*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
AMANECER*
A mi Anam Cara
La gota de rocío guarda las estrellas que la vieron nacer,
aprisiona reflejos del lucero del alba.
Esfera que se deshace entre mis manos
en vez de morir en ciclo interminable,
renacer siendo nube
y luego lluvia.
Universo en miniatura
que impregna los dedos con su memoria cósmica:
A partir de esta mañana, mis dedos no serán los mismos.
Mi gato azul - enorme y poderoso -, desde la ventana
canta a los pájaros que trae el árbol del vecino.
Mi gatita gris, pequeña e inocente,
confunde insectos con aves - todo vuela -,
canta a las moscas, y a la sombra de las moscas.
Rey y Reina, herederos de un lenguaje antiguo
común a todas las criaturas
tratan de llevarme de regreso hacia mi esencia.
Al conjuro de este amanecer de ventana y colibríes
despliego mis alas al canto de los gatos,
escribo en el aire con dedos armados de rocío.
Despertando el eco de tus pasos en mis sueños,
espero tu retorno, mi Anam Cara.
Tantas vidas hallado,
tantas veces perdido.
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba
-Nota de la autora: Anam es la palabra gaélica que significa "alma"; Cara es
"amigo". Anam Cara significa "alma gemela". Cuando se tenía un Anam Cara,
esa amistad trascendía todas las convenciones y categorías. Los amigos
espirituales estaban unidos de una manera antigua y eterna.
TAN FUGAZ COMO EL AIRE...
PRIMAVERA EN AGOSTO*
A Marina M., que conoce la compasión.
*De Martha Valiente. puertopegaso@gmail.com
La conoció en pleno mes de enero. Ella no tenía nada especial: menuda, tez
mate, el cabello oscuro recogido en una cola de caballo. Prolija, de ojos
grandes, castaños y atentos. Manos pequeñas, huesos delicados. Poco más.
La necesitaba. En principio, los fines de semana, en especial los sábados.
Los sábados eran días clave para Antonio: la soledad se le imponía como una
mortaja, y él desfallecía, ahogado en ese silencio sólido, insomne.
Después le pidió que se quedara a pasar la noche, hasta el domingo. No tuvo
que insistir, ella lo intuía. La primera vez, simplemente se quedó
esperando que él hablara; era como si recibiera su pedido desde muy atrás,
dentro de sus ojos. Y se le abrieron los labios en una sonrisa iluminada.
En febrero Celia colgó en el armario su bata de verano, y él desocupó uno de
los cajones ella: ropa interior, una remera blanca, y el saquito de hilo
color lila que le sentaba tan bien, que la hacía parecer una adolescente.
Cierto que era muy joven, pero sus brazos delgados -él pronto lo supo- eran
fuertes, capaces de sostenerlo con una firmeza que a Antonio lo hacía sentir
seguro. Le gustaba su forma de abrazarlo. Sin darse cuenta, empezó a
rendirse.
A ella no parecía importarle la diferencia de edad entre ambos: le hablaba
con soltura confiada de cualquier tema, como a su par más íntimo. Eso lo
sorprendía: Antonio siempre había temido el rechazo de los demás, la mirada
ajena se le imponía como las rejas de una celda. Junto a Celia, los límites
se fueron borroneando.
En abril, la ventana enmarcó la belleza de los árboles transformados por el
sol del otoño en oro viejo. Antonio, convencido, quiso renovar la compañía
de Celia y le pidió que viniera más a menudo, durante la semana. Era el
frío, que madrugaba cada día más y, por las noches, cuando quería dormir, se
metía entre sus piernas como una serpiente helada y temible. Eso le dijo y
ella accedió, igual que antes, sin palabras. Esta vez trajo un bolso y él
le concedió dos perchas más para que ubicara sus prendas junto a las suyas,
pasadas de moda.
El desayuno se tornó amable: a veces Celia le traía el diario y él hacía que
leía, para complacerla, mientras ella se calentaba las mejillas frotándolas
con sus manos. Un día, ella se soltó el pelo; a Antonio le pareció verlo
brillar como un cielo oscuro cargado de relámpagos. Su perfume fresco,
húmedo, llenaba su habitación de reminiscencias.
Ella simulaba no percibir su respiración agitada, sus manos temblorosas, la
transpiración fervorosa de su piel, a su contacto. Como si todo fuera
normal, lo de costumbre. Celia conversaba de sus cosas, que eran, para
Antonio, las únicas posibles todavía. Así se fue mayo.
En junio, decidieron esperar todavía: algunos días él estaba mejor
dispuesto, más seguro; se mostraba independiente y hasta brusco: le pedía
que se fuera antes, que necesitaba estar solo, que lo abrumaba con sus
cuidados. Insistía, incluso, en salir. Ella lo dejaba hacer; a veces lo
acompañaba hasta el banco de la plaza donde Antonio solía sentarse, antes de
conocerla, a leer algún libro. Una mañana lo siguió dos cuadras, hasta el
bar cercano a la casa; desde lejos vio cómo se acomodaba en la mesa de la
vereda, al sol, y leía el diario que Celia había llevado muy temprano. Se
lo veía tan sólido. Pero ella conocía los límites de su vulnerabilidad; no
era la primera vez que pasaba por aquello. Se sabía necesaria, pronto sería
imprescindible. Esperó, simplemente; dejó que él se probara un poco más.
Fue, volvió, le dio aire. Un poco de tiempo, había dicho Antonio:
necesitaba más espacio.
Sin embargo, nunca desocupó su parte en el armario.
En julio, el frío pudo más que la prudencia y Celia volvió a visitarlo un
sábado.
Antes que el aire helado dentro del cuarto, la conmovió la tristeza amarilla
en el rostro de Antonio, su desolación pegada a la piel, el mal presagio en
cada uno de sus gestos. Él recogió su visita con humildad, agradecido,
como un inválido.
Por fin, Celia se instaló en la casa. Ambos lo decidieron una tarde fría
pero brillante, en el que sol dolía en la ventana y parecía querer
astillarse en signos incandescentes. Ella había descorrido las cortinas; la
luz le bañaba el rostro, la garganta, y le pintaba la piel de color té bajo
el pijama de invierno, abierto en el escote. Antonio la contemplaba desde
la cama, con un cosquilleo porfiado en el bajo vientre, la invencible
urgencia del sentir su contacto.
Seguía siendo un hombre, a pesar de todo. Y ella era una mujer hermosa,
ahora podía apreciarlo.
A las doce menos cuarto del último día de su vida, el anciano moribundo le
pidió a su enfermera que se acercara. Ella, menuda, ligera, nada especial,
acudió a él con la misma sumisa sencillez, tan cálida, sin embargo, de aquel
primer encuentro, en verano, en que él había decidido contratarla.
- Te quiero, muchachita.
Celia tomó la mano de él, su mano flaca revestida de venas azules y se dejó
conducir debajo de las frazadas, hasta la entrepierna caliente del viejo.
Para ayudarlo, una vez más apoyó su cabeza en el pecho de Antonio, para que
recibiera el perfume de su pelo recién lavado, suelto, al caer sobre su
cuerpo.
La respiración de él era ancha y profunda. Su rostro, a la luz del
mediodía, era el de un hombre feliz, un hombre que gozaba. Bajo la mano,
fulguró ligeramente el sexo del viejo, humedeciéndola con su postrer gesto
de amor, de reconocimiento.
- Yo también te quiero.
Antonio no la oyó. Fue en agosto.
EL GOMERO*
*Por Alejandra Zina. alejandra.zina@gmail.com
En mi casa había un gomero. Cuando la compraron a principios de los 70, el
gomero era un árbol joven y ocupaba un rincón del patio. Mi viejo lo quiso
sacar porque decía que las raíces son destructivas, crecen horizontales y
levantan las baldosas, pero mi mamá quiso dejarlo. Así que el gomero se
quedó 26 años en el mismo lugar. El tronco y la copa crecieron a lo alto y a
lo ancho hasta alcanzar el segundo piso y llegar a la ventana del
escritorio, que cuando cumplí trece se transformó en mi primera habitación.
Un cuarto desde donde se podía estirar la mano y tocar las hojas duras del
gomero.
En verano la sombra era deliciosa, pero papá tenía razón. Con el tiempo, el
tronco y las raíces destrozaron el cantero y las baldosas de alrededor.
Los lugares se impregnan de la vida de quienes los habitan. Son organismos
que se enferman y se curan, nacen y mueren, igual que las personas. Mi casa
brilló y se oscureció al ritmo de nuestra historia familiar. Cuando en 1999
tuvimos que ponerla en venta, les pedí a dos amigos que me ayudaran a sacar
las cosas que íbamos a tirar en el conteiner que esperaba en la calle. Ellos
también se encargaron de serruchar las ramas del gomero, que a esa altura
tenía el aspecto de un árbol salvaje. Abandonado en el tiempo. Como la casa
toda.
*
Ando suelta
Mi alma se detiene en mil cristales
Es tanto el amor que te tengo
Que no puedo soportarlo todo en mi cuerpo.
Si supieras querido lo que siento
Es un palpitar inquieto y sostenido
Mis manos tiemblan en lo que escribo
Con un rumbo desesperado
Busco a tientas tus olores
Entre tus obsequios del presente
Y sin un remedio adecuado
Palpita el silencio desafinado
En una turbulencia enardecida
Donde estás amado mío
Mis ojos están vestidos de tinieblas
Busco desesperadamente alguna señal
Para encontrarte
No quiero que te vayas todavía vida mía
Porque contigo mi vida tanbien se escapa
En las letras en los autos en la calle
Tu figura se esfuma sigilosa
Aunque intente amarrarla con mis manos
Como espuma de agua jabonosa
Pierdo el color de tu presencia.-
*De Azul. azulaki@hotmail.com
AL PRINCIPIO TODO ERA BELLO*
A Enoel Rey
Llegué yo y comenzó a nevar
En las tiendas de estímulos ofrecían lo necesario
desde armadillos de verdad
hasta licuadoras de juguetes
Pero el monstruo tiene labios finos
y nos quedamos a la expectativa
a descubrir un nuevo sol
otros árboles
otros pájaros cantores en el amanecer
Atrás quedaban los amigos
las mujeres de humo
los piélagos del mar cuando niños
Hay que rehacer las cartas de navegación
hilar los cigarrillos de siempre
dejar que los salmos nos salven y predigan
Al principio todo era bello
terrible como la belleza de Rilke
pero sencillamente bello
lejos de las voces amadas
y los abrazos.
*De Reynaldo García Blanco centrosoler@cultstgo.cult.cu
*
tan fugaz como el aire
impreciso el instante
dobla el rostro su imagen
de una inútil cobarde
y los pasos se mueren
...
tibiamente en la tarde
y la piel se descubre
tan desnuda tan frágil
porque a veces
perdemos un sueño
una palabra un gesto
y un corazón de apenas vulnerable
*De alba estrella gutiérrez. alba.estrella@gmail.com
La mujer y el pintor*
Mujer conmovedora sentada frente a mí
pinto a esta mujer conmovedora sentada frente a mí
designo conmovedora a esta mujer sentada
esta mujer conmovedora me designa pintor
Soy nombrado.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
Pictórica. 4º Edición. La Luna Que. Buenos Aires 2011
*
Es tan nada,
esa
que nunca estuvo
en vos.
...
Es tan pequeña
llorando
arrodillada
de espaldas a si misma.
Una foto,
un dibujo,
un espejo
implacable
que le recuerda
que aún se puede morir más.
*De Alejandra Morales.
***
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y luego lluvia.
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A partir de esta mañana, mis dedos no serán los mismos.
Mi gato azul - enorme y poderoso -, desde la ventana
canta a los pájaros que trae el árbol del vecino.
Mi gatita gris, pequeña e inocente,
confunde insectos con aves - todo vuela -,
canta a las moscas, y a la sombra de las moscas.
Rey y Reina, herederos de un lenguaje antiguo
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tratan de llevarme de regreso hacia mi esencia.
Al conjuro de este amanecer de ventana y colibríes
despliego mis alas al canto de los gatos,
escribo en el aire con dedos armados de rocío.
Despertando el eco de tus pasos en mis sueños,
espero tu retorno, mi Anam Cara.
Tantas vidas hallado,
tantas veces perdido.
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba
-Nota de la autora: Anam es la palabra gaélica que significa "alma"; Cara es
"amigo". Anam Cara significa "alma gemela". Cuando se tenía un Anam Cara,
esa amistad trascendía todas las convenciones y categorías. Los amigos
espirituales estaban unidos de una manera antigua y eterna.
TAN FUGAZ COMO EL AIRE...
PRIMAVERA EN AGOSTO*
A Marina M., que conoce la compasión.
*De Martha Valiente. puertopegaso@gmail.com
La conoció en pleno mes de enero. Ella no tenía nada especial: menuda, tez
mate, el cabello oscuro recogido en una cola de caballo. Prolija, de ojos
grandes, castaños y atentos. Manos pequeñas, huesos delicados. Poco más.
La necesitaba. En principio, los fines de semana, en especial los sábados.
Los sábados eran días clave para Antonio: la soledad se le imponía como una
mortaja, y él desfallecía, ahogado en ese silencio sólido, insomne.
Después le pidió que se quedara a pasar la noche, hasta el domingo. No tuvo
que insistir, ella lo intuía. La primera vez, simplemente se quedó
esperando que él hablara; era como si recibiera su pedido desde muy atrás,
dentro de sus ojos. Y se le abrieron los labios en una sonrisa iluminada.
En febrero Celia colgó en el armario su bata de verano, y él desocupó uno de
los cajones ella: ropa interior, una remera blanca, y el saquito de hilo
color lila que le sentaba tan bien, que la hacía parecer una adolescente.
Cierto que era muy joven, pero sus brazos delgados -él pronto lo supo- eran
fuertes, capaces de sostenerlo con una firmeza que a Antonio lo hacía sentir
seguro. Le gustaba su forma de abrazarlo. Sin darse cuenta, empezó a
rendirse.
A ella no parecía importarle la diferencia de edad entre ambos: le hablaba
con soltura confiada de cualquier tema, como a su par más íntimo. Eso lo
sorprendía: Antonio siempre había temido el rechazo de los demás, la mirada
ajena se le imponía como las rejas de una celda. Junto a Celia, los límites
se fueron borroneando.
En abril, la ventana enmarcó la belleza de los árboles transformados por el
sol del otoño en oro viejo. Antonio, convencido, quiso renovar la compañía
de Celia y le pidió que viniera más a menudo, durante la semana. Era el
frío, que madrugaba cada día más y, por las noches, cuando quería dormir, se
metía entre sus piernas como una serpiente helada y temible. Eso le dijo y
ella accedió, igual que antes, sin palabras. Esta vez trajo un bolso y él
le concedió dos perchas más para que ubicara sus prendas junto a las suyas,
pasadas de moda.
El desayuno se tornó amable: a veces Celia le traía el diario y él hacía que
leía, para complacerla, mientras ella se calentaba las mejillas frotándolas
con sus manos. Un día, ella se soltó el pelo; a Antonio le pareció verlo
brillar como un cielo oscuro cargado de relámpagos. Su perfume fresco,
húmedo, llenaba su habitación de reminiscencias.
Ella simulaba no percibir su respiración agitada, sus manos temblorosas, la
transpiración fervorosa de su piel, a su contacto. Como si todo fuera
normal, lo de costumbre. Celia conversaba de sus cosas, que eran, para
Antonio, las únicas posibles todavía. Así se fue mayo.
En junio, decidieron esperar todavía: algunos días él estaba mejor
dispuesto, más seguro; se mostraba independiente y hasta brusco: le pedía
que se fuera antes, que necesitaba estar solo, que lo abrumaba con sus
cuidados. Insistía, incluso, en salir. Ella lo dejaba hacer; a veces lo
acompañaba hasta el banco de la plaza donde Antonio solía sentarse, antes de
conocerla, a leer algún libro. Una mañana lo siguió dos cuadras, hasta el
bar cercano a la casa; desde lejos vio cómo se acomodaba en la mesa de la
vereda, al sol, y leía el diario que Celia había llevado muy temprano. Se
lo veía tan sólido. Pero ella conocía los límites de su vulnerabilidad; no
era la primera vez que pasaba por aquello. Se sabía necesaria, pronto sería
imprescindible. Esperó, simplemente; dejó que él se probara un poco más.
Fue, volvió, le dio aire. Un poco de tiempo, había dicho Antonio:
necesitaba más espacio.
Sin embargo, nunca desocupó su parte en el armario.
En julio, el frío pudo más que la prudencia y Celia volvió a visitarlo un
sábado.
Antes que el aire helado dentro del cuarto, la conmovió la tristeza amarilla
en el rostro de Antonio, su desolación pegada a la piel, el mal presagio en
cada uno de sus gestos. Él recogió su visita con humildad, agradecido,
como un inválido.
Por fin, Celia se instaló en la casa. Ambos lo decidieron una tarde fría
pero brillante, en el que sol dolía en la ventana y parecía querer
astillarse en signos incandescentes. Ella había descorrido las cortinas; la
luz le bañaba el rostro, la garganta, y le pintaba la piel de color té bajo
el pijama de invierno, abierto en el escote. Antonio la contemplaba desde
la cama, con un cosquilleo porfiado en el bajo vientre, la invencible
urgencia del sentir su contacto.
Seguía siendo un hombre, a pesar de todo. Y ella era una mujer hermosa,
ahora podía apreciarlo.
A las doce menos cuarto del último día de su vida, el anciano moribundo le
pidió a su enfermera que se acercara. Ella, menuda, ligera, nada especial,
acudió a él con la misma sumisa sencillez, tan cálida, sin embargo, de aquel
primer encuentro, en verano, en que él había decidido contratarla.
- Te quiero, muchachita.
Celia tomó la mano de él, su mano flaca revestida de venas azules y se dejó
conducir debajo de las frazadas, hasta la entrepierna caliente del viejo.
Para ayudarlo, una vez más apoyó su cabeza en el pecho de Antonio, para que
recibiera el perfume de su pelo recién lavado, suelto, al caer sobre su
cuerpo.
La respiración de él era ancha y profunda. Su rostro, a la luz del
mediodía, era el de un hombre feliz, un hombre que gozaba. Bajo la mano,
fulguró ligeramente el sexo del viejo, humedeciéndola con su postrer gesto
de amor, de reconocimiento.
- Yo también te quiero.
Antonio no la oyó. Fue en agosto.
EL GOMERO*
*Por Alejandra Zina. alejandra.zina@gmail.com
En mi casa había un gomero. Cuando la compraron a principios de los 70, el
gomero era un árbol joven y ocupaba un rincón del patio. Mi viejo lo quiso
sacar porque decía que las raíces son destructivas, crecen horizontales y
levantan las baldosas, pero mi mamá quiso dejarlo. Así que el gomero se
quedó 26 años en el mismo lugar. El tronco y la copa crecieron a lo alto y a
lo ancho hasta alcanzar el segundo piso y llegar a la ventana del
escritorio, que cuando cumplí trece se transformó en mi primera habitación.
Un cuarto desde donde se podía estirar la mano y tocar las hojas duras del
gomero.
En verano la sombra era deliciosa, pero papá tenía razón. Con el tiempo, el
tronco y las raíces destrozaron el cantero y las baldosas de alrededor.
Los lugares se impregnan de la vida de quienes los habitan. Son organismos
que se enferman y se curan, nacen y mueren, igual que las personas. Mi casa
brilló y se oscureció al ritmo de nuestra historia familiar. Cuando en 1999
tuvimos que ponerla en venta, les pedí a dos amigos que me ayudaran a sacar
las cosas que íbamos a tirar en el conteiner que esperaba en la calle. Ellos
también se encargaron de serruchar las ramas del gomero, que a esa altura
tenía el aspecto de un árbol salvaje. Abandonado en el tiempo. Como la casa
toda.
*
Ando suelta
Mi alma se detiene en mil cristales
Es tanto el amor que te tengo
Que no puedo soportarlo todo en mi cuerpo.
Si supieras querido lo que siento
Es un palpitar inquieto y sostenido
Mis manos tiemblan en lo que escribo
Con un rumbo desesperado
Busco a tientas tus olores
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Y sin un remedio adecuado
Palpita el silencio desafinado
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Donde estás amado mío
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Porque contigo mi vida tanbien se escapa
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Aunque intente amarrarla con mis manos
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*
tan fugaz como el aire
impreciso el instante
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y los pasos se mueren
...
tibiamente en la tarde
y la piel se descubre
tan desnuda tan frágil
porque a veces
perdemos un sueño
una palabra un gesto
y un corazón de apenas vulnerable
*De alba estrella gutiérrez. alba.estrella@gmail.com
La mujer y el pintor*
Mujer conmovedora sentada frente a mí
pinto a esta mujer conmovedora sentada frente a mí
designo conmovedora a esta mujer sentada
esta mujer conmovedora me designa pintor
Soy nombrado.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
Pictórica. 4º Edición. La Luna Que. Buenos Aires 2011
*
Es tan nada,
esa
que nunca estuvo
en vos.
...
Es tan pequeña
llorando
arrodillada
de espaldas a si misma.
Una foto,
un dibujo,
un espejo
implacable
que le recuerda
que aún se puede morir más.
*De Alejandra Morales.
***
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