*Foto de Paula Novoa.
*
Qué esperaste de la
vida
qué quisiste atrapar
con la punta de los dedos
luciérnagas levísimas
de oro
mariposas de suave purpurina
qué esperaste al
temblar
de pie
qué ilusión te
conmovió los sueños
qué deseo de lento
frenesí
te recorrió la
espalda
En qué esquina giraste
y los
perdiste?
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell.
-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú,
2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016).
Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).
El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).
MADURA, (Editorial Sudestada 2021)
Quiero sacar la cabeza
por la ventanilla de tu coche.
(Halley
ediciones 2022)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
SABIDURÍA*
Edipo se acercó a la
Esfinge.
La Esfinge era hermosa
y distante.
Simétrico rostro de mujer, bellísimo busto,
grácil cuerpo sedente de animal de presa. Patas delanteras extendidas, laxas;
patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre en quietud. Ni
dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra soberanía
controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.
Frágil solidez de quien no puede darse ni
al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la
mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le
fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de
destruirnos.
La Esfinge proferiría su enigma, su
pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de
entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía. Había realizado su jornada
para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba.
Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la
silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de la Esfinge eran espejos de
cristal de roca.
Edipo recibió el peso del temor a la propia
ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser
maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como
inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona
frente a la evidente solidez de la criatura.
Este inabarcable ser semejaba conocer los
secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge ejerció la veladura del
silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge, inmóvil como los dioses frente
a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una
máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra
cosa que un oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo
pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro. La Esfinge nada
sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción pero
negada para el acto generoso de crear.
Su majestad no le permitía dudas o inaceptables
cuestionamientos.
Estaba condenada a las sentencias y a la
brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en
la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el
hallazgo de la imperfección.
La belleza exacta no se arriesga a mostrar
el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra
conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.
Edipo, que viendo a la Esfinge veía los
ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo
frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e
infalible.
Antes de que la desmesurada voz declamase
el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba, quizás, de su cercana desaparición.
Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su persona
imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.
Pensó que sería un honor alimentar al
prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida
fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante se demoró la Esfinge en
plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no
desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de
Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su
derrota.
No era el enigma un cofre inviolable. Edipo
halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también,
pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.
Y se alejó luego de contemplar cómo se
despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de
despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación
de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las estatuas".
Lo olvidó luego, como a todos los
alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
MI BRAZO EN ELEGANTE
POSICIÓN*
Sentada frente a mi mesa
me descubrí de pronto
con el brazo izquierdo
en elegante posición
extendido y apoyado
sobre el respaldo de una silla,
con la otra mano, elevé la taza de té
y la traje hasta mi boca.
En ese gesto me descubrí
soberbia
displicente
mi mirada perdida en el pequeño patio
atravesó el ventanal,
un gesto distinguido, dije
como si yo fuese otra
como si no estuviera trepándome por este
siglo
que ya ha mostrado todas sus hilachas
como
si el tiempo se replegara hacia el origen
y otra mujer me hubiese prestado por un
rato su cuerpo
como si estuviera lista para una cita de
amor
como si regresara de una cita de amor
como nadie que conozca en realidad
como si mis ojos hubieran escapado de mí
y me observaran
yo misma
definida por el movimiento de un brazo
que lánguidamente se apoyó sobre el
respaldo de una silla
como si en ese patio
contemplara el estallido de un incendio
forestal
y no me importara en lo más mínimo
como
si fuese tragada por ese fuego
y tampoco me importara.
*De Irma
Verolín. irmaverolin@hotmail.com
RITO
DE PASO *
*De Alejandro
Badillo.
I
Miro la carretera. Desde hace varios
minutos no pasan autos. Algunos matorrales espinosos en las orillas. Bajo las
botas, el asfalto, un caldero. Después de caminar un rato el mundo se vuelve
amarillo y el cuerpo, como vela, se consume. No sé cuánto tiempo llevo
caminando. En mi cabeza sólo hay fragmentos: la sombra de un árbol, la tormenta
de luz que evade las cortinas, los zapatos a un lado de la cama. El alboroto
del polvo alrededor de la casa. La hojarasca. Siento el peso de mis manos. En
la mañana las miré, pálidas y flacas. Las llevé a la luz. Ahora cuelgan a los
lados, como ramas secas. Ayer soñé que caminaba en la carretera. Soñé que sus
orillas estaban sembradas con perros muertos. Todos amarillos, como flores.
Miraba con interés los carcomidos huesos. Moscas buscaban guaridas en ellos;
las habilidosas hacían fiesta con sus aleteos. La imagen de los esqueletos me
despertó. Medio ahogado por el sudor me levanté de la cama. La madrugada aún
pesaba en el cuarto. Pensé que, en medio del llano, la soledad me estaba
cambiando. Como suave veneno. Como un secreto guardado largo tiempo. Apenas amaneciera
iría al pueblo.
Camino en la incandescencia. A la distancia
los árboles. Cuervos lustrosos de sol, en sus ramas. Extiendo el brazo y
mantengo el pulgar arriba. El gesto es sólo un consuelo porque no pasan autos.
Como en el sueño el camino es desierto y nada hace ruido, ni los cuervos, ni
las piedritas que el viento empuja por el llano. En la carretera sólo
fantasmas. Mi figura empecinada, hundida en el resplandor, única habitante,
entonces.
II
Una camioneta se detiene. Un hombre gordo
se asoma por la ventanilla. Sus ojos son como los de los peces, cansados de
mirar las mismas cosas. Las horas muertas, quizá. El lento latido del tiempo.
—¿A dónde va?
—Al pueblo
El hombre sonríe. El sol le baña los ojos.
Por un instante me pierde de vista. Mueve torpe la cabeza, ciego de sol. Busca
entre incandescencias mi rostro. Al fin, cuando me encuentra, me dice:
—Entre, parece que está penando.
Subo a la cabina. En la nariz un olor a
quemado. Espero humo entre nosotros, densos nubarrones. Sin embargo nada
ocurre. Al hombre le brilla, como pavesa, la calva. Densas gotas de sudor le
brotan en ella. Se le derraman en las cejas. Entreabre la boca. Imagino la
desolación de los dientes, los afilados colmillos.
—Puros fantasmas en el pueblo ¿no? —me dice
—Me levanté con ganas de ir —le confío.
—Nadie quiere ir.
—A lo mejor hay mujeres, algunos perros.
El hombre suspira.
—Allá usted, sólo tengo que informarle una
cosa.
—Dígame.
—Antes del pueblo, voy a una casa, ¿le
importa?
III
El hombre se aplaca con una mano los
bigotes, mira sus uñas mientras maneja; también el infinito, allá, en el borde
de la carretera, desmoronándose entre los matorrales. La camioneta rechina.
Vibra el volante, la palanca de velocidades, el cuarteado espejo. En la cabina
baila el polvo. Un rosario golpea, como obsesiva mosca, una y otra vez, los
cristales. Nuestros ojos esperan nubes. Las nubes, desde hace tiempo, malabares
de la mente, trucos de magia para inocentes. El hombre me dice:
—Ya mero llegamos, no desespere.
—No se preocupe, no tengo prisa.
Intento añadir algo pero las palabras se me
atoran en la boca. A veces las voces empeoran las cosas. A veces sólo puedo
mirar. Y el aire tibio llega a mi rostro y su mano comedida me seca los labios.
La mirada del hombre abandona el camino. Pone los ojos a volar. Los lleva,
leves, a sus ensoñaciones. En su rostro, de repente, una sonrisa
—¿Qué opina? —me dice el hombre sin
mirarme.
—¿De qué?
—Del pueblo.
—No sé, hace mucho tiempo que no voy
—Por eso —insiste— ¿cómo lo imagina?
Las palabras del hombre me molestan. Son
como dardos en vuelo. Como aguijones. Miro el breve espacio entre mis manos.
También elevo los ojos pero no para recordar, sino para evitar al hombre, sus
gestos. Para borrarlos después de mi memoria.
—Recuerdo una tienda de ropa, un viejo que
empujaba un carrito de nieves, nada más —digo por decir.
—Muy bien… algo es algo —dice
—¿Es importante?
—Uno nunca sabe.
La aguja del velocímetro vibra. El hombre
acelera. El sonido del motor nos llena los oídos. Ráfagas de aire entran por
las ventanas y nos brindan consuelo. El cuello de la camisa blanca le vuela.
Varios papeles, víctimas del soplido, aletean en la cabina. Por el espejo
lateral, el paisaje se distorsiona. Afuera la herrumbre. El papelerío cunde en
la cabina, aves espantadas tenemos. Pero el hombre no le da importancia. Negado
al mundo, como embelesado, con un gozo vivo en el cuerpo. Y un silbido que
tiembla en sus labios, coronando su silencio.
—Uno nunca sabe —repite y mira el horizonte
de la carretera.
IV
El hombre apaga el motor. Frente a nosotros
una casa de dos pisos. Alrededor de ella no hay nada. La casa parece, en su
abandono, la primera del mundo. Alrededor de ella el polvo primigenio. Lo miro
en las ventanas, en el quicio de la puerta. En el patio cercano a la entrada
una jaula, en el interior de ella un par de alegres canarios. Los animalillos
se columpian, picotean codiciosos el alpiste. El hombre baja con dificultad de
la camioneta. Camina como las bestias morosas, impregnadas de sueño. Se acerca
a la puerta. Voltea a la camioneta.
—No se quede ahí, encerrado, entre al
fresco— me dice.
Bajo de la camioneta. Me acerco a la jaula.
Los codiciosos dan pequeños saltos. Tocados por el sol más amarillos, de oro,
parecen. En el patio algunas plantas insoladas y de nuevo el polvo, ahora en
montoncitos, en el parabrisas.
El hombre saca una llave. Entramos en la
casa. Una amplia estancia, ventanas redondas como claraboyas, paredes desnudas
y encaladas. Velas en una mesa. Servilletas dobladas, como barquitos navegando
en la desolación. También en la mesa hay monedas, fotografías sepia, las
dispersas entrañas de un reloj. Las moscas medran en el piso, en el ventilador
del techo, en el resplandor de un abandonado frutero. Al fondo, en una esquina,
dos sillones de terciopelo rojo. En los sillones, dos ancianas dominan la
estancia, como parsimoniosos vigías. Una es espejo de otra. También, como en
los espejos, las cosas alrededor más vivas parecen y se disponen iguales. Sus
rostros navegan entre luces y penumbra; parpadean casi al mismo tiempo.
—Tardaste en llegar —le dicen ásperas, a
una sola voz, al hombre.
El hombre esboza un gesto de disculpa. Mira
las puntas de sus zapatos. Me señala con un dedo culposo.
—Lo encontré en la orilla de la carretera
—dice.
Las ancianas aguzan la vista, me examinan
con el veneno de sus ojos, en silencio. Sus ojos se encaraman en mis piernas,
en los muslos y en los brazos.
—Pase, no se quede ahí, como niño regañado
—me dice al fin una de ellas.
Las ventanas no tienen cortinas y un manto
de sol colma una parte de la estancia. Busco, por instinto, una sombra. Quiero
apagar el sol en mi piel, sacar la candente estación del cuerpo. Ellas lo
notan. Con las largas manos se abanican los rostros. Las imagino viejos
pájaros, batiendo las alas. Pero deshago la imagen y más concentrado las
recorro: las dos tienen vestidos pardos, terciopelo en las mangas, puños de
encaje. Cuchichean. Pero sus voces agrias, de malignas hadas, se elevan. Hablan
de mi origen, de la tarde que no avanza, de las cosas que la soledad moldea. La
única diferencia entre ellas son las canas: el cabello de una completamente
empolvado, el de la otra apenas las raíces.
—¿Y a usted quién le procura sombra?
—pregunta, al fin, la empolvada, después de la conferencia. Inclina el rostro,
abre un poco la boca, ávida de humedad, de aire.
—A veces los árboles —digo por decir.
—Los árboles —murmura la de cabellos negros
y sus labios parecen remover las palabras. Las palabras de ella, maderos
ardiendo, elevando inútiles chispas en el aire. Acuna en el regazo el peso
muerto de sus manos.
El hombre se rasca la barriga. Las faldas
de la camisa le vuelan, impulsadas por el viento. El viento espanta a las
moscas. De repente ya no hay más zumbidos, sólo las sosegadas respiraciones de
las ancianas. Alrededor de la casa también el silencio, a veces roto por el
soliloquio de los canarios. La empolvada me mira. La otra tiene aún muertas las
manos pero, a diferencia de antes, puedo ver sobre ellas una constelación de
venas, de abultados ríos.
—Qué descorteses somos. Enseguida le traigo
una cerveza —dice la empolvada
—Estoy bien, no se preocupe —le digo, pero
ella se levanta y enfila a un cuarto, al fondo de la estancia. Miro sus pasos.
Tan lentos son que alrededor de ellos innumerables eventos suceden: un bostezo,
un instante de luz, la inútil muerte de una mosca. Bajo el andar se adivinan
las puntiagudas, tristes caderas. Los magros pechos. La otra mira a su
compañera desaparecer en un cuarto. Mientras regresa nos guardamos las
palabras. Miramos, al mismo tiempo, el ventilador del techo. Las aspas giran
cada vez más lento. Densas aguas baten, en lugar de aire. El hombre está
fastidiado. Se espulga, como mico, los pocos pelos de la cabeza. Baja la vista.
Se toca los bigotes. Afuera, una nube se estanca en el cielo. Nuestros cuerpos
aprovechan la nube y beben más sombra. Del cuarto se escucha una lata que cae.
Después forcejeos, aleluyas, algunas maldiciones.
—Espero no haber tardado mucho —dice la
empolvada después de un rato. En una charola lleva una botella alargada y
ámbar. También un tarro. Me siento en una silla, ella arrima una mesa plegable.
Miro la cerveza oscura. Me asomo a un pozo.
Empino el tarro. A través del cristal se vuelve de agua el mundo. También las
ancianas. Mientras bebo del tarro, a través del reflejo, juguetonas niñas me
parecen. El ventilador completa una última vuelta y se detiene. El aire se
adensa en la estancia. Como licor dejado en libertad. Y pesan más los párpados
y los ojos.
—Qué contrariedad —murmura la de cabellos
negros
—A veces falla la electricidad—completa la
empolvada
—Pero la luz, a esta hora, no hace falta.
Sólo envilece las cosas —retoma la primera.
—En realidad, si tienes buenos ojos, no
sirve para nada —concluye la otra.
La cerveza pulsa en mi garganta. La casa
parece entumida en su silencio. Dejo el tarro en la mesa plegable. Pero
entrampado en sus reflejos busco brillos en todas partes: en los restos del
reloj, en la armadura verde de las moscas. También busco en la empolvada y me
doy cuenta, desde que entré a la casa, que sus labios, de alguna forma, son
hermosos.
Pienso en las ancianas, olvidadas del
mundo, alejadas de Dios. Aunque a veces
Dios se acuerda de ellas y enciende sus locas palabras. No puedo seguir aquí.
Necesito irme porque se hace tarde y el pueblo y el sueño que tuve y su
perorata que me encandila. Pero ellas retoman su intercambio:
—Las nubes anuncian la muerte.
—A la muerte hay que sacarle la vuelta. Por
eso tenemos limpio el cielo.
—Aunque también funcionan los canarios.
—Pero la muerte siempre acomete, siempre
vigila.
—O se va volando.
—Yo voy al pueblo —interrumpo.
—No desespere, hay tiempo para todo, hasta
para el pueblo — dice la empolvada. Las arrugas merman sus ojos, le cansan los
párpados. Los aretes de perlas tienen un leve movimiento, como el ámbito de la
boca, de la lengua que involuntariamente le imagino.
—¿Qué sabe del pueblo? —me pregunta.
—El pueblo está allá, al final de la
carretera— le digo y señalo, sin pensar, las ventanas.
La de cabellos negros se levanta de la
silla.
—Déjeme mirarlo más de cerca —dice.
Percibo sus pasos. Su perfume me remite al
olor de las cartas guardadas, el de una alacena que de pronto se abre. En la
aproximación brilla una melladita en su pecho. La torturada imagen de un santo.
El santo de los extraviados, de los difuntos, de los locos, pienso.
La anciana me toca la cara, recorre con sus
dedos mis rasgos, los dibuja de nuevo con lentitud: la nariz, los labios, los
pómulos. Sus dedos tiemblan y abandonan. La curiosa lleva los dedos a su
rostro. Y sus labios parecen más jóvenes y toda ella, por un instante,
reverdece.
—Es más joven que los otros —le dice a la
otra.
—Hubo un año en que fueron puros viejos,
apenas podían andar, allá, en el llano — recuerda la empolvada.
—¿Cuáles viejos? —pregunto. El miedo ensaya
en mi cabeza su locura. Y el golpe de sangre en los nervios. Todo eso me
delata. La empolvada lo comprende y hace más dulce la voz, para apaciguarme,
para apagar mi fuego.
—Los otros, los locos, no usted —dice, la
apacible.
— ¿Cuáles otros? —insisto.
—No le haga caso —dice la otra— desvaría.
—El desvarío es necesario a veces —corrige,
la ofendida.
Las imagino asomadas en la ventana, mirando
a una parvada de viejos romper lentamente en la noche, en la carretera. Las
imagino solazadas con sus visiones. Sus risas secretas. Hechas de polvo, de
cortinas viejas, ellas, las ruinosas, entre baúles infestados de recuerdos,
como los viejos que renquean, que posan sus miradas, como palomas, en el
horizonte.
La de cabellos negros, con un carraspeo,
termina mis imaginaciones. De repente, alumbrada por una sentencia, una raíz
escondida, me dice:
— ¡Pero hombre!, el pueblo no existe.
— ¿Y qué hay, entonces?
— No hay nada, mire.
Nos acercamos a una ventana. Echamos un
vistazo. Allá, lejos, las jorobas de unos cerros. Los cerros y la tarde que se
derrama entre ellos, en los apretujados rebaños. El polvo asentado por la mano
quieta del viento. Los interminables postes de luz. A la derecha, el trazo
inmóvil de la carretera. En el patio sólo los luminosos canarios, su alboroto.
La de cabellos negros me toca el hombro.
Siento en el cuerpo sus dedos nevados. El alma de ella, la de todos, humo
elevándose en la tarde. Sus ojos, tenaces, me miran por dentro.
—No hay nada —me repite, con voz queda,
susurrante, en el oído.
Doy un paso para alejarme. Pero su voz
sigue ahí, dejando ecos, como atrapada en un laberinto, bajo una superficie de
agua.
—Bueno, tengo que irme —les digo.
—Espere, yo lo llevo — dice el hombre.
Por un instante dudo en aceptar. Pero el
gesto ensombrecido del hombre, las manos que hunden su nerviosismo en los
bolsillos de los pantalones, me hablan de una posible traición, el toque final
de una elaborada trampa.
—No se preocupe, es sólo un trecho
más—miento.
—Si no hay más remedio— replica el hombre
con sorna.
—Lo acompañamos a la puerta —dicen los
tres, a una sola voz, como niños cantores.
Camino hacia la entrada. Los celosos
guardias me siguen. Adivino sus pasos y sus miradas oscuras; también vigías,
sus respiraciones. De pronto creo escuchar una risa fugaz, un relámpago. Volteo
pero los tres están muy serios, los rostros como frutas amargas, oscilantes en
la sombra.
Les doy las gracias y me despido. Los miro
alinearse muy correctos, en el quicio de la puerta, como figuras de juguete.
Comienzo a caminar.
La carretera se interna hacia el norte,
infinita. A lo lejos, como un minúsculo milagro, el limo del horizonte. A mis
espaldas la empolvada conversa a chiflidos con los canarios. La otra,
ensimismada, los ojos vacíos en el cielo, como los aburridos de las despedidas,
en los muelles. Del hombre, después de un trecho, sólo le vislumbro las
abultadas carnes.
V
Camino por la carretera. El asfalto ya no
arde. El sol hundido, lentamente, en el horizonte. Mientras cae dispersa su última lumbre.
Después de un rato pierdo la noción del tiempo. Los minutos se desgranan; los
segundos. A veces suenan los insectos. A veces, esculpidos en el silencio, se
presienten. Busco una señal del pueblo, algún anuncio. En poco tiempo
oscurecerá. Pronto la luna, su redonda cabeza, sus locas bocanadas. Entonces la
carretera apagará su fuego y ya no habrá hervor en las piedras, ni en el aire.
Miro a la izquierda, junto a un poste, un perro muerto, medio devorado por el
tiempo; amarillo, como en el sueño. Sigo caminado. A lo lejos se vislumbra una
construcción. Tengo esperanza. Tal vez sea el primer indicio del pueblo. Como
la luna, en mi cuerpo, las locas bocanadas. En mi corazón también. Camino más
rápido. Casi corro. El alboroto en los nervios. Como si renovados bríos
estuvieran en ellos. Me detengo. Llevo las manos al cielo. Frente a mí, a corta
distancia, una casa desolada. En el patio, adormecidos, los canarios. Una luz
se prende.
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra
Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla” (cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
CALLES*
Soy un áspid. Espanto lo que asusta mi
miedo.
Soy un áspid y una calle de tierra, sin
colmillos.
No hay calle que detenga las arenas de la
muerte.
Soy, apenas una hoja de barro.
A veces, solo a veces, un asombro.
Un brote. Un rumor. Un pezón en celo.
Me escondo, me traslado y las calles me
recorren toda.
Me alcanzan. Me acarician, me hablan.
Es frecuente que griten.
Paso a paso traen las huellas de mi madre.
El viento vuela el sombrero de mi padre.
De tanto caminarme me han gastado.
Algunas duermen, No amor, no las
despiertes. No.
El polvo cubre la cicatriz de Abel.
Cuesta abajo. Puta clara, lluvia oscura.
Lázaro gime y palpita de pasión.
Escucho las pisadas. Huyen. No me esperan.
Hay un ciego que baila. Y un niño.
Tengo sangre en la boca. En el pubis,
sangre.
Los amantes yacen en un puente de niebla.
Soy un áspid. Espanto lo que asusta mi
miedo.
Soy un áspid y una calle de tierra, sin
colmillos.
No hay calle que detenga las arenas de la
vida.
*De Amelia
Arellano.
BURBUJAS*
En el patio han florecido burbujas de
jabón. La niña sopla por el aro, y la simple magia, la sencilla magia sin truco
hace que broten perfectas, etéreas, bellas en su transparencia sutil estas
burbujas que danzan morosamente en el aire quieto.
Algunas se perderán en la parra, otras
contra las baldosas gastadas; las más, hallarán un final de simple desaparición
por exceso de sutileza.
La niña creará perfectas burbujas mientras
la mirada clara de su padre se humedece.
El hombre sonreirá con tristeza. La niña no
sabe que está creando burbujas para la memoria. No puede saber que las burbujas
están fijadas en un punto de su infancia que también se desvanece. No quiere
saber tampoco, todavía, que la belleza es tanto más anhelada cuanto más leve,
más intangible, más fugaz.
Ella hace pompas de jabón y mira con la
sonrisa completa a su padre. Todavía es niña, y ese hombre triste puede darle
un aro, un poco de jabón, y crearle un espacio de felicidad.
Para la niña las burbujas que desaparecen
se reemplazan con el simple trámite de soplar por el aro. Para el hombre que
sonríe hacia ella, las burbujas que desaparecen son los minutos que se llevan
el mundo a cuestas, que desgastan las baldosas, que agregan blanco a sus
cabellos, que le van ahuecando el pecho.
Él ha puesto un alero a la cucha del gato,
para que no lo moje la lluvia en su sueño de bigotes temblorosos. Ha podado las
parras que su padre, que ya no está, plantó en el fondo de la casa. Guarda las
herramientas que probablemente jamás vuelva nadie a utilizar.
Le ha dado a su hija un aro, y jabón, para
recordarse que todo trabajo es para el día de hoy, y que el mañana es
inexorable. Sin saberlo, ha propiciado la aparición en su patio trasero de la
belleza fugaz, efímera y por eso mismo inapreciable de las esferas perfectas de
la infancia, de la felicidad perfecta que se puede ver, pero no se puede tocar
con las manos a riesgo de hacerla desaparecer, estallar, desvanecerse.
Mientras tanto, las espléndidas burbujas,
perfectas burbujas de jabón reflejan por un momento, un eterno momento
suspendido, este mundo pequeño de amor en un patio trasero de las afueras de la
gran ciudad que lo desconoce.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Viaje al pasado*
Coincidiendo con la fecha de mi cumpleaños
número cincuenta, hace exactamente cincuenta años, los científicos de la
N.A.S.A. de cuya existencia ya no tengo noticias, consiguieron hacer funcionar
el diseño de la máquina en la que viajo hacia el pasado.
Ha sido emocionante al comenzar el viaje,
tener la inmensidad del planeta a un disparo de cámara fotográfica, a la simple
distancia de, en caso de poder abrir una ventanilla y, según parecía, poder
tocarla con los dedos.
- ¿Cómo se vive en el espacio tanto tiempo?
- Es la pregunta obligada que supongo deberé responder a mi regreso.
Al principio, como cualquier astronauta,
uno tiene que aprender a realizar tareas como si nunca las hubiese hecho.
Comer, descansar, leer, bañarse. Todo es diferente porque en el espacio las
cosas flotan libremente. Si se escapa de la mano el cepillo de dientes, el
mismo podría actuar como un bumerang y golpearnos la cabeza.
Dormir, por ejemplo, es complicado mientras
se orbita alrededor de nuestro planeta, porque el sol nace dieciséis veces cada
veinticuatro horas. Aparece como un suspiro y se esconde igual de veloz,
empeñándose en despertarnos pero, cuando nos alejamos, el viaje transcurre en
total oscuridad, lo cual, también suele resultar traumático.
El universo es un lugar insondable. Los
colores se ven brillantes y cuando se observa de cerca cualquier planeta, se
pueden distinguir las montañas y las profundas hendiduras de los cañones. No
existen las fronteras ni tampoco los límites. Uno siente que está inmerso en un
imponente misterio, mucho más grande e indescifrable que viéndolo desde la
tierra.
Es verdaderamente sobrecogedor. A veces me
he llegado a sentir al borde de la locura. No ahora que paso el tiempo
gravitando y no pienso como antes con tanta seriedad en el asunto, por sobrecogedor
que parezca.
Puede resultar turbador y extraño al
principio, pero luego de cincuenta años, es algo tan común como lo es,
entretenerse en un parque de juegos en nuestra tierra, para una persona de
cualquier edad.
La máquina en la que viajo fue creada con
la capacidad técnica de provocar una curvatura en el espacio, con un campo de
gravedad local en su interior, suficientemente poderoso y necesario como para
permitir realizar este viaje. Lo demás fue rutina pues ni siquiera se necesitó
para su construcción, utilizar materia exótica. Se construyó a partir,
únicamente, de materia ordinaria y densidad de energía positiva.
No sé si a esta altura no será una obviedad
tratar de explicar qué significa materia exótica. Por las dudas, aquí va una
pequeña referencia:
El significado más estricto, se refiere a
la materia que es más estable que la materia nuclear, que está constituida por
seis tipos de quarks, pero no creo que sea el momento de extenderme en
explicaciones que en la actualidad terráquea, deben de comprender hasta los
niños de primaria.
Simplemente, se aprovechó un agujero de
gusano como túnel espacio-temporal. Este tipo de agujero conocido por los
físicos (de quienes tampoco he tenido más noticias desde mi partida) como
puente de Einstein – Rosen, tiene la capacidad de conectar un instante de
tiempo con otro, hecho que se desprendió de la resolución de las ecuaciones de
relatividad general. La decisión de iniciar este camino fue un largo y
dificultoso proceso científico, que además debió superar todas las
contradicciones filosóficas de la época.
Para hacerlo más simple y tal vez risorio,
fue como si desconectaran un televisor de la corriente eléctrica, aunque no
estoy seguro de que ustedes sepan hoy qué era un televisor. En el momento de mi
partida de la dimensión “presente”, como le llamábamos al momento que estábamos
viviendo, un televisor era una máquina capaz de permitir ver imágenes, a la vez
que se podían oír los sonidos de lo que sucedía en la escena. De todas maneras,
ya estaba prácticamente suplantado por modernos ordenadores y se lo consideraba
obsoleto. Pues bien, yo sentí como si me hubieren desconectado de la energía
eléctrica y que un impulso irresistible me absorbiera, haciendo que mi cuerpo y
mi mente se fueran transformando con lentitud, permitiéndome regresar en el
tiempo, a través del agujero gusano y de mí mismo.
Las primeras especulaciones acerca de
dichos agujeros, suponían que se trataba de túneles espaciales demasiado
pequeños para el paso de una nave pero luego, los matemáticos demostraron
sobradamente que eran perfectamente transitables.
Tanto es así que se obtuvo, basándose en
las teorías de Einstein, que el espacio se curva artificial o naturalmente,
hasta crear un campo de gravedad interno, capaz de arrastrar consigo el espacio
(valga la repetición) y el tiempo próximo. Lo demás insisto, fue rutina. Una
vez que los agujeros negros, unidos entre sí por agujeros de gusano,
absorbieron a la nave, no fue necesario ningún otro esfuerzo humano para que se
franqueara la puerta hacia el pasado.
Comencé a vivir hacia atrás cada minuto de
mi vida: El estruendo que provocó el encendido de motores, el último apretón de
manos del jefe de la misión en tierra, la tristeza de la separación de Eleanor,
mi adorada esposa, los ojos llorosos de mi familia. El día que aprobé todos los
exámenes y me consideraron apto para ser el tripulante de la nave- experimento.
La muerte de mi madre, el día que egresé de la escuela secundaria y me
despidieron con honores. Los juegos de la infancia, mis primeros pasos. Los
mimos de mis padres, la avidez con que me prendía a los pezones en busca de
alimento. Cada etapa fue vuelta a vivir en detalle, en mi camino hacia el
pasado.
Mi viaje como dije, lleva exactamente
cincuenta años, ocho meses y días. Pronto llegaré al límite en que deberé
regresar. Según lo previsto, ya me he trasladado al módulo-útero- desde donde,
en pocas horas, seré expulsado nuevamente hacia el futuro por un angostísimo
canal. Deberé hacer el camino inverso, hasta aquél lejano presente que dejé tras
mi partida. No estoy seguro si las generaciones que me siguieron, habrán dado
importancia a mi viaje, probablemente a esta altura de los acontecimientos (he
perdido por completo la comunicación con el –ahora- futuro) se me haya dado por
extraviado o sencillamente disuelto en el espacio-tiempo. Tampoco descarto que
me espere la gloria. No lo sé.
La experiencia en sí, ha resultado de total
éxito, mucho más allá de las especulaciones que se barajaban antes de mi
partida.
Tampoco puedo asegurar de que, para cuando
llegue a aquél presente que abandoné con fines científicos, la ciencia haya
conseguido superar el lapso de amnesia, que ocurre en los niños, que va desde
el útero hasta temprana infancia. De no estar ello resuelto, lamentablemente,
mi viaje como todos los de los viajeros al pasado que me precedieron, habrá
sido de nuevo en vano. No podré recordar para contarlo y todo habrá quedado
como entonces.
*De Ana
María Broglio.
-A su memoria-
*
Siempre recuerdo
lugares donde supongo que nunca estuve y vuelven a mis sueños. Me resultan más
familiares que los lugares conocidos. Llega un momento en que ya no se sabe qué
es recuerdo y qué es imaginación y si lo real no es más frágil que lo
inventado.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Estación
San Sebastián*
(Sobre la memoria, que
reivindica los momentos en la distancia,
y sobre la posibilidad
recurrente de una inversión en el tiempo)
Del pueblo solo queda un caserío exiguo,
calles de fresco lodazal que acceden hasta la estación. He dejado el auto en
una calle lateral, de esas que miran hacia un infinito sin árboles donde solo
residen el horizonte y las nubes. Me reciben los perros, los guardianes
incondicionales, como en todo lugar donde los edificios son bajos y se unen con
los componentes básicos de la tierra. El único elemento del otro lado del
endeble alambrado es la estación misma, San Sebastián. Yo tenía la curiosidad y
toda la intención de acercarme al viejo andén y tomar algunas fotos. La fachada
de chapa se conserva muy bien y me sorprende que esté habitada, una familia del
lugar se ha afincado aquí a cambio de conservar lo edilicio y mantener a raya
la naturaleza. Algunas gallinas, un par de cabras y tres perros componen la
fauna doméstica. Un poco más alejado un pequeño edificio sanitario y leña,
mucha leña y en una pared colgada una sierra de mano y unas sogas viejas, que
dan cuenta de la obtención del combustible primario.
Parado en ese andén, hoy, quince de
septiembre de 2014 al mediodía, observo, hacia Carhué la nada misma, no hay ni
vías, solo pasto seco y el tendido de los viejos postes de un telégrafo
prehistórico. La vía principal no existe, es la orientación típica de estas
estaciones y mi brújula interna la que me indica la dirección de los perdidos
puntos cardinales. Hacia Puente Alsina, unos galpones grandes de chapa gris,
bien conservados, depósitos de vialidad quizás, y otros dos más chicos, un poco
más alejadas también un par de viviendas de los empleados del Midland, estas
si, aunque de piedra, ya hace mucho tiempo abandonadas, el moho verdinegro toma
por asalto las viejas paredes. Al fondo antes de desaparecer de la vista, el
tanque de agua, como un vagón alzado en el aire por una mano invisible hacia el
cielo gris y más alejado aún la silueta de un pájaro delgado y extraño, el caño
hidrante que hoy solo convoca al camión de la municipalidad.
Miro hacia la estación, que ya ni el nombre
conserva, le han quitado las tablas o paneles donde estaba la denominación y
observo que no hay nada que se parezca a una boletería, quizás estaba en alguna
estancia o división interna. La estación cerró en septiembre de 1977, un día
once de ese hermoso mes recorrió el tren de pasajeros estas poblaciones por
última vez. Un día de septiembre cincuenta estaciones como esta, cuyos nombres
de poco van muriendo, pasaron administrativamente al olvido, y Carhué, la
orgullosa Carhué, punta de riel de un pasado turístico y esplendoroso, quedó a la
deriva, un barco despojado, una ciudad que hacia el sur solo mostraría paramos
desolados, cubiertos por la sal del desbordado Lago Epecuén. Nunca más oiría el
trepidar de la maquinaria pesada de un tren, nunca más el vibrar de los
durmientes de quebracho y el baile minúsculo de sus temblorosos clavos de
hierro.
Pido permiso al actual habitante, padre de
familia y este me permite el paso al interior de la estación, cruzo un umbral
hollado por miles de pies antes que los míos. Observo la carencia de algún reloj
como es común o lo dicta la memoria de otras estaciones entrevistas. Si hay, en
un rincón de polvo y hojas secas, una balanza para pesaje de encomiendas, no de
plataforma, sino de esas otras con pesos deslizables, ni tan vieja ni tan
nueva. Un banco contra la pared solitaria y enfrente una ventanilla de
boletería con enrejado marrón, semejante a un pequeño confesionario surgido
entre las sombras. Olor a madera, a capas de pintura gris, a sellos postales, a
monedas antiguas de bronce. Sobre el antepecho de la ventanilla, me aguarda un
pequeño boleto amarillento con número de serie 18362, lo tomo entre mis dedos,
dice en letras pequeñísimas: Servicio coche Motor - Ferrocarril Midland y en
destacadas pone San Sebastián a Puente Alsina, clase única y el suculento
precio de $ 0.40 de moneda nacional. Sonrío solo para mí y el corazón se me
encabrita de pura nostalgia.
Aseguro la correa de mi cámara, la Kodak
Instamatic es una fiel compañera de caminos y de rieles. Me doy vuelta para
hacerle una pregunta al dueño de casa y descubro que he estado solo, ignoro
cuanto tiempo ha pasado. El aire que ha ingresado por la puerta ha barrido el
polvo y las hojas y el banco luce como si le hubieran aplicado una nueva capa
de pintura marrón. Levanto la vista y localizo casi en las sombras un reloj que
se me había pasado por alto, y también escucho su metálico corazón en
movimiento. Salgo nuevamente o recuerdo haber salido una vez más, a la
plataforma. Gente del pueblo se ha reunido en el andén, han llegado hasta el
alambrado delimitador en Falcon Futura, en renoletas, en Rambler, en Renault
12, en cupés Chevys o Peugeot 504. Tomo algunas fotos de todos ellos y cambio
el rollo, en el aire se siente algo así como una expectativa, un aire de
ceremonia o despedida. Se acerca ahora, viniendo desde Puente Alsina una
formación de coche motor bastante antigua, un gusano amarillo, rojo y azul que
trepida ya cercano, lleva en su frente el número 2779, es un coche Ganz, le
saco fotos, es un momento único. Me doy cuenta que todavía tengo el boleto
entre mis dedos, pero algo ha cambiado, las letras grandes dicen: Puente Alsina
a San Sebastián.
Abordamos el tren, a pesar de sus años de
servicio las comodidades son más que buenas. Me arrellano en un asiento doble
cubierto de cuerina marrón, he visto los del otro vagón, tal vez no
pertenecientes a este coche motor, sino un arreglo de último momento y estos
bancos eran de madera, como los de las plazas, también marrones. Partimos, y
toda la cacofonía metálica del tren se armoniza y adopta una cadencia
maravillosa y adormecedora al igual que las conversaciones de los pasajeros,
todo se convierte en un murmullo continuo y conocido. Entreveo pasar las
estaciones, mal recuerdo ahora algunos nombres: La Rica, Araujo, Dudignac,
Corbett, Henderson, Casey, Saturno, son algunas, las demás las devorará el
tiempo que es el depredador de la memoria. A las seis y cuarto de la tarde
arribamos a Carhué partido de Adolfo Alsina.
Recuerdo Carhué como entre sombras de esa
tarde a la salida de la estación. Un movimiento inusual me sorprende en la
ciudad turística, innumerables coches circulan por calles prolijas y
atiborradas de negocios, cuyos carteles multicolores comienzan a encenderse.
Muchos de ellos son hoteles, hospedajes y pensiones: Hotel Azul, Hotel Americano,
Hotel Las Familias, Hotel Horizonte, Hotel Plaza, el Hispano Argentino, también
casas de regalos y fábricas de alfajores. Casa Bruni y sus electrodomésticos
exhibiendo la nueva cocina marca Volcán. Me llama la atención un bellísimo
coche estacionado como al descuido, un Pontiac Chieftain color arena que una
delicia flamante para gente de buen respaldo económico y por las calles muchos
otros: Pontiac Bonneville, Ford 1950, el año del Libertador, inverosímiles
colectivos de chasis Chevrolet cubiertos de propaganda local, extraños Kaiser
Manhattan, Chevrolet Bell Air, y hasta un exclusivo y aerodinámico sedan
Studebaker.
La ciudad es pujante y cosmopolita, está en
su apogeo, todo el mundo y sobre todo la sociedad de Buenos Aires se da cita
aquí para disfrutar de los baños termales y su acción terapéutica, reconocida
en todo el mundo. En la sede de la Sociedad Italiana proyectan “El Seductor”,
un estreno, con Luis Sandrini, Elina Colomer y la cubana Blanquita Amaro, que
justamente trata de un jefe de una estación pueblerina que se enamora de una
bella mujer que viaja en un tren, todo el argumento se presta a equívocos y
alegres miradas, los espectadores festejan el lenguaje de gestos del personaje.
Más por gastar un par de horas que por las risas, acudo a la función y después
ceno unas pastas en la Sociedad. Luego, cansado, con los ojos llenos de
imágenes busco un hospedaje modesto y me duermo en un sueño de viajes y
pasajeros que se convierten en estatuas de sal.
A las siete y media de la mañana ya estoy
en la estación, el tren ha sido invertido de sentido en la mesa giratoria y
ahora reanudaremos el viaje. Una multitud de personas despide el tren agitando
las manos y algunos pañuelos al abandonar la plataforma de Carhué a las ocho y
cinco minutos exactos. Recorremos las estaciones a la inversa, San Fermín,
Coronel Freyre, Coraceros, Hortensia, Morea, Ortiz de Rosas, Baudrix,
Indacochea, por nombrar las omitidas en el viaje de ida. En cada una un puñado
de pobladores nos despide, ellos saben que ya es la última vez que verán el
tren de pasajeros, hasta los perros nos acompañan en el lento paso por los
gastados andenes. Al pasar por San Sebastián observo el boleto en mis manos y
ahora me muestra la información correcta, el destino cierto: leo a la luz del
mediodía: San Sebastián a Puente Alsina. Acomodo mi traje de franela gris, el
cuello de mi camisa y la delgada corbata negra, me subo el pantalón bien alto y
me relajo para el viaje hacia Buenos Aires.
El viaje se hace torpe, traqueteante, las
horas, los pensamientos y las estaciones se suceden lentamente, como un libro
que se recorre despacio, hoja por hoja, con la yema de los dedos. Converso un
momento con el guarda uniformado mientras me pica el boleto y me comenta que la
formación es un coche motor Birmingham Gardner y que todos los asientos ahora
son de madera, es más, casi toda la estructura de este vagón en que viajamos,
por ejemplo, es categóricamente, de madera. Consulto mi Guía Peuser 1948 de
Horarios del Ferrocarril Midland y voy apuntando mentalmente las estaciones que
quedan atrás: Ingeniero Williams, Plomer, Km 38, Rafael Castillo, José
Ingenieros, La Salada, La Noria, Villa Caraza ya ingresando al partido de
Lanús. El tiempo está a nuestro favor, hemos hecho el recorrido con ventaja,
los pasajeros descubren una algarabía contenida que comienza a explotar con el
final del viaje. Son las tres y cuarto de la tarde y la formación llega a
Puente Alsina.
Desciendo en la plataforma y me asombra la
complejidad de estación mayor, acostumbrado a las humildes paradas de
provincia. En vías secundarias veo la locomotora más extraña que rodara por
rieles argentinos, una inmensa Sentinel Cammell de calderas revestidas de
acero, un tren blindado, una bestia que devora ingentes cantidades de carbón y
más agua aún. Recorro las dependencias y doy con la puerta que da al frente,
desde allí veo las obras ya casi terminadas sobre el Riachuelo, del puente
Uriburu con su estilo neoclásico, la estación tomaría el nombre de los
sucesivos puentes que como este, fueron construidos desde la Avenida Saénz para
salvar el brazo de agua hacia el sur, hacia donde entreveo los caserones del
barrio Pompeya. En la rotonda cercana, tres líneas de tranvías se disputan el
gentío hacia Constitución, Plaza Once o La Paternal, las líneas 9, 8 y 55
respectivamente. Para los que no gustan de lo motorizado, diversos carruajes te
acercan hasta los barrios aledaños. Saco algunas fotos de la fabulosa
arquitectura del puente y guardo mi pequeña cámara Agfa Billy Clack. Extraigo
el reloj con su leontina de delicados eslabones del bolsillo de mi chaleco
gris, de paso me acomodo el traje cruzado a rayas también de gris y mi sombrero
de fieltro de ala ancha en la vidriera de un café. Un canillita pasa a las
voces que se han iniciado los conflictos en el Chaco, la situación entre
Bolivia y Paraguay no tiene otra solución que el uso de las armas, la guerra es
inminente. Lo mismo sucede entre los hermanos peruanos y Colombia. El
continente tiene varios frentes de batalla y el hombre solo siente el deseo de
forjar países modernos.
Pernocto en un hospedaje de Valentín Alsina
y escuchando en la radio los conflictos del norte me duermo. Temprano me
levanta el traqueteo de los tranvías y salgo hacia la cortada Membrillar, son
las siete de la mañana. Debo partir, el tren que me espera en la estación es un
pequeño monstruo negro, una Kerr Stuart de cabina abierta. Solo dos vagones
componen el convoy más un pequeño furgón de cola o Brake Van inglés, suficiente
material rodante para el viaje hasta San Sebastián. Entre bufidos y chorros de
vapor de agua como un animal de pesadilla parte el tren, nos restan unas siete
horas de viaje. En Fiorito y en la Noria abordan operarios e ingenieros de la
empresa constructora Hume Hnos, nos apretujamos un poco entre herramientas y
vaivenes, mal agarrados a los fierros y los bancos de madera, aunque el tren se
deslice tranquilo y rápido sobre los rieles nuevos. Vemos el campo ya amanecido
y en sus labores, el sol nos persigue y en algunas estaciones los niños que
marchan hacia las escuelas nos saludan con los ojos grandes y las sonrisas de
la inocencia.
A las diez de la mañana llegamos a San
Sebastián. La estación nueva, toda de chapones relucientes, hay quien dice que
en algún futuro será de material, no es vano soñar con el futuro de los Ferrocarriles
Argentinos, debería ser más que una utopía. Descienden los operarios de la
constructora y todo se llena de voces y metálica melopea de clavijas y
herramientas. Hoy es 15 de junio de 1909, en dirección a Carhué no hay vías
todavía, cientos de durmientes nuevos de quebracho aguardan que las manos
enguantadas los acarreen a sus sepulturas definitivas, quizás por un siglo o
más, la carcoma y la fatiga dictaran sus años de tierra y sueño. A un costado
una pirámide de rieles, buen acero británico calentándose al sol. San Sebastián
esta febril e inquieta, inmensa de movimientos y vitalidad. Acomodo los
operarios para una placa fotográfica y los inmortalizo para la posteridad. Aquí
crecerá un pueblo, al amparo de estas venas de sangre de este tiempo de industria
y avances industriales. Me siento en el banco de la plataforma y sueño, me
adormezco, mi sombrero cubre mis ojos y escucho el grito eterno del tren.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
-Próxima estación:
LOS
EUCALIPTOS.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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