*Obra de Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera-
http://galeria.walkala.eu
ACASO*
Que pena
minotauro. Que pena.
Ya no beberemos
el agua prometida.
Un silencio de
cera cala mis pechos yertos.
Llueve. Mis
hilos se han cortado y es de noche
Presiento que
ha de seguir lloviendo.
Acaso en algún
momento pare
Pero no hay
alimento para el toro sagrado.
Los chacales
acechan. Babean.
Y ya no hay
equinoccios.
Tus huellas,
tan amadas, tan deseadas.
Las borra,
lentamente, la lluvia de asteroides.
Acaso no lo
creas, y dudes y vaciles.
Pero la piedra
filosofal se oxida quedamente.
Y se ha ido tu
polen de mi rostro.
Y en mis islas
no vuelan las gaviotas.
Los ojos
amarillos no maúllan, ni los gatos
Y han callado
mis bosques de arrayanes.
Que pena
Minotauro, que pena.
Acaso no
comprendas. Tu andar, tan pesado.
Tan lento. Tan
humano.
Acaso ya sabías
que los toros blancos son fábulas
Y ya es tarde y
estoy cansada corazón.
Y afuera
llueve, no para y es de noche.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
¿QUÉ DIRÁN LAS MUDAS PUPILAS DEL ESPEJO?
PELOTA PICANDO*
*Por Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
El golpe de la pelota sobre el
césped de la cancha pegaba en mi cabeza con el ruido de un gong. Y producía una
adrenalina que hacia circular con más velocidad mi sangre.
Ese golpe, ese ruido que daba en
mis oídos como un tambor funcionaba como un irresistible llamador que
ponía todo mi cuerpo en una situación hueca de templanza, era todo brío y todo
deseo de echarme a correr. Saltando los tejidos que me separaban con solo
cincuenta metros de distancia del fondo de nuestro terreno.
Para qué esperar y caminar las
casi tres cuadras que formalmente separaban la puerta de mi casa y el portón de
la cancha que usábamos para entrar a ese pequeño estadio arbolado, que exhibía
algunos juegos infantiles (hamacas, trapecios, subibajas, areneros y hasta una
calesita voladora) y una cancha de paleta y por supuesto el campo de fútbol con
sus arcos que en los primeros tiempos tenía un tejido de alambre como red,
hasta que las confusiones que producía tan incómodo material, un día con
razonable actitud, la Liga Interprovincial obligó a sus afiliados a poner redes
de piolín para que marcaran el gol con seguridad.
Yo podría escribir sin exagerar
que en ese tiempo, la no autorización de correr hacia esa pelota que golpeaba
en el suelo podría ser causa de una angustia que cerrara mi pecho. Cuando
estaba el sí de mi padre especialmente, yo respiraba hondo y apenas oía la
recomendación de volver temprano me comía el viento, corriendo, y saltando dos
alambrados o tres, estaba en único paraíso en ese tiempo de ilusiones
posibles. Si estábamos solos con mi madre era distinto, nunca oponía un reparo,
salvo que tuviera que hacer un mandado de urgencia, ya que estos se hacían de
mañana y la pelota solo saltaba de tarde, porque así lo disponía el
canchero.
A veces era de los primeros y
teníamos que esperarlo. Que bajara de su bicicleta, que parsimoniosamente
sacara una gran llave del bolsillo y abriera el cuarto donde guardaba las redes
y la pelota, y saliera con ella bajo el brazo y nos recomendara:
-A cuidarla muchachos, ¿eh?
Porque la pelota se rompe.
Esos picados eran una ampliación
bastante generosa que excedía la barrita de la cortada de la esquina,
como decíamos nosotros.
Por lo tanto venían chicos de
otros barrios y no sólo los simpatizantes de nuestro club sino del otro
también. Había una sola cosa allí que lo hacía todo muy democrático: las ganas
de jugar y a veces se mezclaba con nosotros algún jugador de primera división,
y que en esos tiempos en los pueblos nadie entrenaba. Supongo yo que vendrían a
correr un poco.
En invierno, otoño y
primavera, se empezaba a la una de la tarde ya que oscurecía temprano por lo
cual debíamos aprovechar al máximo la luz. En verano hasta la seis no
empezábamos porque podríamos seguir hasta tarde pero con la cautela de evitar
una insolación.
La mecánica era siempre la
misma.
Al principio éramos pocos
y dos se ponían en el arco, para atajar los tiros que le producía el resto –por
riguroso turno- desde el límite de la raya 18. El que iba llegando se
sumaba, y alternábamos con los que cubríamos el arco. Cuando juzgábamos
suficiente el número, hacíamos un picado donde elegíamos (en especial los
mejores, para que fuera más parejo) y ocupábamos la mitad de la cancha, a lo
largo, es decir, de este a oeste. Cuando se seguían sumando, en algún
momento ocupábamos la cancha entera. Siempre tratando de ubicar los rezagados
con un criterio de justicia y equidad. Como para hacerlo más llevadero al
picado y así divertirnos todos, ya que a nadie le gustaba ser bailado
impunemente si los jugadores más hábiles desequilibraban la balanza
escandalosamente para un lado. Esto se cumplía rajatabla y era casi la única
condición que poníamos y era fácil, porque ya todos nos conocíamos, era raro
que apareciera un tapado.
En algunas épocas, no era raro
que jugáramos con un poco de público. Algún dirigente, algún jugador como dije
antes, algún retirado de la actividad, y curiosos, porque eran los que más
abundaban.
Muchas veces he pensado que
muchos de aquellos chicos, que llegaron a muchachos y luego hombres, no habrán
pensado o sentido alguna vez la comezón de la nostalgia por aquella libertad
gozada, disfrutada y perdida hoy para siempre.
También alguna vez ha pensado
que tal vez hoy quede algún chico que al oír picar una pelota de fútbol se
llene de ansiedad como para salir corriendo, saltando y trepando alambrados y
tejidos para llegar a ser tenido en cuenta en ese espacio donde sólo reinaba la
libertad, el deseo siempre, pero maravilloso de compartir un rato de alegría e
ilusión.
Porque todos o casi todos,
también soñamos con vestir un día la casaca de la selección nacional.
HASTA QUEMAR
LOS BRAZOS, SE ABRAZABAN*
“QUE GANAS DE
LLORAR EN ESTA TARDE GRIS
EN SU
REPIQUETEAR LA LLUVIA HABLA DE TI…”
JOSÉ MARÍA
CONTURSI (TANGO)
Traigo para vos
todos los destierros del mundo.
Un manojo de
destierros irredentos.
Mi expatriación
de mar. Exilio de agua que no llega.
Trébol de
cuatro hojas que no encuentro.
Traigo toda la
furia de los vendavales.
Lluvia que
purifica. Limpia. Expía.
Lava sangre de
inocentes y manos de traidores.
Desborda rabia.
Arrasa, quema.
Roca fluida que
enciende la memoria.
Hombres y
mujeres. Piedras resistiendo al sol.
Y dolía el
destierro como duelen los malvones en flor.
Y temblabas en
ella y ella temblaba en vos.
Y giraban como
noria seca y triste.
Hasta quemar
los brazos, se abrazaban.
La distancia no
es barrera para los condenados.
Y derribaban
mitos con la boca seca.
Y ensayaban
pasos en un ritual de tangos.
Y la muerte
esperaba en la puerta.
Y se fundían
como tronco a la llama.
Y ardían en
vida y supervivencia.
Intercambiaban
celdas y saliva.
Y se amaban,
como nunca se amaron.
La muerte era
solo una simple circunstancia.
Un pájaro
nocturno posado en la azotea de los sueños.
Y la vida, otra
vez, aobaba** en otro cuerpo.
Otro cuerpo que
desanda los pasos en esta tarde gris.
Un Sur que
llora en tango y en violines.
Una concavidad
que te espera y te busca y te encuentra.
Y te halla,
hasta temblar. Hasta temblar, te halla.
** No es
error ortográfico, ni de tipeo.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Para
mis amigos -tantos – desterrados.
Sorpresa en el
ascensor*
*Guión-cuento de
Carlos Alberto Parodíz Márquez. parodizlaunion@gmail.com
(Un cuento
abreviado del original)
Ella, desde
lejos, anunciaba que tenía estilo.
Algo
indefinible para la mayoría. No era su caso.
Cuando ingresó
al palier del suntuoso edificio, estaba de espaldas y una airosa impaciencia,
en su porte, anticipaba que no solía esperar. Ese deslizar imperativo tenía la
insolencia del mar enojado.
Se tomó su
tiempo, apreciando, en tanto el indicador luminoso del ascensor, guiñaba
cómplice la proximidad.
Revisó su
cabello largo estirado, recogido con anudador de oro, a la nuca. Depositó
en el piso el lujoso maletín rectangular, de cuero negro.
Se miran, en
tanto aguardan el elevador, que hace las veces de permisionario virtual para
llegar al cielo. Certifica el reloj, adosado como un imán de lujo en su muñeca
izquierda; de estirpe y, por lo tanto, discreto; es preciso, tanto que, en
realidad, le demostró que restaba media hora, para el cese de actividad en ese
hormiguero humano. Un cartel, al tono, así lo puntualiza.
Había llegado
con la antelación que le fuera solicitada. Rozó, con su mano izquierda, el
bolsillo interior del abrigo. Allí, el sobre marrón. Lo extrajo. Repasó su
contenido. El dossier, que ella no podía ver desde su posición, estaba
prolijamente ordenado; fotografía; identificación; horario de su llegada
al edificio; piso y oficina, nada librado al azar.
Ella, con el
dominio natural para estas situaciones, no perdió detalles de sus movimientos.
Era una atención magnética. La distancia que los separaba, en ella accionaba
expectativas.
Silencioso, el
transbordador de personas -jaula metálica y babelica-, se detuvo y las puertas
deslizaron su invitación a la leve penumbra acogedora, que parecía aguardarlos.
Ascienden, son los únicos pasajeros. Ella, desafíante, preserva el estilo.
Indicaron a la memoria iluminada, su piso. Se volvió, en dirección al espejo,
para retocarse y comprobar, satisfecha, que su dominio y el de la situación,
estaban intactos; no descuidó, en la observación, la compañia, que mantenía la
cabeza inclinada.
El ascensor
funcionaba con velocidad moderada y el leve zumbido del aire acondicionado,
asordinaba la suave música ambiental, que regalaba climas bucólicos, casi
predecibles.
Lo armonioso se
detuvo a mitad de camino, entre dos pisos. La luz comienza a parpadear.
Estertores de luciérnaga malherida.
Ambos cruzan,
en principio, miradas indiferentes. Midiéndose, pero sin inquietud. Pasa el
tiempo. El silencio crece. El hermético habitáculo progresa su protagonismo. La
opresión no se queda atrás.
En ella gana
terreno el nerviosismo y el desamparo. Un llanto silencioso se asomó a su
mirada. La altivez rodó sin elegancia.
- ¡el encierro
me aterra!... balbuceó y su espléndida figura, mutó. La mirada se tornó
suplicante.
- ¡llamemos!...
¡alguien debería oírnos! Golpea, vanamente, la puerta.
La etapa de emergencia,
demora, según otra referencia de instrucciones, que no advierte...
- ¡ por
favor!...¿qué podemos hacer?... reclama y consulta. Sus manos
convulsas aferran la chaqueta gris. La oscuridad venció a la luz;
todo espaciaba, lentamente. Ella se le adhiere, desesperada, entregándose, por
una libertad que no le pueden devolver.
Los cuerpos se
estrecharon, con ferocidad por parte de ella, invadida de desesperación.
La
intermitencia es el arma de la fugacidad y la confusión.
El reloj se ha
detenido.
Están
suspendidos en la eternidad.
Los presumibles
regresos, fosforecen.
La indefinición
abre paso a la imploración, abandonándose.
Trabaja el
cuerpo de ella. Sus manos la recorren urgentes; la calman y la colman. La
exploran minuciosamente, luego de despojarla de sus ropas, ahora dispersas en
el piso del ascensor. Conoce todas las formas del placer que reclama una mujer.
Ella es arcilla. Ha abandonado el espacio del temor, ahora ocupado por el
placer inesperado y de intensidad desconocida.
El control estaba
en esas manos, ávidas, que conocen todas las respuestas y la transportan al
universo del goce, sin etapas.
Una boca
implacable derramó, en su centro vital, sensaciones imposibles que la lengua,
voraz, ejerció clausurando pausas.
Se dejó estar,
definitivamente, estallando furiosa; lluvia y fuegos de artificio.
La luz regresa,
asombrada y acompañada del aire, la música y los servicios. El ascensor retoma
la marcha.
Obediencia de
vida, se detiene donde le fuera indicado. Las puertas se abren y el estuche
negro, cobra protagonismo.
Busca y
encuentra el elemento requerido para trabar la puerta, dejándola entreabierta.
Marcha por el
pasillo, sin prisa, recorriendo con manos enguantadas, las inscripciones
doradas, desafiantes, desde la parte superior de las oficinas, hasta dar con la
que busca.
Abre la puerta,
hospitalaria, que cede sin ruidos. Deposita el maletín sobre una mesa
rectangular, que armonizaba con su diseño.
Descorre
cierres y extrae elementos para montar el arma automática, con mira infrarroja.
Puso la
fotografía, que había extraído del sobre marrón, al alcance de su vista.
Se dirige a la
ventana, muellemente encortinada. La revisa. Descubre el visillo especialmente
adaptado para apoyar el arma.
Abajo, en la
calle, más precisamente en la puerta del edificio frontero, alguien, el hombre
de la fotografía, rodeado de agentes de seguridad, salía.
El arma lo
sigue, como un dedo de fuego y el silenciador convirtió la descarga en
murmullo. El hombre de la fotografía se miró, estúpidamente, la rosa roja que
iba formándose en su
pecho.
Alrededor, la gente corre enloquecida. Arriba, en la soledad de la oficina, era
desmontada el arma, con el mismo mortífero y eficiente silencio. Guarda cada
pieza en su lugar. Recorre, de regreso, el pasillo. Destraba la puerta.
Emprende el descenso.
En la planta
baja, en el palier ya sin gente repite, con eficiencia profesional, el trabado
del ascensor.
Al salir, antes
de partir, dirige una piadosa mirada al desnudo cuerpo de la mujer,
desmadejada; una muñeca desarticulada; la herida que la hoja del
cuchillo dejara, perfecta, casi sin sangre, avalaba una siniestra destreza y la
fatalidad de un testigo inoportuno.
Antes de
abandonar el edificio, abrió la parte superior del abrigo.
Frente al
espejo retiró de su rostro las aplicaciones especiales.
Dejó sus
cabellos libres, al viento de la tarde, que aguardaba.
Una espléndida
mujer, vestida de gris, apareció en la transformación.
Extrajo del
maletín una bolsa de residuos de consorcio, allí lo guardó, junto a los
apliques faciales.
Al abandonar el
edificio dobló, cuidadosamente, el abrigo sobre el brazo.
A unos metros,
el recipiente destinatario, resultó el mejor albergue transitorio. El camión
recolector, puntual, luego de doblar la esquina y casi sin detenerse, carga y
compacta.
En la calle,
por donde transita, grácil e ineludible, se oyen gritos destemplados.
Móviles de
radio y televisión, se disputan la primicia. Coyotes de la verdad. Uno de los
cronistas no se lo guarda, volviéndose a su paso...
- ¡querida! ...
no desaparezcas nunca... ¡volvé... te lo ruego!...
Su risa,
cristalina, fue respuesta.
El periodista,
excitado, ante el micrófono, reiteraba la información...
- ¡cayó la
Bolsa de Valores!... han matado al ministro...
Detiene un
taxi, que pasaba. Los ruidos tienden a disolverse. Asciende. Dentro, la noticia
resistía en la radio. El locutor se ocupaba...
- no hay
indicios...
- en las
cercanías se ha descubierto...
- la
inseguridad institucional obliga a cambiar el rumbo político del gobierno...
Se dirigió al
conductor, en tono de ruego...
- ... ¿podés
poner algo de música?...
El hombre,
deslumbrado por la visión que le devolvía el espejo y en tanto la oscuridad
avanzaba, cambió la frecuencia. CLAPTON entonaba “maravillosa esta noche”.
Satisfecha,
extrajo del abrigo el teléfono celular... discó ... aguardando que atendieran;
cuando sucedió, su voz grave, de miel, anunció...
- ... el cordón
ha sido cortado... y clausuró la comunicación, cerrando sus ojos gris verdosos
y relajándose por el momento ...
NIÑA DE TRÉBOL*
“...Me traspasa
la luz. No me conozco.
Soy apenas un
soplo de la tarde....”
SUSANA MARCH
Vuelvo el
rostro para mirar mis rastros.
¿Cual es el
animal que me precede?
Me persigue. Me
hostiga. Me vigila.
Entra la sombra
y se abren los párpados.
Miro el espejo.
No reconozco la
figura triangular que me observa.
Me recuerda
vagamente a alguien u algo.
Quizás a
las huellas de mi madre
O a los
confusos vestigios de mi padre.
También a las
migajas de una niña de trébol
Niña que
destrenza naufragios y palomas muertas.
Habla la figura
triangular Me habla.
Su código es
extraño. Insólito. Peregrino.
Desciende en
sed y en noche y en olvido.
Me arrodillo y
me beso y me respiro.
Y me hostigo y
me lloro y me persigo.
¿Qué dirán las
mudas pupilas del espejo?
Sus palabras
quedan detrás del naufragio de palomas muertas.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
INFIMO Y
SIDERAL*
Sé demasiado
sobre mí misma.
Sé todo lo que
no sé sobre mí misma. No saber es lo que mejor hago, a veces.
Qué hermoso es
este paisaje. Si una flor me llamara por mi nombre, acudiría. Estas rocas
nacaradas, este musgo blanco, esta polución celeste, estas partículas
estáticas, qué hermoso es este paisaje. En los pozos se oyen croar las ranas de
la luna a esta hora de la noche. Más de una vez me ha parecido que flotaba, en
el aire lunar, un olor a fieras terrestres. Sé que si doy curso a mis
lucubraciones la fiera me devorará. Sé demasiado sobre los posibles de los
imposibles.
Aquí hay muy
poco ruido, muy poco aire y mucho espacio.
Extiendo el
brazo y acerco una estrella o caracola. Abro el libro o la memoria mientras
lucho con los mínimos remolinos de atmósfera que me quitan las páginas de las
manos. Acerco la estrella un poco más como si fuera una lámpara. Me demoro un
rato en esta ilusión. No se me quitan los hábitos terrestres. Lejano como una
invención veo el viejo planeta flotando en una gigantesca y cósmica taza de
café.
No hace ni un
mes, ni un año, ni un minuto, pensaba que jamás llegaría tan alto, o tan lejos,
o tan adentro, hasta que vi aquella mujer subiendo una escalera de hierro o lana.
Cuando llegué, pensé que la iba a encontrar aquí, pero no fue así. O mejor
dicho, sé bien que esa mujer fue producto de mi imaginación porque es imposible
llegar a la luna desde una escalera de lana, menos aún de hierro, por eso saqué
un boleto en el Estrella del Norte.
Al principio el
paisaje del cielo ocupaba toda mi atención, pero al cabo de unos días, minutos,
o años, el paso de los cometas resulta tan habitual como mariposas en el
jardín. No menos bello que mariposas en el jardín. Ni menos milagroso. Ni menos
excitante.
Es cierto que
el viaje en micro es muy largo. Por ello lo elegí. No hubiera tenido ningún
sentido tomar un avión o un cohete espacial para llegar antes. Sé demasiado
sobre mí misma, me gusta el tiempo de llegar.
El viaje fue
largísimo. Atravesamos rutas desoladas, ciudades histéricas, valles apacibles,
montañas crujientes, pueblos remotos, selvas hervidas al vapor.
El micro se
detuvo por primera vez en un parador del desierto. La gente se agolpaba en el
mostrador para sacar su ticket de comida rápida. Sé demasiado sobre mí. Nunca
comeré rápido la comida rápida. Aquí, en la luna, puedo tardar dos o tres días
en comer, mientras disfruto de la vista del paisaje con su vegetación plateada,
cubierta de un polvillo estelar que al paso de los meteoritos desprende
infinitos destellos dorados, violetas, azules. Son las flores de la luna. No
menos bellas que las flores de mi jardín. Ni menos milagrosas. Ni menos
excitantes.
Desde muy
temprana edad mis pensamientos me han llevado a los alrededores de la luna.
Diría que para nadie fue una sorpresa mi viaje. Por supuesto, todos coincidían
en que era un recorrido demasiado largo para hacerlo en micro.
El viaje a la
luna fue como todo viaje en colectivo. En cada pueblo, desierto, calabozo o
ciudad, descendían los pasajeros que llegaban a su destino y el coche se volvía
cada vez más liviano y aéreo.
Por las noches,
en la luna hay luciérnagas y grillos ensordecedores. No menos brillantes que
las luciérnagas del bosque ni menos bulliciosos que los grillos del estanque de
mi memoria. Sobre los altísimos árboles transparentes, duermen las grullas
provenientes de las llanuras de Rusia. Otra vez cometo el error de pensar que
esas enormes flores blancas son grullas procedentes de la llanura. Me conozco
bien. No se me quitan los hábitos terrestres.
A medida que el
viaje se prolongaba, el aire se volvía espeso. No hace falta que lo describa.
No hace falta hablar de ciertas cosas. Uno llega a la luna y nada más. Como una
habita la tierra y nada más. Lo cierto es que a cierta altura del viaje, cuando
había pasado el tiempo suficiente para llegar, el chofer se detuvo, en medio de
una oscuridad nebulosa y resplandeciente. Hasta aquí llegamos, dijo el guarda,
y apretó el botón con el que se abrió la compuerta del colectivo o nave
espacial. Comencé a caminar. A medida que avanzaba iba perdiendo peso. Rayos
cósmicos iluminaban el camino. El viento solar me agitaba el cabello. Caminar o
flotar, eran lo mismo.
Al principio
del camino me entretenía haciendo comparaciones, entre el tiempo terrestre y el
tiempo sideral. Entre el ecuador terrestre y el ecuador lunar. Entre los mares
de la luna y los ánimos terrenos. Durante mucho tiempo, ya establecida en mi
nuevo hogar, hice lo mismo. Pero ahora me dedico a otras cosas. Pienso, por
ejemplo, que sé demasiado sobre mí misma. Que me basta una cabeza de alfiler
para vivir. Que en una cabeza de alfiler pueden entrar dos o tres universos, un
jardín botánico, un laberinto, una cordillera, dos minotauros, todos los colores,
todos mis libros, todas mis flores. De un tiempo a esta parte sospecho que la
luna en la que vivo y desvivo está dentro de uno de los universos que giran en
la cabeza de alfiler que desde siempre habito.
*
Querido hijo
En tu
cumpleaños
Quiero contarte
algo que siento
Quizás sea un
poco pesada
pero bueno ahí
va otra vez mi gran amor
que creo que es
lo más hermoso
que he podido
describir
viviendo la
cotidianeidad
de verte cada
vez más grande
tu figura
esbelta y flexible hacen
que la armonía
se cincele la juventud
tu rostro
templado de guitarras
resuenan en
tierras de almendras
la música de tu
andar refleja un futuro mejor
tus ojos de
cruel honestidad
brillan hasta
hacer temblar
la melodía de
cumbias y de roqueros
vos me hiciste
creer en el amor, en el dar
ese sentimiento
que me hace sentir
que soy una
prolongación de tus deseos
de tus penurias
y alcances
con tus alas de
porvenir vuelo por
la picardía de
la amistad
la siento la
palpo y la descubro día a día
en ese mágico
resplandor que es tu vida misma
existen
momentos en los que rezongo
como otros que
me dan la libertad que creí perdida
Vos sos más que
yo
en las noches
cuando escucho el cantar de tu guitarra
tu voz de
baladas en madrugada
es un remanso
para descansar en un nuevo día
Algunas
describen ilusiones que recuerdan mis rebeldías
ese tesoro que
no he perdido
gracias a vos
fuiste vos el
que me hizo sentir
que no hay un
solo camino
que el silencio
de tu orgullo merece respeto
y que la
intransigencia ante la injusticia
es una buena
consejera.-
para juanma en
su cumple
***
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