*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte
Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in
memoriam
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160
Algunas noches*
En la opacidad del
sueño el canario ocupa toda la jaula,
como un globo de
plumas su cuerpo se le ha atascado
entre los barrotes y
no le permite ni un leve aleteo,
sus pulmones
colapsarán de sólo intentar un trino.
Sin luz no hay piso ni
palo ni columpio ni bebedero,
tampoco el agujero
para sacar la cabeza y comer.
La pajarera ha dado a
su vida forma cuadrada
como una sandía
crecida dentro de un molde.
Estar en la jaula ha
dejado de ser un gerundio
y se está volviendo un
participio de pasado.
Lo que era un pájaro
se ha transfigurado
en un turbio adverbio
de consecuencia.
Cuando amanece los
canarios cantan
su alivio por el final
de la pesadilla
que en la nocturnidad
los altera.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
IGNORANCIA DE
LA NUCA Y EL PERFIL*
Juan tiene un nombre común, un nombre casi
anónimo por multiplicación de individuos. Juan, a quien le vi un rostro
difusamente conocido, me pidió que le firmase un libro y le hiciera una
dedicatoria.
Yo no soy una autora famosa harta de
halagos y expeditiva por hartazgo.
Hablé con Juan, le pregunté "¿Y quién
sos?". Me contestó que no sabe quién es. Le respondí que eso es algo que
nadie sabe, que nadie sabe quién es, y dije esto siendo poco original, aunque
sea efectivamente cierto. A Juan, que no sabe quién es, escribí.
Nadie sabe quién es, cuál es su esencia,
aquellas cosas de las cuales es capaz pero no hace por falta de oportunidad o
por no estar lo bastante motivado.
Nos percatamos de que es difícil conocer
nuestro interior, creo que podemos acordar con cualquiera en que hay una rápida
coincidencia en que sentimos esto, pero rara vez notamos que, al ver el mundo,
(el universo, si queremos ser muy abarcativos), al ver el universo no nos vemos
en él a nosotros mismos. Todo lo vemos, menos a nuestra propia presencia. Alguna
vez un vidrio, un espejo, alguna superficie brillante nos muestra nuestra
imagen, pero esa imagen nos mira de frente, alerta y posando para nuestra
mirada.
Conocemos al detalle los pormenores de cómo
nuestros amigos caminan, sonríen, se enojan. Podemos describir cómo éste se
inclina hacia atrás, cómo ella sacude la cabeza aseverando lo que dice, cómo se
pierde la vista de él cuando en medio de la reunión súbitamente se sumerge en
las profundidades de su propio reducto.
Pero a nosotros, a nosotros mismos no
podemos describirnos con propiedad. Cómo caminamos, cómo nos paramos, cómo
cambia la mirada cuando una oscuridad nos ensombrece. Son otros quienes nos
descifran y reconocen.
Nosotros estamos condenados a ver sin
vernos. Nuestra mirada va hacia delante, hacia lo exterior, lo que tenemos
enfrente. Nosotros no estamos en ese mundo que nos rodea.
Cuando Myriam se topó de pronto con su
imagen chocando en un comercio con un espejo, pudo verse como a una señora un
poco confundida que se hacía a un lado, y por un segundo pudo darse cuenta de
cómo la ven los demás. Por qué alguien le cede el asiento en el autobús, si en
sus sueños sigue apareciendo la muchacha que fue y que quizás eternamente siga
siendo en el territorio de lo profundo. Myriam ve una señora, y por un segundo
de extrañeza vislumbra la imagen elusiva que se refleja en los ojos ajenos.
En las fotografías y en las filmaciones nos
quejamos de lo mal que salimos retratados. No podemos vernos, no queremos
vernos, no deseamos modificar ese personaje que vagamente se nos parece, pero
es una construcción de nuestra imaginación.
Entre los objetos y los seres, uno hay que
no podremos conocer jamás.
Para nombrarlo, le damos el más común y el
más engañoso de los apelativos.
Le decimos "yo".
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Crónica Salvaje*
La gente atrás de la
Inteligencia Artificial
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
En el mundo de hoy se ha exacerbado la
distancia con la realidad. Las cosas que consumimos vienen de lugares que nunca
conoceremos. El proceso de extracción, fabricación y transporte también es algo
que ocurre fuera de nuestro horizonte cognitivo. El tráfico de mercancías, por
ejemplo, se realiza por medio de un denso entramado de circuitos protagonizados
por barcos inmensos —ahora llamados “portacontenedores”— cuyas rutas,
invisibles para el consumidor común, llenan los mares de gran parte del mundo.
La periodista Rose George en su libro Noventa
por ciento de todo (Capitan Swing, 2014) describe muy bien las rutas
comerciales que nos visten, nos dan de comer y nos divierten, pero que casi
nadie conoce. A bordo de estos edificios flotantes, además de productos para
vender, se concretan los efectos más perniciosos del capitalismo global:
combustibles fósiles ultracontaminantes, explotación laboral, ilegalidad y
fragilidad de un sistema cada vez más complejo. Otro aspecto de la sociedad de
consumo que ocurre tras bambalinas es, precisamente, la gente que echa a andar
los engranajes para que todo funcione. Quizás, una de las representaciones más
emblemáticas de ese mundo vedado para casi todos es el que muestra la película
clásica de Fritz Lang, Metrópolis. El
filme de 1927, para quienes lo recuerdan, aborda el conflicto que surge entre
los obreros que viven en una ciudad subterránea y la élite que despacha en el
exterior. Los habitantes de abajo hacen funcionar, con grandes esfuerzos, la
gran ciudad, paradigma del capitalismo industrial de las primeras décadas del
siglo XX.
Al igual que los trabajadores de Metrópolis, condenados a mover
engranajes hasta el colapso para la vida de arriba, las personas atrás de la
Inteligencia Artificial (IA) cumplen un papel fundamental y mayormente
desconocido para la implementación de una tecnología que, según sus
propagandistas, cambiará para siempre a las sociedades que la implementen.
Algunos, incluso, plantean que la IA se fusionará con el ser humano para dar un
salto, quizás definitivo, en la evolución de nuestra especie. Sin embargo,
estas ideas —pertenecientes al dogma tecnoutopista y al pensamiento místico—
tienen fuertes lazos con una realidad que, tarde o temprano, terminará
imponiéndose a las fantasías que rodean a la tecnología.
La IA tiene muchas vertientes para
analizar. Kate Crawford, investigadora principal en Microsoft Research Lab de
Nueva York y en la cátedra de inteligencia artificial y justicia en École
Normale Supérieure de París, describe en su libro Atlas de la inteligencia artificial: Poder, política y costos
planetarios (FCE, 2022) las capas que componen esta tecnología: la tierra,
el trabajo, los datos, la clasificación, las emociones y el Estado. Todos estos
elementos desmienten, como afirma Crawford, el concepto de “Inteligencia
Artificial”, pues esta tecnología depende del trabajo humano para “pensar” y,
en segundo lugar, está profundamente vinculada a elementos naturales cuya
intensa extracción pondrá en riesgo el uso masivo no sólo de la IA, sino de
Internet y sus bases de datos.
El trabajo, en este caso, es uno de los
elementos más difíciles de desmitificar en la IA. El usuario común puede creer
que ésta funciona automáticamente, tan sólo impulsada por una serie de
comandos. Sin embargo, las cosas no son así. Carl Franzen, en el portal VentureBeat, publicó este año el
artículo “The AI feedback loop: Researchers warn of ‘model collapse’ as AI
trains on AI-generated content” (“El circuito de retroalimentación de la IA:
los investigadores advierten sobre el ‘colapso del modelo’ a medida que la IA
se entrena con contenido generado por IA”). La investigación destaca un
problema fundamental de la llamada herramienta del siglo: la alimentación de
los algoritmos con datos generados por otros algoritmos —y no por humanos—
provoca sesgos irreversibles en la IA. El frenesí de las plataformas que usan
esta tecnología llenará la red de contenido basura que se reciclará para
pervertir aún más el sistema. Una posible solución —difícil de realizar según
los especialistas entrevistados por Franzen— es “reconducir” la IA por medio de
un “mecanismo de etiquetado masivo” hecho por humanos. La tecnología que, en el
papel, genera contenidos sin ayuda de nadie sería como las máquinas automáticas
en los estacionamientos que necesitan a un empleado como apéndice para corregir
las numerosas fallas que se presentan a diario. Este trabajo, como se puede
suponer fácilmente, sería un paso más en la alienación laboral para muchas
personas.
No hay que esperar, sin embargo, al
esfuerzo de cientos de miles de subempleados evitando el colapso de la IA. En
la actualidad ya existe un ejército de “etiquetadores” —trabajadores que
entrenan a los algoritmos identificando imágenes, entre otras cosas— que
pertenecen a un submundo invisible que mueve los engranajes atrás de nuestras
computadoras. En junio de este año, el periodista Josh Dzieza publicó en el
portal The Verge el artículo “AI Is a Lot of Work. As the technology becomes ubiquitous, a vast tasker underclass
is emerging — and not going anywhere” (“La IA supone mucho trabajo. A medida que la tecnología se vuelve
omnipresente, está surgiendo una enorme subclase de taskers, que no irá a ninguna parte”). En el texto, Dzieza describe
las vidas de los taskers, es decir,
los etiquetadores que refinan o filtran la información para que funcione la IA.
Esta clase subutilizada se somete a largas jornadas tras la computadora por
magros salarios. Reclutados globalmente, sin conocer en persona a los otros
trabajadores, realizan una inmensa cantidad de tareas minúsculas y repetitivas.
Esta fuerza laboral funciona como las muletas de una tecnología que se vende
como autónoma e infalible. Incluso, nosotros formamos parte de este grupo
—aunque sin cobrar un peso— cuando realizamos tareas de identificación en
portales de Internet o subimos fotografías e información personal que servirá
para nutrir con datos a las máquinas.
Lewis Mumford, el gran crítico de la tecnología y de la sociedad industrial, acuñó el término megamáquina para referirse a un sistema de dominación cuya estructura depende de un complejo sistema burocrático. Los miembros de este sistema participan de él coaccionados de diferentes maneras: por medio de la alienación religiosa o diferentes ideologías que han surgido a través del tiempo. En la actualidad, la megamáquina va más allá de cualquier concepto trascendental, pues se sostiene en una generación de trabajadores que sólo tienen como meta sobrevivir. Son las vidas de los etiquetadores de imágenes o “anotadores”. Uno de ellos, en el artículo de Dzieza que cité anteriormente, afirmó: “Nos tratan peor que a los soldados de infantería. En el futuro no seremos recordados en ninguna parte”.
Este vacío existencial, propio de los
trabajos del capitalismo de nuestro siglo, es una de las características más
desesperanzadoras del mundo que existe atrás de la tecnología actual: trabajar
sin ningún fin concreto más allá de la paga. En el caso de la gente atrás de la
IA, no compromete su vida para crear una sociedad más justa o, al menos,
colaborar en agendas puntuales como la adaptación al cambio climático. Sus
horas frente a la computadora sirven para desinformar, erosionar los empleos de
otros o mantener a la sociedad global atada a estímulos que degradan su comprensión
de la realidad y que, a la postre, representa un gasto exponencial en recursos
materiales —además de los humanos que ya he mencionado— como han advertido los
especialistas. Françoise Berthoud, investigadora en el Centro Nacional para la
Investigación Científica de Francia (CNRS), ha estudiado cómo el mundo
falsamente etéreo e inmaterial de Internet —potenciado por la IA— acelera el
consumo no sólo de mercancías, sino de interacciones que requieren ingentes
cantidades de energía contaminante. Esta dinámica forma parte del mundo
invisible que existe atrás no sólo de nuestras pantallas, sino del dogma
tecnológico con el que nos han educado. Sólo dándonos cuenta de la realidad que
hay atrás de la IA podremos gestionar las herramientas del siglo XXI de manera
democrática y, sobre todo, no asumirlas como parte de un proceso irreversible.
-Fuente: REVISTA COMÚN
https://revistacomun.com/blog/la-gente-atras-de-la-inteligencia-artificial/
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla” (cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
La poesía es un
ratón que escapa del mundo*
Mirando la televisión, un viejo dibujo
animado muestra un ratón en fuga interminable de sus perseguidores. Escapa de
todas las formas pensadas de un destino llamado muerte, mientras a su paso se
derrumban las paredes de una mansión siniestra, habitada solo por sus
victimarios. Huye y se esconde todo el tiempo para sobrevivir.
A la poesía, le sucede algo parecido.
Objeto de culto desde el origen del hombre, alejada de los mecanismos de
institucionalización y despreciada por no formar parte de los bienes transables
de la época que fuese. Su hábitat, como el del ratón, es un territorio oculto y
un refugio para los que intentan sobrevivir a un impresentable hogar llamado
mundo.
Los buenos ratones siguen escapando, su adn
lleva el peso de la historia y no creen que haya otra forma de pensar la vida
que no sea de esta forma. El instinto del ratón y del poeta
se afinan. Mientras el ratón respira
tranquilo en la noche, sabiendo que ese es el momento de visitar la ciudad y
sus restos, el poeta se desliza en la oscuridad buscando palabras para componer
su texto.
Algunos ratones y algunos poetas se
equivocan y deciden salir a la luz del día. En el caso del ratón, este error de
cálculo suele provenir del hambre y le costará la vida. En el caso del poeta,
el error radica en una patología llamada narcisismo, que lo acercará a los
salones de la vanidad y lo alejará del objetivo primario: la poesía.
Ratones y poesía se parecen mucho más de lo
que pensás.
Los buenos ratones, al igual que los buenos
poetas no son fáciles de atrapar. Los otros, ya fueron asimilados por un mundo
que los seduce, los atrapa, los alimenta y luego los vomita, arrojándolos al
basural de las cosas efímeras.
El cerebro del poeta, está condenado a
adulterar la realidad y falsificarla. Lo que absorbió durante el largo día será
fragmentado y distorsionado, todo lo que sus neuronas de poeta le dicten. Nada
de lo que ve es a través del cristal de la reproducción, sino por una especie
de laberinto de espejos que perforan y retuercen los sentidos. Este procedimiento
es natural en ellos, no así en los narradores, cuyo cerebro es como el de una
vieja Kodak de 35 mm o el de los pintores de naturalezas muertas: ambas
maquinarias de fotocopiado.
La voz que susurra al ratón y al poeta les
dice: escapa, escapa todo lo que puedas.
Llega la noche y estamos escondidos. Mi
ratón y yo comemos un trozo de queso mientras pensamos un poema. El mundo nos
olvidó creyendo que nos había cazado o que estábamos muertos por sus venenos.
Nosotros también lo olvidamos.
Pero no sus garras.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
ECOS DE LA CALLE BREWER*
Desde la ventana del
piso alto
del edificio
de la esquina, no tan
lejos de
la bulliciosa
calle Oxford, el viejo
Marx
derrama
unas pocas flacas
lágrimas
por las cosas
de la historia y por
los
ensueños
desvalidos, mientras
consume
su momento
mirando hacia la
calle.
Engels,
ya muy serio, lo
acompaña,
entre los ecos
de lo que parece una
asamblea
de obreros, que se
acercaron
desde
Shoreditch y otros
barrios
para saludarlo y
escucharlo
con sus miradas
heridas y
sus boinas viejas.
Porque la historia ya
pasó,
y está pasando,
como un tren repleto
entre
la noche,
que nunca puede
saberse
adónde va.
*De Eduardo
Dalter.
-Del poemario "Dos cigarrillos para Eliot" (2015)
Un corazón que
late en los pies*
Eres tu propio cielo,
Tu propia luz,
Tus propios colores.
Eres tu propio cielo,
Con sus divisiones armónicas,
Con sus milagros cotidianos.
Eres tu propio cielo,
Con tu piel llena de estrellas,
Tus mejillas sonrojadas hasta la nariz.
Con tristeza en tus ojos
Muestras a los hambrientos:
Dominados,
Pero no convencidos de esa dominación.
Eres tu propio cielo
Azul y negro,
Sonriente y ocurrente.
Eres tu propio cielo
Que cuando se rebela con sangre y sueños
Recupera su existencia.
Eres tu propio y amarillo cielo,
Que cubre adornando sus orejas
Con la caída entre cascadas de tu cabello.
Eres tu propio cielo
Con los bolsillos desgarrados,
La miseria sosteniendo a quienes dicen:
“Esto es vivir en paz”.
Eres tu propio cielo
Que añora mirar el día
Que ponga de pie a los oprimidos...
Eres tu propio cielo,
Tu propia tierra,
Tu propio mar,
Que apachurro fuerte entre mis brazos
Para que la deuda externa
No te arranque también de mi lado.
*De hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Coyoacán. México
TRES ESTACIONES Y UNA
MENOS*
Es de noche y hace
frío.
El hombre mastica
escarcha.
En sus manos tiembla
el viento sur.
Es interminable el
camino de la soledad.
Es de día y el calor
es bochornoso.
La boca de la mujer es
un desierto salino.
El viento zonda se
enrosca en sus pies.
El camino de la
soledad termina en el horizonte.
El hombre entibia su
boca en colinas pródigas.
Su cabeza descansa en
valles fértiles.
La mujer refresca su
boca en el pico de un pájaro.
Sus cabellos mojados
se adhieren a su rostro.
El hombre y la mujer
exploran.
Una geografía de
carbón y obsidiana, los alberga.
El camino de la
soledad es una anaconda quieta.
*De Amelia
Arellano.
Quimeras*
En cada calle de cada manzana había lotes
vacíos
a veces dos o tres juntos que creíamos uno
solo.
Se fueron llenando de modo aleatorio, con
casas
mejores o peores. Pasada la curiosidad
inicial
nos fuimos habituando a las nuevas formas
de la soledad y la tristeza, de la
resignación
de las repeticiones, de los mismos
resultados.
Esas casas y esas gentes se fueron
asimilando
y envejeciendo como lo anterior ya
conocido.
Las improntas novedosas se hicieron rutinas
y las paredes chorrearon el mismo abandono.
Hasta que con los años se perdió la noción
del
orden de llegada y todo fue una sórdida
masa
de fracaso. Entonces, inesperada, se nos
rebeló,
una extraña noción de la belleza y fue
recordar
los viejos lugares baldíos. Y, a la vez,
supimos
que una forma de la felicidad era todo
aquello
que es imaginable y nunca pasa a los
hechos.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
-Horacio
Rodio es autor de los libros “Palabras
de piedra” Ediciones Baobab. Argentina. 1999 / “Media baja” Ediciones Dunken. Argentina. 2012 / “La insistencia de la desdicha”
Editorial Ruinas Circulares 2018 / “El
cinturón de Orión” Poesía. Ediciones
Las Flores Argentina 2022 / “Ausencia y
Error” Novela (Aparece en octubre 2023) Avant Editorial. Madrid. España.
2023
- Autor del libro de poesía “El libro de Hopper” Pierre Turcotte
Editor. Quebec. Canadá. 2023 / Autor de la novela “Una sed extraña” La voltereta Almería España 2023
- Primer premio IV concurso “Traspasando
fronteras” Universidad de Almería España 2009 - Primer Premio Cuento Concurso
“Villa de Errenteria” España. 2013 - Primer Premio Cuento Ciudad de Azul
Argentina 2013 - Segundo Premio Municipal CABA Eduardo Mallea CABA Argentina.
Bienio 2011/2013 - Primer premio Cuento Floreal Gorini, C.C.C. Argentina 2015 -
Mención Cuento Premio Julio Cortázar La Habana Cuba 2015 - Primer Premio Poesía
Ciudad de Azul 2015 - Única mención de Honor IV Premio Internacional de Novela
Héctor Rojas Herazo 2020. Colombia. -Primer premio de cuento Fundación Gabriel
García Márquez. Colombia 2021.- Primer premio libro de poesía. XV Concurso
Nacional Adolfo Bioy Casares. Argentina. 2022
*
Cuidar que nuestro
amor por la profundidad y lo complejo no nos haga olvidar la belleza de lo
simple y escamotear la vida. Pero a no preocuparse: lo haremos siempre. Es
parte de nuestra condición.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
LA
ESTACIÓN INEXISTENTE*
En el compartimento había un hombre vestido a la antigua, con un sombrero
algo raído sobre su cabeza. Pensé que no se descubría porque el pelo ya
empezaba a ralear. Tenía las cejas espesas y de un gris que ya era casi blanco.
Le saludé con amabilidad y me senté frente a él. Puesto que su contestación fue
apenas un levísimo movimiento de las pobladas cejas, tardé un buen rato en
decidirme a hablarle. Todo viaje es más ameno si en él se mantiene una buena
conversación.
- ¿También va a Los Eucaliptos? – pregunté.
Él abrió los ojos, que hasta ese momento había tenido entrecerrados, como
si le molestase la luz y no contestó. Lo hizo después de escrutarme de arriba
abajo.
-Es posible. Con nuestros ferrocarriles nunca se sabe.
Esas enigmáticas palabras se quedaron bailando en mi mente un buen rato.
¿Iba o no iba a Los Eucaliptos? ¿O se trataba de uno de esos viajeros crónicos
que nunca saben con certeza adónde van? ¿Me había equivocado de tren? Debía
aclarar cuanto antes este punto. Si tenía que escribir sobre esa estación, no
podía arriesgarme a que el tren me llevase a cualquier otra.
- ¿Qué quiere decir? ¿Cabe la posibilidad de que este tren no vaya a ese
lugar? El hombre suspiró y echó un
vistazo al paisaje visible a través de la ventanilla.
-Nada es imposible, joven. Cuando se llega a mi edad, uno ya ha visto de
todo.
Vaguedades. No me servía. Necesitaba más concreción.
-Mire: Yo necesito ir a esa estación en concreto. Se me ha encargado la
redacción de un artículo sobre ella. Si este tren no va allí, debería bajarme
ahora mismo.
Percibí entonces que ya estábamos en movimiento. Si había cometido un
error, ya no había forma de arreglarlo. O tal vez sí. Podría bajarme en la
siguiente estación y regresar de algún modo o bien tomar desde allí un tren que
sí fuese a Los Eucaliptos.
-Este es su tren. En efecto, pasa por allí. Pero…
Calló y se frotó los ojos con las yemas de los dedos. ¿Qué era lo que me
estaba ocultando?
- ¿Pero?
-Hace mucho tiempo que no se detiene. De hecho, esa estación ya no existe.
Esta revelación constituyó un mazazo. ¿Entonces? ¿Me habían enviado a
escribir sobre un edificio abandonado? ¿Tal vez una reliquia histórica? Como si
me estuviera leyendo el pensamiento, el hombre se ajustó el sombrero, que se le
había movido un poco, y declaró:
-Incluso el edificio fue demolido. Allí ya no hay nada. Pero nunca se sabe…
Asentí. Me quedé pensativo. Eché mano a mi teléfono móvil y llamé al
periódico, con intención de esclarecer el asunto. Pero no daba señal.
-Eso no le servirá. Una vez que el tren se pone en movimiento ya no
funcionan. Es lógico.
- ¿Lógico? No le encuentro el menor sentido. Nunca he tenido ese problema.
A veces me he pasado todo el viaje charlando animadamente con alguien por
teléfono.
Entonces, por primera vez, sonrió.
-Ya lo entenderá-dijo escuetamente. Luego se recostó en el asiento, echó la
cabeza hacia atrás, se colocó el sombrero sobre los ojos y cruzó los brazos
sobre el pecho. Al parecer, se disponía a dar una cabezada. Me pareció que
antes de quedarse dormido musitaba estas palabras: “Disfrute del viaje”.
Intenté comunicar un par de veces más, pero sin éxito. Me resigné. Todo el
asunto iba a ser una pérdida de tiempo, pero no pensaba renunciar a mis
honorarios. Hubiera o no hubiera algo sobre lo que escribir, yo presentaría la
factura correspondiente. No era responsabilidad mía que me hubiesen enviado a
un lugar ya inexistente.
Puesto que no había con quien conversar, me dediqué a mirar el paisaje por
la ventanilla. Era curioso: Mientras avanzábamos, el terreno iba cambiando,
pero de una forma que yo no había visto nunca, como si el crecimiento o la
decadencia de las plantas y árboles tuviese lugar por tramos o como si se
produjese con una aceleración desconocida.
La visualización del horizonte despejado me tranquilizó. Empecé a pensar
con mayor claridad. Podría ser, especulé, que el tipo del sombrero me hubiese
mentido, o que estuviese en un error. Me dije que todo se aclararía al llegar
al sitio. No había por qué preocuparse. Sin embargo, los constantes cambios de
luz en el exterior me desconcertaban. Tan pronto estaba nublado como lucía el
sol. Un par de veces, mi compañero carraspeó, pero no daba señales de recuperar
la consciencia.
Atravesamos un par de pueblecitos, pero el tren no se detuvo. Me fijé en
que ahora parecía viajar a mayor velocidad, pero lo achaqué a un error de mis
sentidos. Extraje el teléfono del bolsillo de la americana, para entretenerme
con algún juego de los que venían pre instalados, ya que, según comprobé,
tampoco funcionaba mi conexión de datos móviles. Era como estar viajando al pasado, pensé.
Sin saber muy bien lo que hacía (ahora el paisaje había vuelto a cambiar,
los colores eran más opacos, el cielo parecía diferente), abrí la aplicación de
mensajería. Ante mí surgió el mensaje que el director del periódico me había
enviado dos días antes. Iba a cerrarlo y pasar a otra cosa, cuando algo me
sobresaltó. Leí el texto atentamente: En ninguna parte se mencionaba el nombre
de Los Eucaliptos. La estación que se me había encargado visitar y sobre la que
debía escribir era otra. ¿Cómo había podido confundirme? ¡Si ni siquiera se
parecía el nombre! Debía bajar en la primera estación y regresar. Salí del
compartimento con intención de buscar al revisor para exponerle mi problema. Al
pasar junto a él, me pareció sorprender en el rostro de mi compañero de viaje
una leve sonrisa, pero debían de ser solo imaginaciones.
Recorrí todo el tren, pero no pude encontrar al revisor. No solo eso:
Tampoco había viajeros. Fui hasta la parte delantera, tal vez allí hubiera
alguien a quien poder explicar mi problema. Estaba igualmente vacío. Llamé con
los nudillos y al no obtener respuesta empujé la puerta de comunicación con la
locomotora. Se encontraba sólidamente cerrada. Al parecer, no tenía más remedio
que permanecer atento para apearme en el primer lugar posible. Volví a mi sitio
y esperé.
Sin embargo, el tren no se detenía. Atravesamos algunas estaciones, pero en
ninguna de ellas paró. Seguimos adelante. El hombre del sombrero ahora estaba
despierto y me miraba, divertido.
-Ya pronto vamos a llegar. No se preocupe. - dijo.
-No estoy preocupado. - respondí, algo desdeñosamente.
Hizo un gesto con las manos, como diciendo: No me dispare, solo soy el pianista*. Yo me asomé a la ventanilla para no tener que enfrentarme a su
rostro rubicundo que ahora, misteriosamente, parecía más joven. Supuse que lo
había mirado con escasa atención al subir.
-Tendrá su reportaje. Verá que el lugar le va a gustar.
No respondí. Sin duda me estaba tomando el pelo. Volví a comprobar mi
teléfono. Ahora ya ni se encendía: La batería se habría agotado, intuí. De
pronto, noté que la velocidad disminuía. Estábamos llegando a algún sitio. Miré
a través del cristal. En efecto, un poco más adelante había una estación.
Conforme nos íbamos acercando, percibí la antigüedad del edificio. Ya no se
construían cosas así desde más de medio siglo atrás.
Y entonces vi el cartel.
Abrí y cerré los ojos varias veces, para asegurarme. Pero la leyenda no
podía estar más clara. Decía: LOS EUCALIPTOS, así, en letras mayúsculas. Cuando
el tren se detuvo, pude ver al jefe de estación, ataviado con uno de esos
uniformes de los años cincuenta. Unas pocas personas ocupaban el andén. Parecían
felices. Miré a mi compañero. Sonreía.
-Aquí estamos. - manifestó. - ¿no era esto lo que quería?
-Pero usted dijo que ya no existe esta estación.
-Es cierto. - dijo el hombre agarrando el sombrero con ambas manos por
delante de su tripa. - Ya no existe. – Y al decir esto, el sombrero y más tarde
el hombre empezaron a desvanecerse. Y lo mismo pasó unos segundos más tarde con
el tren que me había traído hasta aquí. Yo me quedé allí parado. Comprendí de
golpe. Supe que no había forma de regresar. Una vez aceptado esto y para que
nadie me tildase de anacrónico, empecé a charlar animadamente con cualquiera
que se aviniese a unos minutos de conversación insustancial.
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
*No me disparen, solo soy
el pianista o Don't Shoot Me, I'm Only the
Piano Player es el título de
un disco de Elton John.
-Próxima estación:
LOS
EUCALIPTOS.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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