*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com
*
Cuántos tenemos
todavía
expuesta la costura.
El tajo que no cierra
todavía
y con mano torpe
reparamos
para poder seguir.
Cuántos de nosotros
sangramos,
todavía
cuando el hilo se
corta y nos descubre
rotos
huerfanitos lisiados
de la felicidad
todavía
tan humanos.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell.
-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú,
2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016).
Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).
El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).
MADURA, (Editorial Sudestada 2021)
Quiero sacar la cabeza
por la ventanilla de tu coche.
(Halley
ediciones 2022)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
INSOMNIO*
En mi ojo ciego
veo sangrar los crepúsculos
sobre árboles desnudos,
imagino que los Dioses han muerto
desde que flamea un fragmento de mi piel
al aire frío
como prueba de existencia.
No sé si te has enterado que la última
estrella
se ahogó en el mar,
y se ve triste tu sonrisa
entre bestial y cómica.
Nadie es cómplice del tiempo
cuando éste seduce
las agujas del reloj
durante el insomnio.
La creación de los sueños
en ojos cerrados
no significan recuerdos.
A veces, sólo a veces
evoco tu nombre,
cerca de mí navegan
mis sombras
divididas en mil sombras
que el ojo ciego
catan sin premura
en sabores dulces y amargos.
instantáneas al fin en blanco y negro
borroneadas en algunas partes
y en otras invisibles.
No puedo memorar si alguna vez
amé tus ojos verdes,
aunque aún puedo ver en tus pupilas
el purpúreo del ocaso
de tu última entrega.
Lejos se oye el silbar del viento,
y quiero correr tras sus alas
subir a sus plumas frías,
y escribir los poemas
que jamás hice por vos.
*De Patricia
Dajruch.
*
Qué tal si tu tetera
fuera
un mar,
tu taza un barco
y este poco de tiempo
que hemos atrapado
un pez
que en nuestras
quietas aguas,
libre y olvidado,
nada.
*De Gerardo
Lewin. gerardo.lewin@gmail.com
(Buenos Aires, 1955)
El
peine de Nino*
En memoria de Nino Popovich
El hijo de Nino encuentra en el altillo de
la vieja casa paterna, el peine
de su madre.
El vapor del baño, envuelve la escena en
una especie de bruma,
cuando el hijo arregla su cabello frente al
espejo, éste le devuelve la
imagen de su madre, que dice:
“Hijo, la vida es una
aventura, tal vez un viaje sin sentido o una broma
yo que vos me haría
menos problema.”
Cuando cambia su mirada al otro espejo, la
voz de Nino se interrumpe
el vapor se disipa y con él la imagen de su
madre.
Solo queda el peine, el pensamiento en ella
y una sonrisa triste
y melancólica.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
Viajero*
Vengo de un lugar en el cual hubo cada cosa
y nada estaba. Ocurrió el deja vu del
nacimiento
y fue volver a nombrar las evidencias:
ese el pájaro, esa la flor, esos los otros.
Esto la brisa, aquello el miedo,
y después el fuego del deseo
y el estropicio que dejan los incendios.
La rotación, los equinoccios, los ciclos
de las muertes y las resurrecciones.
Para la sed el agua de los ríos, y la sal y
la bravura de los mares para templarse,
aburrirse en los oasis siempre parecidos,
y la pena de no congeniar las soledades,
y el exilio atemporal de los desiertos
para las decepciones y el cansancio.
Este es el lugar en que se encuentra sin
buscar
y las catástrofes acuden sin llamarlas,
y se pierde cada guerra y la memoria,
para volver al lugar donde estará todo
y no habrá nada. No llevaré ni el nombre
que me fue impuesto ni las palabras
de este breve tiempo hipotecado.
*De Horacio
Martín Rodio. horaciorodio@hotmail.com
-Horacio
Rodio es autor de los libros “Palabras
de piedra” Ediciones Baobab. Argentina. 1999 / “Media baja” Ediciones Dunken. Argentina. 2012 / “La insistencia de la desdicha”
Editorial Ruinas Circulares 2018 / “El
cinturón de Orión” Poesía. Ediciones
Las Flores Argentina 2022 / “Ausencia y
Error” Novela (Aparece en octubre 2023) Avant Editorial. Madrid. España.
2023
- Autor del libro de poesía “El libro de Hopper” Pierre Turcotte
Editor. Quebec. Canadá. 2023 / Autor de la novela “Una sed extraña” La voltereta Almería España 2023
- Primer premio IV concurso “Traspasando
fronteras” Universidad de Almería España 2009 - Primer Premio Cuento Concurso
“Villa de Errenteria” España. 2013 - Primer Premio Cuento Ciudad de Azul
Argentina 2013 - Segundo Premio Municipal CABA Eduardo Mallea CABA Argentina.
Bienio 2011/2013 - Primer premio Cuento Floreal Gorini, C.C.C. Argentina 2015 -
Mención Cuento Premio Julio Cortázar La Habana Cuba 2015 - Primer Premio Poesía
Ciudad de Azul 2015 - Única mención de Honor IV Premio Internacional de Novela
Héctor Rojas Herazo 2020. Colombia. -Primer premio de cuento Fundación Gabriel
García Márquez. Colombia 2021.- Primer premio libro de poesía. XV Concurso
Nacional Adolfo Bioy Casares. Argentina. 2022
Noche
sin nada*
Nada para esta noche, dije,
En esta irrealidad.
Nada para esta noche,
el silencio será poblado por abismos que
empezarán a resplandecer,
alguno tendrá el universo herido en su
costado, un gato sin forma cruzará una terraza fantasma,
habrá olor a plantas mojadas, desaparecerá
el dolor como titular de un diario,
Nada para esta noche: se abrirán las
puertas de cada ojo y ya no habrá la carcajada breve y seca del poder.
Nada para esta noche:
la caricia no será forma de la impiedad,
cerrarán las puertas de la iglesia y los
curas irán a dormir sobre las ramas de los árboles.
Nada para esta noche
el cuarto
vacío.
Mientras todo se vuelve
inexistente.
*De Liliana
Díaz Mindurry.
lidimienator@gmail.com
*
Una voz brama al sol.
Lo baja a la escalera
de la vida
y éste
se trepa en el corazón
de los seres.
Eres un sol y no lo
sabes
*De Oscar
A. Agú.
EL
LIBRE ALBEDRÍO Y LOS CABLES*
Hace mucho tiempo que un cable de teléfono
que cruzaba el patio ya no está. Lo habían colocado así, aéreo, y en diagonal
dividía nuestro pequeño cielo. Ahora se ha subordinado a las rectas ortogonales
que delimitan las casas linderas, y ha sido adiestrado para no separarse de los
muros.
Sin embargo, el cable línea negra, trazo de
pincel de fileteador, sigue allí. No se ha perdido ni ha sido velado por las
oscuridades de la memoria.
En los tiempos en que todavía cercenaba el
celeste día o el azul noche, los aviones seguían su dibujo oblicuo en perfecta
paralela. Las distancias serían divergentes, pero a nuestros ojos los aviones
corrían sobre la cuerda como los payasos montando sus bicicletas bufas en la
altura vertiginosa de los circos.
Los aviones, ahora que el cable ya no está,
siguen, sin embargo, obedeciendo al designio de trazar la recta invisible, y
corren sobre el riel de nubes y rayos de luna.
El cable ya no está. Lo reinstala cada
máquina plateada que se enrojece en la última luz de los atardeceres.
Pregunta mi madre que cómo recuerdan los
pilotos por adónde pasaba el cable. Es una broma, claro. Pero, para nosotras,
es más real el cable hilado de recuerdo y pájaro posado que esas flechas
brillantes allá arriba, tan lejos. Las flechas brillantes, al fin y al cabo,
responden al mandato de continuar transitando por el sedero invisible. Siendo
tan ancho, tan vasto, el cielo.
Escucho una campanilla y me brinca el
corazón, se detiene un momento en mi pecho. La campana de la abuela que hacía
sonar cuando todavía no había muerto, y el sonido de campanilla era el apuro de
llegar al lecho.
Campanilla en la quietud del día, agitación
y desasosiego. Pero ya, hace tiempo, la abuela ha muerto.
Paso por la boca del pasillo, allá en el
fondo, mi rostro en el espejo.
Me sobresalta mi rostro en el espejo. Mi
madre lo había quitado y lo ha vuelto a colgar. Me asusta esa figura que me
mira, tan parecida a la imagen que de mi tengo, siempre mirándome de frente. No
debía estar allí esa mujer sobresaltada.
No digo ciertas palabras, hay cosas de las
que no quiero hablar. Mi padre ya no está. Pero no digo ciertas palabras aquí,
no hablo de ciertas cosas.
Cables, cables. No los ven los demás.
Cables que están para uno, negros y gruesos. Caminamos en paralela a su
dirección exacta, hacemos diagonal para molestarlos, los negamos en zigzag.
Pero los vemos. Ahí están.
Nítidamente trazados los senderos cruzando
al través los huesos.
El avión sigue su camino, no lo sabe,
dibuja una línea que ya no está.
La crea. La resucita. Dibuja un recuerdo,
un mandato, dibuja sin saber el rostro de los antepasados, las tardes de
angustia, las niñeces de verano, el estornudo del rabino en la sinagoga que se
escuchaba en toda la cuadra, dibuja lo que hice, lo que no voy a hacer, lo que
hago por contrariar y mi, también, descrédito de lo que se puede nombrar como
destino.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
AHÍ VA MI PADRE*
Ahí va mi padre
silbando. Es primavera. No alcanza con el canto cíclico de los zorzales. Mi
padre se acompaña silbando. Es una melodía que alguna vez le escuche cantar en
italiano, habla del amor perdido de una napolitana. Para mí cada vez que lo
escuchaba silbar aquella melodía era como si hablara en él la tristeza que
tenía adentro.
Mi padre un hombre de
silencio. De pocas palabras, las justas y necesarias.
Ahora que volvió la
primavera los zorzales cantan un enamorado insomnio. Mi padre vuelve a caminar
a la madrugada hasta la avenida bajo estrellas o tempestad para ir a trabajar a
la fábrica. Esta sólo. Se acompaña silbando amor a una napolitana.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
La
Dama Verde*
Desde hace días
arde en mí
la Dama Verde.
Desde hace dos días
quiero escribir un poema
sobre ella.
Pero ¿qué podría decir?
Es alta y hermosa.
Un resplandor la ilumina
y también a todo cuanto le rodea.
El camino, la banquina,
los arbustos y las ramas
que cuelgan por encima,
están todos bañados
por una luz verde
cuando camina
desde la Casa Alta
a la gruta.
¿Quién es?
¿Qué significa?
Afuera,
en el jardín
el pasto y los árboles
recuperan su verdor.
*De Robert
Gurney.
-Poemas para Dylan-
*
Esa gente lluvia que
vive repartiéndose como si lloviera en los otros, que se entrega sin saber que
se entrega, a los que algunos mediocres llaman desvariados, esos seres frágiles
que tienen delicadas espesuras donde podemos descansar del mundo.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Oráculos*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Me leyeron las líneas de la mano en La
Plata. Los posos del café en Villa Mercedes. Una mujer sumamente vieja y
delgada, cuyos ojos refulgían como diminutos diamantes de fuego, me echó las
cartas en un oscuro tugurio de Buenos Aires.
Todas las predicciones auguraban lo mismo:
Debía ir a ese lugar. Tal coincidencia me alarmaba. Las razones nunca estaban
claras. Unos decían una cosa, otros, la contraria; los más, esgrimían la
consabida excusa de que la adivinación no es una ciencia exacta y de ese modo
eludían dar mayores explicaciones.
Les cuento lo más curioso: yo nunca creí en
esas patrañas. Fue una amiga quien me persuadió. ¿Qué mal podía hacerme?
-preguntó, con esa convicción inocente de la que sólo ellas son capaces. Así
pues, lo hice únicamente por complacerla (y de paso, me dije, tal vez ella,
alguna de estas noches...)
Si la primera adivina (su cuchitril era un
arquetipo de consulta esotérica engañabobos, con gigantescas cartas de tarot en
las paredes, a modo de cuadros, y una bola de cristal sobre un tapete de
terciopelo negro, colocado encima de la mesa hexagonal que ocupaba el centro de
la sala, sobre la cual había una lámpara de gran potencia. El resto del cuarto
estaba a media luz, para realzar el misterio, supuse) no hubiese mencionado el
nombre, la cosa hubiese terminado ahí. Un juego inocuo, una frivolidad más
entre tantas otras. Pero lo hizo. Y luego me miró, leyendo en mis ojos una
intranquilidad que le animó a seguir por ese camino. Cuando salimos (mi amiga
me acompañaba), mis comentarios acerca de esos lugares de adivinos y mi risa
forzada provocaron su curiosidad. Algo había sucedido allá adentro y ella era
consciente. Le conté lo sucedido (realmente no todo, sólo lo necesario. Tampoco
es cuestión de airear chismes de otro tiempo) y dije que sólo se trataba de una
casualidad, pero no quedó convencida. Propuso visitar otro sitio. Ella se
ocuparía. Conocía gente. Yo aparentaba estar tranquilo, pero algo había
permanecido dando vueltas en mi interior. Así que, entre risas, y sólo por
contentarla, volví a aceptar.
La segunda vez fue en Morón. A Rebeca (mi
amiga) le hablaron de un hombre anciano, recluido en una casa a las afueras y
cuyo contacto con el resto de los vecinos era muy escaso. Se dedicaba a algo
llamado libanomancia, un rito
mediante el cual se puede adivinar a través de la observación del humo. Jugar
con fuego no me atraía en absoluto, pero ya había dado mi consentimiento
previo, así que no fue posible echarse atrás. Fuimos hasta allí, vimos cómo el
viejo juntaba un montón de ramas secas y las encendía, sentándose luego junto a
la hoguera e invitándonos a imitarle. Mientras aguardábamos, él contemplaba el
humo, muy atento. Quizá para hacernos más llevadera la espera, nos estuvo
hablando de su especialidad (también llamada capnomancia o ignispecia)
y de los múltiples éxitos cosechados en más de cuarenta años de práctica. En un
momento dado, enmudeció, me miró con una expresión severa y nombró el sitio.
Después nos rogó que nos marchásemos. Dejé unos billetes sobre la mesa de la
cocina y salimos a la brisa del atardecer. Mi amiga callaba. Dos veces no podía
ser una mera coincidencia.
Pero si por un momento pensé que la cosa
iba a terminar ahí, no conocía bien a Rebeca. Unos días después se presentó en
mi casa, me obligó a vestirme con prisa, nos metimos en el auto y condujo hasta
Quilmes. Allí nos recibió Madame Cheirét (o Chouriet, o algo similar). Su
técnica era la fisiognomía. Esta
especialidad consiste, según me fue explicando Rebeca durante el viaje, en el
estudio de las cabezas y las caras. La mujer, ciertamente amable, me ofreció
asiento en una silla antigua. Después, se colocó frente a mí, en un sillón
situado sobre una especie de pequeña tarima, y se puso a mirarme con
insistencia y atención. De cuando en cuando, se levantaba y pasaba sus manos
por mi cabeza o mi rostro, como para comprobar la veracidad del testimonio ocular.
Me sentía terriblemente incómodo, pero Rebeca estaba radiante. Aguanté casi una
hora entera. Después, escuché la palabra que no deseaba (pero temía) oír,
pagué, nos despedimos. Regresamos a la ciudad.
“En Rosario hay un tipo que se dedica a la grafomancia”, dijo Rebeca por teléfono
dos días más tarde. “Mañana vamos”, contesté. Mientras yo trataba de fijar una
cita para esa misma tarde (cine, cena y unas copas cómplices), ella me
explicaba con detalle la “ciencia” en cuestión: Se trataba, según entendí, del
estudio de la escritura. Tamaño, forma, inclinación, todo eso. No hubo más
discusión. No oyó (u simuló no haber oído) mis razones, casi súplicas, para
vernos esa misma noche.
Al día siguiente viajamos hasta Rosario. En
tren. No me apetecía conducir tantas horas y, de paso, tenía la esperanza de
quedarnos allí a pasar la noche y, ¡quién sabe! El Doctor Morales –tal era el
nombre del grafomante- vestía una bata blanca cuando nos abrió la puerta de su
estudio, un lugar atiborrado de objetos de diversa índole, muchos de los cuales
desentonaban entre sí, dándole al lugar el aspecto de un trastero, un almacén
de antigüedades o la vivienda de un demente. De entrada, me incliné por esta
última posibilidad. El tipo nos condujo, a través de aves disecadas, aparatos
de radio estropeados y muebles con irreparables desperfectos, hasta su
despacho, no muy diferente, en realidad, de lo que habíamos dejado atrás, salvo
por la luz, más nítida.
Me sentó a una mesa –previo desalojo del
montón de objetos amontonados sin orden sobre ella- y me conminó a escribir.
“Cualquier cosa”, dijo. “Da lo mismo si es una idea, unos versos de Dante o una
colección de chistes sobre gallegos. Usted escriba. Para ponérselo más fácil,
esperaremos aquí al lado. Cuatro o cinco folios bastarán. Lo dejo a su
elección”. Después de proveerme de unas cuantas hojas de papel en blanco,
lapiceros y una botella de agua, el doctor desapareció con Rebeca por una
puerta diferente a la utilizada para entrar. Sospeché que conducía a la casa, a
sus habitaciones. Sentí una cruel punzada de celos, cuyo aguijonazo aplaqué
escribiendo casi furiosamente.
No me seducía la idea de dejar allí
constancia de mis ideas, así que recurrí a los clásicos. Recordaba pasajes del
Decamerón, del Quijote, de La Ilíada. También el cuento Ante la Ley, de Kafka.
La rememoración de esos textos, leídos tantas veces en la soledad de mi cuarto,
me sirvió para olvidar dónde estaba y qué estaba haciendo –y, sobre todo, el
temor infundado de que, en ese mismo momento, el supuesto doctor y mi adorable
Rebeca estuvieran demasiado juntos-. En el cuarto folio redacté dos sonetos de
Borges y el quinto lo usé para reproducir El espejo que huye, relato de
Giovanni Papini. Sin omitir una coma. Lo conocía de memoria.
Tardaron más de hora y media en regresar.
Para entonces ya había usado otros tres folios, dejando en ellos fragmentos
dispersos de Lugones, Poe, Chéjov y Pablo Neruda, el poeta con mayúsculas, como
le llamaba cariñosamente uno de mis alumnos. Morales tomó asiento frente a mí y
se abismó en la lectura de mis garabatos. Mi amiga se colocó justo detrás de
él, leyendo por encima de su hombro. Yo la miraba con amargura y también un
poco de ira, pero ella no me prestaba atención, concentrada como estaba en la contemplación
de los folios escritos. Deseé estar lejos. Aunque fuera en ese lugar al que
todas las señales parecían ligar mi futuro. El “doctor” tomaba notas, subrayaba
algunas palabras, hacía círculos rojos alrededor de párrafos enteros. Yo
esperaba el veredicto sin interés. La voz de Morales pronunció el nombre como
una sentencia. Al oírlo, el rostro de Rebeca resplandeció, o eso creí ver. Fue
sólo un chispazo, pero esa sonrisa borró de un plumazo mi malhumor. Caminamos
charlando hasta un hotel. El conserje nos recibió con suma amabilidad. Hubo
suerte (sin duda apoyada por el billete que deslicé con disimulo sobre el
mostrador de recepción): Había, en efecto, dos habitaciones contiguas con
puerta de comunicación interior.
En la cena me mostré encantador, conseguí
que Rebeca tomase un par de copas de champán tras el postre, le prometí un
nuevo viaje para la semana próxima: iríamos a ver al siguiente de su lista (a
esa altura ya había confeccionado una vasta nómina de “especialistas” en
asuntos esotéricos), pero la puerta de comunicación permaneció cerrada toda la
noche. No dormí bien. En la madrugada, creí oír un ruido. Fui hasta la puerta
con la esperanza de que ella, por fin… Traté de girar el pomo con precaución,
mas no se movió ni un milímetro. Decepcionado y triste, volví a la cama y caí
en un sueño entrecortado, repleto de imágenes tenebrosas. En medio de dos
pesadillas, me juré terminar con todo aquello de inmediato.
En el desayuno, Rebeca me anunció que debía
permanecer en la ciudad un par de días, trámites burocráticos para su madre,
quien no andaba bien de salud. El viaje de vuelta fue una tortura. Me encerré
en casa y juré no volver a salir en mi vida. Leí furiosamente, escuché música a
un volumen que mis vecinos seguramente juzgaron excesivo, jugué al ajedrez
contra un rival imaginario, ordené toda mi colección de sellos antiguos. No
habían pasado tres días cuando Rebeca se presentó en mi puerta, se declaró
asustada ante mi aspecto, me obligó a tomar una ducha, afeitarme, vestirme
“decentemente” y acompañarla a un sitio. “Es una sorpresa” dijo. Esa energía
suya siempre me desarma, así que obedecí. Sin la menor objeción.
Todos padecemos adicciones. Sean graves o
insignificantes, nos acompañan a lo largo de nuestra vida y, a veces, ni las
percibimos. Puede ser el alcohol, las drogas, el sexo, el ego –la más común y
menos diagnosticada-, el chocolate o las bebidas dulces. En esa ocasión,
mientras íbamos hacia Trelew, para visitar a un experto en ornitomancia (observación de las aves), descubrí que la adicción de
Rebeca eran los gabinetes esotéricos. Y me arrastraba tras ella como a un
perrito, con la excusa de hacerme un favor: era yo quien necesitaba “consejo
espiritual”. El asunto resultaba muy extraño –no voy a negar lo evidente-, y mi
curiosidad crecía con cada nueva respuesta afirmativa. Pero ¿quién necesita
conocer el futuro? Bastante tenemos con soportar el peso del pasado y vivir lo
mejor posible el presente.
En Corrientes fue la enomancia (lectura de símbolos en el vino).
En Mendoza la numerología.
En Luján, la sicomancia, que utiliza hojas.
Fueron semanas de viajes, escenas sacadas
de películas en blanco y negro, habitaciones contiguas pero siempre separadas y
esperanzas renovadas por la mañana, que veía arder cada noche en el fuego
glacial de la soledad. La boca de Rebeca era una promesa eternamente pospuesta.
Y el dinero empezaba a menguar de forma alarmante.
En Bahía Blanca, botanomancia (como se deduce del nombre, usa las plantas).
Xilomancia (madera) en Paraná.
Aluromancia (adivinación practicada con harina) en
Junín.
Se ha dicho que la locura es hacer siempre
lo mismo esperando un resultado distinto. Nosotros hacíamos justo lo contrario:
Probar diferentes medios y obtener un mismo resultado. Llegó un momento en que
ya parecía imposible la existencia de otra respuesta. Si eso hubiera sucedido,
si se hubiese producido un cambio, tanto Rebeca como yo nos hubiéramos quedado
atónitos y, con seguridad, hubiésemos pedido la repetición de la prueba.
Bibliomancia en Córdoba (El libro utilizado fue La Eneida,
de Virgilio. Así solían hacerlo, se nos explicó, los romanos).
En Catamarca, ceromancia (se usa la cera de una vela).
Si al principio nos guiaba la búsqueda de
una comprobación, ahora era más bien la esperanza del error: que en una de esas
gravosas visitas, alguien pronunciase otro nombre, abriendo así una ventana a
otra realidad, un agujerito minúsculo por el cual escapar de esta condena que
se cernía, implacable, sobre mí.
Aeromancia (observación de los fenómenos
atmosféricos) en Salta.
Tarot en Resistencia.
Al borde de la extenuación y la ruina,
Rebeca insinuó una última posibilidad: En un lugar llamado La Serena, en Chile,
existía un viejo cuya habilidad consistía en interpretar los signos de la
arena. Tras dos horas caminando por la playa, agachándose de cuando en cuando
para observar algún dibujo más de cerca, el anciano meneó la cabeza: Su
dictamen fue implacable.
Era el último viaje. O más bien el
penúltimo. Faltaba uno, naturalmente. Yo ya no tenía ni para gasolina. A la
vuelta, vendí el auto y fui a la estación. Saqué dos pasajes para Ingeniero
Williams y llamé a Rebeca, pero no obtuve respuesta. Dos días estuve
telefoneando sin resultado. Fui a su casa, pero la portera sólo me informó,
secamente, de su ausencia y no condescendió a dar más explicación. Me miraba
con desconfianza. Pensé en contactar con la policía y denunciar su
desaparición, pero algo me urgía más: Terminar con eso que me estaba calcinando
por dentro. A la mañana siguiente, tomé el tren hacia Ingeniero Williams.
Hice la mayor parte del viaje dormido. O
abstraído. Al llegar, bajé del vagón con un sentimiento de derrota en mi ánimo.
Como si los fantasmas del pasado me hubiesen obligado a regresar. “¿Y ahora?”,
me pregunté. En la estación no parecía haber nadie más, lo cual me contrarió,
porque charlar dos minutos con el encargado o un viajero cualquiera, me hubiera
servido para serenarme. Para sentir el suelo bajo mis pies.
Me senté en un banco, al sol. Recordé, como
había venido haciendo durante esas últimas semanas, las escenas de veinte años
atrás. Quise razonar que tal vez este regreso era mi expiación. Sin duda, no
estaba preparado para lo que ocurrió a continuación.
De un rincón en penumbra, a mi derecha, a
unos diez u once metros, surgió una voz que no pude dejar de reconocer.
- Te estaba esperando.
Pensé que se trataba de un espectro, pero
el contorno del hombre de quien provenía el sonido parecía muy sólido. No podía
verle el rostro (¿era realmente necesario?). Sólo el gabán, el sombrero, los
zapatos. Las manos enguantadas.
- Te creía muerto – respondí, con un aplomo
que no hubiera supuesto.
- He esperado mucho tiempo –dijo, como si
no me hubiera oído.
- Veinte años – susurré.
- Veinte años – repitió él, como un eco
acusador.
Podría excusarme alegando que lo ocurrido
entonces fue accidental. Que yo no pretendía su ruina ni seducir a su mujer. Y
mucho menos hacerle daño a él, a quien consideraba un buen amigo. Simplemente
ocurrió así. Sólo defendía mis intereses. Eran las reglas. Pero incluso a mí,
tras tanto tiempo, todo eso me sonaba a palabrería sin sentido. Había llegado
la hora de la venganza y yo estaba dispuesto a dejarme matar sin una sola
queja. Me parecía justo.
Fue entonces cuando percibí el perfume.
Miré hacia el rincón. Tras la sombra del hombre, había otra, más pequeña, casi
imposible de ver desde la zona soleada donde yo me encontraba. Y lo comprendí
todo. Sin decir palabra, fijé la vista en el suelo, ante mí. Otro tren acababa
de llegar. Iba en dirección contraria. Nadie bajó. Oí pasos a la derecha.
Cuando miré, en el rincón no había nadie. Por un instante, aún tuve la
esperanza de haber sufrido una alucinación provocada por el sol. Pero al volver
la vista pude ver, como en un destello, un abrigo de mujer desapareciendo en el
interior del vagón. La puerta se cerró y el tren echó a rodar sobre las vías.
La estación quedó desierta. Pronto, el sol se pondría y la noche austral lo
invadiría todo.
-Próxima estación:
LOS
EUCALIPTOS.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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