torno; creemos
adivinar, a lo lejos, sombras que se mueven, autos que van o vienen, aunque
sabemos que no hay ninguna carretera cercana. Llega la primera penumbra del
crepúsculo. Tal vez nos preguntamos si en verdad es posible aún esperar algo.
Como un ronroneo creciente, la noche se acerca y nada ha sucedido. Sobre el
murmullo, se escucha un rasgueo de guitarra, una voz que entona una milonga,
otra que le acompaña. Al otro lado, en el yermo, se repiten los ecos nocturnos
de los lugares abandonados para siempre. Entre todos estos ruidos tan
familiares, se cuela uno nuevo, inexplicable: Si no fuera imposible, diríamos
que se ha oído el traqueteo de un tren en la distancia. "Habrá sido un camión"
farfulla una voz, aunque le falta convicción. Un rato después, el sonido se
repite. Pedimos silencio. En efecto, hay un rumor, lejano aún, pero inequívoco.
Esta vez nadie tiene dudas. Al fin y al cabo, somos todos del oficio. "El
viento lo habrá traído desde la ciudad" musitamos, tratando de negarnos
esa ambigua ilusión que comienza a asentarse en nuestro ánimo. Sin embargo,
aguzamos el oído por si nos es dado establecer de dónde viene; escudriñamos el
norte y el sur, el este y el oeste, convencidos de la inutilidad de nuestra
solícita vigilancia, y al mismo tiempo con la secreta esperanza de ver aquello
que deseamos, distante quimera que nos alzó de nuestros lechos y nos condujo
hasta este minuto en el que todo va a tener sentido, o a perderlo. El sonido es
real y poco a poco aumenta su volumen. Crece entre nosotros un griterío
apagado, hay movimientos inquietos, miradas interrogantes, cierta confusión. De
pronto alguien grita mientras señala un punto luminoso en el sur: "Allí,
allí". Ya no es sólo el traqueteo remoto. Ahora lo acompaña una luz que se
nos va acercando, una luz que viene del Sur. Desconcertados, nos miramos. Nos
gustaría ensayar una hipótesis, fijar con unas pocas palabras eso que está
sucediendo y que no tiene explicación, más nadie dice nada. El sonido se va
elevando hasta resultar casi insoportable. El círculo de luz también ha
aumentado ostensiblemente su tamaño. No puede ser, pensamos. Pero es: Una
locomotora antigua, cubierta por la tierra de todos los caminos, erosionada por
todas las lluvias que el mundo ha visto, se acerca, poderosa y desafiante,
hacia el lugar en que estamos, hacia este apeadero inútil, hacia este yermo
desolado, provocando un rechinar, una agria resonancia, fantástica música que
escuchamos con el corazón encogido. Con un chillido de frenos viejos,
desacostumbrados, se detiene justo al lado de este barracón donde esperamos,
arracimados y anhelantes. Vemos al conductor. Le reconocemos. Era cierto,
entonces. Una voz se eleva por encima del murmullo general. La voz, resuelta,
garabatea en el aire un pensamiento común: "Vamos subiendo. Es la
hora".
Destiempos
Hace tiempo que perdí
la cuenta de las veces que alguien me acusó de soberbia, sin más motivo que
unas palabras leídas o escuchadas en alguna parte. Las más de las veces -no
deja de ser curioso- fue por tratar de desenmascarar a cerdos con piel de
cordero (en contra del dicho popular, no son los lobos quienes se disfrazan de
cordero, sino los cerdos. Miles de mujeres de todos los lugares del mundo podrán
corroborar esta afirmación). Nunca me defendí de esas acusaciones:
probablemente no sean del todo infundadas. No obstante, siempre me he
preguntado si esta soberbia que me achacan -y de la que soy culpable- es
realmente un defecto más terrible que la falsa modestia de quienes lanzan
dichas acusaciones. Cuestión de poca importancia es ésta, tienen ustedes razón.
Si lo mencioné es porque de algún modo está relacionado con lo que vine a hacer
a esta parte del mundo.
He viajado algo. No
demasiado, pero lo suficiente para comprender que un viaje es algo que sucede
dentro de uno, no fuera. Por eso, ahora, cuando me dispongo a bajar del tren
que me ha traído hasta aquí, sé que el tren, el pueblo, los páramos
atravesados, la tierra amarillenta, los viajeros sonrientes y los viajeros
huraños, son algo que está dentro de mí, que forma parte de mí. Por eso, a
pesar de todo, no tengo miedo.
¿Por qué habría de
tener miedo? se preguntará quien hasta aquí haya llegado. Pronto iremos con
eso. Pero antes deberé explicar los sucesos que se encadenaron para traerme
hasta Indacochea. Y ahí es donde entra la soberbia.
Sucedió que un
desconocido me envió un mail. Se confesaba argentino y detallaba la ubicación
exacta del lugar donde habitaba, así como algunas particularidades del mismo.
Tras estas formalidades, a las que presté poca o ninguna atención, de forma
amable pero inequívoca me acusaba de haberle plagiado. Según su parecer, mi
relato "La transición del hielo" se asemejaba sospechosamente a uno
que él había escrito años atrás y cuyo título era "Labio mudo".
Añadía una serie de datos complementarios, tales como fecha de publicación,
editor, etc. Y como colofón adjuntaba ambos relatos, el suyo y el mío, en
archivos de texto separados.
De entrada me indigné
porque la acusación era falsa. Después pensé que no merecía la pena hacerse
mala sangre y borré el mensaje sin la menor intención de responder a él. No
obstante, tras una ducha, un buen paseo y el posterior descanso a la sombra
contemplando los patos, me pareció que al menos debería leer su relato para
saber en qué se basaba la ridícula infamia.
Y así lo hice nada más
regresar. Recuperé el mensaje (por suerte siempre me demoro un tiempo en vaciar
la papelera de reciclaje), descargué los adjuntos y leí. Ciertamente, existían
un par de similitudes superficiales, pero nada más. Me pareció tan absurdo como
si el tipo hubiese argumentado que la acción de ambas historias transcurría en
una misma ciudad no inventada. Justamente así -con cierto grado de ironía- se
lo hice saber en mi respuesta (que, después de todo, no podía dejar de
producirse) añadiendo que ni lo conocía a él ni conocía su obra, por lo que sus
acusaciones no sólo carecían de fundamento, sino que eran completamente
descabelladas. También le rogaba que antes de calumniar a otra persona, en
especial si esa persona era yo, leyese con atención y cautela para, de ese
modo, no caer en el error de confundir una cosa con otra. Creí que mi mensaje
era lo bastante severo para que el asunto quedase zanjado ahí.
Me equivoqué. Unos
días más tarde, llegó su respuesta. En esta ocasión se trataba de otro relato:
"Los días del perro", que según su versión yo habría convertido en mi
"Ópera con lluvia". El tono del mensaje era seco y pretendía ser
hiriente. Al principio me hizo gracia, la verdad. Pero en cuanto empecé a leer,
me invadió una sensación de desasosiego que en algunos momentos se teñía de
incredulidad. En efecto, ambos relatos se parecían. No se trataba ya de dos o
tres detalles nimios como en el caso anterior. El lenguaje y el estilo eran
diferentes, los lugares no eran los mismos, los nombres de los protagonistas
eran distintos, pero lo que se contaba en uno y otro difería muy poco. Yo
estaba seguro de no haber leído jamás aquel cuento. ¿O tal vez lo leyese mucho
tiempo atrás y lo olvidase luego, como confiesa Borges en relación a un cuento
de Papini? Eso me hizo pensar en la fecha, que me apresuré a comprobar.
Mi confusión no
disminuyó al averiguar que en este caso su cuento era más reciente que el mío.
Lógicamente (¿lógicamente?) sospeché que era él quien me estaba plagiando a mí.
Pero entonces -era inevitable preguntárselo- ¿por qué me acusaba? Pospuse esta
duda para más adelante y contesté al mensaje en un tono todavía más arrogante
que el empleado por mi interlocutor. Le hice notar el detalle de las fechas y
le acusé de ser él quien plagiaba. También manifesté mi estupor ante sus
injustificables acusaciones y hasta insinué la posibilidad de presentar una
denuncia contra él.
Su posterior respuesta
(que apenas tardó un par de días) rebosaba incredulidad. Jamás -afirmaba- se le
había pasado por la cabeza la idea de plagiar a nadie. Y menos -añadía- a
alguien a quien estaba seguro de no haber leído nunca antes. Obviamente, había
algún error en las fechas -el obviamente quedaba atenuado por el tono inseguro
de algunas otras afirmaciones- pero lo que era seguro -insistía- era que si
había un plagiador -no dejé de notar ese condicional que significaba una nueva
vía de comunicación, ajena tal vez a la disputa que cabía prever teniendo en
cuenta el curso que estaba tomando todo el asunto- no era él.
Porque la historia
empezaba a cansarme, mi respuesta fue escueta. "Lo que vale para usted
-escribí- vale para mí. Yo no plagio. Tal vez sí me haya leído antes y no lo
recuerde" -brevemente introduje la anécdota de Borges y Papini- "En
cualquier caso, le rogaría que retirase ese cuento que tanto se parece a mí
"Ópera con lluvia" de la web donde se publicó. Atentamente."
Pasó una semana y creí
que todo se normalizaba. Además, otros asuntos más agradables habían ocupado
mis horas en esos días y tenía el tema bastante olvidado. Hasta que llegó el
siguiente correo. En él se hacía referencia a otros seis cuentos (tres suyos y
tres míos). Su "Endiablado fagot" era calcado a mi "Musa
abandonada", salvo por el estilo, naturalmente. En los otros dos casos,
los cuentos eran aparentemente distintos, pero poniendo atención a sus símbolos
y al significado oculto, no quedaban dudas: Unos eran clones de los otros.
Pensé que el tipo trataba de tomarme el pelo; pensé que lo hacía simplemente
por aburrimiento; luego pensé que estaba loco y que mejor sería olvidarse de
todo ese embrollo. Tomé un analgésico y me puse a navegar por Internet,
tratando de borrar acaso la desagradable sensación que me había dejado la
lectura de aquellos cuentos.
Después de un rato
leyendo noticias increíblemente parecidas a las noticias del día anterior y del
mes anterior (crisis económica, corrupción, tornados, USA planeando bombardear
algún país, mucho deporte –eficaz antídoto contra el nocivo vicio de pensar– y
más corrupción), sin darme cuenta puse el nombre del tipo en el buscador y
comencé a adentrarme en su mundo. Comprobé que muchos de sus relatos habían
sido publicados en revistas electrónicas o en páginas de contenido literario.
Leí uno al azar, por puro aburrimiento (o eso me hice creer entonces). Ya sin
sorpresa, fui redescubriendo mis propios relatos en los de aquel desconocido.
Leí durante horas. Creo que ya sólo me movía la curiosidad de saber si ese
reflejo era infinito, el anhelo de hallar un relato que rompiese ese patrón. No
sucedió. Pensé (quise pensar) que alguien dijo –o escribió- en una ocasión que todo ya había sido escrito
y ahora sólo reescribíamos; que tal vez, después de todo, la originalidad no
existe. Pero todo fue en vano. Se apoderó de mí una intensa tristeza, y
melancólicamente me dije que también eso era un reflejo.
Rescaté entonces el
mensaje original del desconocido y lo leí con atención. En él narra que vive en
un lugar llamado Indacochea, en la provincia de Buenos Aires. Lo llama lugar,
-aclara- porque "tal vez pueblo sea un término exagerado para definir esos
escasos edificios bajos y esa estación abandonada". Dice que habita una
casa de dos plantas que no comparte con nadie. Que las pocas personas que hay
por allí se dedican a pescar. Pero él no pesca ni hace nada. Salvo escribir. A
veces. O sentarse a la orilla del Río Salado y pensar. O simplemente contemplar
las aguas y las riberas mientras transcurre el tiempo que se lo va llevando,
igual que la corriente se lleva las ramitas que en él flotan río abajo. De su
explicación se desprende la idea de que habita un desierto que es más grande
que el nombre que lo define.
Yo vivo en una gran
ciudad que se asemeja pavorosamente a un desierto. Escribo o me siento a la
orilla del río Ebro a contemplar las aguas y los patos. Mientras el tiempo
fluye. Al leer me doy cuenta: No somos dos personas diferentes, sino una misma
persona viviendo dos vidas paralelas en lugares distintos. ¡Cómo no íbamos a
escribir lo mismo, aunque de otro modo!
Mandé un mail
expresando estas ideas un tanto confusas. Fui tajante. Había que solucionar
esto de un modo u otro. "Sería conveniente (eufemismo que muy bien podría
cambiarse por imprescindible) -aclaré- que nos viésemos. Allá o acá. Donde
sea". El habló de la completa imposibilidad de emprender un viaje.
Imposible para él conseguir la plata necesaria para el pasaje de avión.
Demasiados kilómetros…
Mi dificultad no era
menor; la única diferencia era mi resolución para zanjar el asunto
definitivamente. Conté el poco dinero que tenía; vendí las dos o tres cosas de
valor que me restaban; pedí prestado. Con todo, pude juntar la plata necesaria.
Sabía que nunca podría devolver los favores ni el dinero, pero ¿qué importancia
podía tener todo eso? Si alguna vez regresaba…
Escribir no es gratis
-pensé mientras hacía el escueto equipaje-. Entraña un riesgo. Uno puede
encontrarse de repente o perderse para siempre entre esas encrucijadas. Los
pensamientos son trenes que se niegan a seguir el itinerario de las vías.
¿Puede haber algo más peligroso en estos tiempos?
Y ahora estoy acá. En
Indacochea. La estación quedó atrás. Una vereda de tierra me conduce hacia
donde debo ir. Es como si mi voluntad, ahora, no contase. Mientras camino no
puedo evadirme al sentimiento de familiaridad que me despierta todo esto. Los
árboles son como los árboles bajo los que alguna vez he paseado; el rumor del
río resuena igual que el río que pervive en mi memoria y que acaso es la suma o
la yuxtaposición de todos los ríos que en mi vida atravesé o bordeé; los
pájaros entonan las mismas melodías que en otro tiempo escuché...
-El lector atento no
habrá pasado por alto un detalle: Lo que estoy contando, según las evidencias,
sucede hacia los años finales de la primera década del siglo XXI o los
iniciales de la segunda. Pero el último tren a Indacochea vino en 1977. Dejaré
que sea ese mismo lector quien aclare este modesto entuerto, porque el tiempo
ya no me da para más: Estoy llegando ante la casa a la que me dirijo. -
Me detengo a unos
metros. Respiro profundamente mientras contemplo la fachada. Una inmensa
quietud me rodea. Dejo la maleta en el suelo, junto al umbral, y golpeo la
puerta.
Lentamente, como las
campanas de las iglesias en el toque de difuntos, los golpes resuenan en la
hoja de madera vieja.
Lentamente, con esa
lentitud que sólo es posible en el Sur, la puerta se abre.
La
noche es pródiga en ausencias
Sobre almohadas dormitan estaciones
desiertas.
Más debe haber algún tren entre los
páramos,
o en el fondo sin nombre de los túneles.
Debe haber algún tren quizá dormido,
bruscamente parado al borde de un recuerdo,
girando sin consuelo tras una aurora falsa
o apresado en la telaraña de los
itinerarios.
Hay calma en el andén, niebla de cigarrillos,
ojos enrojecidos de espera, un viento frío.
Hay trenes varados, negros, trenes
averiados
siniestramente abandonados en alguna vía
muerta.
Nada se mueve, todo es quietud en tonos
grises,
ni un sonido perturba la paz de las
almohadas.
Y sin embargo, el sueño esboza una
presencia
al final del andén, sin maletas, sin prisa,
un rostro que apenas presentido se diluye
en la explosión violenta del día que
comienza.
El alba es un puñal de amargo filo
que penetra de luz los trémulos andenes.
Y a este lado, la
estación está vacía.
**
-Sergio
Borao Llop.
-Narrador y poeta. Nacido en Mallén
(Zaragoza, España) en 1960.
-Buscando editor para novelas y colección
de poemas inéditos.
-Contacto: sbllop@gmail.com
https://www.facebook.com/Sergio.Borao.Llop
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
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