*Foto de Noelia Ceballos @noe_ce_arte
EMBARCACIÓN
VIKINGA*
*Por Irma
Verolín. irmaverolin@hotmail.com
Necesito un barco vikingo
para irme a otras tierras
lejos de aquí
lejos de esta cercanía con mi nombre
con mi rostro de mujer entrada en años
con mi caparazón de tortuga
de oso hormiguero
de caracol, lejos
en el extremo sitio de las lejanías
donde se juntan lo muy oscuro y el sol.
Necesito una bestia tallada en madera
enarbolada por un círculo hueco
replegado en sí mismo
hecha a la medida de todos los océanos,
esos espacios creados contra la desmemoria
tan abismalmente anchos
tan lisos
tan inabarcables.
Necesito mi embarcación
construida con las transparencias que
surcan
las palabras que alguien inventó para mí
en las sombras. Vendrán los dioses
a susurrarme con su inconcebible voz
el camino de los vientos. No existe
itinerario
que me lleve a lo más lejano
de lo más lejano
a la muy íntima proximidad del límite
a la extensión filosa
que ahonda la travesía en las aguas
heladas.
Iré desnuda, cubierta con dos o tres
palabras
pocas
escasas
suficientes
para sostenerme mientras atravieso
las anchas aguas heladas. Nadie
podrá encontrarme en aquel sitio
donde lo lejano de tan lejano
se desarrimó del mundo
y de sus marquesinas con colores
que causan daño a la mirada. La lejanía
se alimenta de mi viaje
en la antigua embarcación vikinga
en la que voy
sola
desnuda
trepada al sonido de mínimas palabras
que me distancian todavía más de esa
lejanía
deshecha a cada rato como figuras
en un caleidoscopio.
El océano con sus aguas heladas
se explaya en la orilla del mundo
se despereza interminablemente
para diluirse entre los guijarros del
lenguaje.
La amplitud que me rodea
es espejismo puro
es un desprenderse de las formas
solo hueco más hueco
más hueco creando mi travesía
bajo los párpados de un cielo
que calca lo que ve
lo que se muestra
sin tapujos
en su arcaico esplendor.
Estoy vacía y me pierdo en lo vacío,
las formas se olvidaron de su forma
como un niño apartado de su casa
que no conoce el camino de regreso,
un niño de ojos grandes y pantalones
cortos.
Las distancias en el infinito océano
necesitan de mi miedo
así como yo necesito una embarcación
hecha en madera
para construir un camino
enseguida borroneado por el agua en su ir y
venir. Avanzo
mientras el camino se diluye a mis espaldas
lo que no tiene forma se regocija
en su propia divagación.
Nadie me ve cuando mi barco abre un surco
sobre las heladas aguas
en las que la luz difumina su color azulado
nadie tampoco podrá verme después
aunque proliferen ojos y transparencias.
Mi miedo tiene el don de lo que carcome por
dentro
y es el motor de este viaje
que no tuvo principio
ni nunca se terminará.
Sigo aferrada a mi embarcación vikinga
como si fuese un nombre que me fue dado al
nacer
en este territorio con sus aguas heladas
y su mástil enarbolado por un círculo
hueco.
-Irma
Verolín ha publicado libros de cuentos: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una
foto de Einstein tocando el violín”.
Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”. Y también una serie de títulos en literatura
infantil en distintas editoriales. Obtuvo diversas distinciones entre las que
se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de
Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre
Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio
Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur.
Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de
Novela, Planeta de Argentina y Clarín.
-En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer
Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación y “Árbol de mis ancestros”, Editorial
Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e
italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.
-En 2021 publicó por Editorial Ciccus su
libro de cuentos:
"Fervorosas
historias de mujeres y hombres"
Un sueño amarillo*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Uno
Efrén soñaba a veces con un cuarto
amarillo. Quería contemplarlo a gusto, en el sueño. Pero la visita era siempre
fugaz y, al despertar, tenía la sensación de haber visitado el interior de una
lámpara. Era la luz, sin duda, lo único que podía cruzar los límites. Por eso,
en la boca, los remanentes de la sed se mantenían vivos en la mañana. Al
despertar lo primero que hacía era servirse un vaso con agua. Mientras bebía,
mientras el agua apagaba su cuerpo, pensaba que la luz era también calor y
volvía a recordar el cuarto amarillo; recordaba estar ahí, tranquilo, sin
buscar escape, como insecto recién venido al mundo, a punto de elaborar la
primera intermitencia, el primer desafío en el aleteo. Entonces Efrén pensaba
que el cuarto contenía, a su vez, cuartos más pequeños, igualmente amarillos,
que vibraban como un eco, como una raíz que está a punto de nacer y que se
solaza, mientras tanto, en su letargo. Y se ponía a escuchar todo. Porque las
mañanas eran escenarios íntimos, la frontera de un vientre materno, las
burbujas que se formaban en la superficie del café que se servía: un ritual
acaso oscuro porque comprometía algún tipo de suerte, algo que se estancaba en
el aire y que no lograba discernir. Y Efrén quiso romper la sensación de
incomodidad recogiendo la ropa tirada en el piso, buscando unos calcetines para
ponerse. Las manos de Efrén creaban, con su lentitud, sus propios límites. Y
los calcetines, escondidos, parecían buscar su propio rumbo en el fondo del
cajón. Las manos, entonces, fueron en busca de peces en agua revuelta hasta que
los calcetines salieron, rescatados de la oscuridad. Y el cuarto amarillo
estaba ahí, de alguna manera, en los ojos de Efrén, cuando se calzó los zapatos
negros y se dirigió a la pequeña mesa en la esquina.
Dos
Efrén caminó por el estrecho pasillo de la
casa. El viejo, en su cuarto, no tardaría en despertar. Ambos, en la casa de un
piso, como marineros en el interior de un barco: sin lustre por el abandono,
pero también por el silencio que quedaba cuando Efrén iba a trabajar al pueblo
cercano. El viejo, por su parte, mataba las horas sentado en una mecedora,
navegando en su ceguera, acostumbrándose a odiar todo y a medir las vetas de
oscuridad que llenaban su mundo. Después, aburrido de su soledad, recorría las
tres recámaras de la casa, la sala y la pequeña cocina. Se movía entre los
muebles, ayudado por un bastón, trompicándose e injuriando a Dios que le ponía
cosas para tropezar: pedazos de madera, el filo tramposo de un sillón, la
maldición de una escoba en la cocina.
Tres
–¿Cómo está?
El viejo dirigió la mirada vacía al anzuelo
de la voz. Los ojos, velados por una película blanca, buscaban un poco de luz.
Pero buscar la luz era enfrentarse a una pared, escudriñar con gesto asombrado
el paso del tiempo.
La mirada se quedó estéril.
–¿Cómo quieres que esté? –le respondió,
hosco.
Efrén no hizo caso a la pregunta y sorbió
el café. En unos minutos iría al camino para esperar el camión e ir a la
tienda. Era viernes y aún faltaban dos jornadas para su día de descanso. El pan
estaba en la mesa acompañado por un par de platos hondos rebosantes de
frijoles. El caldo estaba caliente y el viejo aprisionó el plato con las manos
para contagiarse del calor; el vapor del guiso se desvanecía, después, con cada
cucharada.
Efrén se despidió del viejo, tomó su
mochila y salió de la casa. Caminó unos metros rumbo a la carretera para
esperar el camión. Tuvo un presentimiento y miró hacia atrás: a lo lejos, la
figura del otro se asomaba entre las cortinas de la sala. Alcanzó a distinguir
el gesto testarudo y la mano que se aferraba al quicio de la ventana. Y el
viejo fingía que podía ver y movía la cabeza como si estuviera oteando el
horizonte, como si pudiera seguir los pasos de Efrén, deleitarse incluso con
las nubes de polvo sobre el asfalto. Y la mirada se encendió, casi maligna,
cuando escuchó el sonido del motor. Efrén subió al transporte. Las nubes en el
asfalto, similares a las que se movían en el cielo, desaparecieron.
Cuatro
Esa noche, después de su regreso de la
tienda, el viejo le dijo que quería hablar con él.
–Alguna vez estuve casado –le dijo mientras
tanteaba la mesa.
Efrén, frente a él, miraba su taza de café.
La luz del foco, muy blanca, desvanecía el contorno de las cosas. La cocina, en
esos momentos, resplandecía en su desgracia.
El viejo continuó:
–Se llama Alma y ahora vive al otro lado
del pueblo.
–¿Y qué hace? –preguntó, al fin, Efrén.
–Ella se quedó con todo mi dinero. Ha
vivido de eso, desde entonces.
El viejo rio y su cuerpo se estremeció a
medida que crecía la risa. Y cuando controló el desahogo le dijo que eran los
ahorros de su vida. Efrén comprendió que la risa que acababa de escuchar era
una extraña manifestación de dolor, una bocanada de sol entre los dientes. Y
sin querer recordó el cuarto amarillo porque había vuelto a soñar con él. Se
refugió en el recuerdo del sueño mientras el otro le decía que eran varios
miles de pesos, billetes guardados celosamente, año tras año, gracias al
trabajo en una fábrica que había cerrado hacía mucho. Efrén recorría de nuevo
las paredes del cuarto amarillo, el foco solitario en el techo, casi una
lágrima de luz, detenida para siempre en su trayecto hacia el suelo. El viejo,
sin atender las imaginaciones del otro, le dijo que la fábrica, desde su
clausura, era una sola silueta, una construcción en desgracia de la cual se
burlaban los niños del pueblo. Porque la fábrica era un gigante devorado por el
tiempo, pero aún con voluntad para sobresalir en el horizonte.
Efrén le deseó buenas noches al viejo y se
dirigió a su habitación para dormir. La noche se metía en todos lados: en la
revuelta de las sábanas, en los tenis estancados bajo la cama y con las
agujetas en escape. Mientras conciliaba el sueño pensó que el viejo quería
engañarlo. El dinero era, seguramente, una imaginación causada por la ceguera.
Recordó el primer síntoma de la enfermedad: un domingo de agosto, el aura del
calor detenida en las cosas y las respiraciones de ambos, sosegadas mientras
bebían cerveza. Entonces, el viejo interrumpió la charla y miró su vaso como si
en su interior obrara algún milagro. Después llevó los ojos a las burbujas
ambarinas que subían hasta llegar a la espuma. Efrén pensó en los insectos que
ascienden en busca de luz y que coronan su muerte en el inútil asedio de un
foco. Los ojos del viejo vertían toda su atención en el vaso y estuvo unos
segundos así, orbitando la presa que tenía enfrente, tratando de ocultar su
desesperación porque la imagen se hacía imprecisa: la figura entera del vaso se
trastornaba y la memoria se hacía líquida. Sólo quedaría, a partir de entonces,
emprender el rescate de las cosas, sacarlas de su sombra un instante para
nombrarlas una última vez con seguridad, con la convicción de estar
internándose en una progresiva y silenciosa locura.
Cinco
Esa noche volvió a soñar con el cuarto
amarillo. Era el mismo cuarto de siempre: las paredes sin un relieve, como
espejos perfectos y bien equilibrados. Un ruido interrumpió su sueño. Intentó
volver a dormir aunque sólo pudo revolverse entre las sábanas. Miró el reloj
que estaba sobre el buró: iban a dar las cuatro de la mañana. Incapaz de volver
a dormir, con el cuerpo y la cabeza pesados, se dirigió a la sala. Se sentó en
un sillón, apoyó los antebrazos en las piernas y así, encorvado, pensó en el
dinero del viejo. Sería una buena suma, si es que la historia que le había
contado era verdadera. Quizás la mujer había puesto un negocio y prosperado.
Estuvo un rato fantaseando mientras esperaba el sueño. Pero había agitado sus
pensamientos: sólo podía imaginar el dinero y la mirada aturdida del viejo.
Caminó por el pasillo. La noche caldeaba el silencio, enfebrecía a un perro y a
su ladrido. Cuando se acercó a la puerta del viejo lo escuchó roncar. El
ronquido era sincopado. Efrén imaginó el cuerpo bocarriba, la figura semioculta
y ungida por las sábanas; su respiración envolviéndolo como si fuera un
sudario. Había ocasiones, durante el sueño, que murmuraba cosas. A veces
escuchaba desde su cuarto el amasijo de palabras que expulsaba el durmiente,
sin poder abrirse paso en ese bosque ininteligible. Se acercó a la puerta. El
viejo comenzó a murmurar. Era una voz entrecortada, como la que había escuchado
en otras ocasiones. Pero había algo diferente: acaso era el asombro en el tono
y la voluntad por completar el germen de las palabras. Y Efrén aguzó el oído,
intentó desmadejar las espesas señales del viejo. Después de un tiempo sólo
pudo entender una palabra: Alma. A veces el nombre era pronunciado con lentitud
y a veces salía entre temblores. Era un rezo antiguo, un pedazo de fuego en la
noche. “Alma”, murmuró Efrén, y concluyó que ella tenía el dinero, que el viejo
le había dicho la verdad.
Se fue a dormir.
Esa noche volvió a soñar con el cuarto
amarillo. Tocó con la mano derecha una de sus paredes. Sintió que emergía de
ahí un poco de calor. Y se maravilló porque el calor delineaba una forma
oculta, una línea que se ramificaba del otro lado del cuarto y que anunciaba un
mundo diferente. Escuchó de nuevo la voz del viejo. Escuchó el nombre de Alma
atrás de esa pared. Y movió la cabeza, aturdido, como quien descubre, de
pronto, después de estar extraviado, una forma viva entre la niebla.
Seis
–¿Por qué no me dijo antes?
–¿Qué?
–Lo de Alma.
–Pensé que había muerto, hace unos días
soñé con ella.
–¿Cree en los sueños?
El viejo no respondió, sólo tanteó con la
mano el vaso de ron. Era hábil encontrando cosas en la mesa. Pero cuando se
equivocaba y tiraba algo maldecía a Dios y había un derrumbe en su boca, como
muchas piedras despeñándose entre sus dientes. Después se extendía la calma,
una pausa llena de fatiga que adormecía la cólera y mantenía vivo el silencio
entre los dos.
–Podría recuperar ese dinero –le dijo al
viejo.
–¿Para qué? –respondió con fastidio –ya no
me sirve de nada. Además, seguro queda poco.
–Me dijo que vivía al otro lado del pueblo,
¿en qué parte?
El viejo adelantó la cara para olfatear,
voraz, el polvo que recorría la mesa. El polvo, para él, se había convertido en
una suerte de luz. Y por eso se movía con lentitud. Y sus palabras, impregnadas
de ese mundo, salían tenaces, acompañando a los ojos ciegos que latían con una
tranquila desesperación.
–Su casa está en la entrada de la
carretera, pasando la gasolinera, es de color amarillo.
Efrén pensó en el color amarillo e intentó
recordar: había varias casas en esa zona. No sería difícil dar con ella. Pensó,
también, que el cuarto amarillo era una señal. Nunca le había contado nada al
viejo sobre su sueño. Se sintió orgulloso de haberlo conservado en secreto. Y
le ofreció al viejo una sonrisa que era como un sol artificioso y volátil. El
otro quedó encallado en su mutismo: la mandíbula apretada y el cuerpo
evidenciando cierto cansancio. Afuera, en la calle, la herrumbre en el
esqueleto de un auto. El calor iba en retirada: disminuida su fuerza,
regresaría al día siguiente para seguir asolando el mundo.
Siete
Esa noche, antes de dormir, decidió que
iría por el dinero del viejo. Lo usaría para escapar del pueblo y buscarse otra
vida. No pudo soñar por la inquietud. Cuando despertó quiso encontrar
coincidencias entre su habitación y el cuarto amarillo. El foco en el techo era
parecido. Sintió que las paredes eran similares y que todo, en realidad, era
parte del mismo sueño.
Salió de su habitación y enfiló a la
cocina.
Los dos desayunaron en silencio. Efrén
esperó a que el viejo regresara a su cuarto. En la cocina abrió un cajón y sacó
un cuchillo. Lo tomó por el mango y lo clavó en la mesa para comprobar su filo.
El cuchillo se mantuvo firme, acompañado por un tintineo metálico. Efrén tuvo
miedo del sonido que había provocado porque el viejo recolectaba ese tipo de
señales, las usaba para prenderle fuego a su oscuridad e imaginar cosas
terribles. A veces daba de gritos en la casa, amenazando a algún intruso. Y
Efrén tenía que ir hasta donde estaba para calmarlo. El otro regresaba entre
temblores a su silla, maldiciendo al enemigo imaginario, a sus ojos que se
perdían, que se volcaban al interior de sí mismos, incapaces de reaccionar a
cualquier estímulo.
Ocho
Efrén no quiso voltear mientras esperaba el
camión. No quería ver al viejo de nuevo ahí, enmarcado por las cortinas,
ansioso e inmóvil, disfrazando su inutilidad. Sintió que el odio crecía de una
antigua raíz. Porque ya eran muchos años juntos y el viejo le subía cada año la
renta del cuarto y, cuando lo hacía, cuando le comunicaba la nueva cantidad con
voz firme, un poco burlona, le daban ganas de golpearlo, hundir los dedos en
las frágiles órbitas de los ojos y decirle que no le iba a pagar más, que el
sueldo de la tienda apenas le daba para comer y para el transporte. Su mano
derecha buscó el cuchillo que traía entre el cinturón y la camisa. Sentir el
mango de madera fue aferrarse al resto de un naufragio, a una tabla que flota a
la deriva y que es expulsada, después de unos días, de forma imprevisible, por
la marea
Efrén se bajó del camión. Después de buscar
un poco encontró la casa amarilla, de un piso, estaba entre una miscelánea y un
terreno baldío. El polvo había menguado el color que aún parecía alegre en
medio de la miseria de las otras construcciones. Sintió escozor en los ojos. Un
leve temblor caminaba en sus brazos. Se imaginó con la vieja a rastras,
ofreciendo su sangre a la tierra revuelta. La arrastraría como toro después de
la lidia. Su cuerpo dejaría una larga huella. Y tendría el dinero, lo contaría
con una lujuria progresiva y ostentosa. El cadáver estaría ahí, indiferente a
su fortuna. Y él le daría un beso en la frente. Vería a la vieja, después del
beso, y pensaría en ese momento para prolongarlo un poco más, darle impulso, y luego
desecharlo de la memoria.
Efrén se acercó a la casa. En los límites
se veían los restos de una reja y un neumático viejo. Pensó en la manera
correcta de tocar la puerta y de abordar a su víctima. Tendría que ir con
tiento para que la mentira surtiera efecto. Avanzó unos pasos cuando alguien se
asomó por una ventana lateral. El mosquitero le enturbiaba las facciones. Efrén
sintió calor en todo el cuerpo.
–¿Qué se le ofrece?
–Soy amigo de Francisco.
–¿Francisco?
Efrén titubeó un poco. La mujer volvió a
hablar:
–¿Francisco Rojas?
–Así es.
Efrén miró, a través del mosquitero, a su
interlocutora; la clara pañoleta que tenía en la cabeza parecía una llamarada.
Deseó que se acercara la puerta y que descorriera el cerrojo. Sólo necesitaba
eso. Sin embargo, la vieja se mantuvo inmóvil.
–¿Qué le pasó? –preguntó.
–Murió ayer. Me hizo prometerle que vendría
a verla para decírselo.
La vieja desapareció de la ventana. La
puerta se abrió.
Efrén sonrió por dentro.
La vieja renqueaba un poco. Tendría unos 70
años. Vestía un delantal negro sobre un vestido rojo. El interior de la casa
estaba limpio y los muebles eran de hacía muchos años. La luz, desorganizada,
combatía la penumbra; un olor a humedad emergía de la madera y se disolvía en
el aire.
–Pásele.
Efrén agradeció en silencio. Ella lo
condujo hasta la cocina.
–Pobre Pancho –suspiró –¿Qué le pasó?
–Lo encontré muerto en su cuarto. Un ataque
al corazón dijo el doctor.
–¿Y qué eres de él?
–Un amigo. Le rento una habitación.
–Ya veo.
Los dos se quedaron en silencio. Efrén
escudriñaba con cuidado a la vieja. Ponderó sus arrugas y el gesto entero de su
cuerpo cuando arrimó una silla y le indicó que podía sentarse. Ella se dejó
caer sobre un banco. Las piernas semiabiertas, el cuello con lejanas verrugas,
complementaban, de algún modo, la lentitud dispuesta, el último aliento con el
que parecía mirar todo. Los dos se midieron, sin decir nada, como si las
palabras intercambiadas antes no hubieran tenido ningún significado. El mutismo
fue suficiente para que la cocina se transformara, casi al instante, en un
interlocutor más: la cortina decolorada por el sol fue bandera de nadie y el
goteo de la llave en el fregadero mantuvo su latir constante, un ritmo que
empujaba los pensamientos hacia la locura.
–He tratado de arreglar esa llave, pero siempre
gotea –dijo ella, al fin.
–El agua es muy dura y por eso arruina los
muebles de la cocina y del baño –dijo Efrén –sé un poco de eso porque trabajé
un tiempo en una ferretería.
–Pues deberías aconsejarme para saber qué
comprar –dijo ella mientras se levantaba del banco y se dirigía a un pequeño
mueble.
Los ojos de la vieja, ambiciosos, libres
por un momento del cansancio, buscaron en un cajón chueco. Metió la mano
derecha en su interior y sacó una botella de mezcal y dos vasos.
–¿Entonces? –preguntó mientras regresaba a
su lugar.
–¿Qué?
–¿Qué me recomiendas comprar? ¿Qué llave?
–Una de cromo, aunque le salga más cara. A
la larga va a durar más y quítele esas cosas que le ponen para regular el flujo
de agua, no sirven.
Efrén la miró relajada, como quien camina
por un campo de oro, muy luminoso. pero, la conversación no iba a ningún lado.
La botella de mezcal reposaba, maligna, entre los dos. Los vasos parecían dos
velas esperando un poco de fuego.
–Pancho nunca quiso arreglar la casa
–volvió ella– sujetó con la mano izquierda la botella y con la otra desenroscó
la tapa. Los vasos pronto estuvieron llenos hasta el borde. El olor dulzón del
alcohol se mezclaba con la humedad.
–Muy bien. Vamos a brindar –dijo ella.
–¿Por qué brindamos?
–Por la muerte de ese cabrón, porque al fin
va a dejar de estar chingando.
–Salud.
Efrén disimuló una sonrisa. El choque del
cristal le hizo pensar en algo que se rompe y que, a pesar de todo, se mantiene
vivo. Miró con desconfianza su trago. Le dio un sorbo y mantuvo el vaso entre
el pulgar y el índice, como si eso le ofreciera una absurda seguridad, una
apariencia digna frente a la otra. La vieja despachó el mezcal en un solo
movimiento. Efrén sintió que el alcohol le avivaba los sentidos pero no le
aclaraba los pensamientos. Miró y remiró su entorno: trató de imaginar en dónde
podrían estar los billetes. Después, tomó el cuchillo por el mango, aún no
quiso desenfundar. Tenía que obtener más información. Estaba en eso cuando, con
el rabillo del ojo, percibió el movimiento fugaz de un bicho sobre la madera
del piso, cerca de sus pies. Bajó la mirada para buscarlo y, cuando volvió a
atender la mesa, se encontró con la oscura boca de un revólver.
Uno, dos, tres disparos.
El cuerpo de Efrén resbaló de la silla.
Estuvo un instante anclado en el respaldo, como si aún quisiera resistir,
salvarse de una profunda caída. Hubo un estertor y cayó por completo. Bocabajo
comenzó a desangrarse. La vieja dejó el arma en la mesa. Las detonaciones aún
resonaban entre las paredes de la casa. Sin embargo, el silencio pronto llenó
toda la estancia y dejó en libertad, de nuevo, el goteo enloquecido en el
fregadero.
La vieja miró el revólver y llenó otra vez
su vaso con el aguardiente. El líquido volvió a desaparecer y su atmósfera
ámbar le calmó el temblor en las manos. La tranquilidad, entonces, ofició en la
mesa. El desangramiento de Efrén había terminado. Espesa la sangre, casi viva,
por el movimiento en el suelo. Sin embargo, el calor en ella se había ido y
pronto formaría un charco inmóvil. La vieja contempló la botella, casi con
pena; después se levantó del banco y se acercó a Efrén. Adivinó el ejercicio de
las balas en la camisa ensangrentada. Todas ellas habían dado en el pecho. Los ojos
de Efrén seguían muy abiertos y sorprendidos, miraban el horizonte de vasos y
platos en el secador a un lado del fregadero, como si a través de ellos tuviera
una última oportunidad para regresar el tiempo. Sin embargo era imposible
remontar los acontecimientos. En una pared, un calendario sostenido por un
clavo: una hojita arrugada de papel marcaba el último día de agosto.
“Vaya desastre”, murmuró la vieja.
Tomó al muerto de la cabeza. La quijada
colgaba sin fuerza. Los dientes opacos parecían probar la muerte y las manos
con las palmas abiertas eran una súplica a la penumbra. Porque la tarde había
avanzado y una sombra llegó al rostro de la vieja que sonrió. La sonrisa la
convirtió, por un momento, en una niña. Y, con la ternura de una madre, le arregló
a su víctima los cabellos y le juntó las manos sobre el pecho. Luego tomó uno
de los pies y arrastró el cadáver con dificultad hasta un rincón de la cocina.
Había una puerta estrecha a un lado de la estufa llena de cochambre. Los ojos
de ella se reflejaron, un instante, en un resquicio de la perilla. Tenía los
brazos endurecidos por la labor. Las venas se congestionaron por el esfuerzo.
Abrió la puerta y entró a un cuarto pintado de color amarillo. Era un cuarto
cuadrangular, grande y vacío. Miró las paredes amarillas. El foco estaba
prendido y emitía un ligero zumbido. Era un ojo omnipotente, una mueca
congelada en el techo. La mujer arrastró a Efrén, poco a poco, como araña
agotada por el enorme peso de su presa. El amarillo fue un relincho que acompañó
en silencio el lento arrastre de Efrén. La ruta del cuerpo dejó un último
reguero de sangre. Ella lo miró y comenzó a reír. Abandonó su labor y fue al
interruptor para apagar la luz del foco. Cerró la puerta. La oscuridad se tragó
todo. Pero la risa, incontrolable, seguía. Era tan fuerte que parecía surgir de
lo más profundo de la tierra.
-Fuente:
https://lasantacritica.com/ficciones/un-sueno-amarillo/
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por
Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Reflejo
en la niebla*
Yo era un buen tío. Lo que coloquialmente
se entiende por un buen tío. Siempre ayudaba a mis amigos. Hacía buenas obras…
Ya sabe: Dar limosna, indicaciones a desconocidos para encontrar tal o cual
sitio, consejo a quien lo necesitase. Nunca volví la espalda a nadie. Nunca me
faltó una sonrisa o una palabra de aliento. Igualmente fui generoso en el
esfuerzo. No es por jactarme, pero fui el mejor en lo mío. En mi oficio, quiero
decir. Hubo un tiempo en que no dejaba de recibir ofertas para cambiar de
empresa. Acepté unas y rechacé otras, siempre en busca de algo mejor, en el más
amplio de los sentidos. Pero ocurrió como tantas veces: Llegó el cambio de
siglo y mi oficio empezó a desvanecerse. Hoy apenas quedan unas pocas empresas
del gremio, en las que, como es natural, importan mucho más los resultados
económicos que la calidad del trabajo en sí. Por eso un día amanecí desempleado
y pobre. Y, para peor, viejo. Otros venden su cuerpo o venden su alma. Quizá ni
siquiera aprecian la diferencia entre una cosa u otra. Pero yo no sirvo para
eso. De haber servido, otro hubiera sido sin duda mi destino. Oportunidades no
me faltaron. Pero hace falta un talante especial para mirarse en el espejo la
mañana siguiente y no arrojarse de cabeza contra el propio reflejo. Sé que
usted me comprende. Y sabe que solo por eso le estoy apuntando con esta
pistola, instándole a que me dé su dinero y objetos de valor. No hay nada
personal en ello. Son negocios, como suele decirse.
Me cuenta todo esto mientras me mira con
unos ojos que no delatan a un criminal, sino, más bien, a una persona atrapada
en un pantano o encerrada en una prisión de barrotes invisibles. Así que le doy
cuanto me pide (no todo lo que llevo, sino más o menos la mitad, siguiendo sus
instrucciones: Un poco de dinero y un reloj de escaso valor) y el tipo me
agradece, guarda la pistola, dice que ha sido un placer tratar conmigo, que no
me mueva de ahí hasta que él haya desaparecido por la esquina de la plaza.
Miro en la dirección que señala. De allí
viene un eco sordo: el estrépito lejano de un tren a poca velocidad, tal vez
entrando en la estación, sonido que irremediablemente me recuerda Bailando en la oscuridad, la estremecedora
película de Lars Von Trier.
Todavía estoy atontado por el sobresalto de
verle aparecer frente a mí con el arma en la mano. Quizá por eso me pregunto
qué tren, qué estación. No recuerdo que haya una cercana. Él sigue hablando,
con la misma calma. Me aconseja no denunciarle. No por posibles represalias
suyas, que desde ese momento se compromete a que no las haya en cualquier caso,
sino por la conocida inefectividad de la policía. «Perderá usted una mañana
entera poniendo la denuncia y no recuperará nada de esto. Y no se le ocurra
preguntar por la causa de tanta espera. Si lo hiciera, lo mismo termina usted
investigado o algo peor», me dice. Luego se disculpa, hace un gesto que podría
significar cualquier cosa y se aleja hacia la estatua medio oculta entre la
bruma.
Al principio me sentí enfadado. No mucho,
pero lo bastante como para haberle dado un buen mamporro al tipo si no hubiese
sido por el contundente detalle de la pistola. Pero mientras lo veía alejarse,
me invadió una especie de nostalgia inexplicable y pensé que tal vez, en el fondo,
ambos éramos la misma luz descuartizada por el tiempo y las circunstancias.
Pensé que, en un país como este, repleto de desempleados y azotado por la
injusticia social y la corrupción del poder, casi era una suerte haber topado
con este individuo y no con otro más violento, o peor: Una multinacional
dispuesta a extraerme hasta la última gota de sangre para venderla en el
mercado y después arrojar mi cadáver a las alcantarillas de la miseria.
Comencé a frecuentar el parque todos los
días, me habitué al ruido de los trenes —había una estación, después de todo—,
me convertí en una presencia habitual, como tantas otras irreconocibles al otro
lado de la niebla, acaso esperando repetir el encuentro, tener la oportunidad
de explicar con detalle —y ser escuchado— las circunstancias de mi propia
deriva, de la resaca que me va llevando, lentamente, hacia lo tenebroso.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Mariposa*
El hombre ha estado caminando al azar
durante horas por las calles de la ciudad. ¿Qué lo atormenta? Su pesar tiene un
nombre. Nombre de mujer. En este hombre que camina y camina hay algo irresuelto
con respecto a esa mujer. Debe tomar una determinación. No es una determinación
que vaya a modificar nada, todo está ya definido desde hace un tiempo, los
hechos no cambiarán, no depende de su voluntad. Es en sí mismo donde el hombre
debe resolver ese algo, dentro de sí, hacia adentro. Tal vez simplemente se
trate de aceptar. Nada más que eso: aceptar. Pero no es fácil.
Regresa al edificio donde vive y al mirarse
en el espejo del ascensor descubre que tiene una mariposa posada sobre el
hombro izquierdo. Son las ocho de la noche, lo sabe porque acaba de mirar el
reloj. Mientras el ascensor sube hasta el sexto la mariposa trepa por el cuello
y el pelo del hombre y va a colocarse en la parte superior de su oreja
izquierda. Al llegar al sexto, al hombre le cuesta apartarse del espejo y
cuando se decide lo hace con cuidado, como alguien que lleva una carga
preciosa. ¿Se lo imaginan recorriendo el pasillo hasta la puerta de su
departamento con la mariposa en la oreja? ¿Pueden verlo caminando con el cuello
rígido, sorprendido, complacido, extrañamente gratificado?
va directamente a pararse frente al espejo
del living. La mariposa sigue ahí. El nombre de la mujer que lo acompañó
durante todo el día, la imagen de la mujer, se mezclan con esa presencia de la
mariposa.
El hombre escucha los mensajes del
contestador telefónico, levanta una persiana, calienta café. Ahora, con la
mariposa en la oreja, todo gesto rutinario adquiere un color y un peso nuevos.
De tanto en tanto vuelve al espejo. Juega a
pensar que la mariposa lo eligió, ¿pero para qué? En una de las idas a la
cocina la mariposa abandona la oreja, emprende un vuelo breve y va a pararse
dentro de la pileta, sobre el aro metálico del desagote. Tal vez busque agua.
El hombre hace que una gota se deslice hacia ella. Parecería que efectivamente
la mariposa acepta el agua. Después se desplaza por el fondo de la pileta,
intenta subir por una de las paredes, cae y queda echada de costado. El hombre
la endereza y la mariposa vuelve a derrumbarse. Quizá se esté muriendo. Quizá
vino acá a morir. Son las 9.40.
En la cocina, en una ventanita alta, hay
dos macetas con plantas. El hombre toma suavemente a la mariposa de las alas y,
estirándose, la coloca contra un tallo. La mariposa se prende, trepa. Se
desliza por el lado inferior de una hoja, se detiene y queda colgada con las
alas hacia abajo. El hombre se queda un rato observándola y después continúa
haciendo sus cosas. A las 10.30, cena. A las once enciende el televisor durante
diez minutos y lo apaga. cerca de la medianoche se desata una tormenta.
Llueve, sopla el viento y al mirar por la
ventana el hombre tiene la impresión de que la ciudad acaba de inundarse. Quizá
la mariposa lo buscó para escapar de la tormenta. A las dos se acuesta. Se
duerme rápido pero se despierta apenas pasadas las tres y va a la cocina. La
mariposa no volvió a moverse. Durante el resto de la noche el hombre se acuesta
y se levanta varias veces. Amanece y la mariposa permanece colgada de la misma
hoja. ¿Sigue viva o estará muerta? ¿Habrá realmente venido a morir acá, en su
casa?
El hombre inicia su vida de cada mañana.
Desayuna con una taza grande de café y le echa una mirada al diario que le dejan
delante de la puerta. La tormenta pasó y amaneció con sol. Alrededor de las
9.30, al ir una vez más a la cocina, se encuentra con una sorpresa: la mariposa
cambió de lugar. Ya no está colgada como toda la noche, sino parada sobre una
hoja, otra hoja. Ahora, alta contra el resplandor del cielo, los colores de sus
alas resaltan. Son anaranjadas, con manchas azules y pequeñas pintas oscuras.
También las antenas se distinguen nítidas y sensibles en el contraluz. las idas
y vueltas del hombre se reanudan. La mariposa es un pequeño faro en su mañana.
También es un interrogante, una esfinge mínima en la ventana de su cocina.
A las diez descubre que otra vez cambió de
ubicación. Lo mismo a las 10.30, a las once, a las 11.30 y a las doce, aunque
nunca logra sorprenderla en movimiento. A las 12.30 la mariposa no está.
Después la descubre aleteando en la parte baja del vidrio. El hombre se queda
ahí, viéndola revolotear contra la claridad. Hay algo que debe hacer, pero no
está seguro, en él vive una contradicción, la misma que lo acompañó la jornada
anterior, durante tantas jornadas anteriores a ésa, mientras caminaba con el
nombre de la mujer martillándole la cabeza. Tarda en decidirse. Le cuesta. le
cuesta mucho. Por fin se sube a una silla, toma a la mariposa de las alas, abre
la ventana y la lanza hacia afuera. Ve cómo se desvanece rápido en la luz del
cielo y la imagen le provoca un sentimiento de pérdida al mismo tiempo que una
felicidad breve. Todavía se pregunta: ¿hice lo correcto abriendo la ventana?
¿Debería haberla retenido un poco más? ¿Hice bien en dejarla partir de mí
definitivamente?
*De Antonio
Dal Masetto.
(Intra, 14 de febrero de 1938 - Buenos
Aires, 2 de noviembre de 2015)
https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Dal_Masetto
-Fuente: "señores más señoras" Editorial Sudamericana.
Buenos Aires. 2006
EL
LLAMADO DEL UNIVERSO*
Era media mañana cuando Cecilia interrumpió
la conversación. -Te vuelvo a llamar en un rato, llegó el hombre del agua. Paso
algo más de una hora, hasta que volví a atender el teléfono. Atendí, agobiado
en esa eterna indecisión mía para continuar lo inconcluso, escapé con una
ironía antigua:
"A que vos tenés una novela con el
sodero..."
- ¡Ah, no llegó el sodero de novelas!!, era
el señor del agua un amigo fiel del abuelo Ramón, mi casa de hoy era casa de mi
abuelo y él –en un ritual- sigue pasando cada tanto a saludar. El abuelo
falleció días antes que se estrellaran los aviones en las torres gemelas. La
vida te abre puertas insospechadas al sesgo fantástico en la existencia de cada
cual. Esa era la intuición, por lo que le rogué a Cecilia que me contara de la
vida del abuelo y su amistad con el señor del agua.
-Ramón era pescador,
tenía amigos que lo acompañaban en la soledad de su pequeña isla de pesca. Ya
de pequeña lo escuchaba hablar del señor del agua y más adelante del señor de
la luz como amigos que lo rescataban un poco de la soledad. La soledad era algo
buscado. El abuelo en su pequeña isla donde había construido su refugio de
pesca, era una casilla de madera de 3 por 3, elevada por gruesos troncos que ya
existían al comenzar su vida de Robinson en el río. El abuelo se había
construido una casa sobre los árboles a la que se subía con una increíble
escalera de madera dura que tenía 20 cm de alzada entre escalón y escalón y 30
de pisada. Una escalera digna de una mansión para subir unos 3 metros hasta el
piso de la casilla. Conocedor del río, bien asesorado por el señor del agua, sabía
que nunca jamás el río había crecido más allá de los 2 metros. En la casilla,
que visitaba con mis hermanos, el abuelo tenía todo lo necesario para vivir
días aislado del mundo, cocina de una hornalla a gas de garrafa, Catre, colchón
de lana, frazadas, alacena con algunas provisiones, mesa, conservadoras para
guardar el pescado. Salvo en luna llena, cuando no salía a pescar porque decía
que la luz de la luna le pudría el pescado con rapidez, el abuelo escapaba
seguido a su mundo del río.
-En un momento, cuando la descripción se
perdía, volví a preguntar sobre el señor del agua.
-Bueno, es un amigo
del abuelo que conoció en su juventud mientras que Pescaba, vive en el río, no
sé si contarte más porque no me vas a creer.
-Quiero escucharte, dije con ansiedad
-El abuelo era una
personalidad fantasiosa, por eso no le creímos lo del señor del agua y su otro
amigo, el señor de la luz. Hasta que nos tuvimos que rendir a la evidencia, yo
era muy chica, tendría la edad de mis hijos ahora. En aquel fin de año el
abuelo invitó a sus amigos. El señor del agua, era un hombre de mirada de hielo
con expresión tierna. Mis padres lo increparon al abuelo por invitarlo. Con
ropas de náufrago, Llegó todo mojado, chorreando agua. Por ese sentimiento
profundo de buenos cristianos, lo recibieron, le dieron ropas secas que el
hombre del agua acepto con cierta vergüenza. No habían terminado de aceptar la
presencia del señor del agua, cuando hora después llegó el señor de la luz, te
aviso antes que preguntes que no era un electricista ni un iluminado sostenido
por alguna religión. Era un hombre que se encendía en una luminiscencia parecida
a una luciérnaga. Ramón les explicó a mis padres que el hombre era muy sensible
y al emocionarse se encendía.
El abuelo sentó a cada
uno de sus amigos en las cabeceras, el hombre del agua y el hombre de la luz no
se habían dado la mano ni tuvieron contacto como otros invitados a pasar la
noche del 31.A la medianoche -en una época en la que no había dinero para
fuegos artificiales ni se veía bien en el pueblo que haya ostentación derrochando
dinero en pirotecnia-, los niños tuvimos un momento inolvidable: El señor de la
luz con el señor del agua acercaban sus dedos índices hasta casi tocarse e
hicieron un show de chispas como las estrellitas que se compran ahora. Hasta el
día de hoy me parece ver esas chispas con las que comenzamos un año nuevo.
El abuelo murió hace años.
El señor de la luz aceptó el llamado del universo. El señor del agua resiste. Sigue
viniendo de tanto en tanto, recién lo vi vestido en algas y camalotes, pero
igual, como si el tiempo no pasara para él en su vida en el fondo del río.
-Dígale a Don Ramón
que se viene la grande… -dijo anticipando una enorme inundación.
- Ya no le vuelvo a
decir que mi abuelito murió.
No quise preguntar más. La felicidad de
instantes no se lleva bien con las preguntas.
-Has tenido una infancia maravillosa. Fue
lo único que atiné a decir. El relato que Cecilia había desatado una dicha extraña, como la del vivir en el fondo del río, o en la profundidad de uno
mismo.
Pero, eso sí, poder salir cada tanto a
visitar gente querida.
*De Eduardo
Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
*
Es necesario cerrar
todos los presupuestos y parámetros (todo el saber adquirido y consensuado)
para desinstalarse y empezar de nuevo cada día en otro universo.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
EL BLUES DEL TREN DE LAS 11.40*
El miedo había estado allí; ahora lo sabía. El miedo
había estado acompañándolo todo el tiempo, como un monstruo en estado
embrionario, en cada instante de las once horas transcurridas desde el
histórico "suficiente" pronunciado por Gómez Laurenz para convertirlo
en abogado.
Había estado allí, oculto entre los pliegues de su
conciencia, aguardando el momento propicio para asestarle esta dentellada feroz
y traicionera, para inocularle este hielo en la sangre que lo retenía impávido
en la vereda penumbrosa de la pensión, clavado junto a la puerta de calle con
el corazón sobresaltado, temeroso de volver a los festejos del patio.
"Me pasaron la mesa de Sociedades para mañana a
la 8; vos ya serás todo un doctor, pero nosotros tenemos que seguirle dando,
nene". La excusa invocada por Fabiana para justificar su decisión de
abandonar la fiesta todavía resonaba en su cabeza, estableciendo crudamente un
límite, un antes y un después. El abrazo fuerte y emocionado de su amiga, su
largo beso en la mejilla, su promesa de escribirle cartas, su grito cariñoso
mientras el taxi se alejaba pidiéndole que no se olvidara de ella, habían
quebrado algo en su interior. La sensación de eternidad se había desmoronado de
golpe, dejando al descubierto el miedo (el miedo que siempre había estado
allí), anunciando el previsible final de la tregua, la confirmación innecesaria
de lo que él ya sabía. (Porque él lo sabía, lo había sabido perfectamente
durante mucho tiempo, quizás desde aquel lejano recelo experimentado al subir
por primera vez las escalinatas de esa Facultad que parecía tan enorme. Era
como entender algo sin palabras, sin pensarlo en forma expresa. Sólo que una
cosa era presentir que iba a doler, y otra muy distinta comenzar a sufrir el
dolor real).
Miró la hora en un gesto casi inconsciente: las 4 y
10 de la madrugada. El sonido de la música y las risas llegaba desde el patio
como un rumor asordinado. Cerró la puerta tras de sí y regresó por el pasillo a
oscuras con una vaga sensación de malestar hormigueándole en las venas. El
patio bullía en animado desorden y nadie lo vio reaparecer desde las sombras.
De pie bajo el farol macilento que iluminaba tenuemente la reunión contempló a
sus amigos con una mirada melancólica, como buscando atrapar algo sabiendo que
no podría atraparlo nunca. Ahí estaban todos: bajo la galería, el Pato riéndose
de cualquier cosa, atacando cerveza tras cerveza, Mónica haciendo payasadas
parada sobre una silla, José Luis y Gonzalo repartiéndose los restos fríos de
una pizza de tomate, Aldo abrumando a Laura con sus cuentos malos; en el centro
del patio, Fernanda y el Negro bailando con incansable entusiasmo, como si se
hubieran recibido ellos, contagiando su alegría a Marita y a Willy; allá en el
fondo, Jorge borracho bailando con una escoba para delicia de todos los presentes.
Se sintió raro. Recordó que apenas una hora atrás se
había deslizado hacia la pared de la enredadera con sigilo, como si temiese
romper un hechizo, con el único objeto de gozar del alegre trajín de brazos,
manos y bocas, la alborozada evolución de los gestos en torno a la mesa
rectangular. Recordó que, merced a una súbita y mágica revelación, había
comprendido entonces que se hallaba en el medio de uno de esos infrecuentes y
escurridizos momentos plenos de su vida, una de esas seis o siete ocasiones anuales
en que podía afirmarse que vivir valía la pena. Y recordó también que en ese
instante, justo en ese instante, había concebido la delirante idea de clausurar
todas las salidas y secuestrar a sus amigos, tomarlos por rehenes y exigir
desafiante a Dios, al Tiempo, a la Vida o a quien fuere, que esa reunión durara
para siempre. Pero ahora ya era tarde. Fabiana, sin quererlo, acababa de
destrozar la frágil utopía. Ahora que las heridas invisibles comenzaban a
sangrar no existía modo de volver a construirla.
- ¿Bailamos, caballero?
La voz inesperada lo sobresaltó. Sumido en su
confusión mental no había advertido aquella presencia cercana. Giró su cabeza
hacia la derecha y pudo ver a Laura haciendo una reverencia burlona que
acompañaba la invitación.
Improvisó una tontería para disimular y se dejó
arrastrar por la muñeca hacia el centro del patio. Por unos segundos se olvidó
de todo -del monstruo y los fantasmas, del porvenir, del tren de las 11 y 40-.
Revivir la magia pareció posible. Pero fue sólo un espejismo transitorio. Un
instante después, al recibir el perfume de Laura en pleno rostro como una
bofetada del Tiempo, no pudo evitar el recuerdo de aquel Baile de la Primavera
en que se habían conocido y la grieta en su interior se abrió de nuevo. Pensó
en los seis años que habían pasado desde aquella noche, desde aquella Laura
aniñada, y lo categórico de la cifra -¡seis años, Dios!- le ocasionó un vértigo
fugaz, una suave opresión en la boca del estómago que ni siquiera el ruidoso
trencito que los bailarines habían comenzado a formar pudo disolver.
Su malestar se acrecentó. Comprendió que la fiesta
-su fiesta, esa misma fiesta que para los demás estaba en su apogeo- había
terminado para él.
Descubrió que él y los otros respondían ahora a
tiempos diferentes, irreconciliables. No importaba que él volviera a su pueblo
y ellos se quedaran. Lo que contaba no era la distancia física sino otra clase
de lejanía. "Ahora vas a tener que usar corbata todo el día, bagre",
le había dicho Aldo al llegar, y sólo en este momento se le revelaba el
significado oculto de esas palabras. No más Facultad, no más pensión, no más
trasnochadas en los bares del bulevar, no más vino con amigos. Final del juego;
estaba solo otra vez. Él quedaba afuera, como si una puerta se cerrara inexorablemente
a sus espaldas. Como si, al igual que la fiesta, la vida siguiera sólo para sus
amigos, no para él.
"Si supieran que estoy triste a once horas de
haberme recibido dirían que estoy loco", pensó, riendo para sí, mientras
se refugiaba en la cocina con la excusa de buscar hielo. Pero era irreversible:
el miedo comenzaba a derrotarlo. Había buscado en esos seis años de Facultad un
desvío, una salida tan sorpresiva como inexistente y no la había hallado.
"Vos querés sacarte una especie de lotería metafísica", le había
dicho una vez Gonzalo y era cierto, pero su número no había salido premiado.
Ahí estaba el monstruo, entonces, desatando los fantasmas. Ahí estaba él con su
ridícula impresión de sentirse un viejo a los veinticuatro años.
Descubrió con estupor que el título de abogado le
confería carácter de extranjero. La ciudad lo rechazaba sutilmente, haciéndole
comprender su condición de cuerpo extraño, pero el regreso a su pueblo sólo
serviría para acrecentar su certeza de que él ya no pertenecía a aquel lugar.
Imaginó el orgullo emocionado de padres y hermanos, la alegría vulgar de su
novia, la infantil idolatría de sus sobrinos y supo de antemano que en nada
ayudarían a aliviarlo. Se vio a sí mismo desterrado en la calma soñolienta de
un perpetuo domingo y se sintió vacío, como si la vida se acabara mañana mismo.
Como si la vida se acabara con el tren de las 11 y
40.
Sin embargo, no era eso lo que espoleaba su tristeza.
No se trataba de la preocupación por un futuro forzado, previsible y ajeno a
sus deseos. Se trataba de algo mucho más urgente y visceral, una etapa
desvaneciéndose sin remedio, la desesperante sensación de agua que se escurre
entre las manos.
Se trataba de las peñas, los bailes, los asados de
comisión, los campeonatos de truco, las reuniones de damajuana y choripán, las
mateadas interminables hasta el amanecer, las imponderables horas gastadas en
el bar de la Facultad para hablar de Cortázar y de Sartre con Gonzalo, las mil
y una revoluciones planeadas y ejecutadas en el aire desde una mesa de café. Se
trataba de la nostalgia, ese roedor implacable que había comenzado a
mordisquearle las entrañas.
Se acercó con el hielo al grupo que ahora estaba reunido bajo la galería bebiendo vino. Aceptó que el Negro le llenara el vaso por enésima vez y se dejó caer sobre una de las sillas que bordeaba en forma desprolija la mesa rectangular. Se quedó mirando hacia arriba con los ojos fijos en algún lugar incierto de la noche estrellada de diciembre, bosquejando mentalmente el momento en que partiría rumbo a la estación acompañado por los sobrevivientes de la fiesta. Suspiró resignado. Supo que Dios, el Tiempo, la Vida o quien fuere lo había vencido. Se podía, sí, escuchar a José Luis contando cuentos verdes, rogarle a Mónica que recitara poemas de Machado y a Willy que imitara profesores, se podía pedirle al Pato que cantara un blues de los suyos, pero ya nada sería igual. Incluso podía él mismo, como tantas otras veces, ladrar Muchacha ojos de papel o El oso hasta quedar disfónico, pero era inútil; el tren permanecería allí, como una obsesión, ensombreciendo la fiesta. Estaba perdido: ni siquiera quedaba el frágil consuelo de dedicarse a construir un último recuerdo, el recurso demencial de disfrutar del incendio antes de que solamente quedaran cenizas.
A lo sumo, pensó mientras Laura le acercaba la guitarra al Pato y le pedía que cantara algo, quizás fuera posible dejarse llevar hasta el tren con la conciencia adormecida, deslizarse hasta él como por una pendiente suave y confortable. Quizás fuera posible buscar en el fondo del vaso una última anestesia y aislarse del derrumbe, quitarse de la cabeza la hiriente comparación entre la imagen de aquel taciturno muchacho de pueblo que una noche de viernes, recién llegado a la ciudad, había aprendido de una vez y para siempre lo que era sentirse solo, y esta otra imagen, mucho más cercana, virgen todavía de nostalgia, la del abogado recién recibido saliendo del aula después del examen para encontrarse con el abrazo de sus compañeros. Resultaba imperioso saturar las horas restantes, evitar los minutos vacíos, embotar los sentidos y aturdirse para no pensar, vaciar vaso tras vaso hasta hacer que las voces se independizaran de quienes las emitían, convertirlas en ecos que resonaran lejanos, como un ruido más en la madrugada. Había que hacer lo que fuera necesario para perder la noción clara de las cosas y remover de la boca ese acre sabor a final, a despedida.
"Ojalá no amaneciera nunca", dijo Mónica a
su lado, con un dejo de melancolía, como si hubiese adivinado sus pensamientos.
La miró sorprendido, con una sonrisa entre amarga e indulgente. Vaciló unos
instantes, pero no dijo nada. Sólo extendió el brazo libre y la atrajo hacia sí
en un abrazo tierno que pretendía ser indestructible. Dejó luego que su cabeza
resbalara indolente y se acurrucó en el regazo de su amiga.
Alguien apagó el radiograbador y el brusco silencio
de los parlantes se le antojó sobrenatural. Cerró los ojos para no ver el
momento en que las primeras caricias del sol desperezaran, allá en lo alto, a
la enredadera del fondo. Después se fue hundiendo lenta, tibiamente, en una
serena y profunda lasitud, mientras la guitarra del Pato comenzaba a gemir un
blues.
*De Alfredo Di
Bernardo.
http://cronicasdelhombrealto.blogspot.com.ar/
-Texto incluido en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE
CDP Santa Fe - 2009
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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