*Obra de Walkala.
Dr. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in
memoriam.
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160
*
Mirá hacia arriba.
Es el mundo roto en
pedacitos
lo que cae,
más liviano que la
lluvia.
Salí descalza
a bailar
sobre el desastre.
No te pierdas
la ternura de
catástrofe
que te acaricia el
pelo.
Mañana,
habrá un mundo nuevo
donde anclar
los barcos que
construyas
en los días como
éstos.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City
Bell.
-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016).
Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).
El orden del agua, GPU Ediciones (2019).
MADURA, Editorial Sudestada (2021)-
-Quiero sacar la
cabeza por la ventanilla de tu coche.
Halley ediciones (2022)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
LOS GITANOS DEL
MAR*
Cuando vuelva a la isla
me zurciré dos alas con hojas de plátano
verde
me pondré dos tomates
sobre los párpados, no me pregunten
para qué, que es un secreto
una herejía ancestral que guardo
de mis bisabuelos maternos.
Gente de piel cobriza, pelo enmarañado
como guanucos de bañarse
que arrastradas por una hambruna
fueron de isla en isla, náufragos
con un trozo del idioma en su frente.
Gente acusada de comer monos, garzas
tarántulas, alacranes y sabandijas
fueron la raíz de mis raíces.
Gente acusada de ser la avanzada
de “King James Bible”. Cuando vuelva
a la isla, me zurciré dos alas plausibles
con hojas de plátano verde
y volaré hacia el sol, como el bisabuelo
voló
creyendo ser Ícaro, aunque sin percatarse
que era sólo un hombre negro.
*De Daniel
Montoly.
Puertos*
Ya en mis siestas no hay árboles ni cielos
azules
y si los hubiera no podría subirme a ellos
como antes,
bien arriba, en las últimas ramas como los
gatos,
y más allá del follaje ese mar invertido
sin agua.
De niño se intuye enseguida las cosas mal
hechas,
por ejemplo, la gravedad innecesaria e
implacable.
El que quiera vivir pegado a la tierra que
se ate
o se arrastre como las orugas y se coma las
hojas.
Si se pudiera elegir caer en un sentido o
en otro
creo que pocos habrían optado por esta
prisión
pasajera y planificada, sino que hubieran
volado
hacía el abismo azulado sin miedos,
ansiedades,
esperas, reclamos y obligaciones. Sólo el
viaje.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
EL
PADRE*
*De Antonio
Dal Masetto.
Cuando pienso en mi padre me vienen a la
memoria los regresos a casa, al terminar nuestra jornada de trabajo. Volvíamos
de noche, él en bicicleta y yo trotando. Corría a la par, a veces me atrasaba
un poco y luego lo alcanzaba. La bicicleta era de mujer, el asiento estaba
demasiado bajo y mi padre, un poco echado hacia atrás, pedaleaba despacio por
la calle de tierra. Estoy seguro de que no hablábamos. En realidad tengo la
impresión de que nunca hablábamos. Si intentara recuperar algún diálogo con mi
padre me resultaría imposible. Sólo frases sueltas. Esto de los regresos
ocurría en Salto, el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde fuimos a
vivir cuando emigramos de Italia. Un hermano de mi padre estaba en la Argentina
desde antes de la guerra y le había ofrecido una participación en su
carnicería. Yo tenía doce años.
Recorrimos ese trayecto durante meses y
meses. Con frío, con calor, con lluvia. Después de tantos años, la memoria
rescata una única carrera nocturna que las resume a todas. Esa imagen siempre
vuelve y se impone sobre los demás recuerdos. Aunque son muchas, nítidas y
fuertes las imágenes que tengo de mi padre. En general de la época de mi niñez,
en el pueblo italiano, antes del largo viaje en barco a través del océano.
Podría intentar hacer una lista y creo que no acabaría nunca. Ahí está la figura
de mi padre, oscura y quieta bajo una nevada, esperándome en el portón del
colegio de monjas al que yo iba. Mi padre guiándome por un atajo, a través de
una colina que dominaba el lago, hasta llegar a la desembocadura de un río
donde nos deteníamos a pescar. Mi padre
caminando cauteloso unos pasos delante de mí, en los bosques que comenzaban más
allá de las últimas casas: bajo el brazo llevaba la escopeta belga de dos caños
de la que estaba orgulloso. Mi padre cortando pasto desde el amanecer hasta el
anochecer, en el campo de un terrateniente, parando unos segundos para sacarle
filo a la guadaña, secarse el sudor de la frente y tomar un trago de agua. Mi
padre vaciando la letrina con dos baldes colgados en los extremos de una larga
vara de madera que se cruzaba sobre los hombros. Mi padre abonando los surcos
de la huerta con el contenido de esos baldes. Mi padre hachando troncos,
apretando los dientes y soltando un soplido ronco en cada golpe. Mi padre
llegando a casa de noche, con un pino para el árbol de Navidad, seguramente
arrancado de algún lugar prohibido. Mi padre emparchando la cámara de una
bicicleta. Mi padre con el torso desnudo, afeitándose en el patio, frente a un
espejo colgado de un clavo, explicándome por qué había dos zonas de la cara que
necesitaban ser enjabonadas más que el resto. Mi padre fabricándome una flauta.
Mi padre lavando una oveja en el arroyo para luego esquilarla. Mi padre
realizando trabajos de albañilería, de carpintería. Mi padre sembrando,
cosechando, pisando la uva para hacer vino, injertando frutales. Teníamos un
ciruelo que daba frutos amarillos en una rama y rojos en otra. Un peral que
daba peras de diferentes estaciones. Yo estaba asombrado con tantas
habilidades. Aquel hombre sabía hacer de todo. Parecía que nada tuviera
secretos para él.
Mi padre era un montañés callado y tímido.
Pero podía irritarse y mucho. Una vez lo vi perseguir a un tipo por la calle
hasta que el otro saltó por encima de una cerca que daba a un barranco y
escapó. Se trataba de una disputa entre vecinos. No recuerdo la razón o nunca
la supe. Tengo una imagen muy clara de esa violencia al aire libre. Todavía me
parece oír el jadeo de los dos hombres corriendo. Me pregunto qué hubiese
pasado si mi padre lo alcanzaba.
Con nosotros nunca se enojaba. Nos quería y
nos respetaba. Pocas veces tuve oportunidad de aplicar tan adecuadamente la
palabra respeto. De él, sin duda, heredé la inconsciencia y la tozudez. Estoy
pensando en la actitud de mi padre durante la guerra. Trabajaba en una fábrica
de gas y a veces su turno terminaba en la mitad de la noche. De nada servían
los ruegos de mi madre y los consejos de sus compañeros. Volvía a casa sin
esperar que amaneciera, desafiando el toque de queda y las balas, porque quería
dormir en su cama, era su derecho, y no existían Hitler o Mussolini o guerra
que se lo impidieran.
Partió para América en 1948. El día de la
despedida reía, bromeaba, se lo veía de buen humor, pero a mí me pareció que lo
hacía para darse ánimo y cubrir el desconcierto. Recuerdo el reencuentro en el
puerto de Buenos Aires, pasados dos años de separación, su abrazo torpe y sin
palabras. En el viaje en tren a través de la llanura invernal, rumbo al pueblo,
tampoco habló demasiado. Iba sentado junto a mí y su brazo se mantuvo
rodeándome los hombros todo el tiempo. De tanto en tanto sus dedos se
comprimían para darme un apretón.
Después vino el trabajo a su lado, en la
carnicería, donde aprendí la recorrida de los clientes antes de memorizar la
primera media docena de palabras en castellano. Salía al reparto a la mañana y
a la tarde y, cuando terminaba, ayudaba en el negocio. Siempre había algo que
hacer. Limpiar la picadora de carne, la sierra eléctrica, lavar el piso, pelar
ajos para los embutidos, darle agua a los animales. Empecé a jugar al fútbol en
la sexta división del Club Compañía General. Estaba contento con los botines,
el pantaloncito y la camiseta que me habían dado y podía llevarme a casa. Los
partidos eran los sábados después de mediodía y a veces llegaba con un poco de
retraso al trabajo. Entonces, durante toda la tarde, vivía en un clima de
acusaciones silenciosas. Las acusaciones provenían de mi tío y mis dos primos.
Mi padre no me decía nada. A lo sumo rumiaba una frase en voz baja cuando me
veía aparecer corriendo. Se sentía obligado con su hermano mayor que lo había
traído a América, y la deuda me incluía. Estoy seguro que esa dependencia lo
amargaba. Pero no podía hacer nada y guardaba silencio. También en el reducido
territorio de aquel negocio éramos extranjeros y había que ganarse el espacio y
soportar las humillaciones cuando llegaban. Yo intuía que mi padre hubiese
deseado un destino distinto para mí.
Una noche, cinco años después de la llegada
al pueblo, emprendí otro viaje. Partí a descubrir la ciudad. A esta altura mi
padre se había separado de mi tío y había instalado su propia carnicería. No le
iba bien. Mi padre no era el mismo de antes. América lo había golpeado. Yo no
estaba con él en el negocio nuevo. En los últimos tiempos había trabajado de
cadete en una farmacia. Me fui sin que lo supiera. Mi madre y mi hermana me
vieron dejar la casa porque se despertaron mientras yo preparaba la valija. No
lograron retenerme y tampoco se animaron a llamar a mi padre. Ignoro cuanto
pudo dolerle aquella huida. Nunca me la reprochó. Después, en los espaciados
regresos al pueblo, me encontraba con pequeños cambios en la casa. Algunas
comodidades en el baño, en la cocina. Me enteré que una vez, al comprar un
calefón, mi padre comentó: “Para cuando venga Antonio”. Por lo tanto pensaba en
mí con cada mejora.
Cuando murió, yo estaba lejos. Una
enfermera iba a aplicarle inyecciones día por medio. La última fue un sábado.
La enfermera se despidió hasta el lunes. Mi padre dijo: “Vamos a ver si
aguantamos hasta el lunes”. No aguantó. Sé que en el final preguntó por mí.
Llegué al pueblo el día posterior al entierro. Venía desde Brasil, viajando en
trenes y en ómnibus. En la puerta encontré al marido de mi hermana que me dijo:
“Papá murió”.
Muchos años después de su muerte, mientras
mirábamos unas fotos, oí a mi hermana murmurar: “Qué hermoso era papá”. Nunca
había pensado en eso. Eran fotos de sus veintisiete años, tenía a un chico de
meses en brazos, estaba tostado por el sol y se le notaban los músculos bajo la
camiseta clara. Se lo veía feliz. El chico era yo.
De tantas cosas relacionadas con mi padre
me acuerdo especialmente de aquellos regresos a casa después del trabajo. Eran
siempre noches grandes, cargadas de estrellas y de silencio. Así las veo.
Avanzábamos a través de un decorado de
casas mudas y luces fantasmales en las ventanas y en los patios. Yo me sentía
extraviado en esa oscuridad y la sensación no me gustaba. Quería llegar rápido,
para que pasara la noche, y luego el día, y otra noche y otro día, hasta que el
cerco de las noches y los días se rompiera. ¿Y mi padre? ¿Qué pensaba? ¿Qué
significaba para él ese tránsito entre la agitación de la jornada y la promesa
del descanso? ¿En qué medida mi presencia le servía de compañía, de incentivo,
de alivio? ¿Me vería como yo me veo ahora en el recuerdo? Lo que veo es un
cachorro impaciente, agazapado en el fondo de sí mismo, esperando su
oportunidad para dar un salto. Mi padre pedaleaba y yo trotaba a su lado. No
teníamos otra referencia que el foco de la bicicleta alumbrando un óvalo de
tierra, hipnótico, surgido como desde un sueño, renovándose en una calle que
podría no tener fin. Esa luz mínima
marcaba el camino y finalmente nos sacaba de la oscuridad. Nos guiaba a la mesa
familiar preparada para la cena, a los rumores de las sillas arrastradas sobre
el piso de ladrillos y de los cubiertos en los platos. Pero durante ese
trayecto permanecíamos lejos de todo. Ahí estábamos solos y estábamos juntos.
Nos movíamos en una zona de vacío entre un mundo que ya no existía, perdido del
otro lado del océano, y este otro que se proyectaba en los días futuros y
estaba hecho de necesidades e insatisfacciones y furias contenidas y esperanzas
obstinadas.
-De "El
padre y otras historias”
*Antonio
Dal Masetto.
(Intra, Verbania, 14 de febrero de
1938-Buenos Aires, 2 de noviembre de 2015)
https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Dal_Masetto
YO SECLAUD I *
Soy Seclaud
la de dos cabezas y cinco corazones
la que reparte el pan de la alegría
y se somete a los presagios y las
maldiciones.
Nada podrá contra mí gallina
de plumas encrespadas
que llora como mujer parturienta
ni los perros que aúllan a la luna.
Él vendrá con la vara de nardos cuajada de
abalorios
a inaugurar nuevas conmemoraciones
porque he tallado azules sus ojos en el
granito
y he amasado con hierbas olorosas su
corazón.
Nadie podrá dañarme.
Resbalarán en mí los conjuros como en el
cuerpo de
Las serpientes acuáticas.
Yo, Seclaud, desde la ribera de las cenizas
Y los ungüentos aceitosos
De las cacerolas y los espejos
Veo partir las naves hacia nuevas
conquistas.
¡Adelante, viajeros que llevan en los
mascarones de proa el mensaje último de los filósofos
la sabiduría de los científicos
los poemas que nos perpetúan!
Yo quedaré cuidando la tierra
los ángeles de manos callosas
las mermeladas.
*De GLAUCE
BALDOVIN
(1928-1995)
http://glaucebaldovin.blogspot.com/
La médium, mi
madre y Antón Chéjov *
a mi madre Sara
La noche apacible fue ideal para reunirme
con la médium
experta en traer gente del más allá para
hablarles
a los de este lado.
Debía luchar con mi costado más incrédulo y
racional
pese a todo, preferí seguirle el juego
y hacerla sentir cómoda.
Entre ella y yo, sentados a una mesita de
la plaza
un par de botellas de la cerveza que me
gusta
y un atado de cigarrillos de los que ella
fuma.
Primero trajo a mi madre, quien dijo que me
cuidara
que no anduviese de madrugada por las
calles
y que tenga cuidado con la policía
sentí un beso en la mejilla o tal vez fue
el roce
de una mariposa nocturna.
Luego, la médium me dijo que un tipo con
aspecto eslavo, delgado
con barbilla en el mentón, quería decirme
algo. Un tal Chéjov.
En ese instante me pareció que la sesión
había llegado
a su fin. Ya era suficiente para un tipo
como yo.
La saludé, pagué mi consulta con el más
allá
y cuando iba a terminar mi cerveza e irme
pasó a mi lado La dama del perrito
con el perfume que usaba mi madre.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
Buenos Aires, Leviatán, 2021.
Ángel *
Quizá sea sólo un mito necesario.
Dicen que cada tanto en la vida alguien
llega a reparar
o intentar reparar.
No es el plomero ni el electricista.
El efecto es intangible en la inmediatez, pero
dice la gente humilde -que de creencias vive- que el ángel de la reparación
existe y al día menos esperado aparece tendiendo su mano…
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
FLOR
DEL CASTAÑO*
Un hombre ha entrado
profundamente dentro de una mujer.
¿Cuántos nudos
tendrían sin resolver?
Después de iluminar de
rojo la noche entera,
ese hombre sollozó
como lloran las bestias.
Al marcharse el
hombre, en ese lugar vacío
donde todavía
resonaban los ecos del llanto
le llegó a la mujer la
fragancia de flores del castaño.
*Song
Kiwon
(Corea, 1947)
-Fuente: "Flores mías que nunca he
visto", Song Kiwon
(Traducción: Ki Un Kyung) Editorial Bajo la
luna, 2014.
*
Me gusta
pensarlo así:
el amor es
esa luz
que sólo puede mirarse
enceguecido.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Proyecto
Uno*
Desconcertado, consultó otra vez los
planos. Había revisado el proyecto de arriba a abajo un sinfín de veces sin
encontrar el menor fallo en él. Sin embargo, ahora que ya todo estaba en
marcha, no cabía la menor duda: Algo había salido mal, pero se le escapaba qué
pudiera ser. Corregir el error se le antojaba imposible; la mera admisión del
mismo resultaría nefasta para su carrera. Así las cosas, no vio más que una
solución. Mandó llamar al subdirector. Al hablar, fue tajante:
- Hay que poner en marcha el plan B. De
inmediato.
El subdirector asintió sumisamente, adoptó
la forma de serpiente con la que el mundo habría de recordarle y partió a
cumplir su misión.
Así fue como Eva y Adán creyeron ser
expulsados de un paraíso que jamás existió. Para que la ilusión fuese perfecta,
hizo falta sembrar la semilla de la culpa y la desconfianza en sus corazones
vírgenes. Después, el escriba oficial, siguiendo al pie de la letra las
instrucciones recibidas, según es costumbre en los escribas oficiales, redactó
una edificante historia repleta de tentaciones y manzanas.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
"Mantén un poco
de fuego ardiendo; por pequeño que sea, por más escondido que esté".
*Cormac
McCarthy
(Rhode Island, 20 de julio de 1933 - Santa Fe,
Nuevo México, 13 de junio de 2023)
https://es.wikipedia.org/wiki/Cormac_McCarthy
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Estación Enrique
Fynn*
Enrique Fynn siempre había tenido problemas
con las mujeres. Dejando de lado los traumas habituales provocados por la
influencia de su madre, su hermana, su ex esposa y su hija, que ya bastantes
horas de análisis y dinero en efectivo le habían consumido en años anteriores,
el tema que más lo angustiaba era la escasa fluidez con la que abordaba a una
mujer. Siempre le parecía estar a destiempo, dudando de sus posibilidades,
desestimando los contactos esporádicos, y por sobre todo, aterrado ante
cualquier clase de negativa.
Viajaba a bordo del tren aquella mañana,
ensimismado en sus pensamientos editoriales, cuando a su lado se sentó una
mujer. Al principio, apenas la miró de costado, pero algo en aquella fugaz
consideración le convocó a girar de nuevo la cabeza hacia ella, haciendo un
paneo del pasillo, como si buscase encontrar algún errático vendedor ambulante.
Se encontró con una señora que sería unos diez años menor que él, de rasgos
sugerentes, cabello cobrizo, y curvas muy interesantes por debajo del trajecito
sastre. Pero por sobre todo, le atrajo el simple hecho de que abriese el bolso
que llevaba colgado del brazo, extrajera un libro y se pusiera a leer.
Su primer impulso fue otear qué estaba
leyendo. Ni siquiera intentó adivinar esas letras diminutas; apenas se
conformaba con conseguir darle un vistazo a la tapa ni bien ella tuviera que
dar vuelta la página. La tarea se le impuso de manera prioritaria, olvidando
los insulsos devaneos que venía practicando hasta ese momento. Tanto se
concentró y acercó su cabeza hacia la de ella, que lo inundó un perfume
atractivo, hechicero, emanado por la misma piel de su vecina de asiento. Un
inesperado cosquilleo le recorrió el cuerpo, y sólo después de unos momentos
consiguió aceptar que aquel inusual efecto producido por los sentidos era la
simple y llana manifestación de la excitación.
El ser consciente de estar excitado, luego
de varios meses sin experimentarlo, lo descolocó. Aunque no tanto como el
perfil de su vecina, que de pronto abandonó la inmovilidad de la lectura para
echar una fugaz mirada de reojo en dirección a él, regresando de inmediato
hacia la página impresa. Enrique se sorprendió, avergonzado al ser descubierto
infraganti en sus vicios de mirón, aunque su atención sólo se concentrase en la
posible tapa del libro, negándose a sí mismo que su principal objetivo era ese
aroma cautivante, desprendido por una piel que imaginaba fresca y suave.
Su vecina, hasta entonces inmóvil, levantó
apenas el libro de su falda para cruzar su pierna derecha sobre la izquierda,
revelando no sólo la mitad de un muslo conciso, tentador a la caricia, sino la
existencia de una falda corta que bien podría ir gradualmente ascendiendo, en
caso de continuar moviéndose sobre la butaca, sin despegar las manos del libro.
Enrique permaneció rígido a su lado, sin atinar a respirar siquiera,
percibiendo cómo se le sonrojaba la cara al quedar absorto por la belleza de
esa pierna y la curva oscura que se producía por debajo de la falda. De
inmediato, despertó de su letargo y desvió la mirada hacia la ventanilla,
cubriéndose el costado derecho de la frente con su mano. Buscó algún detalle
banal sobre el cual fijar la atención, algo que lo abstrajera de tal situación
incómoda, pero la realidad lo acorraló aún más.
Porque de pronto, mientras ella hacía
oscilar levemente el tobillo derecho muy cerca de la pantorrilla derecha de él,
movió sus manos para pasar de página, y suspiró. Fue un suspiro hondo,
sostenido, como esos en los que definen el futuro de toda una vida en ese
preciso instante. Al margen de ello, en apenas ese fugaz movimiento de sus
dedos cubiertos de anillos, la tapa reveló ser uno de los tantos títulos de la
colección erótica “La Sonrisa Vertical”.
Enrique comenzó a transpirar. El insistente
cosquilleo de excitación se volvía cada vez más presente. Y él dudaba, como
había dudado toda su vida. Desconocía qué hacer a partir de entonces. No quiso
parecer un desubicado acercándose hacia ella, pero tampoco quiso quedarse
dormido sin hacer nada. Quería tener la fuerza suficiente para retomar el
trabajo intelectual que estaba haciendo, aunque en el fondo sabía que le sería
imposible concentrarse en algo más. Y al querer reabrir la carpeta vinílica
rígida de tres solapas que yacía sobre sus muslos, donde portaba material
poético ajeno que debía revisar para la edición de su blog literario, el
nerviosismo de sus manos le jugó una horrible pasada, y el temblor causado por
la presente situación le hizo empujar con sus manos gran parte de los papeles
que portaba la carpeta hacia el piso del vagón, chocando en la caída contra el
tobillo izquierdo de su vecina, cubriendo en desordenada abundancia aquel
zapato de tacón.
La escena se sucedió demasiado velozmente
como para que Enrique tuviese algún control sobre ella, sin decidir siquiera
cuál era su siguiente mejor jugada. Su vecina levantó la vista del libro, miró
hacia las rodillas de él, luego se inclinó levemente, y quiso contemplar los
papeles y el cuaderno que se habían derramado a sus pies. Al mismo tiempo,
urgido, Enrique quiso evitar dejar rastros de su torpeza y lanzó su mano
derecha hacia el piso, intentando recuperar parte de lo derramado. En el
momento en que él se agachaba y ella giraba la cabeza para contemplar su pie
izquierdo, ambos chocaron apenas sus cabezas.
—¡Uuuy…. Perdón! Perdón… —se disculpó él,
tocándose la frente, aún más sonrojado que antes.
—Ay… No… No es nada… Disculpame vos— farfulló
ella, también sorprendida.
—Soy un desastre…. Disculpame…
Ella permaneció quieta, con el libro en
alto cubriéndole la pechera del trajecito, sin perderle pisada a los
movimientos de él. Enrique se agachó hacia los pies de ella, descubriendo que
los papeles se habían esparcido mucho más lejos de lo que imaginaba,
percatándose que el espacio existente entre los asientos era mínimo como para poder
sortear la escena con elegancia. Ambos tendrían que ponerse de pie, si él
quería recuperarlo todo. Pero el vagón se encontraba casi lleno, y él ya no
deseaba incomodarla más.
O sí…. Aunque en otro sentido.
—A ver si es posible…— murmuró él, y
extendió su mano derecha en busca de los papeles.
Nunca se le pasó por alto que ella, a pesar
del reciente percance, jamás deshizo el nudo de sus piernas, aun revelando el
interior de su muslo derecho, como si lo tentara a la caricia. Todavía con
dedos temblorosos, Enrique descendió hacia las profundidades abisales del hueco
entre los asientos y alcanzó a rozar la tapa de su cuaderno, al mismo momento
en que ella rozaba apenas con su pantorrilla izquierda el codo derecho de él.
“¿Lo hizo a propósito?”, estalló la alarma en la mente de Enrique,
acobardándolo aún más.
—Perdón… Esto es un fastidio —se disculpó,
elevando la mirada desde casi sus rodillas hacia el rostro de ella, detenido
apenas por un primer plano de aquel muslo imponente y de su inquietante caverna
hacia las sombras…
—Tranquilo. Hacé lo que tengas que hacer
—convino ella en voz baja, y sostuvo el libro contra su pecho generoso usando
sólo su mano derecha, dejando reposar la izquierda sobre el muslo del mismo
lado, casi derramándose hacia su lateral externo.
Enrique consiguió izar el cuaderno de
espiral con trémulos dedos, pensando que aún le restaba lo peor de la empresa,
el resto de los papeles. Al elevar el torso para emerger con el cuaderno desde
las profundidades, su brazo se deslizó muy cerca del muslo de ella, quien
sutilmente extendió su dedo índice, y con la uña le rozó la mano derecha al
pasar.
El la miró, anonadado. Ella le disparó una
mirada profunda, directo a sus ojos, de la que él no podía rehusarse, pero que
al mismo tiempo le quitaba la respiración. La transpiración le inundó las
axilas, sintió una picazón por todo el cuerpo, el corazón le golpeaba rabioso
contra el pecho. Enrique desconocía la
manera de quitarse esa mirada de encima, a fin de guardar otra vez el cuaderno
dentro de la carpeta. O quizá, deseaba con el alma que aquella mirada lo
asesinase allí mismo, sobre aquella diminuta butaca ferroviaria.
—Parece que habrá que hacer algo mejor
—balbuceó, tragando saliva.
—Como vos quieras… —incitante, ella,
deslizando el libro hacia su axila derecha y oprimiéndolo contra su pecho,
logrando que la curva dentro de su escote se marcase a fondo, revelando lo que
su ropa aún conseguía insinuar.
Si Enrique hubiera dominado a lo largo de
su vida el sentido de la oportunidad, probablemente su destino –desde siempre-
hubiese tomado otro camino. Pero no se sentía dueño de las situaciones, ni
tampoco se creía capaz de alterar cualquier estado de cosas mediante su deseo.
Lo dominaba el pensamiento y la vacilación, y para combatirlos, sólo apelaba a
las reacciones intempestivas. Como la que se le ocurrió hacer a continuación.
Metió veloz el cuaderno dentro de la
carpeta, la calzó entre su cadera y la pared del vagón a su izquierda, y se
agachó de nuevo, esta vez decidido, a recuperar de las profundidades cuantos
papeles pudiese rescatar. Mientras hurgaba a los manotazos en busca de las
hojas, que lograba agarrar sólo en parte a causa de su premura, llevando
algunas hacia su mano izquierda y perdiendo la mitad de ellas en el intento,
una mínima porción de su cordura le señalaba que una uña ajena se deslizaba a
lo largo del costado de su tronco, realizando un trayecto trunco entre su axila
y el borde de su pantalón. En los sucesivos manotazos que propinó, tocó varias
veces con su mano derecha el tobillo de su vecina, quien lejos de retirarse
hacia un costado, evitando el contacto, permaneció allí, a la expectativa,
quizá gozando mediante un disfrute perverso aquella inquietante situación.
Enrique se incorporó en el asiento,
acalorado, sonrojado al máximo, respirando agitado. Ella había relajado la mano
derecha que sostenía el libro, olvidándolo casi sobre su regazo, y volvía a
colocar su dedo índice izquierdo pegado al muslo de ese mismo lado. Su mirada
había virado de la inquietud libidinal hacia la premura por una respuesta.
—Bajo en la próxima —le anunció, y abrió el
bolso para guardar ese libro que, desde hacía un buen rato, había perdido el
interés por leer.
Enrique sintió que todo aquello se definía
en pocos segundos. Hubiese querido ser otro en aquel momento. Alguien más
osado, sin nada que perder… Pero, ¿qué perdía? ¿Acaso le debía a alguien
cualquier explicación que justificase sus acciones? ¿Acaso no se encontraba
solo? ¿Qué perdía al intentar algo diferente, si tampoco era dueño de nada?
Quizá, perdiera parte de su inacción, y desconocía adónde podría llevarlo tomar
una decisión como ésa. Quizá, simplemente lo arrastrara hacia intentar vivir,
de una manera muy diferente a la que había conocido hasta ahora…
—Te acompaño —se escuchó decir, entrechocando
las sílabas, horrorizado ante las posibles consecuencias de aquella frase.
Ella enarcó las cejas, sin pronunciar
palabra, y volvió a suspirar, sin quitarle los ojos de encima hasta que el tren
comenzó a detenerse. Para cuando finalmente frenó, ella ya se incorporaba,
buscando salir por entre los pasajeros de a pie. Enrique la siguió de cerca,
olvidando juntar las escasas hojas tiradas en el suelo, y al mismo tiempo
metiendo dentro de la carpeta las que sontenía en el puño izquierdo, hechas un
bollo.
Al conseguir descender, antes de que las
puertas se cerrasen, alcanzó a ver entre los demás pasajeros la espalda del
trajecito sastre de ella alejándose a paso lento a lo largo del andén. Apuró el
paso, eludiendo pasajeros, y la alcanzó, para murmurarle junto al oído:
—Tengo que decirte algo.
Ella se detuvo y lo miró de costado. Palpitante,
salvaje, esperando…
— ¿Escribís poesía?
Al escucharse preguntar acerca de uno de
los principales valores que encontraba en un alma humana, allí de pie, Enrique
se sintió el mayor de los estúpidos. Le hubiese encantado, como fantaseara en
una fracción de segundo, que su vecina de asiento respondiese: “Sí, sobre la
piel”. Pero ella, lejos de contestarle, reveló la cara de sorpresa y desilusión
más inequívoca que pudiese manifestar una mujer tan expresiva como ella. Volvió
a enarcar las cejas, entreabrió la boca con expresión de asombro, y meneó la
cabeza.
—No lo puedo creer…
Y se alejó, fuera de la estación,
fastidiosa y molesta, sin esperar a que él intentase nada diferente.
Enrique había apelado a destiempo, quizá
con la mujer equivocada, al rasgo que mejor conocía, queriendo desentenderse
por un instante de los encantos de la carne, sintiéndose un completo inexperto
en el tema. Sin embargo, y como de costumbre, la realidad lo avasallaba con
oportunidades, que él sólo veía pasar, sin aprovechar el momento, único e
irrepetible.
El tren abandonaba la estación a sus
espaldas cuando percibió el bulto de los papeles abollados dentro de la
carpeta. “Poesía de la urgencia”, se
lamentó. Y contempló en solitario las vías que se perdían en el horizonte,
aguardando por el próximo tren.
*Por Alberto
Di Matteo. licaldima@gmail.com
Marzo de 2017
-Alberto
Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios de su escuela
secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y
de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en
diversos certámenes literarios.
-Ha publicado en Inventiva Social cuentos
para la serie InvenTren en recorridos
literarios iniciados en el año 2002.
Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el
mundo".
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
ESTACIÓN FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
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