*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com
*
Soñé con una casa elevada sobre pilares,
pura madera. Sin esfuerzo llegaba a ella. Amplitud, luz tenue de sol, mis hijos
y otras pocas personas alrededor.
Yo caminaba y descubría rincones
brillantes. No era una casa nueva, pero estaba reluciente de vida.
Más allá de las ventanas, todos los tonos
del verde. Crujido de madera bajo mis pies y dos pianos. Uno a cada extremo de
la pared, en el medio algo así como un sillón.
Uno era un piano antiguo, envejecido, que
intenté tocar pero que apenas sonaba, al hacerlo sus notas eran opacas, casi
mudas.
El otro piano, al que descubro con asombro,
es algo más pequeño y me causa ternura. Subo la tapa y parada me dispongo a
tocarlo como si supiera. El sonido fluye. Estoy haciendo música, una melodía
improvisada y envolvente, recorro la extensión del teclado con soltura, mis
dedos bailan y lloro de felicidad ante mi nuevo talento. Aparece mi hija y
pienso que voy a mandarla a clases de piano.
En medio del silencio que sobrevino, un
silencio extenso y alto, gigante y verdadero, reconozco, una vez más, lo que
soy.
Ahora, despierta, recupero la emoción por
mi modo de hacer música.
Este regalo es para mí. Un sueño que habla
de mi propio sonido, de mi ritmo a veces mudo o distorsionado y otros de
armonía, tanto que suena a milagro.
Ahora entiendo, una vez más, que mi
capacidad de recrearme y de redescubrirme me hace mejor.
Algo realmente nuevo espera, con ellos como
siempre y desde mí, desde mis ganas de tocar el piano o lo que sea, viviendo lo
que palpita y creando con asombro, descubriéndolos a ellos y a sus propias
ganas, que espero saber ver y acompañar.
Este es mi deseo. Reconocer mi propio ritmo
y acompañar el de los demás. Conectarme con mi sonido y hacer canciones con
silencios, cada uno el propio, y un sorprendente juntos.
*De Lorena
Suez. suezlorena@gmail.com
Anaís*
Llegué a Sallent de
Gállego el jueves. Pretendía hacer la Ruta de los contrabandistas, un paso
montañoso entre Huesca y el sur de Francia. Una buena caminata.
El viernes, al
amanecer, ella introdujo la cabeza por la abertura de mi tienda de campaña. Me
miró. Esos ojos verdes. Ese silencio. Pero todo había cambiado. Cuando volvió a
dejarme solo (entreveía su silueta ahí afuera, a través de la tela), me encogí
de hombros, guardé mis escasas pertenencias, pensé que tanto da un lugar
hermoso como otro.
Metí tienda y mochila
en el maletero del automóvil. Ella se había instalado en el asiento del
copiloto, con la mayor naturalidad. Antes de ponernos en marcha, pronunció una
palabra: “Anaís”. Su nombre, supuse. No pregunté adónde íbamos. Solo conduje.
Como si ya supiera el lugar de destino. Cruzamos Biescas, Sabiñánigo, Fiscal,
Boltaña... Sentí un sopor agradable. Perdí toda noción de realidad.
Creí despertar de un
sueño. Me encontré en la Plaza Mayor del pueblo llamado Aínsa. Ella no estaba,
aunque algo alrededor delataba su presencia. Una idea repentina: el nombre
-Anaís- era un anagrama de Aínsa.
Y me pareció, por un
momento me pareció que esas piedras milenarias, esos muros, el empedrado, eran
una muchedumbre de ojos verdes, fijos en mí, como esperando o solicitando algo
que no me era posible comprender. Sospeché que, de algún modo, ahora ya formaba
parte de eso. Y respiré, allí en el centro de la plaza cerré los ojos y
respiré, sabiéndome, al fin, completo.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
YELLOW SPRING STATION*
Mis ojos disfrutan el deleite
impávidos, y sobrecogidos
por la inusual belleza
se adentran en el torbellino
de la magia de colores.
Mientras el tren de la noche
se desplaza, y los amantes
se dicen adiós. Mis ojos no
saben cómo sobreponerse
al fugaz hallazgo. Recuerdo.
Presencio cómo los colores
del arco iris atraviesan
mis pies y el corazón adusto
de la estación de tren.
*De Daniel
Montoly.
La
Casa a Medio Camino*
Llevo mucho tiempo interesado
en los nombres que los concejales
otorgan a las calles.
Entre Luton
y Dunstable
en Bedfordshire
hay un pub adonde íbamos de adolescentes
para escuchar Rock and Roll.
Se llama Half Way House,
“La Casa a Medio Camino”.
Hay calles a su lado
que llevan los nombres
de Browning y Wordsworth,
de Shelley, Byron y Shakespeare.
Es un barrio poco transitado.
*De Robert
Gurney
CLARIVIDENCIA*
Le pregunto si esta noche no debería ser
llamada con la palabra noche, "noche, noche, venga, noche" porque
esta palabra impone muchos verbos cuánticos de conjugación levitante que
humedecen el lenguaje hasta hacerlo gemir. Calculo si es previsible la
frecuencia imprevisible, mientras admiro el resplandor del atardecer. ¿Ves cómo
en cada una de las letras de la palabra noche se refleja la luz?, pregunto. Y
la cosmonauta de ojos invisibles dice que soy clarividente desde antes del
principio de mi vida. Yo le digo que simplemente reordeno los hechos para que
sean más interesantes y, a veces, más significativos. Una palabra es dos
palabras y tres y cuatro y todas. Por aquí y por allá la cosmonauta me pide
palabras peregrinas para confirmar su paso por esta vida.
*De Miriam
Cairo. cairo367@yahoo.com.ar
LA
BALADA DE LA BAHÍA DE LOS TRES PICOS*
No sé por qué Dylan me
empujó
supongo que fue una
broma
de esas que él sabía
hacer
es poco lo que
recuerdo de aquella noche
salvo mi caída al mar,
la ropa mojada
los cigarrillos
flotando en las algas
el rumor del mar
el fuego improvisado
entre las rocas
y la vieja petaca
corriendo entre los dedos
quisiera volver a esos
días
donde devorábamos
eternidad
donde el sueño de
vivir no nos había aniquilado
donde yo era feliz
aún flotando ahogado
en el mar.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
-De su libro Los ojos de Sasha o el fin de un sueño rojo.
Editorial leviatán. 2017
HONRAR LA VIDA*
En el noroeste de Mongolia todo el mundo se
muere, pero las personas no mueren. Se lo dice el papá a Nansa, una niñita de
ojos rasgados en un redondo rostro de manzana.
El budismo los provee de un inagotable
círculo de vidas que el alma recorre pasando de un arbusto a un camello, de un
camello a un buitre, saltando de ser a ser, hermanando plantas, animales y
seres humanos en un hálito eterno que se manifiesta multiforme y vital. La
muerte no tiene más relevancia que el cruce de un umbral. No angustia ni
aterroriza. Los niños sólo sienten la curiosidad de quien se pregunta qué
vestido usará mañana, qué abrigo le tocará en el invierno próximo.
Pero no todas las vidas son iguales. Las
personas poseemos una fineza de percepción, la capacidad de razonar y sentir
con mayor agudeza que un yak o una cabra. Esos atributos son invalorables.
Podemos, también, mirar las estrellas, contar historias, acariciar un perro
dormido. Somos capaces de amar.
Volver a pisar el mundo como un ser humano
es un privilegio.
Una anciana recibe en su yurta a la niña
que se ha mojado en la lluvia. Toma un cazo con arroz, una aguja larga, y con
la aguja en una mano derrama sobre ella puñados de arroz que caen como lluvia
blanca. Le pide a la niñita que le avise cuando un grano caiga sobre la punta
de la aguja. Puñado tras puñado, la atenta mirada no logra encontrar que el
milagro acontezca.
La pequeña mujer arrugada y sonriente le
cuenta a la niña que en el mundo existen infinidad de seres, y que la
posibilidad de reencarnarse en una persona es tan remota como la de que un
grano de arroz caiga en la punta de la aguja. Así de esquivo es el milagro, así
de difícil es ser un ser humano, y es por eso que cada vida humana es
inapreciable.
Ha de celebrarse, entonces, la vida humana.
Y respetarla con la devoción con la que se preserva un frágil fuego en medio de
la noche.
Lo dicen los mongoles, allá por donde China
y Rusia se confunden. Nos lo cuenta la directora Byambasuren Davaa, que quiso que
su pueblo narre a través de sus filmes esa forma de vivir, sentir y explicar el
universo.
Ellos, los mongoles budistas que creen en
un eterno pasaje de vidas, reverencian la maravilla de ser una persona y de
tener la suerte de pertenecer por unos años al género humano. Nosotros, que no
prestamos fe a historias de reencarnaciones, que creemos que esta vida es
única, despreciamos a nuestros semejantes y no honramos el maravilloso don de
la humanidad que se nos ha concedido y reside en nosotros. Mancillamos el
milagro, desperdiciamos la esquiva oportunidad de ejercitar los dones que nos
fueron hechos. Si podemos amar, si podemos mirar la luna, si podemos narrar
historias; entonces es nuestro deber hacerlo y, por tanto, como lo cantó Eladia
Blázquez, honrar la vida.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Ese
día en que todo lo perdido vuelve*
*Por Leopoldo
Brizuela.
La
juventud termina, dice Isak Dinesen,
cuando comprendemos que nuestro destino es exactamente igual al de los otros.
Entonces empiezan a importar los ritos.
El año pasado, para las fiestas, yo me fui,
solo, a Lisboa. Anduve largamente por callejones empinados, bajo guirnaldas de
lucecitas; me sentaba melancólico a tomar café con la estatua de Fernando Pessoa; veía pasar familias con
regalos y coros de niños que interrumpían sus villancicos bajo el abucheo de la
llovizna y, aunque me preguntaba qué cuernos hacía tan lejos, no conseguía
comprender. Hasta que una mañana, mientras buscaba la salida del laberinto del
barrio árabe, se desató una tormenta y sin saber bien lo que hacía me refugié
en la Iglesia de la Concepción, la más antigua de la ciudad, la única que se
salvó del terremoto de 1775. Estaban celebrando misa. Como era día laborable,
en la inmensa nave en sombras y ante un cura vestido de dorado y blanco,
tiritaban sólo unos cuantos ancianitos. Pero cuando uno de ellos avanzó hasta
el púlpito y empezó a leer las Escrituras, tratando de imponer su voz por sobre
el trueno y el diluvio, de pronto, digo, comprendí. Arrullado por la música de
los versículos me distraje de lo que decían; y pensé en el Cristo lacerado de
la entrada, pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en la tormenta y
en la ciudad inhóspita, pensé en los barcos azotados contra el muelle y pensé
en el mar que más de cien años atrás habían cruzado mis bisabuelos portugueses.
Pensé, en fin, en ese rito que como durante siglos seguía acogiendo a ancianos
y extranjeros, a aquellos que no tienen con quién compartir su memoria, y me
dije, de pronto: "Esto es la poesía". Y no me pregunten por qué, pero
también pensé: "Esto soy yo". Comprendí, digo, y fue mi forma de
comulgar.
Por favor, entiéndanme: aquí, en la
Argentina, Jamás piso una iglesia: soy, si Borges no me engaña, agnóstico. Y la
mayoría de los curas me parecen similares a aquel sacerdote lisboeta que se
impacientaba a cada vacilación del viejito lector y que luego recitó la liturgia
con la desgana de cualquier burócrata. Tampoco hablo de las ceremonias
patrióticas. Después del genocidio, de la guerra de Malvinas, de las leyes que
consagraron la impunidad, me repugna toda fiesta que incluya a los culpables, y
si alguna vez me llevan por confusión o por fuerza, seré aquellos que arriman
la silla vacía a la mesa de los saciados, quienes devuelven a su fuente
"la fruta podrida con que lacayos quieren envenenar mendigos".
Hablo de los ritos privados, secretos, que
inventamos cuando volvemos de los pocos sitios en que el recuerdo revive, un
jueves en Plaza de Mayo, una madrugada en el boliche cuando nuestra misma
conversación parece una manta de retazos, el cumpleaños de un hijo huérfano que
se vuelve, de pronto, la celebración de un antiguo deseo de dos. Hablo, en fin,
de esos ritos que nos inventamos para que en nuestra soledad, como en el día de
la creación, vuelva a escucharse el Verbo, porque nos sentíamos perdidos y
estalló la tormenta, porque acabó la juventud y ya no tenemos con quién
compartir nuestros recuerdos, y porque sólo volver a actuar como antes da
sentido a esto que somos.
Sé de gente que pone a girar viejos discos
de vinilo, y hay quien arregla su jardín y reparte en macetitas gajos de árbol
antiguo. Hay quien prepara pan dulce tan sólo para resucitar una antigua
artesanía y hay quienes se preocupan por conseguir uvas para comerlas una a una
a las doce del 31 al ritmo del viejo reloj de un abuelo gallego que inició la
tradición. En cuanto a mí, este año que tengo menos dinero y menos trabajo
también, he estado desarmando y limpiando, pintando y volviendo a armar una
cajita de madera balsa, tapa de vidrio y fondo de corcho, que un estudiante de
zoología fabricó para clasificar insectos hacia 1975, y que su madre me ofreció
hace un tiempo y yo acepté para guardar mis lápices. Bajo la caricia de la
lija, tantos años después, la madera estuvo soltando para mí, como un secreto,
su perfume de savia, y yo me acordé de aquel fin de año en que él y sus
compañeros se preguntaban cuál sería la bandera que empuñarían el día de los
grandes festejos, el Día de la Revolución, y un amigo proponía izar el delantal
con que su madre, cada mes, limpiaba la silla donde se sentaba brevemente el
patrón que venía a cobrar el alquiler. Yo, en cambio, para la fiesta eterna
elijo, no el dolor que protejo en mí con el pudor del amor y el cuerpo, sino la
breve fajita de letras blancas que identifica a la caja con un nombre
científico: Familia Chrisomelidae.
La elijo como bandera, digo, sin saber si
la cajita guardó insectos o mariposas, porque siento que es una buena forma de
nombrar esta nueva familia que fuimos construyendo, este lazo que nos reúne en
la tormenta como un templo disperso, este rito en el que todo lo perdido
vuelve, vuelve, desde allí en donde esté. Familia Chrisomelidae, sí: vos, yo,
nuestros muertos y nuestros hijos, nuestra poesía y nuestro inmenso silencio.
No un museo: un antiguo deseo en marcha. Familia Chrisomelidae, y ya no
importan nuestros nombres.
El año pasado, en Lisboa, conocí mi primer
fin de año en invierno. Mientras iba solo, recorriendo monumentos llovidos con
una guía turística y un paraguas maltrecho, comprendí con cierta envidia para
qué se sirven turrones, nueces, chocolates, en las fiestas: para esperar, para
invitar, para acoger a las visitas ateridas de frío y de misterio. Y ahora que
dejo de escribir y vuelvo a poner mi lápiz en la caja, ahora que cierro su tapa
de vidrio, siento que escribo, sí, para volver a esperar, que acabo de tender
mi mesa y la fiesta recomienza.
Y llaman a la puerta.
-Publicado en Clarín edición del viernes 29
de diciembre del 2000.
- Leopoldo Brizuela.
(La Plata, 8 de junio de 1963 - Buenos
Aires, 14 de mayo de 2019)
https://es.wikipedia.org/wiki/Leopoldo_Brizuela
En el desierto*
Un hombre mira al cielo,
agita sus brazos
en busca de alivio.
Dios lo observa compasivo.
No sabe –y se lo pregunta-
si él mismo es un espejo del hombre
o un capricho del destino.
Al fin, los ojos de ambos
se encuentran
y se ven pequeños,
ilusorios.
Tan agudo es el dolor
que sospechan haber sido soñados
por una misma alma solitaria.
*De Jorge
Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar
-De “La
incomodidad” Editorial Huesos de jibia. 2015.
Finisterre*
Hay en mi cabeza un nudo que me ata
desde siempre. En vano he tratado, una
y mil veces, de desenredarlo, sospecho
que su trama es obra de la maldad. Sólo
duele del cuello para arriba y, a veces,
desesperado, sueño con un macedonio
que lo corte con la espada. Porque esto
es un tormento sin lenguaje, bloqueado
intransferible. Nadie entiende, tampoco
nadie escucha, nadie se sale de su nudo.
Nadie advierte lo que hablan los demás
ni lo que dice su mensaje; ni adivina ni
calcula las consecuencias de su propia
idea confusa. Todo es un caos blindado
y sin ninguna posibilidad de cura, en él
navegamos bajo un manto de nubes que
cubre el firmamento y no tenemos guía
que nos salve de caer al abismo final
libres de la soledad y la locura.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
*
Lo intenso es lo que
ahora está frente a nuestros ojos. De nosotros depende que se licúe,
desaparezca o relumbre hasta enceguecernos.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Crónicas
terrestres*
La gente de antes no hablaba mucho o casi
nada de su vida pasada, estaba demasiado ocupada en vivir el día a día. A mi
edad ya soy parte de la gente de antes, de aquellos que están “más cerca del
arpa que de la guitarra”. Aunque los hechos tal cual ocurrieron son imposibles
de reconstruir para mí. Siempre quise saber porque llegamos con mis padres
desde Tucumán a Elías Romero.
Ya no hay testigos vivos. Ni mis padres ni
parientes de aquel entonces en Tucumán.
Nací en Campo Rouges. Mis padres eran
cañeros. Todo el mundo era cañero, se vivía de la zafra. Antes y después de la
zafra había que cultivar la parcela, criar gallinas. La familia que tenía un
caballo con carro para moverse podía sentirse rica. Era muy chico cuando Evita
bendijo con su visita al ingenio Santa Rosa. Lo guarde con mis ojitos mientras
me acompañen la memoria y la vida. Las dos juntas porque la vida sin memoria no
sirve.
Por Estación León Rouges pasaba el
provincial de Tucumán que se perdía hacia el sur hasta terminar en estaciones
que no conocí ni de nombre. Mi madre era de La Cocha. Ella cuando se juntó con
mi padre se vino a vivir a Campo Rouges. Hasta La Cocha viajábamos en tren cada
tanto a visitar familia. La gente tenía muchos hijos. Mi madre solo quería dos.
Decía que traer más hijos a casa de pobre era hacerlos pasar necesidad. Mi
hermano menor murió a poco de cumplir un año de una enfermedad repentina. Fue
esa desesperación. Esa tristeza irreparable la que empujo a mis padres a
venirse conmigo a Elías Romero.
El abuelo de mi madre estaba establecido en
este descampado, puro campo, pero sin cañaverales a la vista ni montañas
cercanas. Les mando decir –él no sabía leer ni escribir- que aquí había futuro.
Trabajo asegurado. hospital cercano para atenderse.
No mintió. En Marcos Paz había trabajo. Mi
madre limpiaba casas. Mi padre aprendió el oficio de albañil. Yo tuve una buena
escuela. Había médicos, lugares donde atenderse.
Un día intente escribir en un papel el
recorrido que hicimos los tres hasta llegar hasta aquí. Cambiamos cuatro veces
de tren. El que llegaba desde San Miguel hasta Retiro tenía la vía ancha. Y no
viajamos hasta Elías Romero en el Midland que ya se llamaba Belgrano. Se conoce
que no tenía frecuencias, así que el bisabuelo nos esperó con su jardinera
tirada por la fiel petisa en la estación del Sarmiento.
Crecí. Aprendí el oficio de carpintero.
Trabajé por mi cuenta mientras pude. Hasta el Rodrigazo se podía trabajar en el
oficio de cada cual. El trabajador era un señor, no una pieza descartable.
Voy a evitar relatar como el país acompaño
mi recorrido desde carpintero especializado y lustrador de muebles al viejo de
70 años que junta latas de aluminio mientras espera la pensión.
La calle de tierra que pasa por la estación
muerta del Midland se llama Discépolo. Ese hombre sí que la vio venir. La vida
fue nomas “Cambalache”.
Aquella vez –por el 2001 o 2002- cuando
todavía tenía trabajo vi a un hombre viejo sentado en la vereda de la calle
comercial. Vendía sus libros para poder comer me dijo.
Le compre dos libros que me acompañan en
esta soledad. Los releo seguido: “El corazón de las tinieblas” de Conrad. Y
“Crónicas Marcianas” de Ray Bradbury.
Los dos libros hablan a su modo del triste
mundo de la explotación que alguna vez llegará a Marte y mucho, pero mucho más
allá.
Comprendí de Hataway que la soledad es universal. No es una maldición personal
inexplicable. Por donde vaya el ser humano llevará su soledad o su soledad
acompañada que suele ser aún peor.
No tengo la capacidad del personaje de Ray
para recrear robóticamente a su familia perdida. Y esperar un rescate los
largos años noche por noche mirando al cielo.
Tengo las herramientas mínimas para que mi
casa de ladrillos asentados en barro no se derrumbe conmigo adentro. Sabido es
que la condición de pobre solo permite reparar con tus propias manos.
Por eso, quisiera ser el ingenioso Hataway.
No “Don Pere”, un viejo que ha perdido su
primer nombre y la z de su apellido.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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