jueves, diciembre 06, 2012

DONDE UNA SOMBRA NO SIGNIFICA NADA...



 

*Obra de Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
 
 
 
 
 
 
 
 
Timote*
 
 
*Un cuento de Ángela Pradelli
 
-Incluido en El sentido de la lectura, que publicará la editorial Paidós en el mes de marzo de 2013
 
 
 
En 1970 yo tenía 11 años, mis padres acababan de separarse y en casa atravesábamos el temblor que dejan casi siempre las rupturas. Aquel año, cuando solo faltaban dos días para las vacaciones de invierno, Teresa, una mujer pelirroja que venía dos veces por semana a limpiar y planchar algo de ropa, me preguntó si quería ir con ella a pasar unos días a casa de sus parientes. ¿Dónde viven?, le pregunté. En Timote, me contestó.
Durante el mes anterior, de la noche a la mañana, Timote había pasado del anonimato a la fama cuando los diarios, la televisión y la radio dieron la noticia de que el General Pedro Eugenio Aramburu había sido fusilado en esa localidad por un grupo de montoneros. Es verdad que los primeros días de junio, cuando se supo la noticia, nadie sabía ni siquiera dónde quedaba Timote, pero en pocas horas, su nombre trascendía no sólo en los discursos sociales, sino también en casi todas las conversaciones familiares.
Tomamos el tren a Timote el primer día de las vacaciones de invierno. Teresa acomodó nuestros bolsos en el portaequipaje y se sentó en el asiento del pasillo para que yo pudiera mirar por la ventanilla. Llegamos una tarde muy fría pero de sol y mientras caminábamos por la calle de tierra que corría paralela a las vías del ferrocarril, vimos varios autos que iban en nuestra misma dirección. “Seguro que van a ver la casa en la que mataron a Aramburu”, dijo Teresa. La construcción era en realidad un casco de estancia que quedaba justo enfrente de la casa en la que vivían los parientes de Teresa, una casa de techos bajos, que no tenía luz ni gas.
Durante los días que estuvimos en Timote, a toda hora, veíamos desfilar autos por el frente de la casa. Venían de los pueblos vecinos, aunque es cierto que muchos viajaban también especialmente desde Buenos Aires. Todos querían acercarse al lugar del fusilamiento. Algunos la llamaban la casa de los montoneros. Otros, en cambio, le decían la casa de Aramburu. Casi todos estacionaban, se bajaban y permanecían allí 10 o 15 minutos. Desde enfrente los veíamos recorrer de punta a punta todo el ancho de los terrenos donde se emplazaba la estancia. Sólo unos pocos se atrevían a saltar el alambre y pasar del otro lado. Pero, de un lado o del otro, de adentro o de afuera, todos conjeturaban y sacaban conclusiones. Que éste sería el portón por donde los montoneros habían entrado con Aramburu en el auto. Que el juicio se habría llevado a cabo en la habitación que daba al frente, que sería probablemente la sala principal. Que a Aramburu lo habrían matado aquí, decía uno señalando una ventana que daba al oeste. No, contestaba alguien desde la otra punta, habrá sido acá. Afirmaban también que el sótano
donde lo habían encontrado ocuparía buena parte de la construcción y que probablemente los montoneros habrían comprado en el pueblo las bolsas de cal bajo las cuales se encontró luego el cuerpo del general. Que no, decían otros, que las bolsas estarían en la casa, que tal vez hubiesen sobrado de alguna refacción. Pero la mayoría aseguraba que la cal la habían hecho traer los guerrilleros desde Carlos Tejedor, una
localidad que es cabeza de partido y donde había un corralón grande de materiales para la construcción. Muchos, pero recién cuando ya habían agotado las especulaciones sobre cómo habían ocurrido los hechos, cruzaban la calle de tierra para preguntarle a los
parientes de Teresa si habían oído el disparo del fusilamiento. Algunos preguntaban también si habían visto a los montoneros entrando y saliendo de la estancia durante los días que duró el secuestro, o comprando comestibles en los negocios cercanos a la estación. Querían saber también si los guerrilleros saludaban a los vecinos y hasta si ponían música en la estancia. Los más desconfiados preguntaban si desde allí enfrente nunca habían notado ningún movimiento sospechoso y que cómo podía ser que no hubiesen oído el tiro viviendo tan cerca.
El jueves fue Teresa misma la que les preguntó a sus parientes por el disparo. Era un día frío y nublado, y estábamos en la cocina esperando que se calentara un fuentón con agua para el baño. ¿Pero ustedes oyeron o no el disparo?, les preguntó Teresa acomodándose la melena pelirroja. Teníamos pensado quedarnos en Timote más de una semana, pero esa tarde Teresa decidió que nos volvíamos a Buenos Aires y me pidió que la acompañara a la estación a comprar los boletos de tren para regresar al día siguiente.
Esa última noche en Timote, en la oscuridad de aquella casa fría, me desperté a la madrugada por un estampido que sin embargo nadie más pareció oír, a juzgar por la quietud y el silencio del resto. Ya en Buenos Aires, durante varios meses, en la mitad de la noche, me despertaba de un sobresalto porque oía un disparo que sonaba en el centro de mi cabeza. Después ya no podía volver a dormirme hasta que empezara a amanecer, por el miedo y porque sabía que el tiro no había venido de un sueño.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
DONDE UNA SOMBRA NO SIGNIFICA NADA…
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EN LA ZONA*
 
 
 
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
Uno tiene que ser fiel a una zona, repite aquel personaje de un cuento de Saer.
Imposible afirmar si aquello que un autor pone en boca de sus personajes es lo que piensa él realmente, es decir el autor. Pero tratándose de nuestro comprovinciano está tentado a creer que es así.
En ese caso a qué zona sería fiel yo, digamos, creo que tampoco hay secretos, que todo el que tropieza con un texto mío sabe de antemano adonde voy. A ese lugar minúsculo en los mapas “que no tiene río ni puerto”, como escribí alguna vez.
El lápiz, sin embargo muy elocuentemente muy obsesivamente diría, se dirige a remarcar ese perímetro que pueblan casas bajas y gente muy pacífica.
Y, como el lector supone, hay poco de interesante en estas vidas sencillas, por más que favorables
vientos de la historia económica beneficien a un grupo para que viva en un confort superior al de sus mayores.
Con o sin esa conciencia la gente, como en todas grandes ciudades, o como en cualquier otra parte hace lo que puede con su propia vida.
Sin embargo, cuando pienso en aquel lugar, aparece entre los nombres como el ruido de un galope obstinado. Es el ruido de ese caballo nocturno que rompía el hilo en las noches de invierno, cuando la luna se instalaba como un plato de acero brillante.
Y era mi madre, quien recorría la pequeña, la humilde casa con su lámpara en la mano y llegaba hasta mi habitación para arroparme, y entonces sí, uno se abandonaba al sueño más profundo. Y a veces, en las noches más crueles, cuando la helada atacaba sin piedad la indefensión de los limoneros, ella con una entrega solicita me calentaba la camiseta de frisa con la plancha a carbón, a pura brasa encendida.
No se por qué, la recuerdo en estos tiempos duros de las dudas reales, cuando arrecian los vientos más implacables y uno está siempre alejado de la posibilidad de que la muerte nos restaure la magnitud de cualquier desamparo.
En las chacras de entonces cabía todo el arduo, el implacable trabajo para hacer fructificar ese suelo fértil, pero que gracias a la escasa tecnología acumulaba deudas y magras entradas antes que bienestar merecido.
En esas chacras donde nunca viví, aunque todos mis mayores sí lo habían hecho, pero mi generación se criaba en los pueblos. En esos desolados pueblos de entonces que seguían –como hoy- dependiendo de la actividad rural.
De cualquier modo, en mi remotísimos tiempos infantiles todavía quedaban abuelos o tíos allí, pocos, muy pocos, pero quedaban.
Un pequeño campo que un hermano de mi abuela materna arrendaba no recuerdo a quién, que estaba junto al hondo Canal, y cuya humilde casa de ladrillos estaba asentada en barro, y la rodeaban unos copiosos paraísos, y creo entrever a un costado un selvático cañaveral o no, tal vez mi memoria me juegue una mala pasada. Como no había molino, se sacaba agua de un pozo, que un paciente caballito tiraba con una cadena. El gigantesco balde volcaba sobre los bebederos de lata y allí los caballos y las vacas abrevaban su sed.
Calle de por medio (esa larguísima calle que se hundía en hondos campos y que intercomunicaba las chacras entre sí) estaba la chacra que mi abuelo Isaías arrendaba a don Juan Burki.
En la chacrita de tío Roque, tal el nombre del gringuísimo hermano de mi abuela, pasé imborrables momentos.
Como aquella vez que sentaron mi pequeña humanidad sobre un carro cargado de pasto y el vaivén me fue lentamente bamboleando hasta casi caerme. Como el tío Roque iba a pie y llevaba al caballo de la brida a mis gritos paró y corrió a –literalmente- abarajarme pues el traqueteo me había ido inclinando en incómoda posición –de cabeza- muy cerca del suelo. No dije nada en mi casa, porque si no esas breves y espaciadas vacaciones que me permitían en la “chacra de tío Roque” me estarían vedadas. Y allí lo pasaba muy bien, allí jugábamos en los pocos ratos de ocio con “el primo Hugo”, un poco mayor que yo, pero hijo del tío, es decir primo de mi madre. Por las noches encendían una inmensa radio de madera que funcionaba con la electricidad que proporcionaba una batería a la que llamaban “el acumulador”. Una antena a lo alto y un pequeño molinillo que estaba sujeto al capricho del viento hacía el resto. Al parecer se necesitaba todo eso para que pocas horas al día se pudiera escuchar la radio, siempre con interrupciones y descargas. Nunca supe por qué se necesitaban tantos elementos para oír ese milagroso aparato que era como la máquina de soñar para grandes y chicos.
Si las tareas lo permitían íbamos con el “primo Hugo” a pescar al canal vecino. Ignoro qué pescábamos o que pretendíamos pescar con esas cañas inmensas y esos anzuelos siempre pobres en el agua que corría mezquina.
Pero lo que yo más apreciaba eran esas –paseos para mí- incursiones a caballo en busca de las pocas vacas que había y que teníamos que encerrar al atardecer para ordeñar al día siguiente.
Pero Hugo disfrutaba más jugando a la pelota, como es natural y que pretendía aprovecharme cundo yo iba, de lo contrario no tenía con quién hacerlo ya que sus hermanos eran muy mayores.
Para mí no era novedad, en el pueblo me pasaba horas y horas jugando con mis amigos a ese deporte excluyente de mi infancia.
No he vuelto a andar por esa zona, me dice mi hermano que ya no está más la casa, y ha prometido llevarme.
Iré a un lugar donde ni alambrado habrá de quedar, ni árboles, ni nada que me recuerde a esa chacrita.
Solo el canal y algún sembrado intenso de soja, que cruzan erráticos los pocos pájaros que se atreven sobre ese aburrimiento verdoso, cubriendo por doquier todos los campos.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Mascarita ¿Quién sos?*
 
 
*De Mirta Alicia Gisondi mirtagisondi@yahoo.com.ar
 
El Vasquito repartía la leche de casa en casa puntualmente todos los días. Desde que había quedado sólo, tras la muerte de sus padres, se ocupaba personalmente de la lechería del barrio. Ya de chico ayudaba bajando los tarros de latón del carro para venderla luego por las casas. Con entera confianza entraba en los patrios directamente y llenaba las jarras o cacerolas que le dejaban con el dinero debajo. Ahora la modernidad mandaba venderla en botellas, que en un principio ellos mismos llenaban, hasta que la pasteurización obligatoria hizo que llegaran herméticamente cerradas desde las plantas lecheras. En realidad, esto le aligeró el trabajo, pero igual seguía haciendo el reparto durante la mañana de casa en casa.
Su vida transcurría sin sobresaltos, sencilla y predecible, hasta que se acercaban los carnavales. Entonces la casa solitaria del Vasquito se transformaba en una vorágine de gente que iba y venía organizando el corzo vecinal.
Pese que para fines de los cincuenta la fiesta carnavalera iba languideciendo, en los barrios se negaban a perder esta fiesta que unía a los vecinos y los hacía olvidar por unos días de los problemas cotidianos.
El Vasquito era el organizador principal de todo el festejo, personalmente dirigía a cada grupo que se ocuparía de cada cosa, la confección de las guirnaldas, poner las luces en la calle, conseguir los discos y hasta el tocadiscos y los parlantes. También visitaba a cada vecino de la cuadra y lo comprometía con la colocación de sillas en el borde de la vereda para la gente mayor. Los que querían ganar un pesito extra con la venta de empanadas o papel picado, encontraban en él un hábil emprendedor.
Las madres que no sabían cómo engalanar a sus pequeñas mascaritas, sabían que el Vasquito con su gran habilidad, podía confeccionar un disfraz en un abrir y cerrar de ojos.
Todo estaba preparado, hasta las dos murgas barriales a las que reunió dos días antes para el último ensayo. Una de ellas, la de los más chicos, vestidos de indios, se contorsionaban con tanto entusiasmo que contagiaban y la mayor alegría fue cuando recibieron el estandarte bordado en lentejuelas de colores con el nombre elegido: “Los Indios del Oeste”. Los chicos aullaban de alegría.
La otra comparsa la conformábamos los grandes y siempre hacíamos el cierre y nuestro nombre nos definía:”Los alegres rejuntados”, que se debía a que cada uno se disfrazaba de lo que le gustaba, siempre tratando de causar risa y asombro. Había fantasmas, nenas con chupete, diablos, un oso grandote, señoras gordas y hasta un cura, en realidad todo servía siempre que el fin fuera divertirnos. La única condición era el obligatorio antifaz que preservaba el anonimato hasta la última noche del corzo en donde las mascaritas descubrían su rostro y sorprendían a quienes aún no lo habían adivinado.
El Vasquito no era ajeno a este grupo, ya que lo había formado personalmente y acostumbraba a sorprendernos con personalizaciones estrafalarias de señoras gordas, con almohadones en la cola y grandes ovillos de lana en el corpiño.
El anochecer del sábado de carnaval, nos sorprendió la noticia de que el comisario no había firmado el permiso para cortar la calle, por eso corrimos a lo del Vasquito para que lo solucionara.
Golpeamos la puerta insistentemente, llamamos incasables, hasta que yo decidí entrar y buscarlo. Recorrí la casa, entré en la cocina, al comedor y todo estaba en silencio. Cuando salí al patio, pude ver que había luz en la piecita del fondo, en esa donde se guardan los cachivaches y entré raudo sin siquiera golpear la puerta. Allí quedé paralizado con lo que vi. El Vasquito de pié frente a un gran espejo, vestido de mujer elegante y vistosa con tacos y maquillaje cuidado, intentaba ponerse una peluca rubia.
Sus ojos desorbitados daban miedo cuando se abalanzó sobre mí, que no podía mover un músculo. Pero solo me tomó de los hombros y sacudió con fuerza, aunque su voz sonó suplicante.
- No le cuentes a nadie, es nuestro secreto. Jurámelo!!. Su desesperación
era evidente y en ese momento todo fue tan claro…Nunca le conocimos novia o levante, sus ojos siempre tristes, sus manos delicadas, hasta su forma de hablar.
Nunca había conocido a alguien como él. En casa se hablaba de ellos en voz baja y siempre bromeando, pero Francisco o el Vasquito como le llamábamos cariñosamente, era mi amigo, mi vecino, habíamos crecido juntos, casi un hermano…
Vivía solo y la única diversión en la que participaba, era la organización del corzo y vestirse grotescamente de mujer gorda con las ropas antiguas de su finadita madre. Era el corazón del festejo carnavalero y todos creíamos que era feliz cuando bailaba en las comparsas y hacía bromas a las viejas vecinas, simulando una chillona voz femenina. Pero este año algo había pasado por su cabeza y decidió no ridiculizarse y verse como soñaba desde hacía tanto tiempo y justamente un entrometido como yo había descubierto su secreto.
Cuando vi sus ojos sentí lástima por él, comprendí el sufrimiento ante la imposibilidad de gritar la verdad y por tener que ocultar un cuerpo que le era ajeno.
Aún el mundo no estaba preparado para aceptar esos cambios. Más adelante quien sabe… Por eso entendí la felicidad que le daban estos días de carnaval en las que cambiaba su fisonomía y se esforzaba tanto, porque esa alegría le debía durar un año, hasta el próximo carnaval. Entonces no tuve que pensarlo dos veces, lo miré fijamente y alcanzándole el antifaz, le dije canchero: ”Quedate tranquilo hermano, yo te banco.”.
 
-Cuento con Mención de Honor en el Certamen: Homenaje a Evaristo Carriego por el Centro Amigos de las Artes de Lomas de Zamora.
Dic. 2012
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
¿Quién me pasa el azufre?, preguntaba mi viejo con el torso desnudo. ¡Yo! ¡Yo! Con mi hermana saltábamos a la cama y agarrábamos una barrita cada una, un omóplato cada una, y apretábamos el azufre contra la piel. Hasta que la barrita se rompía en dos, tres, pedazos. Cuánto más se rompía, más contractura había. No era magia pero parecía. Después andaba un rato oliéndome el azufre de las manos. Mucho después me enteré que era el olor del diablo.
 
 
*De Alejandra Zina. alejandra.zina@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Apagón de latas
en la temporada de los escenarios
 
Un ruido en el comedor
insiste en recordarme
la mejilla de una mujer bonita
soplando un dandelion
para llevar el polvo hasta el techo
 
Esta tendencia de frotar la herida de los pasadores
como si se tratara de la escoba de los cuervos
cuando en sus trajes de monjes
barren el dínamo de las balanzas
 
En el fondo del bodegón
siempre hay un extraño
que se jacta de su grito
al llevarse ambas manos a la boca
 
Apagón de velas en la mesa sin pasajeros
las sillas aúllan tristes
porque el peso se pierde
cuando la noche cae en su postura de viuda,
con esa mirada distante de tiburón
en el agua de invierno de los acristalamientos.
 
Espejos vacíos, saqueo de espejos
esta es la nueva visión del mundo,
habilidosa como el vuelo de las aves
al indagar la piel llena de cielo
donde una sombra no significa nada.
 
 
*De Marcela Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
Ese día en que todo lo perdido vuelve*
 
 
*De Leopoldo Brizuela.
 
   La juventud termina, dice Isak Dinesen, cuando comprendemos que nuestro destino es exactamente igual al de los otros. Entonces empiezan a importar los ritos.
El año pasado, para las fiestas, yo me fui, solo, a Lisboa. Anduve largamente por callejones empinados, bajo guirnaldas de lucecitas; me sentaba melancólico a tomar café con la estatua de Fernando Pessoa; veía pasar familias con regalos y coros de niños que interrumpían sus villancicos bajo el abucheo de la llovizna y, aunque me preguntaba qué cuernos hacía tan lejos, no conseguía comprender. Hasta que una mañana, mientras buscaba la salida del laberinto del barrio árabe, se desató una tormenta y sin saber bien lo que hacía me refugié en la Iglesia de la Concepción, la más antigua de la ciudad, la única que se salvó del terremoto de 1775. Estaban celebrando misa. Como era día laborable, en la inmensa nave en sombras y ante un cura vestido de dorado y blanco, tiritaban sólo unos cuantos ancianitos. Pero cuando uno de ellos avanzó hasta el púlpito y empezó a leer las Escrituras, tratando de imponer su voz por sobre el trueno y el diluvio, de pronto, digo, comprendí. Arrullado por la música de los versículos me distraje de lo que decían; y pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en la tormenta y en la ciudad inhóspita, pensé en los barcos azotados contra el muelle y pensé en el mar que más de cien años atrás habían cruzado mis bisabuelos portugueses. Pensé, en fin, en ese rito que como durante siglos seguía acogiendo a ancianos y extranjeros, a aquellos que no tienen con quién compartir su memoria, y me dije, de pronto: "Esto es la poesía". Y no me pregunten por qué, pero también pensé: "Esto soy yo". Comprendí, digo, y fue mi forma de comulgar.
Por favor, entiéndanme: aquí, en la Argentina, Jamás piso una iglesia: soy, si Borges no me engaña, agnóstico. Y la mayoría de los curas me parecen similares a aquel sacerdote lisboeta que se impacientaba a cada vacilación del viejito lector y que luego recitó la liturgia con la desgana de cualquier burócrata. Tampoco hablo de las ceremonias patrióticas. Después del genocidio, de la guerra de Malvinas, de las leyes que consagraron la impunidad, me repugna toda fiesta que incluya a los culpables, y si alguna vez me llevan por confusión o por fuerza, seré aquellos que arriman la silla vacía a la mesa de los saciados, quienes devuelven a su fuente "la fruta podrida con que lacayos quieren envenenar mendigos".
Hablo de los ritos privados, secretos, que inventamos cuando volvemos de los pocos sitios en que el recuerdo revive, un jueves en Plaza de Mayo, una madrugada en el boliche cuando nuestra misma conversación parece una manta de retazos, el cumpleaños de un hijo huérfano que se vuelve, de pronto, la celebración de un antiguo deseo de dos. Hablo, en fin, de esos ritos que nos inventamos para que en nuestra soledad, como en el día de la creación, vuelva a escucharse el Verbo, porque nos sentíamos perdidos y estalló la tormenta, porque acabó la juventud y ya no tenemos con quién compartir nuestros recuerdos, y porque sólo volver a actuar como antes da sentido a esto que somos.
Sé de gente que pone a girar viejos discos de vinilo, y hay quien arregla su jardín y reparte en macetitas gajos de árbol antiguo. Hay quien prepara pan dulce tan sólo para resucitar una antigua artesanía y hay quienes se preocupan por conseguir uvas para comerlas una a una a las doce del 31 al ritmo del viejo reloj de un abuelo gallego que inició la tradición. En cuanto a mí, este año que tengo menos dinero y menos trabajo también, he estado desarmando y limpiando, pintando y volviendo a armar una cajita de madera balsa, tapa de vidrio y fondo de corcho, que un estudiante de zoología fabricó para clasificar insectos hacia 1975, y que su madre me ofreció hace un tiempo y yo acepté para guardar mis lápices. Bajo la caricia de la lija, tantos años después, la madera estuvo soltando para mí, como un secreto, su perfume de savia, y yo me acordé de aquel fin de año en que él y sus compañeros se preguntaban cuál sería la bandera que empuñarían el día de los grandes festejos, el Día de la Revolución, y un amigo proponía izar el delantal con que su madre, cada mes, limpiaba la silla donde se sentaba brevemente el patrón que venía a cobrar el alquiler. Yo, en cambio, para la fiesta eterna elijo, no el dolor que protejo en mí con el pudor del amor y el cuerpo, sino la breve fajita de letras blancas que identifica a la caja con un nombre científico: Familia Chrisomelidae.
La elijo como bandera, digo, sin saber si la cajita guardó insectos o mariposas, porque siento que es una buena forma de nombrar esta nueva familia que fuimos construyendo, este lazo que nos reúne en la tormenta como un templo disperso, este rito en el que todo lo perdido vuelve, vuelve, desde allí en donde esté. Familia Chrisomelidae, sí: vos, yo, nuestros muertos y nuestros hijos, nuestra poesía y nuestro inmenso silencio. No un museo: un antiguo deseo en marcha. Familia Chrisomelidae, y ya no importan nuestros nombres.
El año pasado, en Lisboa, conocí mi primer fin de año en invierno. Mientras iba solo, recorriendo monumentos llovidos con una guía turística y un paraguas maltrecho, comprendí con cierta envidia para qué se sirven turrones, nueces, chocolates, en las fiestas: para esperar, para invitar, para acoger a las visitas ateridas de frío y de misterio. Y ahora que dejo de escribir y vuelvo a poner mi lápiz en la caja, ahora que cierro su tapa de vidrio, siento que escribo, sí, para volver a esperar, que acabo de tender mi mesa y la fiesta recomienza.
Y llaman a la puerta.
 
-Publicado en la edición de Clarín del viernes 29 de diciembre del 2000.
 
 
 
 
EL PEREGRINO*
 
 
Herida rosa madre de los vientos
El árbol patriarcal, deglute Trinca. Traga.
Esta noche he sentido más que nunca su furia
Crujen los huesos de mis hijos, ay, como crujen.
En la gruta escondida crece el odio paralelo al vástago.
He odiado salvajemente al padre y tan salvajemente
He amado al hombre.
Entre restos calcinados del incesto llanto recién nacido
Despojos de cabellos, de uñas, de vestidos impuros.
Corales bocas. Prostitutas del alba
Cambian de lecho. Cicatrices amargas del olvido
Nostalgias enredadas entre las medusas del sexo. Refugio.
Axilas rasuradas Flacidez de los pechos sin leche.
Huida fragor de pájaros Mierda tristeza de algas.
Esqueletos buques fantasmales. Juegos fatuos.
Descendí hasta el Tártaro. Allí lo he encontrado
Y me he encontrado
El exilio de hoy, ay, no es de hoy, ni siquiera de ayer
También en mi está el animal que me habita y me devora.
Me posee en largos corredores sombríos
En despojos de lo que fue morada de los Dioses
Persecución. Precarios espacios nauseabundos
Se metamorfosea, me confunde. Huyo, pero siempre vuelvo.
Lejos ha quedado el padre y en el nido hay sangre.
Esquivo, voy y vengo, él espera, siempre espera.
Al encontrarnos, las fauces y garras se confunden.
Jadean en do mayor los huesos.
Piedra pan hecha de miel y greda.
La brecha se fragmenta. Hades entra.
Casa vidrio cerrada. Huésped de bruma
Puerta piedra sacra silenciosa. Llave umbral de las mareas.
Faro apagado A la vera del mundo, el peregrino
Por fuera el Ruido. Conchas marinas, cráneos petrificados
Adentro, silenciosa, la soledad aguarda.
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
Illuminata*
 
 
 
 
 
*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com
 
 
 
 
Tengo los ojos de Manuel, que sólo ven las nalgas de María.
Para azul los ojos, como azul es el vendaval y los misterios. Azules los guardias de seguridad y los dragones. Azul la gordísima y frondosa supervisora de taxis. Azules las monedas que caen en sus manos. Azules los tumbos del hombre que cae en el interior del auto como una maldición que espera ser conducida a su propio infierno.
 
 
*
 
Tengo los ojos de Isabel, que corre a lo largo de la costanera, baja escalones en puntas de pie, desciende velozmente por las barrancas, salta precipicios de diez mil kilómetros en diez centésimas de segundo, se dispara como una flecha y estalla en los brazos de Aurora como una granada. Roja.
Rojos los puntos suspensivos de la ciudad. Rojos los zapatos de narrar. Rojas las algazaras y las muertes análogas. Roja la zona roja y rojo el borametz.
 
 
*
 
Tengo los ojos de Alejandra. Aureolas leves que traspasan las cosas a pesar de la tierra, a pesar del cielo. Ojos para las infusas magias que nacen entrecortadas. Ojos de criatura calcinada en el fragor implacable del ensueño.
Ojos que suben en énfasis de tonos, duración, altura. Ojos que suben y bajan con ceguera propia hasta los desvanecidos aposentos de los días.
 
 
*
Tengo los ojos de Ignacio que fulgen noches. Ojos de luces diminutas, imposibilitados de creer en la realizad que lo amordaza.
Para los relicarios, los ojos. Para el asno de tres patas que está en mitad de la avenida con sus nueve bocas escupiendo juramentos viales.
Para los árboles dorados, los ojos.
Para las estatuas que sorben con cuentagotas el vino de la luna.
Ojos para la vida visible y la vida invisible.
Ojos para el bahamut y las calandrias.
*
Tengo ojos para lo que no sabré. Lo que no vendrá. Lo que no veré.
Ojos para las lluvias que caen al otro lado del mundo con sus leves relámpagos blancos. Ojos para sorprender a la tierra acariciada por un dedo de Dios que apenas la toca. Ojos para el escarabajo que muere de sed bajo la flor de sangre amarilla que se marchita.
 
 
 
*
 
Tengo los ojos de Pascual que apenas ven un bolsillo austero.
Ojos para la suma y para la resta. La suma de los que acumulan. La resta de los que drenan.
Para los nagas y los budas, los ojos.
Para el millón y el centavo.
Para el abrigado y el desnudo.
Para los acumuladores de oros y los acumuladores de penas.
Tengo ojos que ven. Ojos que ven. Ojos que ven.
 
 
*
 
Tengo ojos que olvidan eso que nunca olvidan.
Para el verde los ojos, como verde es la cinta negra, celeste a veces, que desata el verano con su tirón verdugo.
Para el negro los ojos, como negro es el olor de la noche. Negro el beso negro y el oro negro.
Para el celeste los ojos como celeste es el lomo del perro en la luna. Celeste la mandrágora y celestes los monstruos que jamás veré.
 
 
*
 
Tengo los ojos mojados del Paraná.
Para el marrón los ojos. Para el temblar del pez y el lilar del agua.
Tengo los ojos de primera vez que vuelven nueva la última vez.
Ojos de verano en las orillas de un río que es y no es río. Ojos de anguila y de centauro. De camalote y sirena. De pescador y ángel envolvente. De tormenta detenida en el pulgar del milagro.
Ojos para las piedras que se juntan con las piedras y de las estrellas que se juntan con las estrellas, una a una, hasta que un día, de repente, forman una montaña de dimensiones enloquecedoras.
 
 
*
 
Tengo los ojos de la mujer guardada en un paréntesis, que no puede dejarse ir. Ojos de no irse. Ojos de sobreentendidas semillas de alpiste.
 
*
 
Tengo los ojos extraños de Helena que cargan en su lengua el lodo conquistado a la esperanza, y al girar la cabeza, la lengua vuelve a salir rosa, y los ojos miran rosas, y en la desesperación roza con sus ojos de mirar rosas los muros del infierno cambiante, y con su lengua de tragar rosas se come los dedos de las rosas, como pétalos pequeños o trocitos de carne.
 
*
 
Naturalmente, tengo ojos que salen desde adentro. Ojos que vienen desde afuera y se meten bien adentro. Ojos para lo que no tiene nombre, ni rostro, ni sombra. Ojos que hacen del mirar un decir; del decir, un mirar.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
***


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Inventiva Social relaciona en ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los medios de comunicación.

Cuales son los ejes de la propuesta?
Proponer el intercambio sensible desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas para pensar sin manipulación.

Es gratuito publicar ?
En inventiva social no se cobra ni se paga por escribir. La publicación de cada escrito es un intercambio de libertades entre escritor y editor. cada escritor envia los trabajos que desea compartir sin limitaciones de estilo ni formato.

Cómo se sostiene la actividad de Inventiva Social ?
Sus socios lectores remuneran con el pago de una cuota anual el tiempo de trabajo del editor.

Cómo ayudar a la tarea de Inventiva Social?
Difundiendo boca a boca (o mail a mail ) este espacio de cooperación y sus propuestas de escritura.
 


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