lunes, mayo 01, 2023

LOS RETAZOS QUE HACEMOS DE NOSOTROS MISMOS

 


*Obra de María Fernanda. @miatelier_mf

-Cuadro de 70 x 60 en técnica mixta de pintura acrílica y asfáltica-

 

 

 

 

 



 

 

23 *

 

 

Hace frío, creo que hace frío

son altos mis umbrales del dolor

y sin embargo, el desamor los ha tocado

 

copio lo que aprendí de Gunda,

tan alegre, tan buena perra:

frente al dolor permanece inmóvil

 

Yo la observé:

Gunda cuando está herida parece muerta.

Gunda no ladra, no come,

no toma agua siquiera.

Busca asilo en la sombra,

con la pata abre la puerta del silencio.

Duerme mucho.

Cada tanto me mira

desde un lugar que ambas conocemos,

y echada sobre su manta tibia,

confía en su tiempo,

espera.

  

*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com

(De "Final francés".)

 

  

-Valeria (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)

-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar", Editorial AqL (2021).

- “Final francés”, AqL ediciones, 2023

-Reseña de Final francés por Daniel Gigena:

https://www.lanacion.com.ar/ideas/resenas-final-frances-de-valeria-pariso-nid29042023/

-Coordina MOJITO, taller y clínica virtual/presencial de poesía y el "Ciclo de poesía en Bella Vista".

-Administra el blog de difusión de poesía contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar

-Su blog personal es https://tantotequeria.blogspot.com

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Las historias atrás de nosotros*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 

Hay que aprender a vivir con las cosas que no decimos. No son mentiras sino pequeñas confesiones a nosotros mismos que, al menos en mi caso, quedan como remanentes de eventos quizás vergonzosos o que, en su momento, fueron incómodos. Hay una especie de satisfacción cuando decides que nadie sabrá lo que ocurrió en algún momento de tu vida. Hay, también, egolatría al saber que eres el único poseedor de esa información intrascendente para los demás. Estos secretos no nos vuelven locos, como le sucede al asesino sin nombre de El corazón delator, ejemplar cuento de Edgar Allan Poe. En la trama, los policías interrogan al sujeto que ha acabado con el viejo cuya mirada lo trastorna. La normalidad impostada se quiebra con el latido imaginario del corazón. Entonces, llega la paranoia: el homicida se convence del complot y confiesa para que no siga la tortura. Los policías —llevando a la actualidad esta idea— son mecanismos que exponen nuestros secretos —nuestras obsesiones— para eliminar la estabilidad que nos dan en un mundo convertido en una inmensa vitrina. Quizás nosotros comprendemos vagamente la amenaza, pero preferimos refugiarnos en la monotonía de nuestros días. Platicamos creyendo que somos escuchados, como el asesino con sus futuros captores, de nimiedades mientras nos acercamos a la trampa. La resistencia es el silencio.

Recuerdo imágenes convertidas en secretos que no tienen una historia atrás. Nunca las he descrito a nadie porque no resguardan ninguna anécdota. Son asideros para saber qué existí en un tiempo. Hay un parque en la Ciudad de México; una colonia con un estacionamiento empedrado y una casa en la esquina que, según recuerdo, parecía el hogar encantado de una dinastía misteriosa cuyos nombres ya he olvidado. Recolecto todas esas cosas e intento darles sentido de vez en cuando. Si las verbalizo quizás sufrirían una transformación paulatina y sin retorno. Perderían su esencia porque tendrían sentido. Los eventos mínimos que no decimos, que no desaparecen por causas que no entendemos, son caóticos. A veces se internan en la ficción. La casa habitada por una dinastía misteriosa no tiene más datos y su capacidad evocadora se basa en texturas y en algunas sensaciones intraducibles a palabras. Si intentara, por ejemplo, describir ese lugar con más palabras tendría que inventar nombres y fechas; tendría que diseñar una exhibición falsa para que la luz entrara en la oscuridad que llena el recuerdo. En esta casa los personajes serían copias exactas del asesino imaginado por Poe: gente hablando sin parar, ofreciendo información banal para que nosotros, sus lectores, nos distraigamos y no pensemos en ellos como asesinos que, minutos antes, han sofocado a sus víctimas. En la historia que bosquejo, la tensión se mantendría justamente por eso: la impostura caminando por una cuerda floja, una palabra que se asoma, con asombro, al vacío. El ojo falsamente ciego del viejo, es el ojo de nosotros que intentamos desbaratar la ficción a través de alguna incoherencia. Por eso la escena es insoportable y es un acto de resistencia, quizás heroico, para los dos bandos. Los secretos que nos guardamos son la última morada y, quizás, en un futuro, puedan revelarse como nuestra verdadera historia, una que defendimos sin saber muy bien por qué.

 

-Fuente: https://www.capote.biz/post/las-historias-atr%C3%A1s-de-nosotros

 

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida

(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las

novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza

(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

*

 

Caí

como la manzana sobre la cabeza de un ángel.

Lo supe el día que pregunté por Dios.

Atravesé el misterio de no reconocer

la alegría,

el dolor,

la pena,

porque todo parecía lo mismo:

el agua parecía agua

y yo no distinguía entre la lluvia,

el mar, las lágrimas, un lago;

el frío parecía frío,

y era lo mismo la nieve, la ausencia,

el silencio.

Ah, cuidado, me dije,

en el desconcierto

anida un ave rapaz

y me desmayé antes de ser valiente.

Más de una vez, me levanté

como se levantan los frutos del suelo:

necesité una mano.

Si hago memoria

muchas veces en mi vida

me encontré

como si hubiese visto

una buena película francesa:

al final,

quedo muda,

quieta en mi silla,

desconcertada,

hasta que logro

juntar coraje

y ponerme de pie

sin entender del todo

qué fue lo que pasó.

 

*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com

 (De "Final francés".)

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

7.56 de la mañana *

 


Nada cambiaría por este instante de silencio. Me habla el agua saliendo de la canilla y la cafetera calentando un ámbar negro y desolado. La soledad de los dedos es como una vorágine mojada cayendo desde la cueva del silencio. Un circulo abierto a los sonidos y a los ruidos. Pisadas y desencuentros que no quieren encontrarse.

He elegido la pérdida y la disfruto. Cansada del hastío de las obviedades, me atosigo en esta inútil soberbia de no necesitar más que la necesidad para bastarme. Las cuevas del tiempo se han hecho profundas y vuelvo a pensar en esa mujer escaladora. Ha vivido 500 días en una cueva al sur de Andalucía.

Quiero prepararme un café y me preparo un mate. El despertar se construye de los equívocos. Beatriz Flamini, ha pasado 500 días en la más oscura de las soledades, a 10 kilómetros de una localidad que lleva el nombre de un analgésico americano: Motril. Ha dicho que ha sido un desafío al cuerpo y a la cabeza. Al salir declaró: “no me ha pasado nada”

Chupo mi bombilla y el verde de la yerba penetra por mi garganta que durante los sueños ha bebido el licor rojo de la pasión derretida. “Sabe a dulce de leche” me ha dicho la mujer que lo ha macerado durante su letargo de garra y vuelo, al calor de los llantos de las aves.

“Todo el tiempo eran las 4 de la mañana” ha dicho Beatriz ante las cámaras y los medios que la esperaban al salir de la cueva “pero salvo eso yo no he sentido nada, solo unos ecos por la acústica del lugar”.  Beatriz, has parado el tiempo en un lapso de tu vida y dices que no has sentido nada?

Entonces decido escuchar a la cueva, ella sí está totalmente alterada. Ha visto a Beatriz llorar, besando su superficie. La ha visto desaguar su cuerpo como un animalito solitario en plena extinción de la humanidad y en la noche ha visto sus sueños. Pintadas rupestres de transpiración y sudor hormonal han quedado dibujadas en sus paredes. La cueva ha quedado impregnada de una soledad humana que desconocía. Pensativa dice en su lengua de polvo: “qué paredes tan duras y gruesas tiene la humanidad”.  Se asombra y de su boca se abren flores regadas por el rocío de la primavera.

La cueva recuerda desde su nube de tiempo, a esas mujeres contrabandeando armas en las sierras, escondiendo explosivos en su entraña, ayudando combatir el fascismo. Ella guardó ese entusiasmo de roca con la dureza y la fuerza con que se guardan las convicciones. Nada en todos estos años ha podido apagar ese fulgor de libertad que esas mujeres dejaron en su vientre. Fue tanto que ella en su letargo de cueva, se soñó como útero mineral guardando en su fría naturaleza, el embrión de la esperanza después de la derrota.

La cueva suspira, ahora ya sola nuevamente. Las cámaras se han ido y Beatriz ha recobrado la facilidad de la palabra. Quizás, piensa la cueva, algún día no muy lejano, regrese y juntas podamos escribir nuestras memorias. Quizás ella pueda animarse a recordar conmigo lo que hemos vivido juntas. "La vejez nos da esa magia, la de tejer el tiempo con los retazos que hacemos de nosotros mismos", dice la cueva escupiendo un diente de terrón que ya traía flojo.

Ahora la cueva como yo en esta mañana de mate observa el silencio. Pasa y como en un lienzo blanco quedan las pinturas de este mundo atravesado de informaciones numéricas, de desafíos para ser anotados en libros de récords y competencias. Una existencia agujereada por donde nuestra mediocridad chorrea dejando la imagen deformada de eso que no tuvimos el valor de ser.

Tomo otro mate con Beatriz, la mujer que congeló el tiempo. Ya debe estar levantada, caminando montañas con esos pies que la neurociencia eligió para cuantificar emociones.

La cueva suspira. La tierra siente uno de esos millones de temblores que vivimos a diario.  Como Beatriz decimos “no ha pasado nada”, tragados por nuestros propios terremotos.

 

 

*De Adriana Briff.

 

-Adriana Briff es educadora en el Distrito de San Carlos, California. Tiene una licenciatura en Comunicación Social de la Facultad de Ciencias Políticas, de la Universidad Nacional de Rosario.

Madre de Dante, un joven autista de 24 años, Adriana disfruta en escribir crónicas diarias, que ella ha titulado “Fotos con palabras”. Ha publicado en las revistas Urbanave, Revista Rea, Brando, del Diario Nación y Página 12 Rosario en Argentina, También escribe para Hispanic L.A. en Estados Unidos. También participó en “Don’t cry for me, América: antología de escritores argentinos en Estados Unidos”, libro editado por Fernando Olszanski y Hernán Vera Álvarez. Sus textos también pueden verse en sus redes sociales.

- https://adribriff.com/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Si en cada cicatriz me apoyaran

un tallo

con su flor silvestre,

manzanillas, verbenas,

malvas,

dientes de león,

tréboles blancos,

nadie vería la belleza

de este cuerpo roto

que resiste.

 

*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com

 

 

 

 

 

 



 

 

 

 

 

(Cuentos)*

 

 

 

*Por Miriam Cairo

 

 

El mundo es un buen lugar para llenarlo de heroísmo y terquedad, para no saber a dónde ir, para inundarlo de algo que se desarma, se desajusta se desintegra, por obra y gracia de un suspiro o de un movimiento inofensivo, ausente de toda desgracia, arrastrando el ala del amor para sacarlo de sus terribles caminos y guarecerlo no de la noche sino del alma rota, del alma que se salió del sexo y se agrisa como algo que empieza a romperse, como otro sol que apremia al sol de siempre.

 

*

 

El mundo, en vez de apasionarse con el lugar, con la gran huella en la superficie, sigue ocupado en recorridos, en aproximaciones medias, plenas, de nuevo medias, otra vez plenas, con hombres atestiguando la vigilia y el insomnio, con un ritmo rotatorio de bailarina ilesa que gira sobre sí misma en el escenario atmosférico de la lluvia, en una masculinidad que se afemina, se enternece en la sola manera de girar sobre sí mismo, misma, con la mano adentro de su azul profundo, con la boca llena de una sed que se derrama en el lapso que va desde la noche del mundo hasta la bailarina del alba.

 

*

 

El mundo es un buen lugar para coleccionar palabras, prenderlas fuego en las noches como antorchas, dejarlas arder hasta que se consuman, y al día siguiente esparcir sus cenizas en el parque como un guano celeste, para que la hierba crezca más verbal y poliédrica que nunca, y los amantes se recuesten sobre ella, sobre los acentos prosódicos, verdes y húmedos, sobre las hebras nacidas del silencio de las palabras que germinaron en hierba para besarse hasta no saber cómo es posible que esas letras sonámbulas puedan sostener tanta poesía.

 

 

*

 

El mundo suele tener mares hondísimos donde ahogarse y ser alimento de los peces, para que los atunes, las merluzas y los salmones engorden junto con las nereidas y Poseidón hasta caer en las redes de los pescadores azules, que con un cuchillo brillante y sangrador los abren al medio, les quitan sus vísceras, los acuestan sobre un lecho de hielo para que los peces muertos, para que las Nereidas muertas y Poseidón lleguen intactos, sin sobrevida al mármol del cocinero que arrulla las eses y casquea las erres mientras corta el cadáver del pez, el cadáver del dios y de las sílfides en aros de oro, de rubí, de luna, y los coloca en un plato tallado sobre relieve, y los comensales estiran el cuello de las bellas artes hasta los mares donde los dioses de las profundidades lloran a las nereidas, a Poseidón, a los atunes, y a los salmones, mientras apilan los huesos de los náufragos junto al fogón abisal.

 

 

*

 

Ese viejo imaginario llamado mundo, es apto para llenarlo de magia, coronarlo de perlas, para hablarle en cualquier lengua y decirle que también el miedo es redondo, y la luna redonda, y Mozart redondo, y el silencio redondo, apto el mundo para tejerle un lenguaje de letras incendiadas y hacerlo aparecer de noche rodando como un pan resplandeciente por el alero de la sombra, como una flor de luz mínima que sueña su segunda vida y al mirarse en el espejo retrocede, gira para verse la columna vertebral, recorrida por pasos de fantasmas más reales y consistentes que la voluble realidad de los hombres.

 

*

 

El mundo es un buen lugar donde separar la luz de la sombra, lo real de lo irreal, lo Magritte de lo falaz, el pecado de la penitencia, lo Pirandello de lo posible, la paz de la guerra, Alejandra de la imitación, los fantasmas de las alucinaciones, lo Cheever de lo DeLillo, la política de la ambición, pero también el mundo es un buen lugar para unir lo desunido, para no saber si es o no es mundo el mundo, para pensar que acaso el mundo sólo sea la bailarina que gira sobre sí misma, queriendo ser y no ser, acorralada en su intemperie, estremeciéndose hacia el norte, hacia el sur, hacia el este y el oeste, estremeciéndose desesperadamente, a toda prisa, como una enamorada contra-reloj.

 

*Fuente: Rosario/12.

 

 

 

 

 





 

 

*

 

 

Lo bueno es que un día comprendemos

la relación directa entre los hechos,

incluso si quisiéramos borrar

las marcas más endebles de la trama,

no es posible: algo queda.

Entonces miramos hacia atrás

y descubrimos:

estaba esto, y aquello, y esto otro,

materia que parecía inútil

y sin embargo nos mostró su luz.

Qué risa, digo,

al menos aprendimos algo.

Si hubiéramos sabido del amor,

si hubiéramos calmado el corazón del águila

que nos latía en el pecho,

si hubiéramos andado sin creer

que estábamos haciendo bien las cosas,

si hubiésemos dudado

igual que un animal

que desconfía del brazo que se acerca.

¿Hubiéramos corrido?

¿Hacia dónde, a qué lugar

sin luces, sin canciones,

sin palabras para ningún aprendizaje?

Si hubiéramos sido otros, cuerpo mío,

más astutos,

más malos,

más veloces,

¿Hubiera el cuerpo soportado el peso

de un final cayéndole sin música?

¿Hubiera la memoria reservado

algo de gracia para la inocencia?

¿Existirían estas manos

sobre las bayas nuevas del jardín?

 

 *De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com

(De "Final francés".)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL TUNEL*

 

 

Cuando entré en el túnel, (quizá esperaba andrómedas, efluvios, mariposas) la oscuridad me cegó. Con alivio, sin embargo, sentí la frescura y la sombra que me proporcionaron sus húmedas paredes. Afuera, el sol abrasaba la llanura desnuda y las piedras calcinadas del desierto habían lacerado amargamente mis pies descalzos. Ciegamente, tratando con desesperación de alejarme de aquel sol que con tanta fiereza había herido mis carnes, fui internándome en el túnel hasta que las fuerzas me abandonaron y caí exhausto, cerca de una minúscula corriente de agua que, resbalando por la piedra, había formado una especie de regato que fluía con rapidez hacia el interior. Imposible recordar si llegué a mojar mis doloridos pies en el agua fresca antes de quedarme profundamente dormido. Al despertar, noté con asombro que mis heridas habían cicatrizado y el agotamiento había desaparecido, al igual que la sed, pero mis ropas estaban húmedas y esto me hizo sentir algo de frío. Renovado, me incorporé, y buscando a tientas la fría pared del túnel, eché a andar en la misma dirección (creía) en que caminaba antes de mi desfallecimiento. Cuando entré en el túnel, no me había planteado la posibilidad de tener que hallar más tarde una salida. En aquellos momentos de infinito dolor, lo único que me importaba era encontrar un pronto alivio a mis penosas quemaduras y a las cruentas llagas de mis fatigados pies. De haber podido hacerlo, hubiera cambiado un Universo por unas gotas de agua y un poco de sombra. Ahora, al despertar de mi letargo (pero ¿cuánto duró la inconsciencia? ¿Acaso soy ahora el que fui antes de llegar aquí?) las circunstancias habían cambiado. La humedad me había calado la ropa y también el pelo, por lo que el frío se presentaba como el principal enemigo. Resultaba entonces de inaplazable urgencia encontrar la salida de aquella cueva que se hallaba sumida en la más cerrada oscuridad. Con gran lentitud, con no menor precaución, fui recorriendo el suelo rocoso, siempre tratando de no alejarme de las paredes. A causa de mi inadaptación al medio en que me veía obligado a desenvolverme, no fue tarea fácil avanzar, a consecuencia, en parte, de la densidad desconocida de aquella negrura que me envolvía. Algún tiempo después, no obstante, mis ojos fueron acostumbrándose a las tinieblas y pude comenzar a distinguir el borroso perfil de algunas cosas. No dejé de advertir (confuso, maravillado, esperanzado, quizá algo asustado) otras sombras que se movían a mi alrededor, en distintas direcciones, con mi misma incertidumbre. Supuse que serían otros pobres desgraciados que habían tenido, como yo, la mala fortuna de haberse extraviado en el túnel. Con tristeza, intuí que algunas de esas sombras pertenecían a gentes que había frecuentado antes, en el exterior, pero ¿cómo reconocerlos ahora, inmersos en la oscuridad? ¿cómo ser reconocido por ellos, aun cuando hubiésemos podido ser buenos camaradas? Al principio, no pensé que pudiera tratarse de un túnel tan largo, pero el tiempo iba transcurriendo y el final no aparecía ante mis ojos, ni siquiera una insignificante señal que pudiera inducirme a concebir la menor esperanza. La sorpresa inicial fue dejando paso a un periodo de incredulidad y, más tarde, a una violenta desesperación que no admitía frenos. En aquel tiempo fantasmal, fui asombrado testigo de mis propios gritos resonando por todo el ámbito del tenebroso túnel, multiplicándose contra las paredes, perdiéndose en las bóvedas invisibles. Tampoco era infrecuente sorprenderme golpeando los negros muros de piedra fría, o simplemente apoyado en ellos, llorando con amargo rencor mi desventura. Después se apoderó de mi ánimo una testaruda impotencia que me arrastró a la concienzuda inacción. Pasé mucho tiempo sentado en medio del túnel, acurrucado en mí mismo, convocando secuencias del pasado, sintiendo cómo el frío penetraba en mis huesos, dejándome morir sin esforzarme lo más mínimo por evitar o atenuar el previsible desenlace. Hubo sombras a las que conocí en esa época de horas terribles y atormentadas, sombras con las que llegó a unirme el doloroso lazo del irreparable extravío en la oscuridad. Pero sabía que tales amistades habían de ser, por fuerza, efímeras, ya que nunca seríamos capaces de reconocernos en el exterior (si en verdad ese concepto era aún posible) y cuyos caminos, por tanto, habían de seguir siendo ajenos a mi propio caminar derrotado (pero entonces, a pesar de todo, todavía estaba convencido de poder encontrar, algún día, una salida). Vino luego un tiempo de silencio en el que pude sustraerme a la profunda depresión que me embargaba. Me vi entonces abocado a la resignación más absoluta. Y seguí caminando, sin fe, con indiferencia, en busca de alguna luz que me indicase el final del túnel, luz que, por otra parte, no esperaba hallar. En esa época, solía añorar las violentas embestidas del sol y la furia cortante de los agudos guijarros y el asfixiante calor, porque ya el frío había penetrado hasta las más hondas profundidades de mi entraña. Pensé no ser sino una de aquellas pequeñas gotas de agua que resbalaban por las paredes, produciendo a veces destellos que semejaban una rendija de luz. Entonces, todos nos lanzábamos hacia allí para descubrir que no se trataba más que de eso: agua fluyendo de las hendeduras de la roca y burlándose, una vez más, de todos nosotros y de nuestros absurdos sueños de libertad. Porque éramos muchos los que vagábamos por el túnel en busca de esa hipotética salida en la que nadie creía realmente. Algunos habían vuelto sobre sus pasos tratando de encontrar el lugar por el que habían entrado, mas todos fracasaron en el intento (o quizá no, ¿cómo saberlo?). Al cabo de un tiempo, volvían a vagar junto a los otros, tan desorientados como cada uno de nosotros. Un hombre viejo (una sombra de voz apagada y caminar lento) me dijo en una ocasión que lo más importante era, precisamente, no desorientarse, seguir siempre una misma dirección. Basándose en la tesis de que "no hay túnel que no tenga, al menos, dos extremos", sostenía que alejándose siempre del que se utilizó para entrar, por fuerza ha de llegarse al otro. Aunque no se sabía de nadie que lo hubiese conseguido, esta máxima alentó mis pasos por un tiempo. Más tarde, decidí aplicar el conocido teorema que dice que "viajando a mayor velocidad, el tiempo de recorrido es menor" teorema en el que nadie confía en exceso y que, como puede fácilmente comprenderse, no es aplicable en absoluto a nuestra actual condición. Finalmente, cansado por el frío, desanimado por la larga soledad, comprendí que las teorías, aquí en el interior, no tienen el mismo sentido que afuera. ¿Quién puede afirmar que la longitud del túnel es fija, que no varía en función de cada individuo, del punto de entrada? ¿Cómo asegurar que existe una salida, si de todos los que nos hallamos aquí, no hay uno solo que la haya visto? Podemos asegurar, eso sí, que hay una entrada (o muchas) o que alguna vez la hubo. Quizá ya no exista. Quizá estemos aislados para siempre del mundo exterior. Quizá no seamos sino el sueño de un neurótico. (¡Pero tiene que haber una salida! Todas las voces la niegan. Todas excepto una, la más dulce, la más adorable de todas las voces. Ella me dice que sí, que hay una salida, que acaso esté lejos, que la busquemos juntos. Pero luego, la voz se va apagando hasta convertirse en un susurro que muy pronto deja de oírse y me pregunto si no vendrá de un sueño). Hace mucho, muchísimo tiempo que me hallo en el túnel. Las sensaciones me han abandonado. Apenas si soy capaz de sentir este frío intensísimo que siempre me acompaña. Mis pies caminan siempre en la misma dirección (aunque ¿cómo saber si esto es cierto? ¿cómo orientarse en medio de la oscuridad, de las sombras que van y vienen, de las voces preñadas de confusión?) pero ya no sé si lo hacen con lentitud o deprisa. Mi cerebro funciona cada vez más despacio y apenas tengo reflejos. Algunas veces, pienso que si no me hubiera quedado dormido cuando entré en el túnel, si hubiera avanzado con decisión hacia el otro extremo, todo esto no hubiera llegado a suceder jamás, pero los demonios del sueño, sin duda, esperaban su oportunidad y la aprovecharon de la mejor manera, cerrando para siempre todas las entradas y privándome así de la tan necesaria libertad que mi alma reclamaba y aún reclama desde esta implacable prisión de oscuridad. Sé que hubiese podido alcanzar el otro extremo antes de anochecer, pero ahora ya todo es inútil. Un pensamiento confuso borra otro no menos incomprensible. Debe ser la noche eterna. Paso horas enteras quieto, apoyado en alguna de las paredes, con la vista fija en el vacío, con la mente en blanco y el corazón helado, preguntándome si llegaré a formar parte del túnel, si algún día seré una de las múltiples rocas que obstaculizan el paso. Porque ya no he de salir de aquí, me atormenta, obsesiva, la idea de que pude conseguirlo en otro tiempo si realmente lo hubiese deseado. Ahora sólo queda el tiempo que no se agota, el frío que no cesa. Y la voz que acaricia...

 

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Quién olvidó decir

cuidado

con la resurrección de las palabras.

Quién olvidó decir

estamos en alerta

por el fuego que hicimos

en ese bosquecito

donde una o dos palabras

se incendian

todavía.

 

*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Antes del tiempo*

  

El arquitecto Klepka acaba de ver a Irene entrando al vagón. Le hace señas para que se siente al lado de él. Irene que tarda en reaccionar, pasaron décadas. El pasado es otro mundo al que ya no pertenecemos, incluye a las personas que quedaron allí apresadas en esas capsulas congeladas.

¿Cómo me reconociste? –Pregunta Irene.

 -Sos vos, igualita antes del tiempo, solo te falta el cigarrillo en los labios con el humo dejando fantasmas.

-Me prohibieron el cigarrillo, pero yo fumo a escondidas, es un ritual personal y no voy a renunciar mientras el cuerpo me lleve hasta un kiosco y pueda comprar los cigarrillos por mi misma.

Ricardo recuerda esa imagen en el estudio de arquitectura donde ambos trabajaban. La vista fija de Irene en la ventana, como no viendo o viendo otra cosa. Ese aire a la Pizarnik que descubrió cuando la vio leyendo un libro con la foto de Alejandra en la tapa.

Irene que le dice con aquel libro en mano y su infaltable cigarrillo en la boca:

- “Decidí que iba a fumar una tarde a los 11 años viendo a mi abuelo fumar en el patio. Veía a mi abuelo fumando solo en el patio. Esa concentración de estatua viviente imposible de describir: ¿en qué pensaba? Viéndolo con ese hilo de humo que se disipaba en el aire dejando siluetas que jugaba a descubrir mi abuelo era una locomotora mansa. Era de los viejos de antes, macizos, parecían invulnerables. Esos bigotes tipo manubrio de bicicleta que después descubrí que eran igualitos a los de Hindenburg. Como los abuelos de otros niños mi abuelo había sido foguista ferroviario.

El abuelo armaba sus propios cigarrillos sin filtro o fumaba en pipa, pero yo empecé a fumar en la adolescencia los negros Parisiennes, éramos minoría las mujeres que fumábamos negros”. 

Se funden los recuerdos en la palabra presente de Irene que evoca los momentos compartidos: me encantaban esas horas donde no pasaba nada o no había trabajo y se hablaba, se fumaba y se tomaba mate hasta la hora de irse cada cual a su casa.

-Llueve mucho, el tren parece un barco. Ya debe haber gente con el agua al cuello. –dice Ricardo volviendo por un instante la mirada a la ventanilla

¿Te acordás del proyecto de la casa-barco? Dice Irene.

-Vendría bien retomarlo, todavía tengo cuadernos con apuntes y los planos enrollados.

De memoria: “El barco casa es una unidad transportable, pensada para ser utilizada como vivienda en medios urbanos manteniendo sus características de flotabilidad ante situaciones de inundación extrema” recuerdo la risa de los dueños del estudio, “ni en el Delta lo usarían”.

-Vos terminabas indignado Ricardo: "ustedes en la única tecnología en la que creen es en la bolsa de arena delante de la puerta"

-Algunas veces los maldecía en polaco y otras en ruso. Y si me preguntaban, les decía: consíganse traductor, a mí me pagan por proyectista.

En el vagón alguien escucha a Serú Girán.

¿Te acordás cuando lo desafinábamos a dúo? –dice Irene abriendo grande sus ojos verdeagua.

 

“Si te hace falta quien te trate con amor

 

Si no tenés a quien brindar tu corazón

 

Si todo vuelve cuando más lo precisás

 

Nos veremos otra vez”

 

 La próxima estación queda tan lejos como el impredecible futuro.

 

 

*De Eduardo Francisco Coiro. Inventivasocial@hotmail.com

 

 

 

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial.

-Próxima estación:

 

 

ESTACIÓN FUNKE.

 

LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.    ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/


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