martes, febrero 20, 2024

EDICIÓN FEBRERO 2024

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

¿Oís, desde tu casa, el corazón del águila

que cruza en las alturas?

Cada latido mueve el aire.

Cada latido del corazón del águila

se propaga hasta tocar los álamos más viejos,

entra

en el ladrido de los perros,

toca el misterio de tu cuerpo sobre el mundo.

¿Te das cuenta?

¿Oís el corazón del águila?

Es igual al ruido de la muerte frustrada

por una ilusión espléndida.

Es igual a una ilusión espléndida

que rompe el pánico.

Una ilusión rapaz, depredadora,

igual que el corazón de un águila en el cielo.

La tuvimos alguna vez.

Sí, querido. La tuvimos.

Habría que darle forma escrita a ese sonido.

 

*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com

 

 

-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar", Editorial AqL (2021).

- “Final francés”, AqL ediciones, 2023

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CONTRASTES*

(Heptapoemas)

 

 

El desgarro del mundo

-alondra herida-

conmueve.

 

En la campiña

los lirios imperturbables

crecen.

 

Un niño muere

certeramente

como daño colateral.

 

Sofisma de los guerreros

que disimulan inocencia.

 

Un ave ensaya su canto.

Irrumpe vida.

 

*De Oscar Ángel Agú.

Santo Tome. Santa Fe.

 

 

 

 



 

 

 

 

 

 

Paré la guerra*

 

Te va a parecer increíble

pero paré la guerra

estaba trabajando en el desierto

cuando vi pasar un tomahawk

y quise ver la hora

 

como el reloj se había detenido

tiré la palanquita hacia fuera

y giré las agujas para atrás

al principio el misil se detuvo

luego comenzó a retroceder por donde había venido

 

sopló un viento fuerte

aparecí de la mano de mamá

en la puerta de la escuela siete

era 1972

 

tenía mi viejo portafolio y un mantecol chico

me dio un beso, entré corriendo

saqué el cuaderno de geografía

tenía los deberes hechos

el mapa del Golfo Pérsico

 

me saqué un sobresaliente

le conté a la maestra la historia de los persas, los Otomanos

los árabes

sonó el timbre

 

pensé que papá tal vez venía a buscarme

nunca llegó y me puse a llorar

como ahora en el desierto.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

(1991)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las celebridades contaminantes *

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

Recientemente el programador Jack Sweeney –estudiante de la Universidad de Florida Central– se ha vuelto famoso en las redes sociales por rastrear los viajes en avión de personajes famosos como Elon Musk y Taylor Swift. El objetivo de su cuenta en X (antes Twitter) “Taylor Swift Jets (Tracking)” es evidenciar el uso de jets privados para informar, entre otras cosas, la huella de carbono que deja ese tipo de transporte usado por la élite mundial. Como es previsible, Swift –a través de sus abogados– ha amenazado a Sweeney por revelar sus trayectos que, en algunas ocasiones, duran apenas unos minutos con un gran costo ambiental.

Taylor Swift no es, en absoluto, la única celebridad que viaja en jets privados, aunque sí la más mediática. Para muchos fans es alguien que representa un modelo aspiracional y no un personaje polémico, al menos hasta hace poco. La cantante no es un político tipo Donald Trump que considera el cambio climático un disparate de la agenda progresista. De hecho, según reportajes periodísticos, Swift “compensa” sus costosos viajes privados comprando “bonos de carbono”. Es decir, paga una especie de impuesto extra por contaminar. El dinero recaudado se dirige a proyectos ambientales como reforestación de áreas verdes. Este buen gesto –cuestionado desde hace mucho tiempo por los científicos– no logra que sea inofensivo el combustible que usa el jet privado de la artista. Tampoco evita la contaminación que genera el séquito que la acompaña en cada uno de sus shows. Sin embargo, ella puede decir que está comprometida con el medio ambiente con cualquier donación altruista a organizaciones defensoras de la ecología. Nadie, hasta el momento, ha organizado una protesta o boicot en alguna presentación pública de la cantante. De hecho, algunos prefieren no criticar a una artista que goza de una alta popularidad.

Celebridades como Taylor Swift gozan de impunidad social, pues representan un ideal a seguir. Al igual que los ídolos de antaño, cantantes, actores y actrices son una válvula de escape para grandes sectores de la población ávidos de una experiencia que cambie sus vidas o que las dote de un sentido, aunque sea efímero. Incluso son capaces de endeudarse –algo inconcebible en años pasados– por un concierto de un par de horas. Si las cosas por las que valía la pena endeudarse en el pasado como casas y autos son inaccesibles, el espectáculo puede funcionar como un reemplazo. El star system global lleva muchas décadas funcionando, pero ahora –gracias a internet– las vidas de los famosos son expuestas como nunca antes. A veces estos mismos personajes se prestan a este exhibicionismo mediático proyectado a nivel global a través de reality shows o en escándalos que se vuelven virales en las redes sociales. Finalmente, como se dice, no hay mala publicidad. Sin embargo, esa transparencia no es total, pues las celebridades ocultan o intentan ocultar su información fiscal y costumbres incómodas como la contaminación que generan sus vuelos privados. La cantante colombiana Shakira, por poner un ejemplo reciente, tuvo que pagar 7.8 millones de euros de multa por un fraude de 14.5 millones a la Hacienda española. Este delito no evitó que Shakira dejara de ser atractiva como marca comercial: la compañía Epson anunció a principios de este año un convenio publicitario con ella. Su legitimidad social no sufrió daño alguno a pesar de que el dinero no pagado en impuestos repercute, directamente, en la calidad de vida de muchas personas que necesitan hospitales, pensiones, entre otras cosas. 

Tenistas de élite, orgullo de sus países, como Novak Djokovic no son tan solidarios con su gente, pues radican en paraísos fiscales como Mónaco. Igual que Swift y el statu quo corporativo global, prefieren la filantropía en lugar de responder a las obligaciones del ciudadano común. Difícilmente los escucharemos pronunciarse sobre el conflicto en Medio Oriente o la desigualdad. Su conducta, en apariencia neutral y sólo comprometida con las buenas causas que abanderan sus patrocinadores, es un engaño. Abordar un jet privado para hacer un recorrido de unos minutos es un acto político disfrazado de empoderamiento económico y modelo de vida deseado por millones. Exprimir a las audiencias con tarifas dinámicas en los boletos de los conciertos también es un acto político. Ser embajadores del deporte en países que no respetan los derechos humanos, como lo hizo recientemente Rafael Nadal en Arabia Saudita, también es un acto político. La estela que dejan muchas celebridades artísticas y deportivas es una fuente que no sólo contamina el aire, sino a una sociedad que mira con ojos complacientes cómo sus ídolos se pasean por el mundo mostrando un comportamiento poco ético, por decir lo menos. 

-Fuente: Tachas 558

-https://www.eslocotidiano.com/articulo/tachas-558/tachas-558-celebridades-contaminantes-alejandro-badillo/20240218104249079648.html

 

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Movimiento de ajedrez*

 

La casa está en lo alto de una escalera de piedra.

La vieja escalera baja hasta una calle estrecha.

La calle desemboca en una plaza habitada por breves y coloridos jardines, farolas y palomas.

En la plaza nace una avenida.

La avenida conduce al parque.

En el parque hay niños que juegan, perros corriendo, ancianos leyendo la prensa, madres agobiadas, mendigos, desocupados, algunos jóvenes que han faltado a clase, uno o dos guardias y, en el centro de todo, dos hombres muy serios que disputan una partida de ajedrez.

Diríase que mientras ellos meditan, el tiempo se detiene. Diríase que cada movimiento produce consecuencias de alcance insospechable. Tanto es así, que el simple eco que nace del avance de un peón blanco (la mano del jugador lo está empujando hacia la siguiente casilla) puede ser el envés de la corneta homicida que en ese mismo momento, en otro lugar, desata un frenesí de fuego y horror que se va extendiendo por la altiplanicie hasta llegar a la remota aldea donde un durmiente anónimo sueña una casa en lo alto de una escalera de piedra.

 

*De Sergio Borao LLop. sbllop@gmail.com

http://sergioborao2011.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 



 

 

 

 

 

ESTACIÓN DE LOS SOLES*

 

 

ESTACION DE LAS LUNAS ABSORTAS

 

Sobrecogido. El niño mira las absortas lluvias.

Se pregunta porqué llora Dios. Se pregunta.

Tan serio. Tan niño. Tan hombre. Tan de amor sublevado.

Habla aquí y allá Tan lejos. Tan espera

 

 

ESTACION DE LAS FLORES

 

El niño mira el corazón de dios y le habla.

-Dios le contesta, siempre-

Nada le sobra al niño, nada le falta.

Sabe, de las calaveras nacen flores.

 

 

ESTACION DE LOS SOLES

 

Desde los pies le sube una virtud unida al polvo.

Un mundo donde la profecía no decae.

Sonámbulo trazaba contornos indecibles.

Rizos de oro. Soles. Trenzas rojas.

 

 

 

ESTACION DE LAS LUCES

 

Y le sube una llama. Mitad mujer, mitad niña.

Por los cuatro costados, de sur a norte, sube.

Real. Extraña. Idéntica. Distinta. El sol no es una estrella.

Y son torso de zarza. Luz. Maraña. Silencio.

 

El niño mira las absortas lluvias y musita.

Al oído del viento, musita. No solo de dolor se llora.

 

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Criatura de los puentes*

 

Siralí se olvida, a veces, de esa capacidad nómade que la caracteriza. Y aquello de los mundos le parece más un invento que una realidad. Se olvida de todo y vuelve a las tardes de urgencia, a las noches de apatía.

La alarma que más alerta sus sentidos es el mareo angustioso del agobio. Porque sus estados de ánimo son cambiantes, inasibles. Pero hay una punzante sensación que le recuerda a Siralí que hay otro mundo, deshabitado ahora, un mundo que espera por sus flores ahora, por sus perfumes, por sus personajes de bruja, de reina y exploradora, de animal.

Será preciso que delimite, que abra surcos en la tierra con su arado. Que cobije bajo ciertos árboles las especies más raras y desprotegidas. Será preciso que construya un puente, entre un mundo y otro, de un lado y otro del sembradío. Con un vigilante ruiseñor que le avise si el agobio llega con las tormentas después

de semanas cargadas de nubes. Que le avise antes que a nadie, que pronto dolerá si no atiende al otro lado, solitario, en el que ella, es dueña hasta del sol.

 

*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com

-De su libro Intemperie. Viajera Editorial 2017

-Mentoría de procesos creativos

-Taller de escritura y emociones

-Lic. en Ciencias de la Comunicación / Psicóloga Social

 

 

 

 

 

 

 



 

Soledades*

 

 

Una tarde, mientras íbamos río abajo en un bote de pescadores, mi padre cerró con furia los puños alrededor de la caña y de golpe se echó a llorar.

Llevábamos un largo rato en silencio. Yo tenía los remos y trataba de que la corriente no nos alejara demasiado de la orilla. Hasta entonces su pena me había pasado desapercibida porque para mí él era fuerte y sin fallas. Me demoré un largo rato antes de preguntarle qué le pasaba. Confusamente me dijo que había perdido a alguien a quien quería mucho y aunque era muy católico empezó a cagarse soberanamente en Dios. En ese momento no me importaron nada Dios ni los seres queridos. Me irritaba verlo así, aferrado a la caña, con la cabeza hundida en el pecho y el pelo blanco sacudido por el viento.

Hasta entonces su vida había sido ordenada, mediocre, patriotera. Fluía mansa y previsible como el agua que nos llevaba entre islotes y troncos flotadores. Dios era una inteligencia inasible e inapelable que aparecía cada vez que nos faltaba una explicación. Yo creía en El: todavía me veo rezando a oscuras, pequeño y pecador, pidiendo que fueran eternas las cosas que me hacían dichoso. Era tan joven que sólo pensaba en la muerte como algo lejano que quizás tuviera solución. Lo que pesaba era la soledad. No la soledad de estar solo sino esa otra por la que han escrito los mejores libros y cantares del universo. Ese paréntesis que atrapa una palabra para darle entonación subterránea. El agujero negro, infinitamente vacío, en el que aquella tarde había caído mi padre.

En Tierra de sombras un estudiante de letras dice que leemos para saber que no estamos solos. En Bleu, la protagonista intenta ocultar lo evidente bajo una máscara de fortaleza e indiferencia, hasta que algo se rompe. Por fin, en la edad de la inocencia, el hombre que acepta una vida prejuiciosa y previsible se hunde en las contradicciones de una clase incapaz de dar a la soledad otra respuesta que el orden cerrado y la complacencia hedonista.

Miré esas películas el fin de semana y al ver llorar a Anthony Hopkins abrazado al hijo de su esposa muerta, me puse a llorar yo también y me vino a la cabeza esa imagen de hace tantos años en el río Limay. Sin duda, también contaba la culpa, pero eso lo comprendí más tarde. Culpa de estar ahí y ser más joven que él. De no tener todavía nada que amortizar o de estar pagando por anticipado.

Durante un paseo por el campo, el profesor enamorado de una mujer agonizante confiesa su dicha efímera y ella le responde: "La felicidad de hoy anticipa el dolor de mañana." Tierra de sombras habla de Dios y del alivio que ofrece la fe para insinuar que no hay tal. Que Dios es el sufrimiento mismo y no su consuelo. Durante siglos el Creador jugó a ser imprevisible, fuente de amor y verdad, juez supremo incomprobable. Desde que lo inventaron, los hombres han tratado de explicarse para qué les sirve. Y como lo suyo es, a los ojos de la mayoría temerosa, sólo castigo, tampoco él sobrevivió a la oferta y la demanda. Mi padre no podía saber que dios iba a morir tan pronto y yo mismo nunca lo imaginé. En esos días lo habían intimado a dejar el cigarrillo.

Rechazó las pamplinas de los médicos y apostó a algo superior. Al Ser Supremo que estaba por encima del bien y del mal.

Naturalmente, perdió. Pero eso iba a ocurrir años después. Entre tanto está llorando mientras un bagre tira de su línea y yo no me animo a acercarme para consolarlo. Me digo que en una de ésas el bote se da vuelta y tenemos que volver nadando.

¿Qué tiene que ver el cigarrillo con el Reino de los Cielos? Mucho, me parece: al placer corresponde un castigo de espantosa agonía. Así pasa con todo lo bueno en la tradición de judíos y cristianos. Más allá, el goce y la dicha no prefiguran el paraíso sino el infierno. Eso parece decir Richard Attenborough. El amor, si podemos darlo, nos devolverá lágrimas y castigo.

Palabras más, palabras menos, Scorsese sugiere lo mismo. Sólo que no hay amor en La edad de la inocencia. No lo hubo en la vida de Edith Wharton, no podía haberlo en su novela y no es intención de Scorsese mostrar otra cosa.

La película, situada en 1857, habla de hoy y de una aristocracia con códigos propios: ocio, manjares, hipocresías, hasta que el amor aparece como una amenaza. Evitarlo preserva el orden social. Eso sugiere, me parece, el impenetrable mayordomo de Lo que queda del día. La autoridad de míster Stevens es proporcional a la negación de sus sentimientos. El dolor, la alegría, la humillación, resbalan en su alma como gotas de rocío. Todo pasa pero queda la soledad. Para Baruch Spinoza, en su Ética, el control de los sentimientos es la mayor virtud del alma: "A la impotencia humana para gobernar y reprimir los afectos la llamo servidumbre; porque el hombre sometido a los afectos no depende de él, sino de la fortuna." Con Spinoza se pone en claro, desde 1677, que el poder, para ser tal, excluye el amor en cualquiera de sus expresiones. Y que la gente vulgar al mostrar sus afectos los expone a la manipulación y la demagogia.

En sus Diarios, el narrador John Cheever apunta en 1979: "Puedo saborear la soledad. La silla que ocupo, el cuarto, la casa, a todo le falta sustancia (...) Creo que la soledad no es un absoluto, pero su sabor es el más fuerte." El libro comienza con una reflexión bella y perturbadora para mí porque sospecho que así sentía la vida mi padre aquella tarde que salimos de pesca: "En la madurez hay misterio, hay confusión. Lo que más hallo en este momento es una suerte de soledad. La belleza misma del mundo visible parece derrumbarse, sí, incluso el amor. Creo que ha habido un paso en falso, un viraje equivocado, pero no sé cuándo sucedió ni tengo esperanza de encontrarlo."

Y bien, mi padre era más que eso, o ni siquiera eso: "Nada más obsceno y vano que intentar contener la vida y la obra de un hombre en un puñado de líneas invocadas en el tiempo y la distancia", escribe Rodrigo Fresán en Trabajos manuales. Y agrega: "Cuando un hombre se transforma en el único paisaje posible de sí mismo es cuando alcanza la forma de la soledad. La soledad como territorio. La soledad como forma alternativa de la geografía y de lo biográfico."

Estoy tratando de decir, con imágenes y palabras de otros, que lo esencial de una vida brota en el momento en que nos enfrentamos a las formas más puras de la verdad. Amor, dolor, soledad. Ahí estamos solos, sin Dios, sin patria ni sustento. Un paso atrás, un movimiento en falso y todo está perdido. En la serenidad del bote que bajaba por el Limay, mi padre percibió de golpe su tierra de sombras. Nada de este mundo le resultaba ajeno, pero él no era más que una brizna de polen arrastrada por el viento. Cuando tuvo fuerzas para admitirlo dejó de llorar, recogió la línea y devolvió el bagre a la correntada.

 

*De Osvaldo Soriano.

-De "Piratas, fantasmas y dinosaurios"

https://es.wikipedia.org/wiki/Osvaldo_Soriano

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fórmulas para desear el bien*

 

Que la tierra ronronee bajo tus pies

cuando te saques los zapatos.

Que el aire

entre suave

te vuelva hilo

papel de seda

y aletee

cada uno de tus dedos.

Que la fruta madura

guarde el sabor del tiempo justo

para que no la olvides nunca.

 

*De Laura Devetach.

Reconquista. Santa Fe.

-en Canción y pico

https://es.wikipedia.org/wiki/Laura_Devetach

 

 


 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

El Dueño*

 

 

Alexis bajó del tren bastante inquieto. La sucia mochila negra se le aplastaba contra la parte inferior de la espalda, tironeándole los hombros hacia abajo a causa del considerable peso de cargar con tantos libros. Sabía que si no se deshacía de ellos no podría comprarle a su novia los textos de Saramago y de Cortázar que anhelaba desde hacía ya muchos años. Tampoco quería regalarlos en la primera oferta que le hicieran. Si bien lo que llevaba no representaba gran cosa -algunas novelas policiales y de ciencia ficción, un par de volúmenes de una enciclopedia en fascículos encuadernables que jamás terminó de comprar, varias revistas viejas pero bien conservadas-, eran suyas, y su valor, quizá, fuera más sentimental que comercial. Aun así, caminó a paso lento y desgarbado hacia la librería de usados de la calle principal del pueblo, ansioso por concretar su amado regalo.

Al ingresar al local, lo recibió el característico aroma de libros viejos, junto al tintineo de una campanilla en el extremo superior de la puerta.

Varias mesas repletas de ejemplares, estantes que se perdían en las oscuras alturas del cielorraso, volúmenes que se arracimaban hasta en el piso.

Aquello era un verdadero paraíso. Recobrando las esperanzas, se encaminó decidido hacia el mostrador.

Un hombre entrado en años, que lucía anteojos de media luna sobre el puente de la nariz y cara de pocos amigos, con un voluminoso libro de oscuro lomo cosido y hojas en papel Biblia sobre las rodillas, lo observó con recelo.

-Me dijeron que Ud. compra libros -comenzó Alexis, con un tono de voz que gradualmente adquirió seguridad.

El hombre, de ralo cabello cano, lo escrutaba en silencio. Luego, como si recordase algo, murmuró:

-Depende de lo que traigas.

-Le muestro -se envalentonó Alexis, aunque con cierta posible desilusión acechándolo desde lo alto de los anaqueles a su espalda.

Extrajo el material de la mochila, lo depositó en el mostrador, y aguardó expectante. El hombre, sin abandonar la banqueta alta en la que se hallaba sentado ni cerrar el grueso volumen, hojeó cada libro con una sola mano, comprobando el estado del interior de las hojas y del lomo, para luego apartarlo y realizar la misma operación con el siguiente. Al final, con expresión desdeñosa, cotizó un valor.

-Por todo esto, son treinta pesos.

La frase cayó como una piedra en el estómago de Alexis. No esperaba recolectar una pequeña fortuna a cambio de sus pertenencias, pero treinta pesos por semejante peso en libros le parecía una broma de mal gusto. Varias posibilidades se le cruzaron por la mente: volver a guardar los libros en la mochila y marcharse con el peso de la derrota sobre sus hombros; regatear el precio; deshacerse de aquel material de inmediato. Incapaz de confrontar, y pendiente de la imaginaria sonrisa de su amada al recibir el literario regalo, optó por esta última.

El hombre le indicó que los únicos libros que tenía para canjear tenían un código escrito en lápiz en la primera hoja y estaban ubicados al fondo del local, debajo de un vetusto cartel que tenía impresa la palabra USADOS, en grandes letras de imprenta.

-Y nada de buscar entre las novedades -le advirtió, con la misma desdeñosa mirada del principio.

Alexis dejó con desgano la mochila sobre el mostrador y se alejó rumbo a las bibliotecas del fondo. Al acercarse y leer los títulos, por poco no se derrumba de desilusión. Los libros que él traía en oferta eran mucho más interesantes y vendibles que aquel material de descarte que le ofrecían.

Respiró hondo, y aunque le costó unos minutos recuperarse y hacerse a la idea de que no llevaría quizá nada de lo planeado, comenzó a revisar los lomos en los estantes y las tapas sobre la mesa, emplazada en medio del cuarto y rodeada por varias bibliotecas.

Pero, aunque puso todo su empeño, no encontró nada. Abundaban las novelas románticas, los policiales baratos, los títulos que ya poseía o había leído, nada rescatable. Estaba dando una última recorrida, haciéndose a la idea de volverse con lo puesto, cuando sintió algo que se restregaba contra su pantorrilla izquierda.

La sorpresa y el ronroneo fueron casi simultáneos. Por un instante creyó que algo desconocido lo atacaría. Sin embargo, al mirar hacia sus pies, contempló enternecido la grácil silueta de un gato que se paseaba entre sus piernas y alzaba la cabeza para escrutarlo atentamente con profundos ojos oscuros. Alexis se arrodilló y lo observó con detenimiento. El gato no le despegaba los ojos de encima.

Si Alexis hubiese sabido algo de razas felinas, hubiera reconocido al instante al Sagrado de Birmania que tenía delante. Para él, sin embargo, aunque creía adivinar que era un siamés, poco le importaba catalogarlo. Lo encontró hermoso, receptor incondicional de cariño, y eso era lo único importante. Extendió con cautela una de sus manos y le acarició la cabeza. El gato no se alejó. Alexis aprovechó entonces para prolongar la caricia hacia el lomo y los costados. El ronroneo felino se hizo muy intenso, al tiempo que entrecerraba los párpados. Se habían gustado de inmediato.

Permaneció unos minutos jugueteando con él, aprovechando que el animalito se había echado de costado sobre el ajado suelo de parquet para que él lo acariciase, hasta que recordó, emergiendo de un tibio ensueño, el verdadero motivo que lo convocara allí. Y murmuró:

-Ay, gatito, gatito. ¿Qué me puedo llevar de entre todo esto?

El Sagrado de Birmania alzó las orejas y volvió a escrutarlo, como si reconociera su voz de algún lado; o más extraño aún, como si pudiese comprenderlo. Parpadeó, bostezó enseñando brevemente los afilados colmillos, olfateó alrededor, se incorporó moroso, saltó decidido sobre la mesa y caminó sigiloso por encima de los libros, olfateándolos, dueño y señor de todo lo que hubiera a su alrededor. Alexis lo siguió de cerca, muy intrigado.

Entonces el gato se detuvo y lo miró por encima del hombro, volvió a mirar el libro que tenía delante y golpeó repetidas veces la portada con una de sus patas, volviendo la cabeza hacia él. Alexis se acercó, y para su asombro, se encontró delante de una percudida edición en tapa dura de los "Nueve ensayos dantescos", de Borges, que le pasara desapercibida por completo minutos antes, confundida entre un mamotreto de Mallea y un perimido libelo de Wast.

El recuerdo de su novia se le impuso demasiado nítido delante de los ojos, como si ella estuviese a su lado. Había buscado sin resultado aquel libro en varias librerías "de viejo" de la Avenida Corrientes, y ninguno de ellos podía permitirse el lujoso gasto de adquirir las Obras Completas borgeanas.

Siempre les había quedado pendiente -a ella, de leerlo; a él, de obsequiárselo-. Y la simple certeza de tenerlo al alcance de la mano lo estremecía de amor.

Estaba a punto de tomarlo cuando el gato maulló tímido junto a su mano extendida. Alexis lo miró, y el animal lo fulminó con otra de sus profundas miradas. Volvió a maullar, y con sigilosos movimientos caminó sobre la mesa atestada de libros hacia una de las bibliotecas, hacia donde saltó con insuperable destreza, se aferró del borde de los estantes y los trepó uno a uno, como eximio equilibrista, hasta alcanzar la cima, donde la luz de la lámpara ya no llegaba. Maulló desde las alturas, con ojos brillantes en la oscuridad, y movió una de sus patas a fin de alcanzar el extremo del lomo de un libro que no parecía guardar la línea con los demás, colocado boca arriba encima de los otros. El movimiento, lento pero decidido, consiguió acercar el volumen hacia el borde de la pila, hasta que por fin se desplomó cerca de Alexis, desplegando en la caída una nube de polvo que lo hizo toser.

Alexis se inclinó, incapaz de creer la proeza del gato, y observó el libro, caído boca abajo, ambas tapas desplegadas y a punto de remontar vuelo otra vez. Se notaba que ya hacía un buen tiempo que dormía el sueño de los justos, allí en las alturas, a juzgar por la gruesa capa de polvo acumulada sobre él. No podía leerse bien la tapa, desdibujada por la mugre, pero las letras impresas en blanco sobre el lomo oscuro eran inconfundibles: "Cuarteles de invierno", de Soriano.

Alexis alzó la cabeza, maravillado y absorto. ¡Había querido leer ese libro durante años, y nunca había encontrado un ejemplar accesible! Miró con fijeza al gato, los ojos siempre brillantes en las alturas. Y la pregunta, murmurada y sorprendida, brotó sin pensarla siquiera:

- ¿Cómo sabías que lo estaba buscando?

El gato tembló en las alturas y saltó hacia una biblioteca más baja, para lanzarse desde allí hacia la mesa, temerario y con un leve quejido de esfuerzo. Alexis levantó el libro del suelo, sopló el polvo depositado sobre él, volvió a toser y hojeó las páginas. Allí, en la primera página, estaba escrito el código en lápiz que atestiguaba su condición de "usado". Se giró hacia el ejemplar de Borges, lo abrió, y allí había garabateado otro código similar. ¿Por qué no figuraban en el anaquel de USADOS?

Miró al gato. Sus profundos ojos lo atravesaban de lado a lado, hasta que uno de sus párpados bajó, creando un guiño cómplice, que para Alexis significó un inequívoco pacto entre ambos.

Parecía que el esfuerzo de haber viajado hasta allí estaba más que compensado, pero nuevamente el gato se puso en movimiento, saltando al suelo y escabulléndose entre los estantes inferiores, por debajo del nivel de la mesa. Alexis se agachó para ver cómo se esfumaba la cola peluda entre los libros, oír el rasguido de las uñas sobre las superficies de papel, seguido de algunos empujones, y finalmente contemplar aparecer entre libros deslomados y en desorden un volumen tan añorado como valioso: "La conjura de los necios", de Toole.

- ¡No lo puedo creer!!! -exclamó Alexis, y al escucharse enmudeció, temeroso de que el librero del mostrador lo hubiese escuchado, sospechando lo peor.

Ansioso y esperanzado, abrió la cubierta y allí estaba el tan codiciado código para el canje. ¡Con lo que ambos habían buscado este libro, tan recomendado por sus amigos! Aguardó a que el gato emergiese del interior del estante y lo mirase, para entonces ponerse de pie y recolectar su cosecha literaria. El corazón le latía con fuerza, sentía la boca seca, y rogaba que el milagro se produjese completo, sin abandonarlo en mitad de un sueño que ya se perfilaba imposible de olvidar.

Y antes de marcharse, volvió la cabeza. Como era de esperar, el Sagrado de Birmania lo siguió sin perderle pisada.

Al aproximarse al mostrador, donde el librero revisaba ahora una colección de fascículos discontinuos, con la misma expresión desdeñosa del principio, temió por un instante una reacción adversa. Sin embargo, allí estaba su cómplice felino para socorrerlo. El gato saltó encima del mostrador, se sentó sobre sus patas traseras, envolvió sus patas delanteras con la cola y contempló alternativamente al comprador y al librero, casi tan ansioso como él por completar el canje de ejemplares.

El librero se sorprendió de ver aparecer al gato, sospechando de soslayo que algo raro ocurría aquella tarde. Bajó la mirada hacia los libros que Alexis había depositado delante de él, y entrecerró los párpados. Definitivamente: algo raro ocurría allí. Alexis tragó saliva, incapaz de hablar. Las manos le temblaban, un sudor frío cayó desde sus axilas hacia las costillas, y el suelo amenazaba con abrirse debajo de sus pies. El hombre lo miró por encima de sus gafas de media luna y preguntó:

- ¿Dónde encontraste esto?

Alexis no supo cómo responder. Su cabeza era un torbellino que lo proyectaba muy lejos, seguro de haber perdido toda posibilidad de apoderarse de un pequeño tesoro. Había enmudecido de pronto. El gato lo miró, desvió sus enormes ojos para contemplar al librero, y emitió un tierno y ronco maullido, quizá de aceptación.

El librero lo miró fijo, acercando sus ojos a cinco centímetros de distancia de las pupilas del gato. Proyectó el labio inferior hacia delante, frunciendo el mentón con expresión ceñuda, evaluando la reacción del felino, y se volvió hacia el comprador, con una fugaz suavidad en la mirada.

-Parece que estás de suerte -sentenció. -Al Dueño le caíste bien. Y el costo de los libros cubre el precio del canje. Así que estamos a mano.

"¿Dueño?", alcanzó a preguntarse Alexis. Aunque el suspiro de alivio que experimentó eclipsó cualquiera de sus dudas, haciéndose casi audible, como si se derrumbase en un mullido sillón luego de una agotadora caminata bajo el sol del verano. Sin embargo, la tranquilidad le duró poco.

-Pero ni se te ocurra volver por acá -masculló el tipo del mostrador, con el desdén recrudeciendo su mirada, como si la reciente suavidad le resultase ajena. -No me parece que haya más libros que te interesen.

En completo silencio, con mano aún temblorosa, Alexis recogió los tres libros y los arrojó al fondo de la mochila, sin despegar sus ojos de los de aquel hombre, retrocediendo de espaldas hacia la puerta. Casi derriba un exhibidor giratorio de ediciones de bolsillo que había a un costado, hecho fortuito que consiguió liberarlo de aquel hipnótico enlace, impulsándolo a huir a gran velocidad.

Pero antes de que llegara a la puerta, un maullido lo alertó a sus espaldas, ofendido de que se marchase sin saludar. Alexis se detuvo, ya con la mano sobre el picaporte, y se volvió para contemplarlo, allí en el ajado piso de parquet, con un porte brillante y majestuoso, sentado sobre sus cuartos traseros, escrutándolo como siempre.

Se arrodilló, y el Sagrado de Birmania se acercó ronroneante para recibir una última caricia, fregándose con deleite contra las botamangas de sus pantalones.

- ¡Gracias, Amigo!!! -alcanzó a articular en un murmullo, sintiendo en lo más profundo de su alma que aquella amistad, aunque jamás volvieran a encontrarse, duraría por toda la vida.

El gato le lamió el dorso de la mano con que lo había acariciado y volvió a guiñarle un ojo. Tal vez él, en las profundidades de un misterioso idioma felino, sintiese lo mismo.

No muy lejos de allí, se oyó el silbato del tren. La hora de marcharse estaba próxima.

 

*De Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com

 

 

-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.

Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes literarios. Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren durante los recorridos literarios entre 2002 y 2006.

Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".

 

 

 

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