*Obra de Walkala.
Dr. Luis Alfredo
Duarte Herrera
(1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in
memoriam.
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160
Identidad*
Nuestra existencia está hecha de memorias
imperceptibles, adormecidas, ya integradas,
y en cada retorno se reavivan los sensores,
de señales, olores, gestos, idioma,
palabras,
de las formas decrépitas y pequeñas de todo
lo que sobredimensionamos en la distancia.
Y qué si un día nada estuviera igual: la
casa,
la calle, la ciudad, el país, la gente, el
habla,
el cielo nocturno con su acuerdo
inconstante.
Si nada fuera reconocible y nos
reconociera,
si no hubiera referencias ni puntos
cardinales,
si nada coincidiera con nuestro deseo y
dolor.
Con esa débil y vidriosa idea de
pertenencia
que nos da un pasado mudo y transfigurado
que todos ignoran y que es incomprobable.
Acaso ese resto de silencio es lo que
somos.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
*
Libertad es una palabra estruendosa,
complicada. Silencio suele ser más amable, más humilde. El presente como una
casa de enormes habitaciones camina, mirando el transcurrir. Los años son pasillos de tiempos entre cajas
de recuerdos apiladas. “Vide” fue la palabra que mencionaron en el sueño.
Las nubes tienen el color de lo sereno,
trasmutan la ventana. El colibrí se
posa, como todos los días, sobre la rama desnuda y despareja. Es un árbol sin
hojas y de un nombre desconocido para mí. Es la casa de ese pájaro diminuto. Él
vuela y regresa dibujando óvalos espaciales en ese punto exacto donde se posa.
Cuando llega la noche, las estrellas se
unen y forman una plegaria y al amanecer, otros pájaros dialogan. Es el momento
azul.
Desde los ojos del recuerdo veo las pupilas
amarillas de un perro milenario. Sobre las baldosas rojas de una amplia terraza
marchábamos juntos imitando los pasos de un soldado. Él se impregnó de mi
humanidad, yo me salpiqué de su animalidad, peluda y tibia. Todavía guardo su
olor mojado de pelo aplastado por la lluvia. Con nuestras energías armamos un
lápiz y hoy vamos reduciendo nuestras fracciones a su mínima expresión, cada
uno desde su planeta.
La vejez es ese tramo exacto de la vida,
llano y congruente. Está armado de momentos precisos, de elecciones cortas,
instantes decididos en los momentos en que las plantas crecen.
El lazo de amor puesto en el dintel de la
ventana, se cansó de la estrechez de la maceta. Tres gajos colgantes rebalsaron
y las raíces quedaron enfrentadas al vacío. Un fino lazo verde se apiadó de
ellas y brotó de costado, escuetamente florecido, siguiendo el flujo de la luz
para estirarse.
Hoy corté esos brotes aéreos. Los sumergí
en agua y vi como el oxígeno se hacía geométrico como la esperanza.
Mientras la voz le dicta a estos dedos
espolvoreados de polvo de la yerba, los fragmentos que se van diseminando,
ellos quedan como pasos, como manchas de salsa sobre el mantel, como migas de
pan en el camino. La luz se acomoda en la tarde y el marco de la ventana es un
rito convocando al amor.
Llegará la noche y todo quedará en la
oscuridad. En esa misma oscuridad que el colibrí atravesará para encontrar su
punto de retorno. Y allí desde su altura observará la invisibilidad del mundo.
*De Adriana
Briff.
-Adriana
Briff es educadora en el Distrito de San Carlos, California.
Tiene una licenciatura en Comunicación Social
de la Facultad de Ciencias
Políticas, de la Universidad Nacional de
Rosario.
Madre de Dante, un joven autista de 24 años,
Adriana disfruta en
escribir crónicas diarias, que ella ha
titulado “Fotos con palabras”.
Ha publicado en las revistas Urbanave, Revista
Rea, Brando, del Diario
Nación y Página 12 Rosario en Argentina,
También escribe para Hispanic
L.A. en Estados Unidos. También participó
en “Don’t cry for me,
América: antología de escritores argentinos
en Estados Unidos”, libro
editado por Fernando Olszanski y Hernán
Vera Álvarez.
Sus textos pueden leerse en sus redes
sociales.
- https://adribriff.com/
DISNEY
Y GUERRA CULTURAL*
La querella entre
conservadores y ‘wokes’ en la industria cultural desvía la atención sobre los
problemas socioeconómicos que nos aquejan
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Primero parecía una broma: ante la
diversidad cultural y cierto cambio en los estereotipos de género que comenzó a
mostrar la industria fílmica en Estados Unidos, algunos protestaron. El
escritor Arturo Pérez-Reverte se ofendió porque James Bond –en su última
aventura– había caído en la trampa de lo “equilibrado y políticamente
correcto”. ¿Cómo es posible que, en lugar de ser el que rescatara a la dama,
ella lo llevara en su motocicleta? ¿Por qué, de repente, el personaje
interpretado por Daniel Craig abría su corazón, aceptaba sus culpas y trataba
de reconciliarse con su hija perdida?
Otro escándalo que cimbró los cimientos de
un sector del público fue Lightyear, el spin-off de Toy Story. Para los que
hayan seguido la polémica, en el filme se muestra una relación de pareja entre
dos mujeres (con beso incluido). El fracaso comercial de la película fue
interpretado por los defensores de la familia tradicional como un triunfo del
público que decidió dar la espalda a un producto que promovía la llamada
“ideología de género”. Por último, el live action de La Sirenita –en el que la
protagonista es la actriz afroamericana Halle Bailey– siguió calentando las
cosas: el complot de lo políticamente correcto había transformado a uno de los
personajes icónicos del imaginario infantil. Adiós a la cabellera roja y los ojos
claros de Ariel, la heroína. La lista de supuestos agravios, por supuesto, es
mucho más larga y la batalla no ha hecho más que empezar. Disney es el villano
favorito. Como suele suceder, este ruido de fondo impide ver lo que está atrás
de la llamada “guerra cultural”, es decir, el conflicto entre diferentes
valores y creencias.
En un artículo reciente publicado en la BBC
la periodista Natalie Sherman describe muy bien lo que hay atrás de la guerra
entre los defensores de lo “tradicional” –ahora convertidos en los nuevos
rebeldes ante las empresas que quieren ideologizar a sus consumidores– y la
cultura denominada –peyorativamente hablando– woke. Los primeros, angustiados
por los cambios vertiginosos en una cultura que creían estable, y los segundos,
ansiosos de cambiar las formas de representación monolíticas y estereotipadas
que han dominado la narrativa occidental desde hace mucho. Atrás de esta
disputa, como menciona Sherman, hay grupos de interés. En Estados Unidos, donde
se ha polarizado más esta discusión, los políticos conservadores y asociaciones
ligadas a la ultraderecha han tomado la defensa de la tradición como argumento
de venta con sus seguidores y electores.
El malestar social por la desigualdad
económica, entre otros problemas que se agravan, ha sido desplazado por un
discurso que promueve una crisis civilizatoria –de valores– que amenaza la
supervivencia y el estilo de vida de los ciudadanos. La búsqueda de chivos
expiatorios ha sido una constante en la historia para desviar la atención de
conflictos más graves. Sin embargo, como apunta Sherman, la diferencia en los
años recientes es que un sector de la derecha política estadounidense apunta
sus armas no contra ONGs o políticos de izquierda sino contra un grupo de
empresas poderosas –Disney, entre ellas– porque, según su perspectiva, forman
parte de una conjura contra el país. Las reivindicaciones por raza y género
forman, en el imaginario conservador, un enemigo nebuloso llamado “ideología o
cultura woke” que permea toda la sociedad de maneras abiertas, pero también
sutiles.
Uno de los puntos que convenientemente se
olvida es el uso de la raza y el género como productos de consumo masivo que no
cuestionan, de fondo, el statu quo ni las políticas de la élite estadounidense
y global. Sin una crítica a estos elementos, como lo advirtieron en su momento
intelectuales y activistas como Angela Davis o bell hooks, la lucha por una
sociedad más igualitaria entra en un espejismo y se vuelve estéril. En el
fondo, retomando el artículo de Natalie Sherman, los grupos de poder –woke o
antiwoke– siguen en una alianza que, por ejemplo, sabotea los intentos por
cobrar más impuestos a la clase alta e, incluso, retrasan políticas de
decrecimiento industrial y adaptación al cambio climático: los radicales de derecha
niegan abiertamente la emergencia y las empresas tipo Disney –con la etiqueta
de ser socialmente responsables– se entregan sin tapujos al llamado green
washing, es decir, enarbolan la idea de la “sustentabilidad” sin atacar, en
esencia, a la sociedad de consumo que les permite prosperar. Gatopardismo puro.
La polarización cultural y mediática en
Estados Unidos y otros países es, en varios sentidos, una conjura que se
aprovecha de lo erosión de lo común. Cada amenaza vendida en los medios, cada
fenómeno viral que demoniza a un sector de la sociedad contribuye a que el
ciudadano compre revanchas que le devuelvan la capacidad de actuar en un mundo
que lo ha despojado de su destino. Uno de los casos más extremos –evidencia de
cómo el conspiracionismo ha llegado a escenarios alucinantes– fue el famoso
Pizzagate. El rumor, en pocas palabras, decía que algunos políticos demócratas
como los Clinton y millonarios como George Soros estaban atrás de una red de
pedófilos que usaban pizzerías para realizar sus crímenes. La teoría se
difundió en sitios como Reddit en 2016 y vivió uno de sus puntos culminantes un
año después, cuando Edgar Maddison Welch entró armado a una pizzería de
Washington y disparó, sin que hubiera heridos o muertos. El hombre, como se
pudo saber después, pensó que estaba haciendo lo correcto, pues muchos niños
estaban en riesgo. Su convencimiento, más allá de cualquier prueba que
confirmara su paranoia, fue suficiente para emprender una cruzada que terminó,
a la postre, con una condena de cuatro años de cárcel.
La “conjura Disney” no sólo confirma un
estado de alarma en el que cualquier idea es posible por absurda que parezca,
también nos muestra que la fragmentación de lo común nos aleja de cualquier
agenda social y la sustituye por enemigos que cambian de apariencia todos los
días: personas transgénero, el regreso del comunismo soviético, gobiernos
capaces de crear terremotos y huracanes como armas de guerra, chips en las
vacunas, el plan para sustituir a la población blanca por migrantes o “gran
reemplazo”. La civilización tribal que se está creando –enmascarada por la
utopía comunitaria de Internet y las redes sociales– echa por la borda
cualquier consenso y se nutre de fantasías que sólo evidencian nuestro
desconocimiento del otro y de cómo funciona la sociedad global del siglo XXI.
De esta manera, corporativos como Disney no son criticados por su poder
económico o su tendencia a formar inmensos monopolios, sino por los efectos
advertidos en su momento por Karl Marx: el mercado sin trabas altera la esencia
de las relaciones sociales y las formas de vida que daban certidumbre a
nuestros padres y abuelos. No las transforma para empoderar a las minorías y
sustituir los viejos paradigmas, sino para crear nuevos consumidores.
*Fuente: LA TEMPESTAD
https://www.latempestad.mx/disney-y-guerra-cultural/
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Los Jíbaros*
Otra vez una llamada del Coiro viene a
poner en jaque la tranquilidad de mi vida. Aquí transcurren los días con la
perfecta paz de las mañanas que suceden a las noches y anuncian siestas con
arrullo de torcazas, gritos de benteveos y ladridos de perros. Una que pone la
pava a calentar cuando el sol ya disipó las tinieblas, y sabe que le espera
apenas el regado de las juveniles, el recogido avaro de las paltas en el fondo,
una excursión, y esto es lo más aventurado, hasta el súper de los chinos con el
changuito, rebotando en los pozos de las calles de arena.
Pero el Coiro, ser amable y manso, hombre
de paz y escaso conflicto, llama para pedirme un escrito sobre las
transformaciones, mutaciones, algo así, siempre explicando desde su propia
confusión y el enredo sempiterno de sus propias ideas.
Como ejemplo, me da una idea de las paltas
del fondo de la quinta, cuyas semillas talladas terminan cobrando vida y
convirtiéndose en jíbaros. Se me erizan los vellos de la nuca, porque sé
perfectamente dónde terminan los ensueños, y cómo la realidad es permeable a
tales corrosiones.
Miro a través del gran ventanal que da al
norte el enorme palto. Los vidrios azules que enmarcan el cuadriculado
translúcido y el centro transparente funcionan como un encuadre perfecto de un
trozo de realidad ya despegado de lo real, ya partícipe de este hechizo que el
hombre de Témperley ha echado sobre mi vida. El fondo de la quinta ahora, y a
través de la ventana, es un cuadro, una ficción de lo que antes era tangible y
verdadero.
Con el teléfono en la mano veo desde lejos
el rincón donde arraiga el enorme árbol. En ese sitio sombrío por el tamaño y
espesor de la copa, paraguas vegetal, se ha creado un ambiente húmedo y umbrío
donde prosperan esparragueras, unas plantitas de hojas moradas, una enorme
planta tropical de hojas generosas, un arbusto blanco.
Este año caen tantas paltas que he regalado
cientos. Los zorzales con sus pechos anaranjados han acudido en bandada, y se
quedarán hasta que termine la temporada, atiborrados de fruta, tallando
prolijamente con sus picos la pulpa firme hasta que dejan sólo las cáscaras
negras retorcidas al sol.
Con tanta palta, he preparado muchas
ensaladas, frascos y frascos de guacamole, y, ya que se me ofrecían y una tiene
esa cuestión de transformar las cosas, he tallado las semillas.
Al principio, con un cuchillo tramontina,
hice cuentas y dijes para fabricar colgantes. Las piezas secas toman la
consistencia y el color de la madera. Luego, con la blandura del material, me
animé a tallar cabecitas de rostros grotescos, que remiten de inmediato a los
horripilantes souvenires que he visto de niña en alguna casa, cabezas reducidas
por los jíbaros, con un color y una apariencia en general bastante afín al
cuero o a la madera.
Justamente en estos días hice una serie de
cabecitas, y estaban secándose en fila en el alféizar de la ventana de la
cocina.
Tengo aún el teléfono en la mano. Miro la
ventana a mi derecha. Las esculturitas no están.
Ay Coiro, qué me hizo. Qué me hizo Coiro.
En el rincón selvático del fondo, a la
sombra del palto, advierto oscuras figuritas que se agitan entre las plantas.
Un zorzal está comiendo una palta cerca de los ligustros. El pájaro da un
salto, aletea sin conseguir levantar vuelo, se desploma. Los pequeños
monstruitos se apresuran a arrastrar el ave hacia la sombra, creo que llevan
cerbatanas.
Le digo al Coiro que no, que no voy a
escribir nada, tengo trabajo en la quinta, hay que comprar trampas, veneno,
quizás deba pasar un tiempo en Santa Fe, o quizás me vaya definitivamente. No
se debe modificar el mundo de esta manera, no es justo. Cuidado con lo que
imagina el Coiro, cuidado con las palabras.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
El
hombre que reía sin separar los labios*
*Por Juan
Forn.
En 1948, cuando el comunismo tomó el poder
en Checoslovaquia, decretó la muerte de las chabacanerías (en checo, braks).
Braks eran las novelitas baratas de aventuras, amor, misterio, miedo o fantasía
que, según las nuevas autoridades, eran una invención burguesa para sacar
provecho de los trabajadores y a la vez embrutecerlos (hasta entonces se las
conocía popularmente con el nombre de “novelas para cocineras”). Se hicieron
quemas públicas de libros, los escolares iban de casa en casa pidiendo
ejemplares para alimentar las llamas de las hogueras que hacían en la calle.
Todos los escritores de novelas baratas fueron obligados a abandonar su oficio
(“Intento borrar de mi memoria mi pasado literario”, declaró a la prensa Marie
Kyzlinkova, la famosa autora de Corazón hambriento, desde su nuevo puesto de
trabajo fregando los pisos de una estación ferroviaria en las afueras de
Praga), ninguno logró subsistir en el nuevo régimen, salvo el insólito caso de
Edvard Kirchberger, que se convirtió en Karel Fabian sin dejar rastros y siguió
escribiendo y publicando hasta el fin de su vida, a pesar de los obstáculos que
enfrentó en su camino.
Edvard Kirchberger escribía sobre
monstruos, brujas y asesinos. Karel Fabian escribió sobre guerrilleros,
tractoristas y enemigos del pueblo. Kirchberger inoculaba miedo en los huesos
de sus lectores, Fabian enal-tecía el sudor de los trabajadores. Cuando
Kirchberger decía “cloaca”, se refería a sótanos espectrales, cuando lo decía
Fabian se refería a centrales de espionaje capitalista. Pero eran el mismo
hombre. El día en que los comunistas tomaron el poder, Edvard Kirchberger dejó
sobre el escritorio de su jefe, en la revista anticomunista donde escribía, una
carta que decía: “Vendrán a encerrarte pero puedes confiar en mí, estoy
preparado para ir a la cárcel contigo por combatir el totalitarismo, por
defender la libertad”. Dos días después escribió una carta al PC checo pidiendo
su ingreso en estos términos: “No quiero nada del partido. Creo que los que se
afilian por miedo o interés son falsos. Yo he reflexionado por mi propia cuenta
y sé que el comunismo es mi evangelio. La noche que escribí esa carta a mi jefe
estaba borracho, me puse triste y compasivo hasta un extremo inconcebible y
redacté esas líneas cuyo contenido ya ni recuerdo. Entiendo que esto pueda
parecer poco fiable, pero a los escritores nos ocurren todo tipo de cosas
extrañas por las noches”.
Su pedido no recibió respuesta. Poco
después empezaron las persecuciones y se cerraron las fronteras. El previsor
Kirchberger venía juntando piedras de encendedor (vulgarmente conocidas como
chispas) porque le habían dicho que en Alemania valían más que los billetes
checos. Las escondía en casa de un amigo, junto con una muda de ropa. Al volver
un día a su casa vio un auto policial en la puerta, siguió caminando hasta lo
de su amigo y huyó con sus chispas del país. Lo increíble es que volvió en dos
meses. Se presentó a las autoridades, dijo que su nombre era Karel Fabian y que
había escrito la primera novela socialista checa. Se titulaba El fugitivo y
contaba la historia de un checo que huía de su país, llegaba arrastrándose a
Occidente, iba de campo en campo de deportados hasta convencerse de la magnitud
de su error y, mareado por el hambre y la sed, con sus últimas fuerzas, lograba
volver a Checoslovaquia. Nadie sabía de dónde venía Fabian, pero el comandante
Pokorny de la policía secreta dio el visto bueno para su publicación, porque
coincidía con el primer aniversario del comunismo en el poder.
Así comenzó la larga y opaca carrera
literaria de El Hombre Que Reía Sin Separar Los Labios. Como Kirchberger, Karel
Fabian se dedicó a lo único que sabía y quería hacer: novelitas baratas. Sólo
que ahora eran socialistas. “Nuestras plantas metalúrgicas son las entrañas del
país. La electricidad es su sangre. El ladrillo es nuestro pan.” Sobrevivió a
la caída en desgracia de Pokorny (que lo había tomado bajo su ala para que
escribiera una novela sobre su vida). Aceptó sin queja ir a trabajar a una
fundición de metal y luego a una fábrica de tractores. Cuando las aguas estaban
revueltas, escribía igual sus novelitas, pero para el cajón. En cuanto aclaraba
el panorama volvía a publicar. Nunca tuvo grandes tiradas, nunca recibió un
Premio Stalin ni una dacha de verano. Ni siquiera tenía carnet del partido: en
los archivos consta que recién logró el ingreso durante la Primavera de Praga
de 1968, cuando no le decían que no a nadie. Dice la carta: “No espero
ventajas, tan sólo balas para defender a mi país en la lucha”. Después de que
entraran los tanques soviéticos, y que lograra acomodarse una vez más (haciendo
ocasionalmente de informante), Fabian hace decir a un personaje de sus
novelitas: “Lo importante es el mástil. La bandera puede ondear de cualquier
color”.
Cuando era Kirchberger todavía, durante la
guerra, estuvo tres años encerrado en la prisión de Straubing, superó 94
interrogatorios, períodos de aislamiento solitario y de extenuación laboral,
durante tres años sobrevivió con una ración de ochenta gramos de pan duro por
día, cuando los nazis huyeron los dejaron encerrados de a diez en celdas para
uno, él fue el único sobreviviente de la suya, cuando lo encontraron estaba
rodeado de cadáveres, tenía las articulaciones de los codos de-sencajadas, una
pierna rota y le habían arrancado todos los dientes. Por eso se reía sin
separar los labios. Durante los interrogatorios había traicionado a catorce
personas, incluyendo a su mujer y sus suegros de entonces. Cuando salió de
Straubing escribió a los familiares de los que había denunciado, pidiéndoles
perdón; le dijeron que se fuera de Praga si no quería problemas. Ese fue el
momento en que huyó a Occidente. En una de sus novelitas socialistas, un
oficial americano en la Guerra de Corea, responsable de una matanza, es
encontrado por los aldeanos delirando de fiebre. Como está enfermo no pueden
negarle ayuda, pero lo tienen en una choza apartada, le dejan la comida en la
puerta, nadie le habla ni lo toca y después de cada comida destrozan el cuenco
y la cuchara que usa.
Karel Fabian murió, pacíficamente jubilado,
en un departamentito proletario en Praga, en 1983. Antes quemó todos sus
cuadernos y papeles, salvo una carta que le había enviado desde Alemania, luego
de emigrar, una hija suya: “Me exigiste siempre obediencia absoluta, pero nunca
me explicaste por qué ser tan obediente”. Ni esa hija ni las demás personas que
conocían a Karel Fabian sabían que había sido Edvard Kirchberger, que hizo todo
lo que hizo por obediencia al único imperativo que rigió su vida: seguir
escribiendo sus novelitas, sabiendo que después de cada comida serían
destruidos el cuenco y la cuchara que habían pasado por sus manos. Nunca aspiró
a la gloria, ni siquiera aspiró a que alguien contara su historia. Pero eso fue
lo que pasó. El libro se llama Gottland, lo escribió el polaco Mariusz
Szczygiel y tiene un epígrafe que sospecho que a Karel Fabian no le hubiera
disgustado: “No sé quién le lava la ropa
a Dios / sólo sé que el agua sucia nos la bebemos nosotros”.
*Fuente:
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-222755-2013-06-21.html
-Juan
Forn (Buenos Aires, 5 de noviembre de 1959 - Mar de las Pampas, 20 de junio
de 2021)
LEJOS*
*Por Alfredo
Di Bernardo.
Crónicas del Hombre
Alto (n° 68)
La morocha del vestidito negro voltea
sensualmente la cabeza hacia la izquierda y, en estudiada actitud de descuido,
te mira con expresión insinuante. Clava sus ojos en los tuyos y, al instante,
vos sentís en el pecho cómo empiezan a girar las hélices de ese ahogo que sólo
la aparición de una mujer inusualmente hermosa puede provocar. En ese momento
no querés darte cuenta, claro -preferís la ingenuidad de rendirte ante su
encantador truco de ilusionista- pero la cruda realidad indica que la morocha
del vestidito negro no te mira porque le resultes interesante; lo hace,
simplemente, para verificar que vos la estás mirando. Soberbia desde su belleza
deslumbrante, sabedora de la atracción que es capaz de ejercer, ella da por
sentado que la están mirando. Y acierta. Porque vos, inevitablemente, la estás
saboreando con la mirada. ¿Y cómo no hacerlo? ¿Cómo no arrojarse con imprudente
devoción a esa catarata lacia que se derrama a pique sobre sus hombros
desnudos? ¿Cómo no presentir con golosa ansiedad las redondeces sugeridas bajo
la tela? ¿Cómo no aventurarse por el tajo criminal de la falda y deslizarse
luego cuesta abajo por las piernas, hasta quedar enredado entre las tiras de
sus sandalias romanas?
El equívoco inicial, sin embargo, se
desvanece enseguida. Diosa fatalmente distante, la morocha del vestidito negro
traza, con delicada firmeza, una frontera invisible que pone en evidencia tu
inferioridad, te fuerza a recordar que ambos pertenecen a universos diferentes,
realidades paralelas entre las cuales no existen más vasos comunicantes que ese
juego de miradas fugaz e infructuoso. Ella te seduce y se te niega. Te concede
el derecho -y la tácita obligación- de rendirle pleitesía, te confiere el
derecho -y la tácita obligación- de desearla. Sólo desearla. No se sonrojaría
si pudiera leer tus pensamientos; sería incapaz de escandalizarse ante la
brutal indecencia de ciertos besos fantaseados. Su objetivo, al fin de cuentas,
es justamente ese: generar un anhelo imposible de satisfacer. No es el sueño de
poseerla, entonces, lo que está vedado. Lo que está estrictamente prohibido es
violentar las barreras que ella impone. Las mitologías suelen referir los
desastres que sobrevienen cuando los destinos de humanos y divinidades se
entrecruzan más de la cuenta.
Han pasado quince segundos desde que la
viste y ya sentís sobre los hombros el peso muerto de la contrariedad, un
regusto a frustración en la saliva por esos labios que nunca habrás de besar.
Sos el triste propietario de un deseo herido de negación en el momento mismo de
su nacimiento. Insignificancia ambulante, rutinario animalito de maletín en la
mano y cola en el Banco, perdedor por goleada, hombrecito gris tan sin glamour,
no te queda más opción que seguir adelante con tu vida de siempre, consciente de
la derrota inapelable.
Con inútil empeño, como si quisieras
engañarte y postergar tu desconsuelo unos segundos, o canjearlo por migajas de
aire, mirás a la morocha del vestidito negro una vez más y comprobás que ella
todavía te está mirando.
Lejana, inalcanzable. Como si se burlara de
vos desde el afiche gigante de la zapatería.
El
analista*
Kalman recuerda a Esteban en una pequeña
historia surgida de su oficio de psicólogo. Julia, la paciente de Esteban no
podía dejar de fumar a pesar de los ruegos de su familia. Tanto intentar ir a
buscar palabras antes o después del cigarrillo, que un día la mujer dijo la frase
terminal para el tema y al poco tiempo después para la terapia:
-Mire licenciado, no
me indague más por el fumar.
A mí un solo cigarrillo me da más placer que
un hombre.!
La respuesta de Esteban fue inesperada,
absurda, por no decir cómica:
- Pero usted me dice
que fuma 60 cigarrillos por día.
¿No le parecen muchos
hombres?
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
*
Escribir es una actividad producida a
partir de la angustia. Escribir es una actividad producida a través del placer:
dos proposiciones, al parecer contradictorias.
¿qué verdad puede caber en cada una de ellas? La respuesta más mediocre
que se puede intentar: “depende de la personalidad del escritor y su posición
ante la vida”. Descartable. Si hablamos de la maldición de la literatura, a
partir de este título alguien podría inferir que yo pienso en la escritura
desde la angustia. Lo que me parece es que angustia y placer nunca fueron
términos opuestos y que el placer de escribir puede nacer de la angustia o que
la angustia de escribir puede provenir del placer. Lo que yo creo y alabo es la
mala fe del escritor porque sabe que toda su obra es mentira, pero no por
situarse en la ficción sino por la misma mala fe de las palabras. Como la mala
fe de las palabras es algo indudable, alguien que la pone de manifiesto tiene
buena fe y dice una verdad. Semejante acumulación de paradojas es un
sufrimiento: el bien que alguien podría concebir de la armonía en términos
humanos parece descartada. Pero también semejante acumulación de paradojas da
el placer de lo risible y de lo absurdo. ¿Y por qué razón lo absurdo produce la
risa? ¿Se trata de un espasmo de llanto, una forma de transmutarlo? ¿O tal vez
la tragedia es la forma más perfecta del placer de lo fatal, lo misterioso, lo
que parece efímero y ni siquiera se sabe si lo es?
¿Hasta dónde el misterio es fuente de
placer o es el dolor de lo inentendible? El lenguaje genera como Mal-Decir,
¿sufrimiento o placer? El sufrimiento que acarrea la existencia, ¿no es
interesante y fuente de un gozo secreto? ¿El gozo sea secreto o manifiesto no
es el eterno generador de la culpa?
("La Maldición de la Literatura",
Huso, Madrid, 2017)
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
SATURNO Y LA EXTINCIÓN*
Voy a Saturno. No es una broma. Me voy a Saturno. Me
espera una estación sin proporciones, esto es, un edificio pequeño, flaco, como
un cuzquito que se ha quedado en una adolescencia de adulto sin madurar. Una
estación de tren en Saturno, sin anillos, sin estrellas fulgurantes, sin
cometas cíclicos. Una estación baldía unos rieles sin paralelismo, un horizonte
desvaído.
(Si, recuerdo mientras tanto la estatua, cómo no
recordar mientras tanto esa estatua)
Me voy a Saturno, en tren. Ya no existe el tren, pero
me voy en el tren a Saturno, un tren de vapores blancos, de traqueteo
cinematográfico. Una estación de polvo y yuyo que huele a sequía y a deshoras
muertas.
Hoy me voy a Saturno mirando por ventanillas sucias,
en un asiento de madera, sin valijas.
(La estatua de mármol, los niños, el hombre
tensionado, los músculos retorcidos, el grito, los chillidos, el intenso
chirrido de la piedra)
Sé que me espera el edificio y que nadie ha puesto en
hora el reloj.
Arribo. Saturno sigue devorando a sus hijos.
(Me devora el Dios, me devora el coloso a mí y a mis
hermanos, o acaso soy yo quien devoro a mis hijos, quizás no importa quién mate
y quién muera en medio de tanto dolor pétreo)
Llego a Saturno. No queda nada. Nadie. Todo, hasta el
pasado muere aquí. Hay un grito en el cielo.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
ESTACIÓN FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
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