*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com
LOS CUERVOS DE IRLANDA*
"The crows want to talk to you;
Something they
want to tell you."
Vienen de la antigua historia y no son
presencia menor
en el devenir fértil y soleado (o lluvioso)
de los días.
Yo los vi apenas llegaban sobrevolando los
edificios
mientras tomaba un cappuccino en la terraza
del pub de la avenida.
Luego, en tierra, uno me miraba fijamente y
graznaba con suavidad
amistosa mientras se iba acercando
e inclinaba con gracia y gravedad su
cabeza.
No le hice, un poco por mi sorpresa, las preguntas
que hubiera querido hacerle en estas horas
en torno de la soledad más cruel y de la
historia,
que su especie acompañó y digirió durante
siglos,
aunque también cuenta que el nuestro
sólo fue un encuentro inesperado bajo el
viento,
también feliz, detenido y amistoso.
*De Eduardo
Dalter.
Cork, mayo, 2024
PÁJAROS
Y MEMORIA*
Laurie Anderson escribió en su espectáculo "Homeland" una historia con la
que comienza el show. En ella los pájaros, que existían antes de que el mundo
exista, vuelan sin tener más que aire y ningún lugar donde posarse. El problema
surge cuando el padre de una de las aves muere, y no saben qué hacer con el
cadáver ya que es una nueva cuestión, algo que los sorprende por ser la primera
vez que algo así les ocurre. Finalmente, un pájaro decide sepultarlo en la
parte trasera de su propia cabeza, y ello marca el inicio de la memoria. Magnífica
poeta, maravillosa creadora Laurie, que nos muestra los cadáveres de nuestros
padres en las nucas abultadas. Historias, olores, sabores de antes, pasado y
putrefacción, dichas que ya fueron y dolores que retornan. Las voces que no
murieron, los asombros, las caricias de manos que no conocimos. Todo detrás de
la cabeza, todo allí apretadamente emplumado, tibio y gélido, maravilloso y
atroz. El cadáver del padre. El cuerpo muerto de las generaciones. Los días que
gastaron otros, los que pasamos sin advertirlos, las tramas sobre lo minucioso
cotidiano, los hilos que conectan continentes, las palabras de las que
desconocemos el significado y sin embargo siguen allí, en la nuca, peso y
alivio. Tan cerca que lo sentimos detrás de las orejas, tan lejos como esa
propia nuestra espalda que no podemos ver. La memoria. Cuántas veces habrá
deseado el pájaro arrancarse el cadáver de su padre. Tantas como las que le
llevó comprender que ya no hay retorno cuando el hombre comienza a conocer
cuando reconoce. Y llevamos, es cierto, más cadáveres de los que sabemos detrás
de los ojos. Alegrémonos si nos ayudan a mirar.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Identidad*
Nuestra existencia
está hecha de memorias
imperceptibles,
adormecidas, ya integradas,
y en cada retorno se
reavivan los sensores,
de señales, olores,
gestos, idioma, palabras,
de las formas
decrépitas y pequeñas de todo
lo que
sobredimensionamos en la distancia.
Y qué si un día nada
estuviera igual: la casa,
la calle, la ciudad,
el país, la gente, el habla,
el cielo nocturno con
su acuerdo inconstante.
Si nada fuera
reconocible y nos reconociera,
si no hubiera
referencias ni puntos cardinales,
si nada coincidiera
con nuestro deseo y dolor.
Con esa débil y
vidriosa idea de pertenencia
que nos da un pasado
mudo y transfigurado
que todos ignoran y
que es incomprobable.
Acaso ese resto de
silencio es lo que somos.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
-Horacio
Rodio nació en Llavallol, provincia de Buenos Aires, en 1954. Realizó
talleres con Laura Massolo y Liliana Díaz Mindurry. Obtuvo más de cien premios
nacionales e internacionales en cuento, poesía y novela, con publicaciones en
Argentina, España, Colombia y Chile. Es autor de los libros de cuentos Palabras de piedra (Baobab, 1999), Media baja (Dunken, 2012) y La insistencia de la desdicha (Ruinas
Circulares, 2018), y de los poemarios El
cinturón de Orión (primer premio del 15° Concurso “Adolfo Bioy Casares”,
Ediciones Municipalidad de Las Flores, 2022) y El libro de Hopper (Pierre Turcotte Éditeur, Canadá, 2023). Ese
mismo año, el sello español Avant Editorial publicó su novela Ausencia y error.
-Recientemente publicó el libro de cuentos
La oscuridad de los hechos
-Editorial Esa luna tiene agua.
LA
PENUMBRA DEL CUERVO*
Inadvertidamente. Casi. Ha llegado la
penumbra del cuervo.
Y no la vi. Juro que no la vi.
Llegó. Desfallecientes manos y agonía.
Para quedarse llegó. Desterrada infancia
florecida.
Yo dibujé la sombra del andrajo.
Me acuso de la agonía del canto y de la
herida.
Y el hueco. Oh, el hueco. Omnipresente
Universal. Planisferio oscuro. Mi nombre y
tus manos dolidas.
Cálidas cruces donde duerme el espanto.
Una niña corriendo con un jarrón robado.
Ay, madre mía. Tuve que dejarlo con las
cosas inertes
El precepto y la norma. Hagamos un poca de
historia madre mía.
Venías de la trasgresión y el pecado.
Absorto corazón sin culpa.
Yo, venía de otro mundo. Páramos y
lagartos.
Y aprendí, sola. Y lo hice, y escribí mil
veces mi nombre entre tumbas.
Él, adoraba el abismo y trizados espejos.
¿Cómo esperar que borre las raíces?
Raíces que se prenden en mis muslos y me
recorren toda.
Amante. Esposo. Enamorado. Todo vale.
Él, vino de la lluvia y con ella se fue.
¿Cómo esperar amores sempiternos?
¿Perpetuos?
Todo pasa, madre. Todo. El amor. La
infancia. La pollerita breve.
Ha llegado la penumbra del cuervo. Aquí,
niña, sentadita, con el jarrón
en brazos, con dos niños, espero.
*De Amelia
Arellano.
San Luis.
La ciudad*
*Máximo
Gorki.
Un joven músico, mirando fijamente a la
lejanía con sus ojos negros, decía en voz queda:
—La música que yo quisiera escribir sería
así:
“Por la carretera, despacio, un niño camina
hacia una gran ciudad.
La ciudad yace, apoyando sobre la tierra
las moles de sus edificios; se aprieta contra el suelo y gime y gruñe
sordamente. De lejos, parece que acaba de ser destruida por un incendio, pues
sobre ella no se ha apagado aún la sangrienta llama del crepúsculo y las cruces
de las iglesias, las agujas de las torres, de las veletas, están al rojo vivo.
Los bordes de los negros nubarrones parecen
también de fuego; sobre los manchones rojos se perfilan, siniestros, angulosos,
trozos de enormes edificios; por doquier, como heridas, brillan los cristales;
la ciudad destruida, exhausta —lugar de incesante combate por la dicha— mana
sangre cálida, de la que se alza un humo amarillento, sofocante.
En el crepúsculo de los campos, camina el
niño por la ancha cinta gris de la carretera que, recta como una espada
dirigida por una mano poderosa e invisible, se clava en un costado de la
ciudad. Los árboles, a sus lados, se asemejan a grandes antorchas apagadas,
cuyas negras puntas se yerguen inmóviles sobre la tierra callada, expectante.
El cielo está cubierto de nubes, no se divisan
las estrellas, no hay sombras; el anochecer es triste y silencioso, únicamente
se oyen los pasos leves, lentos, del niño que apenas suenan en el cansado
silencio vespertino de los adormecidos campos.
Y en pos del niño, cubriendo con el negro
manto del olvido las lejanías de donde él partiera, va silenciosa la noche.
Las sombras del crepúsculo, espesándose,
ocultan en su cálido abrazo las casas, blancas y rojas, que, esparcidas por las
colinas, se aprietan huérfanas y sumisas contra la tierra. Los jardines, los
árboles, las chimeneas, todo se torna negro en derredor, desaparece aplastado
por las tinieblas de la noche, como si se. asustara de la pequeña figurilla que
avanza con un palo en la mano y se escondiese o jugase con ella.
El niño camina en silencio y mira tranquilo
a la ciudad sin apretar el paso, solo, pequeño, como si llevase consigo algo
necesario, esperado hace tiempo por todos allí, en la urbe, donde empiezan a
encenderse inquietas, a su encuentro, unas luces azules, amarillas y rojas.
Ya se han apagado los resplandores del
crepúsculo. Se han fundido, han desaparecido las cruces, las veletas y las
agujas de hierro de las torres; la ciudad es ahora más baja se aprieta más
estrechamente contra la tierra muda.
Sobre ella, ha surgido de pronto y se
agranda una nube opalina, una niebla amarilla y fosforescente se extiende
desigual sobre la red gris de los compactos edificios. Ahora la ciudad no
parece destruida por el fuego ni bañada en sangre; las líneas irregulares de
los tejados y de los muros recuerdan algo impreciso, maravilloso, pero
incompleto, sin terminar aún, como si el que ideara esta gran ciudad para los
hombres se hubiese cansado y estuviese durmiendo o, desilusionado de su obra,
se hubiese marchado, abandonándolo todo, y, perdida la fe, hubiera muerto.
Más la ciudad vive, consumida por el
torturante anhelo de alzarse hacia el sol bella y arrogante. Gime en su
delirio, en sus anhelos múltiples de dicha, la agita el apasionado afán de
vivir, y en el obscuro silencio de los campos que la circundan fluyen, como
apacibles arroyuelos, los sofocados rumores, mientras la negra cúpula del cielo
se va llenando cada vez más de una luz turbia, triste.
El niño se detiene, echa hacia atrás la
cabeza y, muy enarcadas las cejas, mira serenamente, con ojos audaces, hacia
adelante; luego, balanceándose, sigue más deprisa su camino.
Y la noche, en pos de él, le dice con
cariñosa y dulce voz de madre:
—¡Ve, pequeño, ya es hora! Te esperan…”
—…Esto, naturalmente, ¡es imposible de
escribir! —concluyó el joven músico, sonriendo soñador.
Y luego de un instante de silencio, juntó
las manos implorante y exclamó con amoroso susurro, lleno de inquietud:
—¡Santísima Virgen María! ¿Qué le esperará?
*De “Cuentos
de Italia” (1913)
https://es.wikipedia.org/wiki/M%C3%A1ximo_Gorki
LOS
MUROS Y LA MEMORIA*
El sueño era en la casa, en ese lugar donde
ocurre lo nocturno.
Siempre el escenario de la cocina
rectangular, el patio de baldosas rojas, la puerta despintada de hierro con
esos vidrios traslúcidos que prefiguran la inmanencia de lo informe. Y la mesa
que ya no existe pero que perdura allí donde las cosas perduran,
entremezclándose la infancia con las nebulosas impresiones superpuestas. Las
sillas pesadas, la banderola que no llega a ser ojo abierto hacia el cielo de
afuera sino cárcel. Y por qué lo atroz y no los gorriones sobre los cables. Por
qué cada vez lo maligno.
Quizás el lugar no pueda desprenderse del
frío constante de las habitaciones, de la pintura gris de las paredes, de los
zócalos negros, de las baldosas graníticas fijadas en su dura geometría de
aristas. Es que la casa es la casa de los velatorios, de las muertes, la casa
de largo pasillo sin aberturas, tan propenso a la pervivencia de los espectros.
No puede pensarse un pasillo como ese sin saber que es invitación al fantasma.
Es la casa de la Nita que se consumió de a poco, cuando el cáncer era una
enfermedad vergonzante, la casa de las locuras y las alucinaciones. La casa de
los placares con monstruos y las cajas de cartón llenas de plumas.
Cuando la sacaron a la Nita hubo que parar
el cajón para que saliera por el pasillo, dicen. Y la imagen se fijó a los
cielorrasos, a los marcos de madera que conservan las muescas de uñas y marcas
de dientes. La casa del suicidio, la casa donde hubo aljibe con espectro
silbador, un espectro que dejaba oír su agudo silbido cuando había que pasar
patios y traspatios para llegar al excusado. Ya entonces, cuando la casa
primera, ya entonces la nube y el ocaso, las zarzas sofocando a los malvones.
El sueño era en la casa. Claro. Cada vez
que la ansiedad ataca por la madrugada, el sueño es en la casa.
Algo debe de haber. Quizás sea que los
aborígenes también dejaron la muerte bajo los cimientos. Hay un antiguo
cementerio muy cercano. Quizás la infelicidad de una familia que se deslía en
horizontes de gentes que perdieron la razón, quizás la ciudad misma, acechada
por el río que reclama su territorio, quién sabe. Pero algo debe de haber para
que la casa funcione de escenario para las pesadillas, y aparezca de vez en
vez, igual a si misma, nítida y agónica.
Imagen bella la de las yeguas de la noche,
las nightmares de los ingleses que llegan cabalgando desenfrenadas por los
cielos obscuros. Crines al viento, bellas como lo es toda belleza amenazante y
temible. Será de una de estas criaturas fabulosas la herradura que hallaron en
el terreno. La casa es lugar de cabalgatas en lo negro, en el abismo de lo
profundo. Por las noches se pueden escuchar los belfos exhalando vapores
perniciosos, se huele el sudor de las bestias, y los cascos mueven los cuadros
en los muros. Allí, las yeguas de la noche cabalgan al través de la casa
inmóvil de permanente ocaso tormentoso.
Y esta vez, en este sueño, eran unos
monstruos de rostro grotesco y vasto cuerpo. Pesados y brutales. Indestructibles.
Sólo sabía, ella, que la única forma de matarlos era decapitándolos.
Puso los cuchillos sobre la mesada de
mármol, los cubrió con una servilleta. Esperó con el pecho oprimido la llegada
de los espantos, rodeada por la casa muda. La casa hostil. La casa de los
sonidos pequeños.
Cuando cruzó el umbral de la cocina la
primera figura enorme (los otros estaban allá en el comedor, venían por el
pasillo), se acercó de espaldas a los cuchillos y despertó.
Sintió la frustración de que del otro lado
la casa y sus monstruos siguen intactos, acechando a otros durmientes y otros
sueños. No pudo matarlos, imposible destruir tan fácilmente el abismo de lo
innombrable. Supo que volverá a estar en esa cocina, que los espectros no
fueron exorcizados, que la casa espera pacientemente la cabalgata y el horror.
Paciente, seriamente, la casa la espera. Con sus monstruos.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Todas las puertas
cierran
lo que estuvo abierto.
Aquello que quedó
detrás
está perdido,
por qué no disuelto,
roto en pedacitos,
ya es parte
de la delicada materia
de lo invisible.
Un héroe no golpea en
el umbral.
Contempla
con calma o con desdén
lo inevitable,
abraza la
imperturbable sentencia de lo inerte.
*De Mariana
Finochietto.
Actualmente vive en City Bell.
-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú,
2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016).
Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).
El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).
MADURA, Editorial Sudestada (2021)
-Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche.
Halley ediciones (2022)
Patio.
elandamio ediciones. 2023
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria
El tío
en su nube*
Una nube de polvillo expandiéndose por el
aire de la habitación. Esa era la imagen más antigua que el hombre -en aquel
entonces un niño- retenía de su tío Nicolás.
El tío había salido de darse una ducha.
Había colocado una toalla sobre la cama y se había sentado a llenar de talco
sus genitales. Sacudía aquel envase cilíndrico con una energía demencial
dejando al aire una nube de polvo que no deja de expandirse en el recuerdo.
La pensión donde se hospedaba se llamaba
«La Esperanza». El tío estrenaba a los 40 años una nueva soltería. Era un
hombre joven. faltaba mucho tiempo para que en su humilde casa con la compañía
de un canario amarillo que se prodigaba en trinos, repitiera una y otra vez
como una gracia que niega la tristeza:
“tengo dos pajaritos.
Uno canta y el otro está triste”
Pero aquella noche iba al club Sportivo
Alsina, donde actuaban Sandro y Los de Fuego. No le interesaba la música ni
quien estuviera en el escenario, iba porque las mujeres de Lanús “son mucho más
que un fuego”. Y luego esa imagen que se niega al olvido: el tío que no paró de
reír con ese estruendo tan suyo para festejarse sus chistes sin esperar una
risa ajena, sino más bien contagiándola.
Años después su tío repetirá una y otra vez
la historia de cómo llegó a esa pensión sólo con lo puesto: Al volver de su
trabajo en la fábrica encontró a su primera mujer en la cama con un tipo
“entrando y saliendo… entrando y saliendo”. No lo vieron, volvió sigiloso sobre
sus pasos llevándose el juego de llaves que ella había dejado sobre el
bargueño. Entonces dio dos vueltas de llave a la puerta de calle para que se
queden allí encerrados para siempre o tengan que saltar el tapial del fondo y
salir de manera indecorosa por la casa del vecino.
El tío tenía esa especie de desapego, no le
importo nada de lo que había en su casa, si su mujer no sería más su mujer no
quiso llevarse ni un par de medias.
A lo largo de los años esa imagen iba a
permanecer como un interrogante a descifrar. Un tío despreocupado y alegre,
llenando de talco sus testículos para salir a buscar una nueva mujer a pocos
días de haber perdido hasta sus ropas.
Como lo demostró obstinadamente una y otra
vez en su larga vida, no quería estar solo. Su tío necesitaba la ilusión de una
mujer para vivir.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
Cuando la guerra*
*Por
Alejandro Badillo.
badillo.alejandro@gmail.com
1
Ella decía que había guerra afuera. Un
ejército en las puertas de la ciudad, agazapado. Pero él esperaba la guerra en
los muslos de ella, cuando la asediaba: el fuego que avivaban las manos.
2
“Cuando entren no dejarán nada vivo, ni el
polvo”, dijo ella esa mañana, todavía entre sábanas. Las sábanas medio
derramadas, por el acto de despertar, por el cuerpo que se movía, por las manos
que palpaban. Y en ella la imagen de él, alumbrada. Las sábanas, esparcidas
ahora, concluyeron el movimiento en el piso.
3
Bajaron a desayunar. Los dedos en las
migajas. El ascenso del café, el frío de las manos cerca, en contraste,
rodeándolo. Ella hizo una pequeña variación: “no quedará nada, ni el polvo”,
dijo. Y él extendió las manos cerca de las migajas. Las puso en la luz. Un
instante en las nervaduras. Una cesura, las manos, en el tiempo. Pero ella no
lo advertía, sumergida como tenía la mirada. Y desayunaron en aparente calma.
Alrededor el humo del café, el reciente sudor en las ventanas. Él pensó en una
nueva variación: “devastarán todo, también el polvo”. Pero se quedó callado,
indeciso, disfrutando del instante y de la espera. Y la luz pulía las tazas de
café. Y las cosas del mundo —cucharas, sartenes, demás enseres —brillaban.
4
Cuando llegó el crepúsculo salieron de la
casa. Escucharon murmullo de peces en las puertas de la ciudad. Los pensaban
nerviosos, a punto de saltar del agua. Pero no para boquear, para entre
coletazos encontrar la muerte. Una ira apenas contenida por las murallas. Y un
rato, los dos, en el descampado, imaginando las volutas sobre los hombres, las
sosegadas respiraciones, el último brillo en los fusiles. Se sentaron y
contemplaron algunas piedras. Arriba el cielo. Y las nubes eran como las
piedras: redondas y muy grises. Las nubes, también, sobre los otros. Pensaron
que incluso la misma sombra proyectada, merodeaba por ahí, como una mano
acercándose a un rostro. Y seguramente uno de los agazapados, del otro lado,
tenía en sus ojos el ansia por superar la muralla y en la parte alta el
destello de un cuervo. El ave se desprendió de su altura y su vuelo hacia
ellos. Rodeados de piedras miraron todo: el oleaje de las plumas por el viento,
testigos por primera vez de la maniobra. Y el cuervo, una vez posado, estuvo a
prudente distancia de ellos, el nervio en el pico y la tensión en los ojos.
Estuvo un rato ahí y después emprendió el vuelo.
5
Al día siguiente avistaron un hombre. Su
silueta a lo lejos. La espiaron, curiosos, por la ventana. Después abrieron la
puerta. Leve viento en los cabellos. En el quicio los dos, evaluando la
distancia, imaginando si venía por su cuenta, si era un remanente de los otros.
Después de un rato más clara la figura, un poco espantapájaros por la ropa.
Incluso, si aguzaban la vista, percibían la premura, la diminuta nube que
dejaba. Entraron a la casa. Llenaron un vaso con agua y dispusieron del último
pan de la alacena. Un plato, la silla y un mantel: casi naturaleza muerta. Y
desearon que estuviera ahí, que en su boca hubiera alguna sorpresa, alguna
señal de lo que acontecía tras las murallas. Transcurrieron unos minutos. La
figura se acercó y pronto estuvo a unos metros. Los miró un instante, frágil
desde el otro lado, y su saludo fue cosa lenta, dibujada apenas en el límite
que imponía el silencio.
6
El hombre los miró desde el horizonte de la
mesa. El sudor se esparcía en sus sienes y el olor era vivo en sus ropas. La
acritud que desprendía su gesto. Una cuesta cuando respiraba, cuando removía
los labios como si aún tuvieran polvo. Con boca árida, entonces, les dijo que
habían pasado muchas jornadas, que la casa —a la distancia— parecía un desvío de
la memoria. Pero conforme los pasos, conforme los días que eran piedra sobre
piedra, comprendió que la casa era real, que sus paredes existían. En las
noches, después de alimentar una fogata, miraba la casa e imaginaba una
respiración, el temblor de una vela, unas manos que acompañaban. Indecisas
sombras atrás, entonces, por el efecto; un vaho precipitándose en la ventana.
Frágiles arañas y los muebles. La faena de los insectos en la madera. Entonces
supo que en la casa era pleno el desasosiego y que intermitente era la
impaciencia, como la luz, por su llegada.
El hombre hizo una pausa para humedecer la
voz. Su mano hizo penumbra en el vaso. La sombra quedó ahí, un instante, como
un despojo en el agua. Miró las puntas de sus botas y bebió un trago. Dijo que
atravesó filas y filas de hombres, que muchos ojos, cuando pasaba, lo
aguijoneaban. Le imaginaron el paso lento, caminar por ahí como en gran calma:
el cielo gris, el sol, su desolación y su nada. Le preguntaron cuándo
entrarían, la fecha exacta del acontecimiento o, en caso contrario, si su
paciencia era mucha y la ambición superaría el tiempo. Pero el hombre dijo que
no había tiempo en ellos, aunque alzando los ojos, invocando una imagen de
ellos, recordó una leve respiración, un siseo que anunciaba la lumbre de una
palabra que no decían, quizás por su sustancia, por su filo. Recordó que,
mientras avanzaba, percibía el silencio redondo en los fusiles inclinados, en
las mandíbulas apretadas, en el odio entrevisto en los dientes. Y supo que no
le harían daño, porque no lo miraban, porque en sus cuerpos el sopor y sus ojos
eran animales absortos en el agua.
7
El hombre durmió en la casa. Bajaron un
colchón y una cobija. Por si las dudas dejaron una vela y cerillos. La luna era
un círculo en el hombre. Y éste, iluminado, les agradeció sus atenciones. Se
quitó las botas y abandonó el sombrero en el piso. Estuvo un instante ahí,
inmóvil, mirando el sombrero. Comprendieron que estaba inseguro de su
presencia, que desvanecido por dentro tenía muerta la boca y las palabras. Un
poco de descanso serviría. Le desearon buenas noches y subieron la escalera.
8
Los despertó un ruido. Fueron al inicio de
la escalera. El hombre miraba por la ventana. La espalda encorvada, los ojos
tanteando los objetos descubiertos. Giró el cuerpo y fue con dedos nerviosos a
los cerillos. El nerviosismo perduró en el incendio, mientras la llama se
retiraba de la vela. Absorto, no se dio cuenta que su labor tenía testigos, que
figuras varadas seguían el humo, como maravilla su estela. Hasta el techo la
nube. El olor de una brizna quemada. El rostro del hombre tornó amarillo. Pero
la luz no abundaba y sólo arañaba una parte de la mesa. Entonces se acercó a la
ventana y movió lentamente la vela, como si mandara un mensaje a los
convocados, como si les dijera, de alguna forma secreta, que era tiempo de la
guerra. Pero la paz de su rostro vislumbraba otra posibilidad, repetir lo de
las noches pasadas, ante la fogata. Y por eso cuidaba el temblor de la vela y
su respiración cerca de su reflejo, también el vaho, como había imaginado.
9
Se despidió de ellos en la mañana. No contó
más historias. Su sombra sobre la mesa. El último pan se había acabado y, como
consuelo, antes de alzar su maleta, demoró la vista en las migajas. Después
estuvo al lado de la casa, haciendo mediciones, calculando un imposible
itinerario. Tanteó el viento con los dedos y después los llevó al filo del
sombrero, a las alas. Afirmó el peso de su cuerpo. Hizo que su respiración
pesara. Pero parecía indefenso, con la memoria desvalida por tantos días en el
descampado, por tanto vértigo de piedras. Se caló el sombrero y emprendió el
camino. Su figura en el atardecer, oscura como el pájaro que lo seguía. Los dos
se alejaron. Y recordaron sus palabras.
10
Desde entonces tuvieron insomnio. Ella
sufrió primero su agobio. Sentía que el sueño era una barca que se alejaba. Él
sentía, además de la mente revuelta, la impaciencia del calor, el peso de las
sábanas. Una noche, en la ventana, descubrió una constelación de insectos. La
noche siguiente comprobó que sus cuerpos oscuros medraban en la luz, que su
vibración espantaba, de alguna forma, su sueño. El ámbito saturado por la
visión. Intentó espantarlos. Pero fijos en la transparencia, objetos
incorruptibles, encendían su insomnio, sus pasos en la estancia. Vueltas y más
vueltas. Ella, enfrascada en conciliar el sueño, apenas notaba el caminar.
11
Una madrugada, incapaces de conciliar el
sueño, de estar en silencio en la cama, bajaron por las escaleras. Sin mediar
palabra fueron a la ventana. Los dispersos cerillos en la mesa. Abierto un
libro y las anotaciones, la vejez expuesta de sus hojas. Prendieron la vela.
Medio derretida, el pabilo carcomido por las horas. Pensaron que la luz podría
ser un anzuelo para otro viajero, recompensa para el nervio de un hombre, en el
descampado, frente a una fogata. Y estuvieron un rato, por turnos, moviendo la
llama, improvisando mensajes en la ventana.
12
Estuvieron impacientes en la cocina. Ella
volvió a decir que había guerra, que los otros los encontrarían ahí, sentados,
uno frente a otro. Él miró la ventana. Ella, esta vez, no mencionó el polvo.
Pero estaba ahí, entre ellos, casi intangible, donde antes había estado el
fuego. Y las figuras caldeadas miraban la superficie de madera, un pan
inexistente y las vetas de luz en la mesa.
13
En la cama volvieron a hablar de la
devastación. Él acercó las manos a su cuerpo. Ella miró el movimiento, percibió
cómo perdía fuerza. Pero el impulso fue suficiente para llegar a su cuerpo y
arder en el intento. El incendio fue breve en los dedos y, después de la
cintura, acudió a los labios. Cerraron los ojos. Ella pensó en el descampado,
en el combatiente que merodeaba en sus labios. Él mantuvo el contacto y quiso
evocar una imagen, pero era precisar una forma bajo el agua. Ella sonrió con
tristeza. Y pensaron un rato en la demora, en lo aburrida que era la guerra.
14
Menguaron los alimentos, más breve el humo
del café. Preocupados por las últimas cosas, miraron el vacío en los platos.
Las tazas sin uso, su disciplina en el estante. Los insectos en retirada. Las
manecillas del reloj, desde hacía mucho, no avanzaban. Llegaron otros viajeros.
Todos tenían palabras similares. Todos mencionaban las filas de hombres, los
fusiles en ristre y las miradas en lo bajo, como absortas en tinta derramada,
en el cadáver de algo. Un viajero les dijo que habían avanzado posiciones. Otro
mencionó que, en el polvo, bosquejaban distintas posibilidades de asedio.
Añadió que, con el tiempo, los planes para tomar la casa se habían acumulado y
ahora eran infinitos. Bajo las carpas los mapas de los generales, la tinta en
los márgenes, las abundantes anotaciones. Los principales, entre los
agazapados, conminaban con rabia a soportar la demora. “Su enemigo es el
tiempo”, gritaban. Y la promesa de superar la muralla, entre las filas, sin
poder apagar las ansias pues la pólvora estaba dispuesta y las miradas ya no
tendían a lo bajo, sino enceguecidas todas, juntas como un rebaño, en la
altura.
15
Pasaron los años. Siguieron visitando las
murallas. El tiempo se acumulaba en la casa. La vejez en sus cuerpos, como el
agua muchas veces, en el transcurso a la piedra. Dejaron de hablar de la
guerra, pero seguían pensando en el asedio, en filas y filas de hombres en el
descampado, con las banderas en alto, en dirección a la casa. Pasaron más años.
El contagio de viajeros terminó. A veces, en la tarde, un bosquejo en la
distancia. En las noches la luna y su luz que a veces hacía círculos o que
temblaba como una fogata. Imaginaban a un hombre, pensativo, con luz de lumbre
en la cara. Pero en las mañanas no había silueta, ni nube de polvo que
acompañara. Comprendieron que morirían sin ver la guerra.
16
Una tarde ella hizo una última variación:
“no quedaremos nosotros”. Él, a un lado, apenas tenía fuerzas para desear más
palabras. Pero no alcanzaban para nombrar la guerra, para decir que entrarían y
devastarían el polvo. Los dos en la cama. Se tomaron de las manos. Y tuvieron
una feliz visión de murallas desmoronadas, de ansias rompiendo, al fin,
silencio. En la muerte miraron el acero hundido en la madera, las risas en el
brillo de las cucharas mientras las bocas volcaban su hambre en los platos. Los
últimos restos de comida en el suelo.
-De La
herrumbre y las huellas -
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP),
Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela)
La Habitación Amarilla Editorial BUAP.
Y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta), Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Y Reconstrucción Ediciones EyC.
PÁJAROS
ROTOS*
Ya será mañana
aunque no queden ojos
que testimonien...
su origen ciego.
No sólo a los pájaros rotos
se les caen las alas
cuando la bruma
como un hacha
metafísica las remoja
con lágrimas
con el mismo rocío, que
en lugar de humedecer
las hiere con repiques
de campanas negras
liberadas por el infierno.
Aunque los grillos canten
y la mañana disfracen
como verde damisela
la tristeza nos hiere
como daga de sacrificio
que penetra el cuerpo dócil
de las últimas noches.
Ya será mañana nuevamente
aunque no queden ojos
conversando con pájaros rotos
bajo las nubes.
*De Daniel
Montoly.
Columbus. Ohio
https://sanatoriodelaslagartijas.blogspot.com
*
“El miedo es, ante
todo y más que nada, una forma de fe. La más fuerte. La más convincente. La más
destructiva.”
*De Lucas
Berruezo.
-Recientemente publicó Colimba.
Por Trapezoide
ediciones https://www.trapezoide.ar/
- Lucas
Berruezo. Nació en Buenos Aires en 1982. Es Licenciado en Letras por la
Universidad de Buenos Aires. Trabaja como profesor de literatura y de
semiótica. Muchos de sus cuentos y artículos fueron incluidos en antologías y
circulan por la web en sitios y revistas. Es autor de “Los hombres malos usan
sombrero” (Muerde Muertos/2015), “Frente al abismo” (Erradícame/2017) y
“Enfermos de oscuridad” (Azul Francia/2020).
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Caja Negra*
“Pon
tu cara a la sombra
Bebe
tu luz de aquí
Toma
parte del día
Ya
tus sueños se han muerto”
"Parte del Día" Aquelarre.
Álbum Brumas (1974)
Ahora puedo saber que íbamos obstinadamente hacia lo
que ya no existe.
La bandera plantada hace 124 años es apenas un
símbolo que desata ese gran interrogante sobre la necesidad de viajar mientras
estamos -cada uno de nosotros-
encapsulados en un tiempo que no nos pertenece del todo.
El tiempo sucede a pasos de acontecimientos
impredecibles. Pasa. sucede. Ver un amanecer desde el aire es de los instantes
más bellos que da la vida. Algunos dormían. Yo tenía los ojos bien abiertos
pendiente de aquella línea de luz en el horizonte de un sol que todavía no
tenía que dejarse ver.
En la costa el sol salía del mar como ese milagro
potente de la vida día por día, pero estamos lejos de la costa a 10000 pies sobre
la llanura de la provincia. Uno aprende de las épicas cuando algo falló. Los
hielos también se forman en el cielo. En vez de subir arriba de los 12000 pies
había que bajar suavemente.
Hasta los golpes no grite ni tuve miedo. Mi cabeza
comenzó a escuchar Parte del día antiguo
tema de Aquelarre.
No había pasado la segunda estrofa cuando el pájaro
de metal daba sacudidas en una laguna que resulto ser campo inundado. El apuro
fue salir aun atontados por si ese artefacto con sus bodegas llenas de
combustible se incendiaba.
La estancia en la que caímos tenía el nombre justo "El socorro". Peones de la estancia y empleados de una
estación de tren cercana nos ayudaron a caminar con el agua arriba de las
rodillas.
El andén de Juan Tronconi fue el refugio más
maravilloso imaginable. No sé de dónde nos trajeron frazadas y café caliente.
“El camino de
tierra a Roque Pérez debe estar intransitable -nos dijo el jefe de estación-,
pero ya estará al llegar el tren a La Plata. En Beguerie la estación siguiente
a minutos de Tronconi, hay un pueblo con ruta asfaltada. Médicos para revisar a
los golpeados. Teléfonos por si quieren avisar a sus familias que están a
salvo.”
Nos miramos con chispas de alegría por la nueva vida
que nos espera.
Creo que preferimos regresar sobre la seguridad de
los rieles. Arriba del tren decidiremos si bajamos en Beguerie o seguimos hasta
La Plata.
Si es por mí, sigo en el tren hasta el final.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
-Próxima estación:
FRANCISCO A.
BERRA.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
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