*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com
*
Observo
mi cuerpo,
la sombra de mi cuerpo extendida en la tierra,
esa porción de mundo
que no es mía y me apropio
tapando el sol.
Mi oscuridad es otra;
lo que espera en la calma del viento,
inasible
como el polvo suspendido en el aire.
Lo que hace hermosa la carne,
me digo,
es la fragilidad.
Mi cuerpo,
que aún huele a fruto devorado en la tarde,
aprende a ser leve y fugaz.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City
Bell.
-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016).
Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).
El orden del agua, GPU Ediciones (2019).
MADURA, Editorial Sudestada (2021)-
-Quiero sacar la
cabeza por la ventanilla de tu coche.
Halley ediciones (2022)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
LATIDOS*
Cada pueblo tiene su propio ritmo; su ritmo de caminar, de trabajar, de
poner la mesa. Los movimientos les son propios como lo son el lenguaje y la
música, ese otro lenguaje que quizás venga de la gente, quizás de la tierra y
del paisaje que brinda.
En Japón he visto las artes marciales que se repiten en la forma de golpear
los tambores, de bailar esas danzas que aúnan la lentitud y una contenida
violencia, en los sonidos breves y guturales. La misma tensión entre lo estático
y la rapidez extrema. Las enormes banderas son agitadas por figuras inmóviles,
la precisión de los ikebanas de proporciones perfectas, la belleza de los
jardines, la posibilidad siempre del horror y sin embargo la infinita
paciencia; la habilidad aprendida, ejercitada y trabajada de un hombre que
mezcla la tinta, que con un pincel escribe, dibuja, pinta la palabra como quien
hace una señal definitiva. Hay un ritmo, una marca, un acorde que abarca cada
cultura y le imprime las notas y los silencios.
Una mujer daba a luz. Rodeada por su hijo, su vecina, su marido, daba a
luz. En el suelo estaba la mujer, sobre un colchón delgado. Ella misma pujaba
con un canto rítmico, todos la acompañaban y el acto de dar la vida de traer la
vida era una canción. El niño encontraba el aire y el afuera traído, recibido,
acunado ya por las voces y los sonidos que lo arropaban y le daban desde el
inicio el ritmo de su pueblo.
La canción rítmica que se repite en lo cotidiano. En los pasos retumbantes
de las sandalias de madera sobre el pavimento, en el ritmo de la danza de
cuerpos que se deslizan y de pronto acaban en una pose de estatua, en el ritmo
vertiginoso de la oración que también es comunitaria, y que crea la epifanía
del ritmo de la vida que se repite circularmente.
Cerca del suelo, siempre. En comunidad. Y serán las sandalias, el
martillito de metal que guía los rezos, los pujos de una parturienta; será la
música, el ritmo, será la vida la que marque sus compases.
Y mientras tanto las historias son las mismas historias. El que muere, el
que nace, el que crece y cambia, el que de pronto conoce una verdad oculta.
Así como imagino una voz distinta para las diferentes multitudes, una
melodía propia para los paisajes de montaña, para los lacustres, para la selva.
Así como los ojos rasgados del oriente y los ojos acuosos del norte.
Así como el sustento con maíz y batata o con arroz y verdura. Así como el
sentido de lo cíclico o la creencia en una direccionalidad en la historia.
Así como todo eso crea culturas diversas, los ritmos se ajustan a los
pueblos, los expresan, los definen.
Y con su propio ritmo todos los seres humanos bailan, nacen, mueren.
Sinfónicamente algunos, algunos discordantes, algunos solos. Todos, todos, llevando
los compases heredados, aprendidos, amados u odiados. Cantando, si tienen esa
fortuna, su propia canción.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Tiempo*
Allá, mucho más allá, donde la mirada no
llega,
en la remota lejanía, donde sólo cabe
imaginar,
puede ocurrir que al llegar todo sea como
esto.
Que ni siquiera sepamos diferenciar ese sitio,
luego invisible, y que la imaginación hubiera
repetido viejas desmesuras que nunca fueron.
O que, al ver atrás, dónde la mirada no
llegue,
no podamos distinguir más este mismo lugar
sin mérito del cual sin conciencia nos vamos.
Pero igual algo habrá cambiado para siempre,
porque, si bien, en apariencia, nada cambia,
en nosotros nada se repite igual a sí mismo.
Aunque no haya ningún lugar al que ir
ni haya un resquicio para quedarnos.
*De Horacio Rodio.
horaciorodio@hotmail.com
TAREA
NOCTURNA*
*De Antonio Dal Masetto.
El hombre toma en su mano un elemento árido −piedra, arena, madera seca−, y
en él, en su centro, en su corazón muerto, planta su fe y su empecinamiento.
Cuida de esa semilla, la alimenta con su vigilia, la espía, rastrea señales en
ella, residuos de fuegos perdidos. Sopla sobre esas brasas abandonadas.
Y así va y viene con su humilde cosa. Sale a la noche y se acuesta sobre la
tierra. Boca abajo, en cruz, imagina que su abrazo se extiende hasta doblar la
curva de los horizontes. Presiente costas y aguas y vegetaciones y cielos
debajo de él. Cree oír, oye el grave corazón de la tierra, su respiración y su
gran voz. Reconoce fuerzas dormidas y en acecho, desfallecimientos, quietudes,
temblores, explosiones. Rumores de marchas sobre llanuras inclementes −estepas,
vados, desfiladeros− en la nieve, bajo el sol que calcina. Multitudes
doblándose y levantándose, avanzando siempre, empujadas por el oscuro legado,
soportando un viejísimo peso, resistiendo, afirmándose en las rocas y en el
viento, los ojos fijos, la llama obstinada y demente en el centro del iris, brillando
en las noches, en la soledad, en el miedo, al resplandor del fuego, en el fondo
de cuevas, bajo las constelaciones cambiantes.
Y desde su lugar, con su pobre cosa encerrada en el puño, el hombre se suma
a la caravana de penitentes, nómadas, siempre extranjeros. Se estremece con sus
gritos de pigmeos erguidos contra el silencio, comparte esa gran fuerza
−desconocida por ellos mismos− que los mantiene en camino y los acompaña y los
preserva bajo el cielo de los años, tocados por la vibración de una energía
primordial. Y la furia, el tesón, y también la delicadeza de los nacimientos,
la salvaje alegría de la vida bastándose a sí misma. Y sus intuiciones, sus
ensoñaciones venidas desde otras partes, desde mundos jamás vistos, que les
aportan un sabor único, una exaltación única, y que ellos definen con nombres
extraños. Los ve bailar frenéticos invocando a sus ídolos de turno, oye los
cánticos, las letanías, el retumbar de sus pisadas en la danza ritual, en la
huida, en la conquista, miles de pies surcando la tierra, agrediéndola,
arándola, fecundándola.
Y ve desfilar imágenes, ademanes, perfiles, remontándose y regresando en el
tiempo, y la cara de su padre, y la del padre de su padre, la suya propia, su
cuerpo en cruz sobre tierra americana, entregado, rendido, asumiendo un
mensaje, oyendo una voz hacerlo responsable, exigiéndole, elevándolo a la
condición de heredero consciente.
-Antonio Dal Masetto.
(Intra, Verbania, 14 de febrero de 1938 - Buenos Aires, 2 de noviembre de
2015)
https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Dal_Masetto
*
tal vez
todas las lluvias se parecen
al caer
cansadas
sobre el mundo
pero hubo
una tarde en que llovía
sobre el cuerpo de los dos
cuando éramos un cuerpo y un lunar
y la recuerdo
como una lluvia de milagros.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
El
submarino Titán y la banalidad heroica*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
El viernes 23 de junio el explorador y
viajero inglés Levison Wood publicó
el artículo “Yo soy un explorador, pero incluso pongo límites para un submarino
pequeño”. El texto apareció en The Times
y, en resumen, hace un elogio de los “valientes exploradores” que murieron en
la implosión del submarino Titán y que, como es del dominio público, capturó la
atención mediática por varios días. Un poco antes de encontrar algunos restos
de la diminuta nave, se percibían dos narrativas diferentes: la que lamentaba
la muerte de los cinco tripulantes –entre los que se encontraban dos miembros
de una familia multimillonaria de Pakistán–, y la que criticaba –en ocasiones
usando un humor muy negro– el viaje turístico a los restos del Titanic y, sobre
todo, la inversión de recursos y tecnología para el rescate cuando, al mismo
tiempo, decenas de embarcaciones son abandonadas en el Mediterráneo, naves
llenas de migrantes que mueren buscando huir de la guerra y la pobreza de sus
países.
El artículo de Wood es interesante porque evidencia cómo la élite se ve a sí misma
y cómo intenta legitimarse. Para el explorador, los turistas del Titán son
personas que buscaron “desafiar sus propios límites” y miembros de una
genealogía de pioneros que han hecho aportaciones a la cultura y a la ciencia.
Por último, se lamenta que, en estos tiempos, haya “poca simpatía por los
aventureros ricos” y nos recuerda que “la exploración siempre ha sido
financiada y patrocinada por donantes adinerados, y es natural que quieran un
poco de acción”. Estas afirmaciones, para cada vez más personas, además de
cínicas evidencian una enorme ignorancia de cómo funciona la burbuja en la que
vive la élite. La tecnología que usamos todos los días ha sido, en diferentes
grados, patrocinada y conducida por los Estados, particularmente en Europa y
Estados Unidos; últimamente China y otros países han cobrado cada vez
protagonismo en esto. ¿Cómo ha ocurrido esto? A través de ayuda financiera
directa, apertura de rutas comerciales y subsidios, entre otros mecanismos. Elon Musk, por ejemplo, ha construido su
utopía privada aeroespacial capitalizando el conocimiento generado décadas
atrás por el gobierno estadounidense financiado, a su vez, por los
contribuyentes.
Wood cree que, por inercia, todos los
descubrimientos hechos por los exploradores adinerados abonan al bien de la
humanidad. Siendo ciudadano inglés habría que preguntarle, en qué se
beneficiaron los africanos de las aventuras de personajes como Henry Morton Stanley, entre otros
viajeros que abrieron el camino para la explotación humana y de la naturaleza
desde el siglo XIX o, incluso, antes. Esta pregunta se podría hacer para todas
las potencias colonialistas que se repartieron el mundo desde aquellos tiempos.
De igual forma se podría aplicar la misma estrategia para analizar las
contribuciones tecnológicas de los inventores y en qué han acabado cuando se
transforman en inmensos oligopolios que no sólo benefician a unos cuantos sino
que erosionan la democracia y la convivencia entre sus usuarios. Internet,
Google y las redes sociales son el mejor ejemplo de esto.
El heroísmo de los viajeros del Titán es,
en realidad, muchas cosas problemáticas. Los multimillonarios globales que no
dejan de acumular dinero han encontrado en las experiencias extremas un nuevo
motivo de vida. Puede ser en el fondo del mar o, como en el caso de Musk, en el espacio. Si la realidad, al
menos en su percepción, puede obedecer al poder de los recursos económicos,
entonces buscan superar sus límites entregándose a sus fantasías. Es cada vez
más frecuente que el mundo real se interponga, de forma fatal, en sus planes.
Eso no evitará que sigan aspirando a la inmortalidad o a colonizar otros
planetas para imponer su ideología a miles de millones de humanos. ¿Qué ganaban
los tripulantes de Titán al acercarse a los restos del barco hundido más allá
de la superficial experiencia que vive cualquier turista en el siglo XXI? Esa
banalidad, por supuesto, contrasta con el discurso aspiracional que los rodea.
A veces, sus fantasías arrastran a otros a la muerte, empleados que arriesgan
sus vidas para los trofeos de otros. El periodista especializado en montañismo,
Jon Krakauer, narra en muchos pasajes
de sus libros la fiebre de los ricos por llegar al Everest, aunque muchos de
ellos no tengan la experiencia suficiente para lograrlo. En sus intentos,
contratan a guías locales que, a veces, pagan con sus vidas las imprudencias de
sus clientes que quieren sentirse dueños del mundo, aunque sea por unos
minutos.
*Fuente: tachas 525
https://www.eslocotidiano.com/articulo/tachas-525/tachas-525-submarino-titan-banalidad-heroica-alejandro-badillo/20230702115542077045.html
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla” (cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Tesorito*
Pude sentir el hielo sobre el fuego
pude
en un instante
convertirme en pedazos de mí
sentir
cómo parte de mí
se evaporaba
sobre lo más expuesto del cuerpo
en el centro un ardor profundo
anónimo
una sola cosa amalgamada
amor de cristal y fuego
súbito vos
y desconcierto yo.
Se anula
tragándose en el tiempo las cosas sucesivas
eludiendo la concreción de volver a ser quien
era
siendo por vos
un instante después
lo acostumbrado
algo de materia
que se separa de las imágenes que componen los
pensamientos
algo de cuerpo
que se siente parte de algo
deshecho
(y esa idea tortuosa de volver a desaparecer).
Nunca sabrás que me rompo en mil cristales
cuando tus ojos no ríen
me vuelvo a armar en segundos
y en ese lapso
la piel y las lágrimas desesperadas
se secan al aire
nunca podrás entender lo que soy cuando sufrís
cuando temblás de dolor
cuando el aire no te alcanza
—no me alcanza—
nunca sabrás
que soy dolor de hielo y agua
me sostiene una fuerza tan grande
una exhalación repentina me arma
y el cristal roto se adhiere a sí mismo
y el agua contornea los bordes que lastiman
y las escamas del vidrio se diluyen
y el aire me da vida
Total, tesorito
nunca nunca sabrás
que soy de fuego, de agua y de cristal.
*De Lorena
Suez. suezlorena@gmail.com
(De Intemperie,
2016 Viajera Editorial.)
-Mentoría de procesos
creativos
-Taller de escritura y
emociones
-Lic. en Ciencias de
la Comunicación / Psicóloga Social
LOS
ÁNGELES Y LOS PUENTES*
Hay ángeles que, a su manera, son ingenieros. Rozan a la gente con sus alas
y, con ese suave toque celestial, la incitan a levantar puentes. Entonces,
esperanza sobre esperanza, la gente se pone manos a la obra y, con más
entusiasmo que habilidad, se lanza de lleno a construirlos. Y aunque los
puentes resultan casi siempre frágiles y efímeros, las personas caminan sobre
ellos, se encuentran, pueden amarse, son felices y se ríen desde lo alto
mientras miran, con cierto alienado desdén, a los seres aparentemente tan
seguros y tranquilos que permanecen abajo, atados al suelo.
Pero existen también ángeles perezosos que odian la ingeniería e inoculan a
la gente su propio recelo hacia este tipo de construcciones. Entonces, la gente
se queda quieta, segura y tranquila, se acurruca en sus miedos y mezquindades,
permanece en tierra sin ganas de levantar puentes, y al mirar cada tanto para
arriba se pregunta, con envidiosa indignación, qué es lo que hacen esos seres
aparentemente tan felices suspendidos en el aire.
*De Alfredo Di Bernardo.
*
“Hay días en que todo duele, pero también son días
de grandes revelaciones.”
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
DE LA
FUERZA DEL NOMBRE*
I
El Coiro me manda un enigmático y brevísimo
correo donde dice: "¿Podés escribirme algo sobre Casbas?". El nombre
no me suena de nada, por lo que abro el Firefox y busco en Internet. El primer
enlace conduce hasta un pueblo de Huesca cuya existencia ni siquiera conocía
(Huesca es la provincia limítrofe por el norte con Zaragoza, donde vivo), un
pueblo pequeño hacia el este, cerca de Abiego y Bierge, nombres que sí
reconozco. Y puesto que nunca antes he estado allí, me digo: "¿Por qué
no?", pensando que lo que mi amigo argentino quiere es información de
primera mano sobre este pueblecito, y nada más natural, por otra parte, que me
pida el favor viviendo yo tan cerca del sitio en cuestión.
Así que al otro día meto unas cuantas cosas
en una bolsa de deporte y me echo a la carretera. Camino durante un buen rato,
hasta que un auto negro, un Renault 5 con más de veinte años, se detiene junto
a mí. El conductor, casi un adolescente, me pregunta: "¿Te llevo?".
Por supuesto, acepto. Él tampoco conoce el sitio. Su acento le delata: es
gallego. Con una sonrisa franca, confirma mi sospecha. Dice que va al norte, a
los Pirineos, sólo por ver la cordillera. Le han hablado de parajes
extraordinariamente bellos, aunque no recuerda bien los nombres o los mezcla o
los confunde. Para no resultar redundante, le menciono sólo cuatro lugares
(también escribo en un papel los nombres y la forma de llegar hasta allí) que
en mi recuerdo crecen más y más conforme se aleja el tiempo en que me fue dado
visitarlos. El primero es el Forau d´Aigualluts, en el Valle de Benasque, una
pequeña explanada rodeada de montañas donde, a veces, se tiene la sensación de
que llueve hacia arriba. Es lo más lindo que yo vi nunca. El segundo, un pueblo
llamado Aínsa. El tercero, aunque he de confesar que no me impresionó cuando
estuve allí, es el Monasterio de San Juan de la Peña. No sé que es, pero hay
algo desconcertante en la montaña donde está situado, algo feo y sin embargo
inolvidable; tal vez -pienso confusamente- hago mal en recomendarle esa visita.
Por último, escribo: Selva de Oza. "¿Qué es?", me pregunta. Es un
valle hacia el oeste, por donde discurre el río llamado Aragón-Subordán. La
vegetación tiene un color oscuro que produce sensaciones difíciles de
describir, pero allí uno siente que está vivo, que de verdad pueden ocurrir
cosas que te hagan sentir vivo, cosas maravillosas o atroces, pero en cualquier
caso reales. El tipo asiente, acaso sin comprender del todo el sentido de mis
palabras, y promete que irá a todos esos sitios. Luego se pone a hablar de su
coche y, más tarde, de los grupos musicales que le gustan, cuyos nombres casi
siempre me resultan extraños. No obstante, reconozco algunos, lo cual es motivo
de alegría para ambos. Le recomiendo otros, que él no oyó jamás. “Te gustarán”,
le digo.
Al llegar a Huesca, tomamos la carretera
hacia Lleida. Unos kilómetros más adelante, nos despedimos con un apretón de
manos. No tardaré en darme cuenta de que ni siquiera nos habíamos presentado.
Somos dos extraños caminando en un túnel o en un insondable laberinto, que sólo
por casualidad han compartido un brevísimo trecho del camino. Tal vez ninguno
de los dos encuentre lo que busca, o como sucede tantas veces, lo encuentre y
no lo reconozca.
Por la estrecha carretera que conduce a
Casbas apenas hay tráfico. Atravieso una población y sigo adelante. Según el
mapa, ya casi estoy. Es entonces cuando, de pronto, me asalta una extraña idea:
¿Y si no es esto lo que quería el Coiro?, pienso. ¿Qué interés puede tener para
Inventiva un minúsculo pueblo aquí en mi tierra? Un sitio del que, por otra
parte, ni siquiera yo tenía noticia hasta este momento. ¿Habrá algo que se me
escape en todo este asunto? Perdido en esa confusión y en esa carretera
solitaria, unas palabras aparecen en mi mente, fosforescentes como un letrero
luminoso en medio de la noche: Próxima estación Casbas. Me doy cuenta de que he
metido la pata (el Casbas sobre el que debería escribir es otro, y está en
Argentina y no sé absolutamente nada de él. Mi maldito despiste crónico me
impidió recordar hasta ahora que es una de las próximas estaciones del
Inventren) y lo peor es que está anocheciendo (es otoño y los días acortan).
Por suerte, al fondo puedo ver las primeras casas. Advierto que estoy cansado.
Espero encontrar un sitio donde me dejen dormir, porque hace un poco de frío y
la manta que he traído es más bien fina. Pero no se ve un alma por las calles.
Al fin, distingo un vago destello al fondo
de una calle lateral. Se trata de una puerta iluminada. De no haber anochecido
ya, no la hubiese visto, tan tenue es el resplandor que de ella sale. Hacia
allí me dirijo, con paso lento y el oído alerta. No es natural este silencio.
Sobre la puerta hay un letrero de madera. La inscripción apenas puede leerse,
pero se adivina que el lugar es una taberna. Cruzo el umbral y me encuentro en
un cuchitril mal iluminado donde parece no haber nadie. Al oír mis pasos, un
hombre sale por una puerta situada al fondo y, con un perfecto acento
argentino, me saluda y pregunta si deseo tomar algo.
II
Una sensación de irrealidad me atenaza. No
acierto a responder. Sólo le miro como se mira a un aparecido o como se podría
mirar el propio reflejo en un espejo diseñado por Klein (el de la botella). Él
repite la pregunta, más despacio, como si yo fuera extranjero y no comprendiese
bien el idioma. No sé qué decir, qué hacer. Me siento como un actor de teatro
esperando que el apuntador le sople el texto. Por fin, con cierto embarazo, me
atrevo a pedir una cerveza. Mientras me sirve, el tipo explica que el pueblo
está desierto porque hay un concierto en las piscinas municipales, un grupo de
pop, uno de esos que venden muchos discos donde las diez o doce o quince
canciones son, en realidad, la misma. Añade que incluso ha venido gente de los
otros pueblos cercanos y hasta algún autobús de la ciudad. (Ese silencio ahí
afuera, sin embargo, esa ausencia…). Al preguntarle dónde estoy, él me mira de
arriba abajo y dice con naturalidad el nombre del pueblo. La siguiente pregunta
no es fácil de hacer. Si el mundo sigue girando en su órbita normal y éste es,
como parece, un hombre serio y cabal, se va a acordar de mis muertos y suerte
tendré si no me saca del establecimiento a golpes; si por el contrario, el
temor que me aprieta el corazón resulta ser fundado, yo me volveré loco. Aun así,
no queda otro remedio: "Pero ¿Casbas de España o de Argentina?" digo
en un susurro. Al principio, pienso que no me ha entendido, y tal vez sea lo
mejor; acaso en el fondo conocer ese detalle no importe en realidad.
Pasado un instante, levanta la vista del
barreño en el que en ese momento estaba lavando unos cubiertos y dice:
"¿Acaso quieres tomarme el pelo?". Entonces me atropello, intento
explicarle lo ocurrido, nombro el Inventren y algunas otras estaciones, le
cuento que soy poeta. "¡Poeta!" dice él. "¡Poeta!" repite.
"No me lo creo. Nadie va por ahí en estos tiempos diciendo que es poeta.
Usted es un aprovechado. Un sinvergüenza". Yo insisto. Mi sombra en el
suelo gesticula como una marioneta de trapo, parece la sombra de otra persona,
idéntica a mí pero con otro ritmo. Con amargura recuerdo que no he traído un
solo libro; de haberlo hecho, mis argumentos quizá tuviesen más peso. Entonces,
sin explicación, hay por su parte como una sorda aceptación, no ya de mis
palabras o de lo que ellas pretenden comunicar, sino de la remota posibilidad
de que sean ciertas. Mirándome de reojo, con desconfianza aún, se dirige hacia
un extremo del mostrador, levanta un trapo oscuro que cubre un ordenador
portátil y sentencia: "Ahora lo veremos". Abre el explorador, busca
el Inventren, busca mi nombre, encuentra resultados que le satisfacen, parece
comprender que no le he mentido. La expresión de su rostro es otra ahora; luego
me indica una mesa y sale del mostrador con una botella de vino en una mano y
dos vasos en la otra. Nos sentamos, sirve el vino, enciende un cigarrillo y se
larga a hablar convulsiva y nostálgicamente.
Así, me entero por fin de que nada extraño
ha sucedido (si es que no es extraño encontrar de repente, en medio de un
desierto, a un hombre que creemos habitante de otro desierto distante más de
diez mil kilómetros). No hubo viajes astrales ni agujeros en el espacio.
Estamos en Huesca. Con la voz plena de emoción, Manu (ese es el nombre de mi
interlocutor) me habla de su niñez, de su adolescencia, se demora en detalles
que tal vez hayan dormido ahí durante años, esperando esta noche y este vino;
(afuera continúa el silencio, no hay ruido de pasos, ni de autos en marcha, ni
siquiera el eco lejano del concierto. Si yo fuese otro, si fuese un tipo valiente,
tal vez me asomaría un instante a la puerta, para mirar la luna, sólo eso:
mirar la luna y saber que todo está bien). Mientras, la voz ronca de Manu me
habla de la barra, de una novia que tuvo y perdió, “¡qué linda era!”, exclama.
Luego hay un silencio necesario. Un movimiento lento, la mano de Manu buscando
en su cartera y sacando de allí una foto cuarteada por el tiempo. La miro y
hago un gesto de admiración. En efecto, la muchacha es guapa. (no sé si es
entonces cuando comprendo que éste es cualquier lugar y cualquier momento, un
retazo arrancado a mordiscos de la eternidad; tal vez por eso el obstinado
silencio del exterior, la silueta en la pared de dos desconocidos conversando,
dos latinoamericanos perdidos en cualquier parte, lejos y cerca de la vez,
tenues fantasmas de sí mismos, sombras que se proyectan desde remotas noches
olvidadas, que viajan en la nada hacia un tiempo inconcebible). Después escucho
la descripción de un oscuro boliche que en su memoria se confunde con otros
muchos que habría de conocer más tarde; me habla de su trabajo en el campo, del
fatídico día en que se fue el último tren... Entonces algo parece romperse en
el pausado hilo del relato. Clavo mis ojos en los suyos. Sujeto el vaso que
viaja hacia sus labios. Lo insto a continuar, con el leve asomo de una sospecha
insinuándose en mi entendimiento. Él me mira gravemente y retoma la narración:
"...yo me fui en él. Aquel último tren que pasó por Casbas City, hace ya
más de treinta años, se me llevó consigo. Luego anduve haciendo un poco de todo
por todas partes. En Argentina, en Chile, en Colombia, en Bolivia y Ecuador,
que es decir casi lo mismo, o de forma más breve, más certera, en
Latinoamérica, que es mi patria... Nuestra patria" se corrige. Yo asiento.
Luego continúa narrando las peripecias de una vida, una vida errante, como lo
son todas. "Y, entonces, de pronto, llegué aquí" dice mientras vacía
en los vasos lo que queda de la segunda botella. "De alguna manera, sentí
que mi deriva había terminado. No es que la coincidencia del nombre y el
cansancio acumulado me llevasen a tomar la decisión de quedarme. Esa decisión
era anterior, fue ella quien guió mis pasos hacia estas tierras, ella quien me
llevó de pueblo en pueblo hasta terminar en éste. Cuando llegué era de noche,
como ahora. Dormí en unas ruinas a las afueras. No supe donde estaba hasta la
mañana siguiente, pero durante el sueño supe que me quedaría aquí. No puedo
explicarlo mejor. Lo sentí. Sólo eso. Y aquí estoy desde entonces".
No hablamos más. Ambos estábamos algo borrachos
y era muy tarde. Dormí allí mismo, en una pequeña habitación que servía de
almacén y donde había sitio de sobra. Al otro día, después de un abundante
desayuno, Manu estrechó mi mano y nos despedimos como dos viejos amigos. Ambos
sabíamos que había muy pocas posibilidades de volvernos a encontrar. Eché a
andar por la carretera, en dirección al sur, no a ese Sur que nunca vi y que mi
corazón incansablemente anhela, sino al otro, al de todos los días, al sur
prosaico donde la vida sufre una combustión tan lenta que ni combustión parece.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
ESTACIÓN FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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