*Obra de Noelia Ceballos @noe_ce_arte
RENAZCAMOS*
Yo no creí que luego de Áspero vendría
Reseco. Aluciné que Áspero era una temporada de años acostumbrados a repetirse
a sí mismos. Que la llegada de los invitados itinerantes Amargo y Frío serían
cosa de contar con los dedos de una mano. Pero armaron su carpa bien cerca de
nuestro hogar y se aparecían. Incluso alguna vez se quedó a vivir Amargo
mientras los días eran una colección de oscuras columnas apiladas.
Calor no vendría nunca más como al
principio, eso sorprendió porque más de una vez había amagado con reaparecer
entre las telas de la cama. Pero no era más que tibieza, humedad o el calor
atmosférico en fricción con la piel. En el recuerdo no quedaba el corazón a
saltos y las partes disponibles de la anatomía ya no lucían alegres. Nunca como
durante aquellos siete años que se convirtieron después en explanada sin
retoques, en meseta.
Aridez se dejó estar, apoltronada entre
todos los objetos de la casa y al aire del sol se resecó más convirtiéndose en
una Aridez de otro planeta, sin aguas en las profundidades de la tierra,
diferente, reinventándose a sí misma. Lo curioso es que no se quebraron los
frutos ni las flores, lo asombroso es que Aridez los encontró pendiendo de su
biología y los petrificó en su estado inmortal. Cosa de recordar, siempre
recordar. Aunque duela. Por los recuerdos de las flores, de los brotes que
prometían y que se quedaron ahí encerrados en sí mismos, mirándose la
existencia, impotentes para crecer. Hermosos y muertos.
Vientos. Una vez soplaron vientos
sobrenaturales. Lo que quedaba fue desapareciendo. Quizá debí haber puesto una
campana de cristal sobre cada tesoro, como el Principito lo hizo con su amada
rosa, quizá debí procurarme muchas campanas de cristal preparándome para el
momento. Había tanta, tanta belleza que cuidar aún. Pero arrasó, Viento arrasó
con casi todo. Aún hoy encuentro restos de aquellos días.
Desolación llegó. Y nunca se fue. Se quedó
a vivir en un lugar que no consigo identificar. Quizá sea nómade, pudorosa o
evasiva, lo cierto es que permanece y no hay modo de que desaparezca.
Cuando llegó Agua no dio tiempo. Una noche,
sin preludios ni intuiciones llegó. Pero no se acercó a la puerta y nos visitó
amablemente, como era costumbre entre tanta tierra partida. En lugar de esto se
reveló y se fue metiendo adentro de lo más interior, metida inevitablemente
allí donde no debió entrar nunca. Y arrasó con los colores que quedaban, con
los recuerdos que sobrevivían a tanto. Y el moho invadió las superficies y cada
parte nuestra se humedeció y no pasaba un día sin que alguien encontrara
colores desteñidos. Se pudrió el agua estancada y fue costoso remover cada
parte putrefacta, secarla al sol, renovar lo salvado y hacer que no había
pasado nada, que los otros no sufrieran por esa imagen del agua llevándose
todo.
Ahora vislumbro un verde nuevo entre el
abandono, un brote que comienza su ascenso en busca de sol, insistiendo para
volver a la vida. Quizá, como en los incendios, diez años pasen y las tierras
recobren su vida igual que las personas y crezcan especies aún más vitales y
los colores tengan otra belleza inusitada. Quizá la línea empiece a dar saltos
y el círculo se cierre.
Hay que esperar. Tener ojos para ver qué
viene luego. Si llegara Tierra con sus bailes no quedaría estructura para
cobijarnos. No hay refugio que te cuide de perder, perder lo propio, adentro y
afuera. Habrá que acostumbrarse a olvidar el sabor y la sensibilidad térmica
para no ponerse triste. Habrá que seguir andando para poder descubrir otra
belleza de esas que se convierten en nuevos recuerdos para tener presentes,
como un prendedor, un anillo que acompañe en los caminos para escapar de lo más
espantoso de la vida. Quizá el círculo al fin cierre. O renazcamos.
(De Intemperie,
2016 Viajera Editorial.)
*De Lorena Suez.
suezlorena@gmail.com
-Mentoría de procesos creativos
-Taller de escritura y emociones
-Lic. en Ciencias de la Comunicación / Psicóloga Social
CABEZA
Y TIEMPO*
El busto estuvo siempre sobre la mesita del
living, una de esas cosas invisibles por exceso de permanencia, por
desaparición de los sentidos a fuerza de repetición. Como el olor de la propia
casa, única confluencia de rastros olfativos que nos está negada porque se
halla ya incorporada de tal modo que desaparece, así el pequeño busto de mármol
era un objeto transparente.
Años de pasar por la habitación sin reparar
en la esculturita, blanquecina presencia cotidiana dentro del paisaje visual.
Justo ahora se le ocurre mirarla. Extiende
la mano y la sensación del peso, la frescura de la piedra calza guante y
zapato, dedo por dedo talón arco justo en las palmas. Hecho para ser observado
de cerca, se revela a su mirada como una foto polaroid que corporiza una
presencia de espíritu y mediúmnicamente invoca un fantasma.
Es una cabeza masculina y esa es la primera
sorpresa, porque los bustos suelen ser retratos de mujeres más o menos
lánguidas, con esa belleza anodina de las muchachas que parecen abstraídas en
sus pensamientos, pero en las que se adivina un definitivo no pensar, se
adivina la pose tentadora de la reflexión imitada rasgo por rasgo frente
silenciosa ojos perdidos en una lejanía romántica labios quietos casi serios
casi a punto de sonreír, una más bien nada, como conviene a una jovencita.
Pero es una cabeza masculina. Un hombre que
la mira a los ojos con atención, minuciosamente cincelado cada pequeño detalle,
con los rasgos firmes de quien no condesciende al engaño y se atreve a sostener
con solvencia el puente sólido y perturbador de los ojos en los ojos.
Por un rato no puede hacer otra cosa que
mirar los ojos que la miran.
Siente que hay en dejar vagar la atención
por el resto del rostro como una claudicación, un apartarse perturbado. Siente
que cortar el puente es un reconocimiento de vergüenza, una especie de
demostración de debilidad. El hombre la mira a los ojos, ella no puede apartar
la mirada. Se dice que es gracioso, pero no tiene ganas de sonreír.
Con aceptación de derrota aparta entonces
la vista y descubre las finas líneas de arrugas en la frente, las cejas de arco
perfecto recorriendo con firmeza el contorno de las órbitas, los labios
cerrados. Hay en la expresión del hombre callado y quieto una seguridad sin
fisuras. Atento y cerrado en sí mismo, bloque de material pero de conciencia,
único e indiviso apariencia peso color rasgos unívocos. Exceso de yo en ese
hombre que confortablemente es él y no aparenta ni finge, que es él y no otro,
tal como debe ser tal como fue creado desde siempre desde toda la eternidad,
que si un vago escultor no lo hubiese tallado cincelado extraído de la piedra,
otro lo hubiese hecho, pues se demuestra en la forma el grado de necesariedad.
Y en la palma de su mano, en la palma de su mano.
¿Quién eres tú?, pregunta sin mover los
labios ella que lo sostiene en la palma de la mano, ella que es sostenida desde
la palma por esa pieza monolítica de maravilla. ¿Quién eres tú?, sabiendo que
es solamente una escultura en su mano, una cabeza de mármol negada al habla
negada a la palabra negada a la vida, esta vida que transcurre y modifica y
hace crecer pero las más de las veces descompone, derrota, finalmente destruye
y acaba y despedaza y desperdiga y finaliza.
Esos ojos esa boca que no puede responder
la contemplan desde la eternidad. Desde la inmovilidad del tiempo quieto fija
el hombre la mirada en sus ojos. Desde siempre, pero en este instante la mira.
Y ella sabe ahora, siempre lo supo pero ahora sabe que va a morir, que habrá
mañanas y tardes y noches acumuladas pero que va a morir, que su rostro y su
cuerpo se derretirán en torno a los huesos, que su carne está construida con la
fragilidad de lo perecedero y no de piedra inmutable. Este hombre que la
observa se lo dice con tranquilidad, sin dramatismo sin exceso de
desesperación. Con tranquilidad se lo comunica silenciosamente. Y la mira.
Deposita suavemente el busto en la mesita.
Se sienta en una silla.
Volverá a tomarlo en sus manos una que otra
vez, cada tanto. Rehuirá los ojos cincelados y olvidará la cabeza tiempo y
quietud y espacio estanco durante largas temporadas. Pero estará ahí, segura
como segura es la propia muerte, algunas veces como amenaza, otras como
promesa, las más como simple clausura si es que existe alguna clausura que
pueda relacionarse de alguna forma con la simplicidad.
¿Quién eres tú?, dirá silenciosamente.
¿Quién eres tú?
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Reencarnaciones*
Antes fui un campesino ruso
estuve en 1905 protestando en Moscú
contra el zar, con mi tío y algunos amigos
de ahí partí a Praga, fui amanuense
ponía sellos en la oficina con Kafka
éramos grises los dos
terminé deportado a un campo, entonces
aparecí en Ámsterdam
jardinero en el barrio de Rembrandt
me robé un retrato y un pedazo de alma
que vendí en un callejón de Monastiraki, en
Atenas
unos días antes de que se hunda el pesquero
fui médico en el África, ladrón en Gales,
titiritero en Croacia
falsificador de obras de arte en el
Renacimiento, en Florencia
campesino en Vladivostok y ladrón de
bicicletas en Roma
entre miles de ciclos de idas y vueltas
ahora aparecí escribiendo poemas en Plaza
Miserere
soy un ciego en el barrio de los ciegos
mi alma es muy vieja, como la tuya
por eso me mirás como si me conocieras
de algún lugar.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
-De su libro MARGOT, LA PROSTITUTA QUE LEYÓ A BAKUNIN.
-Editorial Leviatán. 2017
Objetos
perdidos*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Uno
Había una silla junto a la ventana. El
calor se extendía en la pequeña estación de autobuses. Los pájaros eran
infinitas figuras antes del vuelo. Un vaso sudaba su fiebre en la penumbra. La
humedad del vidrio dejaba su huella en la mesa. Inútil esperanza porque era
puro despojo, cosa inútil e inacabada. Las moscas formaron una nube inestable.
Volátiles se movían en la escena. “Ayer dejaron algo”, dijo el viejo. Su
compañero de trabajo —un muchacho— se acercó. El primero se balanceó en la
mecedora. De gimnasta su vaivén por la precisión y el tino: los pies al aire y
luego al suelo. Una secuencia donde destacaban la espalda, la camisa a cuadros
y los pies alumbrados. Los pájaros, contraste entero del viejo, estaban
prendidos al esqueleto de un árbol y desde ahí, al unísono, medraban. Los dos
presentían nubes pero, por una absurda superstición, no lo decían. Las palabras
del viejo, inacabadas todas, aún perduraban como la estela de humedad en el
vaso. “¿Qué dejaron?”, preguntó el muchacho. La mano fue al vaso, pero no para
beber, sólo era distracción del tacto mientras llegaba la respuesta. El viejo
se levantó: imagínese su lento andar, su respiración que apenas rompía el
silencio. La silla conservó la inercia del movimiento y su sombra anegó una
parte del suelo. El viejo abrió un cajón y señaló con solemnidad un sobre
amarillo. La mirada quedó ahí, en todo el cuerpo, vibrante y estancada. El
muchacho abrió el sobre. El contenido era una hoja y una leyenda: “Vendrán más
cosas”. Remiró la frase. Las palabras eran tres pájaros en la escena. En una
delgada rama los imaginaba, listos para volar una vez seca la tinta de sus
alas.
La labor del muchacho era vender los
boletos de la única corrida del día. También, desde hacía meses, cuidaba al
viejo. Alguna vez pensó que no llegaría el camión: un derrumbe en la carretera,
una avería en las llantas, una jauría de asaltantes despachando a los
pasajeros. Entonces, como es natural, pasarían el día aturdidos, sin nada qué
hacer, como estancados peces. “¿Quién dejó el sobre?”, preguntó el muchacho.
“Cuando llegué ya estaba aquí”, respondió el otro. Imaginaron una broma fruto,
quizá, de la ociosidad: un adolescente de los alrededores, con pluma en mano,
garabateando en la noche una hoja en blanco. Después, oculto en la penumbra,
oscuro gato en la ventana. Habría caminado, leve, al escritorio. La luna
alumbraba el sobre y, seguramente, el intruso, en un solo acto, se habría
dirigido al cajón repleto de lápices y sellos para dejar su anzuelo.
Al siguiente día llegaron a la estación muy
temprano. El viejo estuvo un rato en la calle, ensimismado en el horizonte. Una
conjura eran las nubes. Apenas empezaba la trampa del calor. Como endebles
sustitutos el humeante café, los sorbos que avivaban y se repetían. El vaso, en
el mismo lugar, ahora libre de humedad por la acción del tiempo. Los dedos del
muchacho se acercaron a los cabellos para distraer el nervio. Los pájaros como
parroquianos, como en una cantina sus trinos. Acomodaron las sillas. Barrieron
la entrada. Verificaron la hora en el reloj. En una hora llegaría el camión. El
sobre seguía en el mismo lugar como animal en silencio, interrogante.
Evitaron acercarse al escritorio. Los dos
eran nerviosas moscas alrededor. Imagínese una mezcla confusa de aprensión,
duda y silencio. El sobre era un estorbo, pero no lo podían quitar del
escritorio. Su lugar en el mundo, para ambos, era estar ahí, confusos,
revoloteando. “¿Qué pasa?”, dijo el muchacho. “El sobre”, murmuró el viejo,
molesto.
Transcurrieron varios minutos. Las calles
encendieron sus piedras, los pájaros se volatilizaron en el resplandor de la
mañana.
Más tarde llegó el camión. Imagínese un
barco salitroso, lleno de agujeros, haciendo agua por todas partes. Una
cordillera de nubes dejaba a su paso: polvo flotando sobre polvo. El camión
detuvo su marcha entre resoplidos. El chofer bajó y estiró las piernas. De
juguete, la estación, por la lejanía. El chofer se acercó al viejo:
–Algo raro ocurre en estos días –dijo
oteando el horizonte.
–¿Qué pasa? –preguntó el viejo.
–La niebla baja más. Casi todo el tiempo
tengo las luces prendidas.
–Será la época del año.
El chofer suspiró. Los disparejos bigotes
eran leve huella sobre los labios.
El viejo miró el esqueleto de un árbol. Las
descubiertas manos temblaban. Sus ojos, quizá por inercia, enfocaron al suelo.
Y los escasos pelos de su cabeza, encendidos por el sudor, coronados por el
mediodía. Sin saber por qué sintió lástima por el chofer, por la corbata azul,
por los zapatos llenos de polvo. Los pasajeros, medrosos como los peces,
permanecían en silencio tras las ventanillas. Un par más se unió a los
aglomerados. Casi inmóvil el ámbito allá adentro. El chofer abrió con
dificultad la compuerta para las maletas. El reloj indicó la partida. El camión
reanudó su camino impulsado por su lluvia de polvo. Un lago en reposo era la
sombra de la silla y lo vadeaban, indecisas, las moscas.
El muchacho tomó la libreta, abrió el cajón
con las monedas y verificó la cuenta del día. El viejo dio unos pasos en
dirección a la calle. Contempló, dios devastado, sus dominios: no había nadie.
Y entonces prendió un cigarro. Las volutas, en un primer impulso, flotaron
desvalidas, buscando agotar el tiempo. Pero su deshilache fue severo y sólo
quedó la respiración del viejo, entrecortada, como agobiada por un largo
esfuerzo. En aquel paraje, pensó el muchacho, la gente entretenía los ojos en
lo nimio, en lo absurdo, en lo descompuesto. Las escasas personas que compraban
boletos se sentaban en una banca de metal blanco y miraban la carretera,
resignadas. Imagínese un hato de bestias que esperan la muerte; un montón de peces
boqueando, asfixiándose lentamente en el aire. Ensimismado en sus meditaciones
estaba cuando escuchó la voz del viejo: “Mira, encontré algo”. El muchacho
regresó a galope. Los dos se acercaron, de nuevo merodeadores. A una prudente
distancia encontraron una chamarra de color verde.
Dos
Esa noche el viejo soñó que abría la puerta
del local. Con luminosas nubes la mañana, blanquísimas por el sueño. Encontró
una caja de cartón, de color amarillo, sin identificación. Se acercó con
tiento, midiendo los pasos, la respiración y los latidos. La miró un buen rato
bajo la luz muerta de una lámpara, sin atreverse a ejecutar un movimiento
definitivo. Enfiló el temblor de los dedos a las llaves, sopesó el filo y, una
vez seguro, cortó la cinta adhesiva. La caja, a punto de develar su secreto,
emitió un crujido. Era lenta puerta que se abre, demorada quizá por goznes
demasiado espesos. Entonces los ojos se hundieron en la caja, en el sueño
profundo que la contenía y cuyo abismo repetido recordaba el juego de las muñecas
rusas. Imagínese la habitación del viejo, la figura naufragando en el desorden
de la cama; los párpados cerrados, su revuelta. En el sueño miraba el fondo de
la caja y hubo vértigo y náuseas. Una luz empezó a surgir. El viejo despertó
entre sudores, tosiendo, como si humo imaginario enredara los hilos de su
respiración, su pensamiento.
Tres
El viejo y el muchacho llegaron a la
estación con la sospecha afianzada. Los segundos quitaban vitalidad, aire.
Sentían maligno el despunte de la mañana. Presagios en todas partes. “¿Qué
pasará hoy?”, dijo el muchacho, pero no eran interrogantes sus palabras, sólo
eran un pensamiento a la deriva, pronunciado por accidente. Abrieron la cortina
y, casi inmediatamente, encontraron sobre el escritorio varias camisas. En una
esquina destacaba la silueta de un sillón de terciopelo rojo y, junto al bote
de basura, una guitarra. Volvió el rito del café mientras inventariaban. En los
cajones descubrieron un reloj-despertador, un manojo de llaves, una boina de
color negro. Revisaron los candados de la puerta trasera pero no había nada
anormal. ¿Qué harían con los nuevos objetos? El silencio de los sorprendidos
acompañaba las suposiciones. “Tendremos que preguntar en el pueblo”, dijo el
viejo mientras consultaba el reloj. “Después de que pase el camión”, completó
el muchacho.
Reanudaron sus escasas labores. La guitarra
era lamida por el sol. El rojo sillón semejaba una fruta madura. Las sombras
morían en la escena. Mientras llegaba el camión miraban los nuevos objetos. El
pasajero que esperaba no hacía preguntas pero de cuando en cuando curioseaba.
El muchacho se abanicó el rostro con una revista, imaginó probables lugares
para preguntar: la cantina, la única peluquería, el casi deshabitado palacio
municipal. El viejo, por su parte, se enfocaba en la razón por la cual las
pertenencias eran abandonadas. Ya no era una broma, la manía de un adolescente
urgido de notoriedad, ni siquiera una provocación ingeniosa. Era algo que
trascendía lo superficial, que buscaba una explicación profunda. Imagínese a
los dos desconcertados, azuzando sus escasos pensamientos: avivaban con teorías
sus imaginaciones que vagaban en despoblado, sin nada a qué asirse, como
malabares en el aire. El viejo bosquejó una fila conformada por todos los habitantes
del pueblo. La fila, muy recta, ocuparía varias calles. Todos cargarían algún
objeto. Algunos, por el tamaño de sus pertenencias, utilizaban diablitos. Tal
vez no hablaban entre sí, como si el evento fuera algo cotidiano, ordinario,
incluso tedioso. La clave, quizás, era la relación de las personas con lo que
abandonaban: un mal recuerdo, una memoria dolorosa, por ejemplo: muertes,
divorcios, alejamientos. Entonces quiso encontrar los vínculos del sillón, de
la guitarra, de la chamarra verde, de todo lo restante. Pero la mente se
enfangaba en decenas de suposiciones. Como abrir una caja y encontrar una caja
más pequeña que contiene, a su vez, otra.
Pasaron los minutos. Tan entretenidos
estaban que apenas atendían el calor y al único y paciente pasajero. Los
pájaros trinaban en un inútil llamado a la lluvia. Las cosas, una vez más, eran
derrotadas por el sopor y por el tiempo. Con el retraso habitual llegó la única
corrida de la jornada.
El chofer bajó del autobús. Se acercó
trabajoso a la oficina. Saludó al muchacho y firmó su hoja de llegada. El viejo
apenas atendía la operación, ensimismado como estaba. El chofer le dijo:
–Casi no hay pasajeros
–Disminuyen todos los días.
–Si no mejora esto cancelarán la ruta.
Las palabras del chofer eran serenas,
probablemente lo reubicarían en otra línea de autobuses, algo habitual la
región. Ya no más aquella parada, ya no más orillarse en la carretera,
intercambiar palabras, recoger a uno, dos pasajeros. Una breve sonrisa alumbró
su rostro.
El viejo remiró las cosas abandonadas. La
mano derecha, los huesudos dedos, rascaron la barbilla. Después, sin pensarlo
mucho, aliviado, como si se estuviera confesando, dijo:
–Han estado dejando cosas.
–¿Quiénes?
–La gente.
–¿Objetos perdidos?
–Así parece.
El chofer se encogió de hombros. Mordisqueó
las puntas de sus bigotes. El tedio ganaba a la curiosidad, mejor irse para
evitar la creciente niebla en la carretera. Se despidió.
El camión reanudó su camino.
El viejo y el muchacho observaron las
huellas de las llantas. Imagínese un par de pajarillos contemplando el infinito
desde una rama. Después volvieron a la oficina, acomodaron cosas, calcularon la
cuenta del día. El muchacho fue a la puerta y, por no dejar, verificó la
cerradura y el candado. Incluso trató de vislumbrar huellas en la mesa y en las
sillas. Miraba todo de cerca esperando un golpe de suerte, una aproximación
novedosa, para encontrar alguna señal. El viejo, cansado, le dijo:
–No vale la pena.
–Vamos a investigar –dijo el muchacho.
Se dirigieron al centro del pueblo.
Imagínese al viejo renqueante, farfullando en su mente el interrogatorio.
¿Quién fue? ¿Es un movimiento organizado? ¿Quién o quiénes podrían ser los
sospechosos? El joven, por su parte, pensaba en el fracaso, en no descubrir
ningún entramado, ninguna conjura. Su rutina sería alterada por más objetos. A
lo mejor los podrían vender. A lo mejor podrían abrir una nueva oficina, más
grande, para las cosas perdidas. No quisieron comentar la probable cancelación
de la ruta. El joven podría emplearse en otros trabajos, quizá viajar a una
ciudad grande.
Apenas encontraron gente en las calles.
Había más perros que humanos. Los perros eran casi iguales, negros, de orejas
afiladas, costillas expuestas en los tristes esqueletos. Algunos, belicosos, se
disputaban los restos de la basura. La cantina, antes encendida por sus vivos
oficiantes, estaba abandonada. Sólo oscuras moscas en el reflejo de los vasos.
Ceniceros extrañando su humo, botellas añejando sus fondos cenagosos. Los autos
estacionados parecían detenidos en el tiempo. La ropa tendida en las azoteas se
agitaba con el viento. Fino polvo rodeaba todo.
Después de varios minutos de marcha
llegaron a la plaza principal. La tienda de abarrotes tenía algunos clientes.
Una viejilla sobaba las cuentas de su rosario. No tuvieron que buscar mucho
para dar con el alcalde. Estaba sentado en una de las bancas de la plaza. A un
lado una paloma picoteaba el suelo. Su traje, arrugado, apenas contenía su
figura. Sus zapatos eran grises de tanto polvo. El muchacho y el viejo
saludaron.
– ¿En qué los puedo ayudar? –dijo el
alcalde.
– Verá…–dijo el muchacho pero no encontró
palabras para seguir.
El viejo intervino:
–Han estado dejando cosas en la oficina.
–¿Quiénes?
–No sabemos, cuando abrimos en las mañanas
las cosas ya están ahí. Hay de todo, muebles, ropa, hasta una guitarra.
El alcalde miró fijamente al viejo. Suspiró
y se abanicó torpemente el rostro. La paloma voló a un árbol.
El alcalde dijo que no había que hacer
mucho caso. Dijo que era una broma quizá llevada a más. Dijo que los suicidios
habían aumentado, también la migración, los desplazados por la violencia
creciente en los pueblos cercanos. En resumen: el pueblo se estaba despoblando.
El viejo y el muchacho percibieron, sin embargo, algo impostado en su voz, como
si el alcalde hubiera estado al tanto de su visita. Las generalidades de sus
respuestas parecían, más bien, mentiras rudimentarias, gestos que buscaban
despachar lo más pronto posible las preguntas. Se sintieron ridículos.
Imagínese al alcalde, esforzado actor, ensayando sus respuestas en la noche,
frente a un espejo. Y a pesar de todo el esfuerzo, de la obstinada
memorización, no había logrado engañar por completo a su público. Y como no
había nada más que hacer, una palabra para convencer, al menos para agradar, el
alcalde se sumergió en el silencio apenas roto por algún auto, por el aleteo de
la paloma. El muchacho y el viejo se despidieron.
De regreso hicieron más preguntas. Entraron
a tiendas, preguntaron a dispersos peatones. Pero sólo encontraban rostros
incrédulos, miradas que se regodeaban en su vacío. Parecía que todos se habían
puesto de acuerdo. Parecía que, tras sus palabras, latía una verdad pura,
incorruptible, secreta. ¿Por qué era vedada sólo a ellos? El nerviosismo
reemplazó la incertidumbre. “Vendrán más cosas”, pensaron y recordaron la hoja
de papel y su misterio.
Cuatro
El viejo no había podido dormir bien y,
varado en su cama, remiraba el techo. El insomnio pesaba aún en sus párpados.
Se vistió, desayunó frugalmente y enfiló a la carretera. El sol aún no encendía
las piedras. No encontró a nadie en su camino y supuso que la gente, por alguna
razón, se había quedado dormida en sus camas. Quizá el cambio de horario. El
muchacho, por su parte, había soñado con los que abandonaban los objetos. Pero
el sueño había sido desmenuzado por el tiempo. Imagínese tinta derramada en una
carta, letras naufragando, diluidas por la humedad. En eso se había convertido,
por el desgaste, su sueño. Caminó embebido en sus imaginaciones.
El viejo cruzó las últimas calles, aguzó la
vista y percibió, a lo lejos, la silueta del muchacho. Algo llamó su atención:
la oficina estaba oculta por una montaña. Una inmensa figura ocupaba todo el
horizonte. Cuando se acercó percibió que la montaña estaba conformada por
diminutas partes de distintas texturas y colores. Apresuró el paso. A medida
que avanzaba las cosas se hacían más nítidas: no era una montaña, era una
acumulación que ocultaba, además de la oficina, las casas cercanas. Incluso sus
restos llegaban a la carretera.
El muchacho estaba en la calle, la entera
expresión aturdida, las manos en la cabeza, como si un dolor creciente lo
menguara. El viejo se detuvo a escasos metros de la acumulación. Había de todo:
muebles, electrodomésticos, ropa, fotografías, envases de cerveza, tapetes.
Todo guardaba perfecto equilibrio. Parecía, en su diversidad, organismo vivo.
Miraron incrédulos las casas en la lejanía. En el espacio libre de la carretera
había una desbandada de perros. Los pájaros siguieron la misma ruta migratoria.
Entonces, cuando el último aleteo, cuando los sorprendidos empezaban a tocar
los objetos, la luz del sol comenzó a desaparecer. Parte del paisaje quedó en
anonimato. No había nada que sustituyera la oscuridad: quizás una estrella, las
redondas bocanadas de la luna. El muchacho y el viejo retrocedieron. Imagínese
un espacio vacío, una superficie oscura que se acercaba y que quitaba sustancia
a todo: al aire, a las inquietas respiraciones de los que atestiguaban. El
espacio oscuro, después de engullir casi todo, se detuvo a unos metros de
ellos. Y esperaron.
*Objetos
Perdidos integra el libro de cuentos "El
clan de los estetas".
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano
Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Hay un ángel*
Hay una casa
en la altura un ángel
agua
ves el agua de noche aunque no veas
estás en la casa
escuchás el sonido
agua de montaña
abriéndose paso entre las piedras
percibís
la caricia de las plumas sobre las plumas
frotándose el ángel las alas
abrís los ojos
ves ahora aunque no veas
una luz
el hilo de su presencia
resplandor
ves ahora aunque no veas
la luna
y el río
ese fulgor en lo oscuro
lo sagrado
sagrados
sagrados los ojos que ven sin miedo
la casa el ángel la luna el río la noche
sagrados
ese infinito estar
el paraíso
sagrada ves ahora aunque no veas
el viento estremecido
las alas agitadas
ves ahora aunque no veas
sagrada
sagrado aquél que viendo
no destruya su rostro
no destruya sus alas.
Hay una casa
en la altura cielo
agua
ves ahora
la casa la luna el río la noche
ves las plumas.
*De Lorena Suez.
suezlorena@gmail.com
-Mentoría de procesos creativos
-Taller de escritura y emociones
-Lic. en Ciencias de la Comunicación / Psicóloga Social
INDECISION*
No debía haber entrado en aquella pequeña
habitación en la que se quedó encerrado. Al tacto se dio cuenta de que a pesar
de lo reducido de la misma había una puerta en cada pared. A la luz del mechero
descubrió que estas tenían un letrero colocado a la altura de los ojos y vio
también dos puertas más, una en el techo y otra en el suelo.
Vio claro que era un punto sin retorno
porque no había manera de identificar por donde había entrado. Y vio claro
también que debería escoger una puerta jugándose su futuro a tenor de la que
eligiera. Un dilema de cuatro puntos cardinales más el techo y el suelo.
En la puerta Norte la leyenda decía:
"La guía, el punto magnético, frío en
el alma"
La desechó por no considerarse un líder y
por miedo.
En la puerta Sur rezaba:
"Vida escasa, temperatura extrema,
soledad"
Ni pensar en esta, sentirse solo siempre
fue uno de sus temores.
En la puerta Este se podía leer:
"Especies y aromas, sueños vanos,
pasión culpable"
Rechazó esta posibilidad por temor a las
culpabilidades, aunque no se sentía culpable de nada.
En la puerta Oeste había escrito:
"Ocaso, mares embravecidos, distancia
infinita"
Esta opción le dio más miedo aún que la
anterior. Miedo a lo desconocido, a lo oscuro. ¡No!
En la puerta del techo leyó:
"Solamente para almas puras".
Ahí sabía que no tenía opción alguna.
Miró al suelo buscando el letrero y no lo
halló.
Supo que tenía que decidirse rápidamente y
que no debía escoger el suelo, a pesar de no haber nada escrito y precisamente
por eso. Estaba en un mar de dudas y los minutos iban pasando. Se dio prisa a
si mismo consciente de que no le quedaba tiempo y tomó una decisión. Se giró y
en el momento que estaba delante de la puerta escogida se abrió el suelo y
cayó. Cayó irremediablemente en una caída sin fin, cayó hacia la nada infinita
mientras pensaba que su indecisión le había llevado a un destino inconcreto y
eterno
*De Joan
Mateu.
*
Tu casa está teñida de carbón
el violeta es
reflejo áureo de mi
sigilo nocturno
nubes plateadas.
Cerrá los ojos
recordá el espanto de
la tormenta
regresá al claro
vastedad de cielo
nuevo
capturá los sonidos
del silencio
la calma que aúlla
más allá del tizne.
Los sueños te alcanzan
para descubrir
matices boreales en el
violeta
mientras yo aguardo
sobre tu casa.
*De Lorena Suez.
suezlorena@gmail.com
-Mentoría de procesos creativos
-Taller de escritura y emociones
-Lic. en Ciencias de la Comunicación / Psicóloga Social
El
susurro*
Los días pasaban, parecidos entre sí como
pasan los días. Ya el susurro era un integrante más del grupo, no alteraba los
ritmos, las charlas se sucedían fluidamente, el té seguía su ritual, las
mujeres tenían sus pequeñas conversaciones, en voz más baja a veces, para no
ser oídas por los hombres que a su vez atenuaban sus voces para contarse
pequeñas historias privadas. Sólo el susurro participaba en todo. Se deslizaba
en suave ondulación hacia uno u otro grupo o alguna mujer en particular. Eso
era especial. Nunca prestaba mucha atención a un hombre, prefería la suavidad
de la piel femenina descubierta por el escote o un tobillo redondeado que iba a
terminar en un zapato delicado, sin agresividad. Se pegaba a esa piel en suave
caricia, se enroscaba en una pierna, subía por un brazo que se extendía para
depositar un naipe en la mesita redonda. Siempre prodigándose en el grupo,
salvo aquellos momentos en que se alejaba hacia los rincones más oscuros,
investigaba los libreros o el interior de los jarros de plata.
Esto se prolongó hasta aquel día de mayo en
el cual no se movió del cuello de Ana. Se quedó allí apoyado suavemente, sin
moverse, sólo modulando sus sonidos en forma casi imperceptible. Todos pensaron
que era sólo el capricho de un día. Igual que cuando había estado susurrando
desde un tomo del “Orlando furioso” durante casi una semana, sin moverse. Ana
estaba halagada. Siempre se había sentido algo relegada dentro del grupo, como
más gris e insignificante. Sabía que esto no perduraría, pero esa tarde se sintió
protagonista. Los demás opinaron que era un gesto casi caritativo del susurro,
que volvería a ser compartido por todos al día siguiente. Pero cuando bajaron y
ordenaron las bandejas de galletas, las tazas de té, sus labores o libros,
notaron que el susurro ya estaba allí esperando con cierta impaciencia. Siseaba
molesto moviéndose malhumorado entre las tazas hasta que Ana se sentó en su
sillón habitual, el de pequeñas flores amarillas, con el pelo cuidadosamente
recogido en la nuca. Él rápidamente encontró su lugar en el hueco de su cuello
y volvió a su ritual de susurro amoroso comenzado el día anterior.
Los demás ya no pudieron desconocer esa
clara preferencia. Se miraron unos a otros, mujeres y hombres unidos por su
determinación. No podían dejar pasar esa alteración de la rutina. Miraron todos
a Ana fijamente, mientras ella algo avergonzada sentía que el calor del susurro
sobre su piel era grato y reconfortante. Cuando levantó los ojos hacía los
demás, vio que todos estaban rodeándola, con miradas fijas y crueles. Las manos
de los hombres parecían demasiado grandes con sus dedos estirados, los de las
mujeres tenían las uñas demasiado largas.
*De Sonia
Arismendi Pignataro.
Uruguay. (1939 – 2016)
*
La mayoría de los
hombres llevan vidas de silenciosa desesperación y van a la tumba con la
canción todavía en ellos
*Henry
David Thoreau
(Concord, 12 de julio de 1817 - Concord, 6
de mayo de 1862)
https://es.wikipedia.org/wiki/Henry_David_Thoreau
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Ensueño
en estación Libertad*
Vine a Libertad porque el nombre me pareció
sugerente. Y tal vez también porque algún amigo me había hablado del sitio, de
la estación, aunque esto está algo confuso en mi cabeza.
Tomé el tren en alguna parte (después de
semanas viajando sin destino, me costaba ubicarme) y confié en no pasarme de mi
parada, cosa que me sucedía con demasiada frecuencia.
Esta vez, por fortuna, estuve lo bastante
atento y bajé donde había previsto. Miré alrededor. Elegí un rumbo y caminé
durante un buen rato. Vi algunos edificios, un centro comercial, una iglesia… nada
que no hubiera en otros mil lugares. Me desanimó comprobar que no había allí
nada de lo que yo buscaba (pero ¿qué era exactamente lo que buscaba?) y regresé
a la estación, dispuesto a tomar el primer tren de vuelta (de vuelta ¿a
dónde?).
Como aún faltaban varias horas hasta la
próxima salida, me senté en un banco del andén y, presumiblemente, me quedé
dormido.
En el sueño, yo dormitaba en un banco del
andén de la estación de Libertad. Un desconocido me zarandeó sin brusquedad y
al verme ya despierto, me ofreció un teléfono móvil. Yo no supe qué hacer y me
lo quedé mirando a los ojos. Él insistió: “Quiere hablar contigo”. Yo tomé
maquinalmente el artefacto y pregunté con la mirada: “¿Quién?”. Pero el tipo
pareció no entender y dio media vuelta, alejándose a continuación en dirección
al norte. Puesto que tenía el teléfono en la mano, hice lo más natural,
saludar. Del otro lado me llegó la voz de una mujer.
Creo que se identificó, pero no entendí su
nombre y no me atreví a preguntar por no parecer grosero. Debía de ser una
amiga o pariente porque me habló de personas próximas a mí y de hechos que
tuvieron lugar en mí ya lejana niñez. Después se puso a contarme cómo le había
ido la vida, describió lugares que había visitado, viajes que había hecho,
aventuras. Llegado mi turno, yo le hablé de mis dificultades como estudiante de
secundaria, del tedioso trabajo en el taller del que no pude escapar en muchos
años, de mi experiencia como jugador y entrenador de baloncesto (las victorias
y derrotas, la risa y las lágrimas, el esfuerzo y la decepción). Poco a poco,
fui soltándome. Intercambiamos anécdotas. Me felicitó por mi libro (que dijo
haber leído con avidez) y yo me interesé por sus logros. Pasaron varios trenes,
pero ninguno se detuvo.
Después seguimos charlando, no me pregunten
de qué. No lo recuerdo. Ya saben que los sueños son volátiles. Lo que sí puedo
afirmar es que una extraña sensación agradable se fue extendiendo por mi
espíritu. Debieron de pasar horas, o minutos, nada es lo que parece en el reino
de los sueños. En algún momento, el tipo volvió y reclamó su teléfono. Yo me
despedí de mi interlocutora no sin antes fijar una cita en un lugar y un tiempo
que no pude recordar una vez despierto. Tampoco sabía, me dije, el nombre de la
mujer.
Llegó un tren. Me subí a él, ya no
importaba el destino. De algún modo, comprendí que mi búsqueda había llegado a
su fin, que ya tenía lo que necesitaba. El tren arrancó, y aunque la escena
soñada ya empezaba a difuminarse en mi memoria, el poso que había dejado, lo supe,
permanecería en mí para siempre.
*De Sergio
Borao LLop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com.ar/
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
ESTACIÓN
FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
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