FOTO*
La foto, en apariencia, no tiene nada de
especial. Y sin embargo, la miramos. Sin saber muy bien el porqué. La ausencia
de color nos hace suponer que es antigua; también el hecho de estar rasgada en
algunos puntos y arrugada en otros. Los años han gastado las esquinas; en una
de ellas, arriba a la izquierda, falta un trocito minúsculo, tal vez demasiado
pequeño para afirmar que la imagen está incompleta. Al mirarla por primera vez,
se tiene una ligera sensación de frío, tan leve que casi no la percibimos. Sólo
más tarde (pero ¿cuánto más tarde?) seremos conscientes de ello.
Muestra un pequeño edificio de una sola
planta, con una especie de porche o tejadillo exterior que da a un andén.
Sabemos que es un andén por la presencia de las vías en la parte inferior de la
imagen. La conclusión resulta obvia: El lugar es una estación. En un lateral
del tejadillo hay seis letras que nos indican el nombre, seis mayúsculas
irrebatibles: ANDANT. Quizá sea esa media docena de letras, que parecen un
tanto anacrónicas, lo que nos perturba ligeramente. O el color apagado del
cielo, en el que, sin embargo, no se aprecia nube alguna. Lo cierto es que nos
asalta una sensación desagradable que, por otra parte, no nos impide seguir
mirando la foto; acaso anhelamos encontrar eso que nos molesta un poco no saber
definir o señalar con precisión.
La visión de líneas paralelas sugiere el
infinito. Aquí, las vías quedan bruscamente cortadas en los bordes izquierdo y
derecho de la foto, negando con violencia esa abstracción, segmentando una
mínima parcela de realidad -o de ese conjunto de percepciones que llamamos
realidad. En el andén hay seis personas. Posan (la contemplación de una foto
puede llevarnos por caminos un tanto sinuosos e intrincados; hacernos pensar,
por ejemplo, en la actitud del que posa, en la perpetua repetición de ese
momento, en la pavorosa idea de que toda la vida es pose). Cinco de ellos miran
directamente a la cámara. El otro, el primero por la izquierda, está con los
brazos cruzados y parece tener la vista clavada en un punto inconcreto, hacia
la derecha del fotógrafo. Nos incomoda ese detalle (¿porque insinúa una
ruptura, un desorden?). Nos incita a preguntarnos qué está mirando exactamente.
¿Por qué no hace como todos los demás y simplemente fija la vista en el centro?
(si es que el ojo de la cámara es el centro, si podemos atrevernos a presumir
la existencia de un centro) ¿Qué es eso que está ahí, fuera del ámbito de la
foto, y qué significa esa mirada y por qué los otros no ven lo que él está
viendo? Podría pensarse que sólo es un gesto, una pose diferente, una
obstinación lícita en no mirar directamente al ojo de la cámara, y tal vez no
sea otra cosa, pero nos desasosiega un poco esa asimetría.
-Cabe preguntarse si en realidad tenemos
derecho a asomarnos a una foto. No me refiero al vistazo casual o efímero, al
frívolo escrutinio de un momento, que con frecuencia provoca una sonrisa o un
rechazo o mera indiferencia. Hablo de mirar una foto como quien mira un cuadro,
durante un tiempo que no se puede medirse con cronómetros o calendarios, el
tiempo dúctil de quien pinta un atardecer a lo largo de infinitos atardeceres o
el de aquellos que esperan, agazapados durante toda su vida, el instante exacto
del resplandor que les justifique. Esa contemplación, que en el fondo es una
búsqueda, ¿no sería una forma de intrusión en ese otro orden que nos es ajeno?
¿No serán, pues, nuestros ojos invasores -camuflados tras el objetivo y el
tiempo- lo que miran esas cinco personas, preguntándose acaso el motivo de tal
insistencia?
La wikipedia nos cuenta que hace más de
treinta años que por ahí ya no pasa el tren y que en Andant, el pueblo, apenas
quedan cuarenta habitantes. Visto desde lejos, sólo son cifras. Pero la lenta
despoblación de todos estos lugares nos da qué pensar. Pensamos, por ejemplo,
si eso que mira el primero de la izquierda, eso que parece estar un poco a la
derecha del fotógrafo, ligeramente a la derecha y hacia arriba, no será lo que,
sin ruido, sin que casi nadie lo perciba, va limando con paciencia los bordes de
las fotos, oscureciendo los paisajes y los rostros, devastando, centímetro a
centímetro, los campos y las calles asfaltadas, terminando poco a poco con la
vida en los pueblos y devolviendo al desierto lo que, acaso, siempre fue del
desierto.
-Y así, la inmovilidad de la foto desborda
el ámbito del papel y se expande implacable por la realidad (por este lado de
la realidad). Pienso que debería ponerme de una vez a escribir algo sobre ella.
Pero no se me ocurre nada. La tengo ahí, delante de mis ojos, dejándose mirar
mansamente, permitiéndome atisbar cada detalle, acaso contemplándome, o
contemplándose a sí misma a través de mis ojos un poco cansados. Y yo no puedo
hacer otra cosa: sólo mirar la foto y dejarme contagiar esa parálisis, esa
suerte de espera; inmóviles ellos en su perpetuo instante desgajado para
siempre del tiempo; inmóviles todos en nuestro diario periplo por las avenidas
de la rutina; inmóvil yo en mi celda sin barrotes; tanto, que ni siquiera me
molesto en girar un poco la cabeza, en mirar de reojo hacia atrás, a mi
derecha, donde sé que se arremolina en silencio, expectante, eso que está
mirando, desde la lejanía y el pasado, el hombre de la foto, eso que siempre ha
estado ahí y que no puede verse; que nadie puede ver sino a través de un reflejo,
una señal inequívoca en los ojos asombrados de otro, una sombra difusa
atravesando océanos y décadas.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
SILBIDOS
Y TANQUES DE AGUA*
¿Era Cortázar el que en Francia extrañaba
no el país sino los signos de la Latinoamérica que nos atraviesan? ¿Era
Cortázar el que extrañaba en su departamento de París el silbido de los hombres
que caminaban por las veredas de Buenos Aires, manos en los bolsillos,
pensamientos nebulosos, labios fruncidos en el soplo sonoro que modulaba
melodías truncas? ¿Era, acaso, Cortázar quien observó que en la Europa faltan
los tanques de agua sobre los tejados tan ordenadamente limpios?
La estación de tren de ladrillos, tan como
cualquier otra, tan melancólicamente semejante a tantas otras, marcada su
solidez por la evanescente silueta de los árboles, afeada la pureza con el
tanque burdamente adosado, cañerías de langosta posada torpemente sobre la
estructura perfecta.
Quién puso el tanque de agua. Quién
destruyó con el cilindro burdo y claro la maravillosa cadencia de los ladrillos
quietos, armonizados en rojo y naranja, recortados contra los verdes y terrosos
y los marrones vegetales del paisaje.
Tanque de agua contra el silbido descuidado
de la arboleda rala. Manos en los bolsillos, peatones indolentes.
Esta Latinoamérica que se repite en
estribillos silbados sin razón y sin cálculo. Esta indolencia de abandono, de
cielo extremo, de horizonte desolado.
Esta estación de tren sin trenes, sin
guardas. Estos árboles que están desde antes y se prefiguran eternos. Este
esfuerzo sin tesón, esta forma de hacer a medias, de adosar tanques de agua a
las construcciones de líneas nobles. Esta irreverencia por los pasados esta
despreocupación por los futuros.
La estación Rolito los silbidos los trenes
muertos los despojos. La belleza caduca y mancillada, la belleza de lo que no
fue ni será, la belleza del pasado desgastada, desprotegida. La falta de
gracia. La primacía de lo necesario, aunque los árboles se indignen.
Los que colocaron el tanque de agua habrán
silbado en el viento. Descuidadamente. Sin pensar. Sin culpa habrán silbado el
albañil y el plomero.
Después se habrán marchado y se perdieron
en la sucesión de días inclementes.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
HOMENAJE A PICHON*
Al Doctor Enrique no le gustaban mis
monólogos existenciales. Por momentos parecía perder la paciencia: “Te atiendo
porque sos un nieto de polacos, pero no me digas más boludeces...” de tanto en
tanto remataba su enojo con algo sacado de un manual de frases hechas
"hacete cargo de tu vida".
Era el segundo paciente de la jornada. El
primero -Marcelo- subía con el doctor en Puente Alsina. En la estación Libertad
bajaba Marcelo y subía yo. A veces intercambiábamos breves comentarios como
forma de saludo.
Marcelo era un tipo con ojitos chiquitos
hundidos en el miedo. Una vez me preguntó: ¿Cuál es tu tema?
-La reparación... Dije sin pensar, como me
salió.
¿Y el tuyo? -Pregunté
-El acompañamiento… -Respondió mientras se
perdía entre la gente que estaba en el andén.
Mi sesión duraba hasta Enrique Fynn. Eran
45 minutos.
En Fynn bajaba y no subía ningún paciente.
Aprovechaba el resto del día para ir a
visitar la chacra de mi tío Slawek que vivía entre patos y gallinas, pero se
consideraba un inventor.
Para mí el doctor era un loco chiflado,
pero socialmente era considerado como una eminencia a la que le estaban
permitidas esas excentricidades como atender arriba de un tren.
Me ganó como paciente aquel día en el que
le conté que quería escribir una novela a partir del tío chacarero e inventor
aficionado. Su obsesión era diseñar todos los aparatos imaginables a cuerda,
con mecanismos y engranajes parecidos a los de relojería para evitar usar
electricidad. "Cuando la electricidad no pueda pagarse se van a acordar de
mis inventos" Se justificaba el tío.
Sin mediar palabra, Enrique fue caminando
como un robot o más bien como una marioneta por el pasillo del vagón. Cuando se
volvió a sentar frente a mí dijo: "No te olvides de incluir un psiquiatra
a cuerda"
Aquella risa compartida me convirtió en
paciente feliz y en alguien con quien el doctor se permitió hablar de él.
A los 17 años -recién ingresado a la
carrera de medicina- trabajó en el prostíbulo de una famosa Madame.
-Eran chicas polacas bellísimas -dice con
sus ojos tirando chispas- Enrique les enseñaba francés. Ellas le enseñaban a
amar. Años después declaró en un reportaje que fue "instructor de modales
en un quilombo”. Allí conoció a Agnieszka,
que más que bella era aquella ternura que no se olvida, que se acrecienta cada
día más y más”. Era un hada que predijo su futuro de especialista reconocido.
Del lupanar se fue cuando contrajo una neumonía.
“La locura es como la
muerte pero reversible” Esa idea lo sacó de la medicina. Lo llevo a psiquiatría.
En un anotador tenía los horarios del
Midland e intercalados cuales eran los pacientes que atendía. Ahí supe que el
doctor atendía 9 pacientes en cada viaje y que su jornada terminaba en Carhué.
Cada tanto, como para no olvidarlo repetía en imprenta “quien se entrega a la
tristeza, renuncia a la plenitud de la vida”.
Guarde ese anotador donde además de frases
figuraban sus días de atención de pacientes en aquel tren con el detalle de
estaciones en las que subían. Cuanto tiempo duraba la atención. Enrique sabía
que los horarios del Midland eran de una puntualidad inglesa por eso podía
confiar la duración de las sesiones al tiempo estipulado de viaje entre una
estación y otra.
En Carhué tenía una amante pelirroja que
había sido su paciente con la cual cenaba y compartía lecho en el hotel.
Aquella vez, cuando estaba por bajar en
Enrique Fynn me tomó del brazo antes de que me vaya para dejar al aire un
deseo:
-Cuídame al pueblo de mi otro yo. Cuando me
retire voy a comprar allí un campito. Quiero vivir tranquilo. Estoy bastante
cansado de la gente...
“Seré domador de caballos”.
*De Eduardo
Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
PARADA
KM 79*
De estación en estación, y todas las
estaciones vacías, y todas con lluvia, y todas con este olor a campo y algunos
papeles mojados en los andenes. El campo apenas adivinado detrás de las
ventanillas que no cierran bien y dejan entrar el frío, las gotas de agua en el
vidrio que tiemblan y trazan recorridos oblicuos.
Y yo, finalmente, yo en este tren que se
mueve irremediablemente hacia adelante y más adelante, y a medida que las
estaciones se suceden se va acercando a mi apeadero, en donde detendré el viaje
que para el tren continúa más y más allá, siempre más adelante y más lejos en
esta noche interminable.
El viaje como una continuidad, un largo
camino de aquí hasta allá, y yo que no voy de aquí hasta allá sino que me bajo
antes, en un intersticio, yo que detengo mi viaje en este tren que va a
continuar sin variar casi el peso, sin extrañarme. Yo que voy descontando
paradas, un latido en falso en cada estación, un retorcijón en el vientre cada
vez que tacho en el espacio otro nombre que me acerca a destino.
Llueve, siento humedad en el aire, abrigo
mojado, pelo húmedo, ronquidos desde otro vagón. El paisaje que se va, que
queda atrás, y más atrás, y fuera de alcance. No hay luna. No hay cielo hoy,
sólo una negrura espesa y una lluvia inevitable.
Lluvia, lluvia y trenes, y estaciones. Y
una mujer sola en un vagón con el abrigo húmedo y una sola maleta y la mano
apretada contra la boca cerrada sobre los dientes apretados. Yo.
Ya casi, falta poco. Tomo mi maleta para
tener algo en la mano, para convencerme de que es cierto que me voy a bajar. Me
convenzo tomando la maleta y arreglándome un poco el peinado arruinado por la
lluvia. Me aferro a mi maleta porque si esto no es un sueño el tren va a
detenerse y en vez de seguir sentada en un viaje infinito me voy a bajar. Me
voy a poner de pie con mi maleta, voy a llegar hasta la puerta, voy a bajar al
andén y voy a encontrarme con Pedro después de esta larga, larguísima semana.
Va a estar ahí esperándome, ya nos pusimos
de acuerdo. Con las manos en los bolsillos, seguramente. Terminando un
cigarrillo o mirándome de frente con los brazos cruzados. Va a estar ahí esta
noche, nos vamos a subir al auto, vamos a llegar a casa y no sé si vamos a
decir algo. No lo sé.
Siento ya su cuerpo sentado al lado del mío
en el automóvil, la sensación del tapizado del asiento, mis ojos fijos en el
rosario que cuelga del espejito para no mirarlo a él, silencioso, a mi lado.
Ya me imagino en casa, dejando la culpable
maleta en el ropero, metiéndonos rápido en la cama para dormir al menos unas
horas hasta que suene el despertador. Veo el desayuno con el mate y yo otra vez
usando las pantuflas y el pullover rojo que quedó en el ropero.
Otra estación, ya casi. Si fuese de día
seguramente podría comenzar a reconocer parajes y alguna casita rodeada de
árboles. Pero no veo nada. Nada de nada.
Mamá me dijo que una se casa para siempre y
que los hombres tienen sus cosas y que la mujer tiene que aprender a
manejarlos. Y dijo mamá que cada esposa con su esposo y cada carancho a su
rancho y que la vida es esto y no cuentitos de princesas y zapatos de cristal.
Le dio vergüenza que yo haya escapado de mi matrimonio y haya vuelto al pueblo.
Se reía con las vecinas pero a mí me congeló con los ojos fríos cuando me abrió
la puerta. Ella habló con Pedro por teléfono y que si, que claro, que me
mandaba de vuelta que las cosas se arreglan entre marido y mujer y basta de
pavadas.
Es la próxima ahora, Pedro con las manos en
los bolsillos seguro, y elevo el cuello de la campera que no me tapa el
moretón, pero lo subo igual, no quiero que Pedro vea el moretón que es como acusarlo
y recordar que me escapé.
Ahora sí, en medio de estaciones y
estaciones y estaciones está la parada en el kilómetro 79, ni nombre tiene mi
parada, es apenas un intersticio por donde me voy a caer para siempre para
siempre. Y me veo desapareciendo por ese hueco entre campos, esa grieta entre
paredes. Me veo alejándome con Pedro y el rosario colgando y el color azulado
en mi cara que ya no se ve porque se aleja. Se aleja de este tren que acaba de
detenerse.
Me pongo de pie, tomo la maleta, me subo de
nuevo el cuello del abrigo y camino hasta la puerta del vagón. Estoy caminando
en sueños, lo sé. No siento el suelo duro bajo los pies ni el olor ni los
sonidos ni siento mi propio cuerpo. Esto ocurre despacio y de forma borrosa.
Alguien camina con una maleta y es mujer y se acerca a una puerta del vagón de
un tren detenido en una casi estación para dejarla junto a un casi hombre para
que vaya a un casi hogar.
Me quedo. Me quedo y el miedo desborda,
rompe, me hace transpirar en una oleada roja de pánico salvaje. Aprieto la
manija de mi maleta. Me quedo.
Cuando el tren vuelve a ponerse en
movimiento y se sacude, y después se empieza a apurar y al fin corre sobre sus
rieles brillantes de lluvia yo, una mujer con una maleta, me pongo a alisar los
pocos billetes que tengo en el bolsillo, me acomodo en el asiento e,
infinitamente desamparada, sola, sin saber cuál será el futuro, duermo en una
calma de feroz alegría.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
"El amor es un
tren que parte, un pañuelo saludando desde el andén, una lágrima que rueda
buscando asirse al recuerdo, imborrable y eterno".
¿Dónde había leído aquella frase? ¿A quién
se la había escuchado decir? ¿La habría imaginado? ¿Estaría escribiendo en el
aire? ¿Cuántas cosas puede uno llegar a inventar cuando lo domina el dolor,
cuando la única vía de escape hacia alguna de las formas del placer es la
propia imaginación?
Quizá, lo sea también un vagón de tren, una
locomotora desbocada, un par de rieles que se pierden en el horizonte.
Subió los peldaños del vagón con el peso de
su propio desamor sobre los hombros. Se sentía vacío, como si le faltara algo
dentro del pecho, eso que hasta no hace mucho le otorgaba consistencia a su
propia persona. Y al mismo tiempo, estaba desbordante de recuerdos. Extraña
sensación la de la pérdida,
pensó: te llena la cabeza de virtualidades,
al tiempo que te vacía de materialidades.
Eludió a los pasajeros que se demoraban en
el descanso, fumándose un pucho en un lugar prohibido, para encarar el pasillo
y deambular apenas hasta encontrar un asiento vacío donde apoltronarse. Se
recostó contra la ventanilla cerrada, cerrándose aún más el abrigo sobre el
pecho, como si el frío interior le brotara por los poros, estremeciéndole con
un escalofrío.
Un silbato se oyó en la tarde, el suelo del
vagón crujió bajo sus pies, y la formación comenzó a moverse, como se movían
las hojas de los árboles que circundaban el andén, retrocediendo dentro de su
campo visual. Oyó el retumbar de la locomotora dándose ánimos para continuar
viaje, y se abandonó a sus -cíclicos- erráticos pensamientos.
¿Cómo seguir viaje desde ahora? El asiento
que quedara vacío a su lado era algo mucho más concreto que cualquier símbolo
que pudiese representar su actual estado de ánimo. Vacío de materialidades,
vacío de cuerpos, vacío de afectos, vacío. Eterno y creciente dolor.
De pronto, descubrió que ya no recordaba ni
su rostro. Sentía la ausencia de su figura, su perfume, su calor. Pero no podía
recordar sus facciones. Su cabello, quizás, oscuro y lacio; más no sus rasgos.
¿Cómo era posible?
¿Estaría acaso comenzando a olvidarla? Lo
dudaba; si así lo fuera, no sentiría este frío que le ascendía por el cuerpo
como gélidas rachas de viento invernal. No: aún la recordaba, intensamente;
este olvido sólo era otro ejemplo más de la constante presencia de su ausencia.
Clara. Su nombre apareció en su memoria como
un oasis en el desierto.
Nombrarla, musitar ese familiar par de
sílabas con un silencioso murmullo, no le hizo recordar aquel rostro que tantas
veces contemplara extasiado, pero le abrió una puerta. Allí, hecho un ovillo
contra la ventanilla del vagón, se abrió delante suyo un acceso hasta entonces
velado por el dolor.
Ingresó de pronto en un pasadizo mental que
velozmente lo condujo hacia terrenos inaccesibles para él durante mucho tiempo;
terrenos anímicos que le parecían demasiado extraños, como si le perteneciesen
a otra persona.
El paisaje se desplazaba hacia atrás,
oscilando con el rítmico vaivén del tren; y por encima de él, emergiendo con
una misteriosa luminosidad, apareció ella. Clara, recortada contra el marco de
la ventanilla, como un tierno fantasma que quisiese penetrar en el vagón y
sentarse a su lado, haciéndole compañía en este sombrío momento. Clara,
extendiendo sus manos con ramalazos de un calor pleno de ternura, deseosa de
ahuyentar para siempre esta devastadora languidez que le enturbiaba los
afectos.
Su rostro se acercó al suyo, y aunque
percibía el aroma de su piel, aún no conseguía discernir sus rasgos. Podría ser
ella, u otra cualquiera. Pero era Clara, no había ninguna duda. Su corazón se
lo afirmaba, más que su razón.
¿Razón? ¿Existía alguna clase de
racionalidad en este momento dentro suyo?
Su mano derecha se aferró aún más a las
solapas del abrigo, queriendo asirla, retenerla, abrazarla.
El calor se extendió por debajo de sus
axilas, rodeando su cuerpo, mientras una boca respiraba ansiosa sobre su
cuello. La calidez se desplazó hasta rodear sus muslos, mientras una leve pero
creciente excitación comenzaba a dominarlo. El frío que sintiera hasta entonces
parecía haberse extinguido.
Clara volvía a abrazarlo, a quererlo, a
darle más de su calor.
Entreabrió la boca, buscando robarle un
beso. Sus labios se encontraron con cierta torpeza, intercambiando sabrosas
humedades que ya parecían no recordarse. Su mano quiso desplazarse, pero sólo
consiguió aferrar apenas el hombro izquierdo, entrecerrando los párpados,
mientras un brazo virtual, luminoso y protector, se desplazaba sobre la
brillante piel de la espalda de Clara, y su boca se deshacía del encuentro
labial para recorrerle un hombro, inhalando ese perfume que tanto deseara y lo
embriagara durante días, semanas, meses.
Entonces descubrió, apenas registrando el
escaso contacto que tenía con la realidad que lo circundaba, que el duro
asiento del vagón había dado lugar a un mullido sillón de pana, iluminado por
una tibia lámpara de pie, que le recordaba una agradable y soleada tarde de
otoño. Clara se movía sobre sus muslos, sin dejar de adherirse contra su
cuerpo, con una indescriptible desnudez. Los besos recorrían infinitas
distancias, procedentes de un ayer tan maleable que muy pronto se convertía en
este presente, reactualizado, vívido, inmortal.
Los brazos de él la aferraron vigorosos,
rodeándole la espalda y la cintura, impidiendo que se aleje, provocando que
ambas caderas se refregaran entre sí, aumentando el imaginable caudal de excitación.
Clara gemía sobre su oído, suspiraba entrecortada, le mordisqueaba el lóbulo de
la oreja, al desplazar sus tibias manos por encima de sus tetillas, rozándolas
apenas con sus pezones al izarse y dejarse caer, volviendo a besarlo,
hundiéndole la lengua, cerrando ambas piernas para apretarlo cada vez más.
La excitación de él cobraba vigor muy
rápidamente, como hacía mucho tiempo no experimentaba. El frío lo había
abandonado. Volvía a sentirse amado, deseado, efecto que retribuía con ardor,
mientras el traqueteo del tren lo mecía a un lado y al otro, potenciando el
vaivén amoroso que le imprimía Clara con sus ondulantes arqueos, sinuosos
movimientos que alejaban de sí toda realidad.
Hasta que ya no pudo resistirse más y se
dejó ir, liberando sus recuerdos, abriendo los brazos para recibirla y
entregarle su savia, permitiendo un encuentro tantas veces negado, compartiendo
ese calor inenarrable que siempre deseara retener junto a su corazón. Y así la
recordó, sus rasgos afilados, los ojos claros, una nariz recta que prevalecía
sobre unos labios pequeños pero carnosos, las cejas oscuras y tupidas, la tensa
expresión orgásmica de un intenso amor que por siempre existiría dentro suyo.
Recordó la liviandad con que encaraba la
vida al estar junto a ella, la etérea sensación de volar sobre las calles y las
playas durante los extensos paseos que disfrutaran juntos, la trascendencia de
cada detalle hecho signo, el calor que le transmitiera su mirada durante tanto
tiempo, la consistencia de un vínculo que le otorgaba solidez e impedía que se
desmembrara en su propia confusión. Comprendió el estatuto que había adquirido
el peso de la propia angustia al estar alejado de ella, el horror que
experimentara cada noche que se acostara a solas en una cama absurdamente vacía,
con la noche por delante y el sueño resistente a abrazarlo, para conducirlo
dentro de ese mágico espacio que creaba cada noche para reencontrarlo con su
deseo. Supo que, al convertirse el amor en algo tan leve y el desamor en algo
tan pesado, aquello podía conducirlo a una locura tan adherente que jamás
conseguiría apartarse de ella, al menos mientras viviera, cargando con aquel
dolor hasta el final de sus días. Y el calor que recordara sobre este preciso
vagón de tren sólo sería un vano espejismo de los momentos idos, insustancial y
evanescente.
Se resistió a recordar más, a enfrentarse
con el dolor, a tolerar la realidad. La creciente sensación cobró una entidad
casi física a lo largo de todo su cuerpo. Entonces se dejó ir, llevado en
brazos por un orgasmo de raíces tanto físicas como mentales, arropado por una
tibieza solar que provenía de sus profundidades anímicas más entrañables,
abrazando a su propia Clara en un instante amoroso que él hubiera deseado no se
acabase nunca.
Así, mientras continuaba alejándose del
dolor de la ausencia, se dejó llevar por el traqueteo hasta la próxima
estación, rogando porque siempre existiese una estación más en su camino, y esa
extensa vía que lo conducía al recuerdo jamás tuviese un final.
*De Alberto
Di Matteo. licaldima@gmail.com
EL
ESPERADOR*
La habitación es pobre, por la ventana
entra una luz tamizada por una cortina con agujeros, que producen manchitas
irregulares de sol sobre el muro encalado. Una araña de patas largas y
cuerpecito minúsculo hace filigrana en el techo. Hay una cama, un escritorio
sencillo de madera, una lámpara con el pie curvo, despintada como todo, apagada
a pesar de que el sol allá afuera está bien alto pero adentro es penumbra y
tristeza.
Revistas viejas apiladas, un ventilador de metal sobre una silla, un ropero al que las puertas no le cierran del todo.
Adivinamos un baño del otro lado de la
pared por el goteo lento pero continuo. Suponemos sin verlo que la tapa del
botón falta, y para realizar la descarga del inodoro habrá que tirar del
fierrito dentro del pozo rectangular abierto como una boca que ni llora ni ríe,
abierto el rectángulo como una boca asombrada, suspendida en un grito o quizás
inmóvil simplemente, esperando algún tipo de reparación.
Un hombre en camiseta sin mangas está
acodado en la mesa de la habitación. No hay relojes allí, sólo las manchitas de
luz que imperceptiblemente recorren las paredes y hacen de reloj de sol
indicando que el mundo transcurre allá afuera. El sol se mueve, las manchas
pasean lerdas por la pieza como constelaciones nocturnas de inmensidad y
lejanía, aquí nunca es de día ni de noche, nos decimos, no es un buen lugar
para cultivar vida.
Canta un pájaro, algún perro ha ladrado
confusamente en algún lugar. Les contestan. Otros pájaros se desgañitan en
respuesta, otros perros emiten sus voces destempladas comentando lo que dijo el
congénere.
El hombre no se ha movido. Vemos que hay
una pavita abollada, un calentador, un mate de madera recubierto en aluminio,
una lata de yerba ennegrecida. Otra lata suponemos que contiene galletas, pero
no la ha abierto.
El hombre está encorvado, los brazos sobre
la mesa y la cabeza con pocos cabellos obstinadamente fijada hacia adelante. Le
corre una gota de sudor temblorosa desde la axila. Anacrónicamente, una
pantalla de ordenador le ilumina los ojos. Habríamos creído que un lápiz de
madera y una hoja rayada serían más convenientes, pero la notebook delante de
su rostro está tan deslucida como el resto de las cosas, polvo entre las
teclas, la pantalla sucia y en una esquina del aparato una cinta aisladora
remendando una quebradura.
Escribe con dedos pálidos "resido en
Baudrix", y en el ordenador que desmaterializa el ser y lo transforma en
unos cuantos caracteres viajando por el globo, se transforma en una frase
maravillosa, él se transforma en un hombre misterioso y fascinante. Baudrix.
Una mujer se imagina un caballero hermoso y distinguido en una casa de tejas
negras en medio de un jardín con una fuente. Otra mujer se dice
"Baudrix" y aparece un muchacho lánguido de nariz recta sentado en el
pretil de un puente de piedra sombreado por altos pinos. "Baudrix" se
dice otra, y evoca prados verdes y quizás robles, y quizás a lo lejos la aguja
del campanario de una capilla medieval.
"Baudrix" ha dicho ella. Y
sonríe, y piensa en el hombre en camiseta, en la cama de hierro, en la uña del dedo
gordo del pie derecho que le rompe las zapatillas de lona. Piensa en los
cabellos ralos, las mejillas mal afeitadas. Recuerda la mujer la cortina con
agujeritos, el comedor con los muebles de la abuela, el patio de baldosas desparejas.
"Escribe él, aquí, en Baudrix",
se dice la mujer. "Y está solo, y espera" se dice. Espera, aunque en
la estación ya no arribarán más trenes. Lanza sus botellas, él, y todavía.
Espera. Se dice la mujer.
El timbre no funciona. Unos nudillos
golpean la puerta.
El hombre se pone una camisa de mangas
cortas sobre la camiseta, se calza las chinelas y gira el picaporte de su
puerta.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
KronoX*
Las generaciones futuras no recordarán mi
nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del
tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto.
Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del
tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca
los hechos. Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.
Mi pretensión, en pocas palabras, era crear
un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo
virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa
maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una ecuación
irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto
creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la
desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa.
Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una
indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un
único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.
Al día siguiente, sin embargo, no me atreví
a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era
capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise
pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente
arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El
desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego,
pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me
dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e
irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo
más para implicarse en la invención de mi máquina).
Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.
Comento ahora otro punto sobre el que
medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los
inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso
detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya
nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es
impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en
Hiroshima.
Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de
caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de
alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas
cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo
logré.
Antes de continuar escribiendo este relato
de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de
la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción…
Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala
conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración
sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón
o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.
Voy pues, a los hechos: El día señalado
llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el
casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.
Ese instante se eternizó. Cerré los ojos,
asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas
posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli.
Respiré hondo y abrí los ojos.
Había funcionado.
Estaba en el lugar y tiempo programados.
Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado
una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi
taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había
previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó
extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún material
sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los
diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre
la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué
podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de
estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de
ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto
instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos.
Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba,
había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio)
y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la
sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya
conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el
día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después
de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente
feliz, decidí regresar (por así decirlo).
Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la
nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo.
Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la
otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición
ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo
removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del
momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que
jamás había visitado.
Repetí el experimento varias veces, siempre satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente, extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.
Yo esperaba que, al irme alejando en el
tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en
muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no
del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares,
irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas
descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era
como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy
corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la
recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.
Una tarde de 1876 me encontré paseando por
Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí.
También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas
anteriores a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por
el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún
puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi
ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China
anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de
que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero
era feliz.
Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al
menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer,
distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el
sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos de
otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.
Entonces recordé –cegado por la euforia,
había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó
a emprender este proyecto.
Los hechos capitales en la vida de todo ser
humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la
pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el
hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación
José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era
invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si
invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser
de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro
años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y
también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como
un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido
más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.
Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la
locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado.
Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo.
Ese fue, es preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al
confesarlo-, el único objetivo de mi invención.
Al pensar con espíritu crítico en ese
olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese
olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje
importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes
deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba
otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión
de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese
invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra
año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí,
esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña,
sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.
La partida de Natalia fue más dolorosa
porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé
entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente
porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que
todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado
y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver.
Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos
que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado.
Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.
Había llegado, pues, el momento: Con
ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé
el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.
Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo
–en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella,
pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente
borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que
entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se
apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con
el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí,
dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico.
Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno,
a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías,
iniciando el viaje sin retorno.
El dolor por esa separación multiplicada,
no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había
leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo
había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.
El primer indicio me causó perplejidad. Fue
en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se
posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado
por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores
mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención.
No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba
de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque
fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo,
para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor
explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese
algo que ver con tal misterio.
Unos días más tarde, escuché una
conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era
imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión.
Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos
dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció
relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas
con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres.
Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto
desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago
se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.
El hecho definitivo, el que me abocó a esta
sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número
de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió
que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a
uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma
voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio
de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie
así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni
siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron.
En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia
del operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o
vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero
de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no
era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era
igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi
cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.
Salí a la calle, poseído por la fiebre. A
causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba
en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular
las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio
un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban
Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí
la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta
caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.
Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas,
sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En
algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para
volverme loco. Llegué a casa - ¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?
- y me dejé caer en el sofá.
La frontera entre el mundo virtual y el
llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos
sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por así
llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo
real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada
recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos
vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me
pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía
sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.
Desde entonces –y ahora la palabra entonces
ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa
escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada
ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que
hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño
su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún
posible, sueño ese tren partiendo sin ella…
Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a
suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de
quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo?
¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas
líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de
alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin
respuesta?
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
PARE
DE SUFRIR*
La foto de los galpones sin techo, donde se
guardaban locomotoras.
Fotografía de la remota época donde el
humo, las neblinas y los tonos de gris en las películas se llevaban de la mano.
Como su padre que lo llevaba de la mano con
el cigarrillo colgando de la boca, mientras se tomaba un descanso de su mundo
de trabajo donde casi todo era un “hacer” concreto.
Entonces el hombre volvió a ver otras fotos
de su padre, el cigarrillo colgante, esa fuerza de lucha que parecía imposible
de doblegar aún por el tiempo, ese gigante. En ese día que era el del
cumpleaños de su padre siguió pensando en esa época de la sociedad del humo,
donde en las fábricas se trabajaba. Donde el trabajo era tan visible como el
hollín en la ropa de los trabajadores. Usando esa vaga excusa para seguir con
su mente apresada por la feroz melancolía, el hombre se subió al tren con
destino a José Ramón Sojo. Sentía la vocación del paleontólogo que quiere
reconstruir al dinosaurio a partir de unos huesos enterrados. Quiso entonces
imaginar al ferrocarril y quizás al mundo de su padre y de muchos hombres como
su padre, desde ese edificio que en la foto son paredes sin techo, con cardos y
pastos crecidos en su interior donde antes descansaban las bestias negras de
panza de fuego que vio pasar en su infancia.
Como cualquier otro, el hombre teme a la
frustración y más aún al desencanto. Teme que ni siquiera eso exista, que la
ceremonia inconsciente que lo motiva ni siquiera pueda concretarse. Arrastra
demasiados caminos equivocados, y una edad en que la ilusión ya no lo lleva,
como acaso antes ocurrió, todos los días a deseos posibles.
Él sabe que los días de lluvia son sus días
libres, para viajar o para intentar alguna aventura como la de aquel día,
visitar un galpón abandonado en un lugar donde años antes de la vuelta del tren
sólo había campos, "población rural dispersa" según leyó en el último
censo.
Al menos, aunque no lograse realizar su trabajo de resucitador de pasados fabriles, si la tormenta no amainaba, el hombre esperaba al menos encontrar un bar en la estación para hacer notas en su cuaderno de andanzas.
El tren y el viaje son un modo de suspender
algo y entregarse al azar del destino.
Hay cosas muy locas, piensa, mientras anota
en su cuaderno la pintada sobre la pared blanca que lee con la mirada virgen
del recién llegado al bajar del tren:
"No dejes que tu
vida la maneje un robot."
Decidió bajar del tren, a pesar de la
decepción de hallar un andén devastado por una vejez que no distorsionaba ni la
cortina de lluvia de esa tarde de abril. Con lentitud el hombre siguió
caminando bajo la lluvia en un sendero asediado por el barro y el pastizal.
“Estos tipos al menos podrían haber
construido una vereda desde la estación”, pensó, “o quizás es a propósito, no
les interesa”
Pensó que, si hubiera sabido que estaría
caminando bajo la lluvia, solo, en un sendero donde iba embarrando los zapatos,
si lo hubiese sabido de antemano, quizás hubiera seguido arriba del tren hasta
un pueblo amable, que al menos tuviera un bar para tomar un café protegido de
la lluvia, y donde pudiese intentar escribir algún título (al hombre sólo le
salen títulos, los escritos nunca los logra)
Al final del sendero hay una edificación.
Hay un portal de entrada con grandes carteles, y una garita donde una especie
de portero o vigilante le hace señas de que pase, que vaya hacia el interior, que
las visitas son bienvenidas.
Ojalá fuera un museo ferroviario, se dice
el hombre, pero es un templo de alguna forma de esas modernas religiones que
intentan reemplazar a las antiguas.
Hay una consigna que se lee a poco de
entrar, en un cartel que se prende y apaga en múltiples lucecitas de colores
como las de los bingos:
"NUESTRO DIOS NO
CASTIGA, SÓLO LIBERA"
Y más abajo, en letras luminosas algo más
pequeñas: "Todos son bienvenidos"
En la gran nave silenciosa ve a un pastor
electrónico parado detrás de un atril, con un dispositivo para comenzar en el
momento justo en que ingresen fieles. El buen robot de aspecto humanoide
comenzó a darle palabras de bienvenida al percibir su presencia. El hombre no
quiso oírlo y se hubiese ido en ese momento, si no fuera por la curiosidad de
observar que hay filas de bancos provistos con anteojos de realidad virtual
para cada fiel que se siente allí. Frente a la línea de bancos también se
despliegan tableros verticales con botones que dan opciones para elegir
diferentes tipos de sermón del robot pastor:
La misión universal del señor.
Sanación angelical.
Oraciones a los 7 arcángeles.
(Y otros a los que el hombre elige negarles
el acento de una mirada)
En un lateral, por encima de ornamentos e
imágenes sagradas hay un cartel que advierte: absolutamente prohibido fumar en
el interior del templo.
Ahora si siente, sin tener claro un por
qué, cómo se derrumba en su interior la edad del humo. Siente de súbito cómo
caen las chimeneas, desaparece el hollín, se precipita el cigarrillo colgado de
la comisura de la boca de su padre mientras no para de trabajar. Es el fin de
este lugar que nunca más tendrá vaporeras. El símbolo que anuncia la muerte de
la época en que el hombre nació y creció.
Lo único humano era el portero de la
entrada grande que saludaba en su garita, y ese hombre está tan solo, que por
hablar un poco y sin que le pregunte, dice que un pastor emprendedor construyó
el templo con dinero llegado desde otro país. Los fieles vienen de todas partes
y a cualquier hora, pero hay horarios de reuniones que usted puede ver en la
tablet. El portero despliega en su ordenador portátil la grilla de horarios y
descripción de eventos, entre los que el hombre puede leer:
-Reunión de casos imposibles: Todos los
sábados a las 18 horas.
Ahora el hombre puede levantar la mirada.
Terminar de aceptar lo que leyó en el gran cartel del pórtico de entrada a la
nave del antiguo galpón de locomotoras devenido en iglesia robótica: "Pare
de sufrir en José Ramón Sojo"
*De Eduardo
Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial.
-Próxima estación:
ESTACIÓN FUNKE.
LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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