*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
LILITH*
Cáliz de tela,
el grial se solaza con la alquimia.
La estrella
bocarriba
Raúl Aguiar
Soñé que era
Lilith
No aquel
personaje de “La estrella bocarriba”
Sino la otra,
la Lilith de antaño.
Y no era la
postura que ofendía,
Sino la
sumisión, el dolor de haber sido diseñada
Para no ser más
que un artefacto.
Alcé la vista
al creador, lloré mi rebeldía:
¿Por qué un ser
de luz
Ha de servir a
un ser hecho de barro?
Y fui condenada
a renacer, siglo tras siglo,
Abatir la
frente y ser mujer, vida tras vida,
Para ver
repetirse la historia entre mis manos.
Snvi, Snsvi,
Smnglof…
Esta noche hay
luna negra, mis hijos andan sueltos,
No se atrevan a
buscarme.
*De Marié
Rojas.
La Habana.
Cuba.
ESOS SERÁN LOS
DÍAS DE LA DESOLACIÓN…
Rambla*
Del puerto parte el barco en lo que dura un cigarro
en apagarse. Busca la noche faros
para que el horizonte vista de camino. Río
inmenso cobija brisas dulces, plata
en el oleaje lejos.
Pide el susurro un poema como si fuera fácil
descubrir el alma sin aviso. Igual
carne viva en el silencio de este instante
que no vuelve. Patria,
donde el amor afinca y se queda.
Brota espuma del golpe en las piedras y espero
donde esa patria aguarda sumergida pero no quieta
en las vetas que refulgen, fija al viento.
Pero el viento pasa
y pasa.
*De Alicia Salinas. alines.alines@gmail.com
OTOÑAL*
Hojas dormidas
en cunas otoñales
huelen a huida.
No se revelan,
sonrisas amarillas
nos dejan tristes.
Bebí otoños
tras muchos años grises
en despedidas.
El árbol queda
solo con sus ensueños,
llora su rocío.
*De Emilse Zorzut. zorzutemilce@gmail.com
CHAJÁ*
a Miguel Correa
La infancia nuestra no tuvo
juguetes, pero sobró siempre imaginación para inventar los juegos que nos
ocupaban el tiempo libre que nos dejaba la escuela.
No me estoy refiriendo
obviamente a la casi excluyente práctica de fútbol cuya mención evitábamos por
el más simple y concreto de jugar a la pelota en interminables picados
que nos llevaban las tardes enteras la mayor parte de la semana.
La fuente de inspiración más
directa la teníamos en las películas que veíamos en la pantalla del cine La Perla , y que pasaba lisa y
llanamente por las llamadas de acción por la industria del ramo, pero
que nosotros clasificábamos como: de cowboys o de indios, de piratas, de
espadachines, de caballeros (y sus lances de honor), o de detectives y
pistoleros, como llamábamos al mero género policial. Cualquiera hubiera sido la
película que nos hubiera fascinado y en ese tiempo primario de emociones
fáciles eran, se puede decir, todas las que veíamos esas tardes de domingo,
pasaban a representarse libremente en los días subsiguientes.
Éramos consecutivamente Cisco
Kid, El caballero de Negro, Marlowe, el Corsario Rojo, alguno de los tres
mosqueteros o Enrique de Lagardére, un espadachín del Rey de Francia que tenía
una estocada impecable y fulminante: remataba con un puntazo en la frente a sus
rivales. Entusiastamente nosotros al lunes siguiente nos reunimos y fuimos
cortando algunas ramas rectas de paraíso, que pelamos
minuciosamente, salvo una de sus
puntas que ofrecía como empuñadura de la futura espada. Allí insertamos
el palo en el tazón de un cucharón viejo o un cartón que prolijamente fue
cortado con unas tijeras y quedaba de puño guarecido de los golpes.
Pero no nos salía la estocada.
El único que lo logró certeramente fue Miguel, a quien llamábamos Chajá
y que a su paciencia sumaba natural ventaja de ser zurdo. Inmediatamente fue
nombrado el primer mosquetero, o el Lagardére, el jefe de esa bandita
desflecada.
Entonces sí nos permitimos el
coraje de concertar un duelo con la barra rival del barrio El Porvenir
donde enseñoreaba el almacén de ramos generales de don Vicente Tallarico.
Y allí fuimos una tarde donde
nos esperaban bajo el mando de su elegido jefe, Miguelito Ocariz.
No tengo detalles en mi precaria
memoria de los pormenores de esa batalla que debió ser pareja o ahora lo
imagino. No retuve los nombres de todos, pero Jorge Cavagna, el mismísimo
Juancito Tallarico, hijo de don Vicente, es seguro que fueron de la partida.
Pero sí tengo fresca en la memoria el desenlace. La lucha debió ser muy pareja,
a los sablazos limpios y tal vez sin cuartel hasta que de pronto una voz
a quien el recuerdo no le da dueño paró a los gritos la pelea y gritó:
-Que peleen los jefes, para
saber quien ganó.
Y así fue. El trámite entre los
dos tocayos fue lo suficientemente parejo hasta que Miguel Correa, el Chajá no
tuvo más remedio que utilizar su peligrosa estocada.
Miguelito Ocariz se llevó una
mano a la frente que por supuesto sangraba. Nos asustamos mucho pero a fuer de
sincero se
aguantó el dolor sin quejarse.
Tiró su espada improvisada y concedió:
-Ganaron ustedes.
Creo que el festejo no fue tal
porque habíamos visto sangre y alguno pensó que
la cosa podría haber pasado a
mayores.
Quiero creer ahora que eso nos
disuadió por un tiempo de esos juegos tal vez peligrosos sin dejar de ser
inocentes.
La otra anécdota también lo
tiene como protagonista principal al Chajá.
Una tarde en la cual habíamos
jugado una serie de picados en la cancha del club y volvíamos hacia la cortada
con cierto aburrimiento y nos tiramos indolentemente en la gramilla a
descansar, alguno dijo:
-¿Y si jugamos una guerra?
Éramos, lo recuerdo bien: seis.
Los hermanos Correa, Hugo y Miguel, los hermanos Míguez, Toto y Pili,
Tago Sánchez y yo.
Como todos teníamos gomeras y
los proyectiles nos fue fácil procurarlos: los árboles de paraíso nos dieron
sus bolitas verdosas. Con ellas, no se mataba un pájaro pero si uno lo
recibía en el cuerpo, dolía.
Hugo, varios años mayor
distribuyó los grupos así: él formaría equipo con los más chicos
(Pili y Toto) y nosotros tres de edades similares formaríamos otro.
Los pequeños del grupo se
rindieron pronto, porque no supieron protegerse bien detrás de esa hilera de
paraísos que sombreaban la vereda de Gerlo.
Quedamos tres contra uno.
Arrinconamos a Hugo, quien se había guarecido en un pozo que la comuna había
cavado para plantar nuevos árboles. El hecho es que se negaba rendirse. Toto
y yo, ni locos le pensamos tirar con nuestras gomeras. Pero Miguel, su hermano
menor no era de la misma idea:
-Rendite Hugo- le gritó con la
gomera a treinta centímetros de su cabeza.
-No- fue la respuesta.
-¡Rendite carajo! Le gritó y
antes de que su voz se acallara accionó. El proyectil le dio en la plena frente
y de inmediato le creció un chichón gigantesco.
Entonces saltó hacia fuera y
comenzó a correr a su hermano hasta la casa. No recuerdo si llegó a pegarle,
porque en realidad Chajá corría esa tarde como el viento.
Quizás fue rivalidad entre
hermanos, pero a mí se me hace que se había tomado en serio su papel de jefe de
esa barrita que lo miraba atónita y admirada mientras había dado su
última prueba de valor temerario.
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
XI Luminosa
ceguera *
para M. Seia y
A. Arellano
Baldadas las
palabras
el silencio
gana a las manos
y uno queda, si
queda,
mirando a la
nada
pájaro sin
vuelo.
Galopan las
palabras, las sensaciones
se diluyen en
el embudo del tiempo.
Abro los ojos
y todo es, en
mí, luminosa ceguera.
*De Oscar
Ángel Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
-A raíz de un
comentario que hicieron Myriam y Amelia (8/01/13)
La cuestión
sartreana *
*Por Juan
Forn
El 18 de julio
de 1936, el pintor español Fernando Gerassi estaba charlando con amigos en la
vereda del café La Rotonde, de París, cuando pasó Malraux y les dijo que Franco
se había alzado en España y que había empezado la guerra civil. Gerassi, que
estaba cuidando a su hijo de cinco años mientras su mujer trataba de terminar
su maestría en La Sorbonne, depositó al pequeño sobre la falda de uno de sus
amigos, le pidió que le explicara a la madre lo que había sucedido y se fue a
España a defender la República. Miles de españoles en el mundo hicieron lo
mismo, ese día y los días siguientes. Pero el amigo en cuyos brazos depositó
Gerassi a su hijo Juanito era Jean-Paul Sartre. Hasta entonces, Sartre creía
que había encontrado a su igual en el mundo: Gerassi pintaba como Sartre
escribía, en ninguna otra persona habían encontrado ambos un nivel similar de
autoexigencia, en eso se bastaba su amistad. Y de pronto Gerassi se levantaba
de su silla en La Rotonde y abandonaba la pintura. En su afán de entender las
cosas escribiendo sobre ellas, Sartre convirtió a Gerassi en uno de los
personajes de Los caminos de la libertad, su famosa novela sobre el compromiso.
En una mítica escena, Gómez (Gerassi) se encuentra fugazmente en París con
Mathieu (Sartre) cuando ya ha caído Madrid y le anuncia que esa misma noche
volverá a cruzar la frontera para retomar su puesto de lucha. Mathieu le
pregunta para qué, si la guerra ya está perdida. Gómez contesta su famosa
frase: “No se combate el fascismo porque se le pueda ganar; se lo combate
porque es fascista”.
Gerassi era
español de alma: había nacido en Estambul, hijo de judíos sefaradíes, su
próspera familia lo había mandado a estudiar con Husserl en Alemania. Gerassi
pasó de esquiar con su compañero de estudios Heidegger a dejarlo todo por la
pintura, robarle una novia al gran músico vienés Alban Berg (la ucraniana
Stepha, que sería la madre de Juanito y el amor imposible de medio Quartier
Latin) e irse juntos a morirse de hambre en París. Ella trabajaba para que él
pintara y, cuando podía, se anotaba en un curso en La Sorbonne. Así conoció
Sartre a Gerassi: Simone de Beauvoir quedó deslumbrada con Stepha en un curso
(y siguió siendo íntima de ella después de la pelea entre los maridos). Gerassi
sólo abandonó Barcelona en el último avión republicano que zarpó antes de que
cayera la ciudad. Se tiró en paracaídas del otro lado de los Pirineos porque
Francia metía en campos a los republicanos que cruzaban la frontera. El playboy
Porfirio Rubirosa, que además de vendedor de armas ocasional era yerno del
dictador dominicano Trujillo, le consiguió unas visas a cambio de favores
prestados (Gerassi y Malraux le compraban a Porfirio las armas para los
republicanos). Gerassi repartió las visas entre sus amigos judíos en París y se
quedó con las últimas tres para su mujer, su hijo y él. Llegaron a Nueva York
poco antes de Pearl Harbor. Dos semanas después, él estaba con las OSS: su
misión (por su experiencia de campo en las brigadas republicanas) fue ir clandestino
a España, armar una red y estar listo para volar ciertos puentes estratégicos
si los tanques nazis decidían pasar por la España franquista para defender
Africa del Norte.
Gerassi se
había peleado con los comunistas en España y después de la guerra se volvió un
sospechoso permanente para los norteamericanos también; en la era macartista le
hicieron la vida imposible. Sobrevivía con Stepha y Juanito en una escuela
perdida en Vermont, que ella convirtió en un establecimiento educativo modelo,
la Putney School of Arts. Después de ponerla en marcha, Gerassi la dejó en
manos de Stepha y volvió a la pintura. Era una suma de desencantos. Nunca quiso
exponer, ni volver a militar, ni tampoco enseñar. Echó a su hijo de la casa a
los quince años: Juanito quería estudiar marxismo y hacer su tesis sobre
Sartre. Poco antes había tenido lugar el único encuentro de Gerassi y Sartre
después de la guerra, que empezó con una visita al MoMA a ver una muestra de
Mondrian (“Sí, pero pintar así es no hacerse preguntas difíciles”, murmuró
Gerassi) y terminó cuando ambos se acusaron a gritos de haber claudicado
moralmente, como si frente a frente no pudieran no ser los personajes de Los
caminos de la libertad.
Juanito nunca
hizo su tesis sobre Sartre pero en 1970, luego de recorrer el globo como
activista internacional intentando en vano conciliar en él las tendencias del
hombre de acción y del hombre de ideas (Tribunal Russell, Cuba, Vietnam,
Revolución Cultural china, Bolivia con el Che), Sartre lo ungió inesperadamente
como su biógrafo oficial y arreglaron encontrarse una vez a la semana a charlar
delante de un grabador. Sartre está cansado: la tarea de ser la conciencia del
mundo lo abruma un poco desde que los médicos le prohibieron las anfetaminas.
Encontrarse con Juanito lo hace sentir en familia: Juanito conversa durante la
semana con aquellos cercanos a Sartre en distintas épocas y, cada viernes, le
cuenta lo que dicen (que es bastante, ya que a todos les pasa lo mismo que a
Sartre con “el hijo de Stepha y Fernando”). Pero Juanito, como su padre, no
tiene paz: desde el principio cree que ser biógrafo de Sartre es erigirse en
fiscal de cada uno de sus actos, tal como había hecho con su padre biológico,
noche tras noche, hasta el portazo final (y el instante siguiente, en que oyó a
Gerassi gritarle a Stepha detrás de la puerta: “¡Déjalo! ¡Si puede sobrevivir
esta noche, significa que era hora de irse de casa!”).
Juanito Gerassi
durmió sobre esas cintas casi cuarenta años. Nunca escribió la biografía. Luego
de la muerte de Sartre publicó sin pena ni gloria un voluminoso estudio sobre
él (“La conciencia odiada de su tiempo” es el subtítulo). Veinte años más
tarde, cuando le quedaban sólo tres años de vida, entregó las cintas a Yale a
cambio de que publicaran una desgrabación y selección de ellas hechas por él.
Es un libro patético y tristemente conmovedor a la vez, con su padre, con
Sartre y con él mismo. Marechal decía (y yo no me canso de repetirlo como
mantra) que de todo laberinto se sale por arriba. Juanito Gerassi tenía delante
de sus narices la salida a su laberinto, pero no la vio porque no supo mirar
por arriba de aquel duelo de machos cabríos y hacer foco en Stepha Awdykovicz,
su madre, esa mujer que enseñó filosofía, música, botánica y astronomía a tres
generaciones de jóvenes dotados sin recursos en Norteamérica. Los interesados
encontrarán un capítulo entero dedicado a ella en las Memorias de una joven
formal, de Beauvoir. Yo prefiero cerrar con un hermosísimo retrato que le hace
el hijo sin darse cuenta, cuando Sartre le pregunta en una de las últimas
conversaciones cómo anda de los achaques la hermosa Stepha: “Ya casi no ve,
pero conoce tanto las plantas de su jardín que puede distinguir a tientas los
yuyos y sacarlos. Le duelen tanto las manos que, cuando toca, le caen lágrimas,
pero la música la consuela igual. Está demasiado sorda para oírla, pero dice
que la siente a través de los dedos”.
Pero he aquí
que, en un recodo inofensivo*
Pero he aquí
que, en un recodo inofensivo,
se alzarán las
barricadas del desánimo.
Esos serán los
días de la desolación.
Todos los
trinos del mundo habrán cesado
y te verás
cercado por amenazantes nubarrones
prestos a
descargar torrentes de decepción
sobre tus
espantados ojos.
Entonces el
camino te parecerá insoportablemente estrecho.
Podrás sentir
el frío ciñéndose a tu carne,
el viento de
los páramos azotando tu rostro,
la noche
agigantándose sobre el valle desnudo.
Acaso en esa
hora de lánguida derrota
añores las
falsas caricias de esa vieja prostituta
cuyos labios de
colores se entreabren en la distancia.
Ángeles de
alquitrán vendrán a rescatarte,
te hablarán de
noches cálidas, de vasos humeantes,
de aromas
embriagadores y confortables lechos.
Mirarás el
sendero repleto de guijarros,
mirarás tus
pies descalzos, tu piel enrojecida.
Y así, por un
momento, te sentirás perdido,
notarás que
toda convicción va abandonándote,
y tal vez
llegues a empuñar la pluma de la renuncia.
Pero la sangre
del Caminante se agolpará en tus venas,
se detendrá tu
mano en el instante exacto de la firma,
se entornarán
tus ojos y escucharás de nuevo tu voz verdadera
recitando el
poema nunca escrito
de las calles
sin luces,
de prados y
vergeles y niños harapientos sin consuelo.
Sabrás entonces
que el país al
que te diriges queda demasiado lejos
y que nada ni
nadie puede trasponer sus murallas
sin haber
recorrido, palmo a palmo, el camino.
Luego, tu pie
se moverá iniciando un nuevo paso,
quizá el más
doloroso,
y esos ángeles
falsos se hundirán en el barro
dejando apenas
su horrible pestilencia a tus espaldas.
De Nómadas
***
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