*Dibujo: ”ODA a Lewis Carroll” de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
REGALO A LEWIS
CARROLL*
En el día de su
no cumpleaños
Un Conejo cruza
el horizonte como una flecha
-eso también lo
sabe el Sombrerero Loco-.
Hay un acertijo
que resolver.
Salgo en su
busca al País de Las Sombras:
Sigo al Maestro
de Ceremonias.
Atravieso un
inmenso tablero
donde todo
transcurre al revés;
evito jugar al
croquet con la Reina.
He llegado al
centro de su historia
-si es que esa
historia puede tener centro-
guiado por la
sonrisa del Gato: Allí lo descubro.
Yace recostado
en un trono invisible,
cientos de
naipes le hacen reverencias,
Grifo y Pájaro
Dodo le sirven el té.
Duerme... Temo
despertar al Matemático;
tal vez si lo
hiciera, el Mundo dejaría de existir.
Pero mi
incertidumbre es mayor que mi prudencia:
-¿Dónde está la
Verdad?
¿La de mi vida,
de estos seres?
Silencio...
Entreabre los párpados y susurra.
Sus palabras
forman extrañas vocales de niebla
que ejércitos
de niños aún por nacer
recogen en el
hueco de sus manos.
-Siempre ha
estado dentro de ti
Ella es una
Flor Eterna...
Yo soy sólo un
soñador soñando un sueño.
*De Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
MIENTRAS EL HACHA CORTA EL CORAZÓN DEL ÁRBOL…
Juego del
tiempo*
“por sobre el
universo vas volando
Con una bandeja
de teteras llevando
Brilla,
brilla…”
Lewis Carrol
Cada vez creo
menos en estos juegos del tiempo
un reloj cae en
la taza
siempre es la
hora del té
¿Qué ves allí?
en tu risa
siempre es noviembre
en tu mano
siempre es la tarde
en tu abrazo
siempre es junio, como la hora de la lluvia,
como el momento
en que estuve allí sobre su seno ardiente
y me vaciaba
de una mitad
que nunca tuve
vaso mitad
vacío y también mitad lleno
la superficie
del agua es tu reflejo
¿Qué ves allí?
Una niña
sirviendo el té bajo los sauces
con orejas de
conejo
cola de gato
blanco
y olor a
mandarinas.
Cada vez creo
menos en el tiempo, sospecho que es una condena.
Un reloj cae en
la taza
El té se
derrama.
-De la Serie Juegos.
*De
Mariel Monente. marielmonente@hotmail.com
RETRATO DEL
ABUELO*
Recordamos a la
gente en una actitud, un gesto, una fotografía inmóvil que los retrata para
siempre.
Tres años con
la señorita Olga, tres años de tardes repetidas, problemas y lecciones, pruebas
temerosas y actos con disfraz. Pero una imagen, una sola imagen fijada para el
resto de los días por venir. Día de paga, la maestra que escucha que está el
cheque, y sale corriendo exageradamente para la risa de las demás hacia la
administración. Y la imagen cuadro por cuadro de la señorita Olga girando sobre
los mocasines, los cabellos blancos, la postura ridícula y la sensación de que
al fin y al cabo es una mujer como cualquier otra, como cualquiera, como todos
los que esperan la paga para llevar dinero a casa. Esa imagen y no otra, por
qué, por qué la maestra girando eternamente sobre los mocasines negros.
Pensamos en un
amigo y la foto cada vez es la misma, quizás acompañada por la sensación de una
voz, un color, un perfume. Siempre la misma fotografía que acude a la pantalla
de la memoria. Alguno reirá para siempre, alguno nos observará con el semblante
triste y la huella de una música borrosa.
Pasa una madre
con su hijo, y quizás en esa azarosa fracción de la jornada, para siempre, se
abra y cierre el obturador. Justo en ese instante que quedará fijado para
futuros recuerdos y futuros olvidos.
Algunos dejan,
además, una frase como una roca inmóvil. Como un disparo, como un sólido
espanto de papel arroz.
El niño
aguardaba su cumpleaños. Semanas de expectación, de preparar las invitaciones
con dibujitos, de pensar en la torta de nueve velas y en la bicicleta roja. El
año anterior habrá sido el mismo afán por apurar los días, pero si tuviese que
describir ahora la fiesta de los ocho años, nada queda prendido a la fragilidad
de lo que transcurre y pasa.
Ese año habría
de dejar, el año de los nueve, una marca de hielo afilado y el retrato inmóvil
del abuelo.
Porque el
abuelo se moría. Así de golpe como pasa con los viejos, que van al sanatorio y
ya no salen. Y se fue a poner el camisón de la agonía unos días antes del
cumpleaños. Justo entonces.
No era ocasión
de festejos. Se suspendieron las invitaciones, se habló con el payaso, la
madrina haría una torta pequeñita y no la cancha de fútbol con los arcos y los
jugadores; una torta pequeñita para soplar las velas sin alharaca. Nada de
chicos corriendo por el patio, volcando la gaseosa, agitando el aire con agudas
carcajadas.
El abuelo se
moría.
Lo llevaron al
niño al sanatorio. De camisa y pantalón, peinadito, serio y compuesto lo
llevaron.
El viejo estaba
amarillo, más delgado, una colección de huesos y fragilidad en sábana blanca.
Tenía ya la respiración cansada, los ojos cerrados, apenas una vena gruesa en
la frente que palpitaba la vida escasa.
El nene se
sentó en la silla junto a la cabecera, y miraba a este hombre que parecía
dormido, que parecía muerto, que parecía un muñeco de porcelana cuarteada por
los años, amarillo sobre marfil.
Vino el médico,
la madre salió a hablar un momento. El niño quedó solo, sentado junto a la
cama.
Pensó en el
cumpleaños, en la fiesta trunca, en la torta de cancha de fútbol, verde de
grana verde, en los chicos que no jugarían en el patio, en este viejo que venía
a morir así, tan a destiempo, tan en mala hora.
Afuera las
voces del médico y de su madre sonaban quedas, las palabras detrás de la puerta
se mezclaban en un murmullo indescifrable. El niño se inclinó hacia la cabeza
del abuelo y despacito, muy suavemente, le dijo “morite de una vez”. Le dolía
el pecho cuando habló, sentía la condena y la estrechez del cuarto. Supo que
las palabras eran de hielo y fuego, que no podían borrarse, que ahora le
pertenecían.
El viejo
entreabrió los ojos rojizos, despegó los labios y girando apenas la cabeza le
dijo “los niños tienen toda la vida para pagar una palabra”.
Nada más. El
resto se disolvió en lo intrascendente, y hasta al funeral pudo olvidarlo. Sabe
que anduvo años en la bicicleta, que los cumpleaños se sucedieron borrosamente,
que la vida se acumuló sobre el sanatorio y la cama del enfermo.
Pero la imagen
del abuelo fue esa imagen. Ese día, ese momento de desgracia y anatema.
El abuelo, cada
vez, gira lentamente la cabeza para que el rubor lo sorprenda en medio de una
frase, en el centro de un día cualquiera, en lo ordinario. Toda la vida,
abuelo, para pagar esas palabras. Toda la vida. Y ese es el autorretrato que
colgaste en mi sala.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
CUADRATURA DEL VIENTO*
Mujer. Dársena
y sangre.
Verbo
resquebrajado.
Sándalo. Densa
madera. Bosque quieto.
Tan oscuros y
claros, sus pechos.
Cuadratura del
viento.
Un laúd. Una
corchea. Un silencio.
Clavija.
Traste. Diapasón de ébano.
La caja de
resonancia es su pecho núbil.
La cuerda es un
puente que une garganta y boca.
Las tripas se
retuercen y el hambre.
Su mano derecha
acaricia el mástil.
Rasguña con su
derecha sus costillas.
Dentro, muy
dentro, antiquísimos rostros.
Oscuro jeroglífico.
Paraísos terrestres.
Hacer el amor
solo con la mirada.
Y tu rostro y
el mío.
Uno.
Mientras el
hacha corta el corazón del árbol.
Urgiendo,
las raíces del agua, fluyen.
Fluyen, las
raíces del agua.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
FLORECILLAS
BLANCAS*
El manto de la
noche cubre la casa,
gritos,
forcejeos,
llanto
desesperado y
la fuerza
maligna posa la
mano
en carne
tierna
florecillas
blancas manchadas
de
sangre
y las mariposas
coloridas se
tornan
negras y vuelan
acompañando la
inocencia
arrebatada que
huye hacia el silencio,
hacia la
soledad
que acoge
mudo
alarido
desgarra al alma
y el corazón
confundido,
maltrecho, pregunta
-¿qué pasa?-
lágrimas
tristes
lágrimas agrias
los juegos
nunca serán los de antes.
*De Ruth Ana
López Calderón. anilopez20032000@yahoo.es
Rocío*
Estrecho manos
que se perderán
en las
encrucijadas del olvido.
Beso labios
efímeros,
destellos en la
niebla.
Persigo sombras
vagas,
ecos quizá,
reflejos.
¿Dónde está el
Horizonte
que alguna vez
soñamos?
- No hay
Horizonte: Sólo
la inasible
caricia de la brisa
en su tránsito
ciego; sólamente
el roce de la
vida, insinuado.
De Por
si mañana no amanece
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
CAPRICORNIO*
Es de noche. Tú
sabes. En los desfiladeros del silencio,
muerden fauces
salvajes las violetas perdidas.
NORMA SEGADES
La muerte es un
alacrán nocturno.
Capricornio, la
ve llegar. Sin miedo.
Una estrella en
el cielo. Ruega por ella.
Harapos.
Mordiscones de ausencia.
Aun sin nombre.
Hembra .Solo hembra.
Páramo. Desnuda
niña. Desnuda luz del cielo.
Una grieta. Un
desterrado padre.
Un grial con
semen derramado.
Blanco mortal
en medio de dos pechos inmolados.
Y bebía, por
una urgente necesidad de vida.
Bebía...y se
decía...no estoy muerta.
Es cierta esta
tibieza.
Este zumo, este
sabor a lágrimas.
Un descarnado
enero, atrae lagartijas.
Aleja salmos y
“violetas perdidas”
Ni un gemido la
nombra.
Ni un rezo, ni
una lejanía.
¿Acaso se ha
caído en el río Jordán?
¿Naufraga en
pilas bautismales?
La sagrada
familia no la nombra.,
Nombra, si, al
padre, al hijo y al espíritu santo.
Niña sin nombre
extraviada en el monte.
Isletas, tigres
y serpientes.
Lirio. Rehén.
Frente de pan. Ángel desolado.
Alguien golpeó
su pecho con ramas de un almendro.
Allí supo su
nombre.
Su nombre supo.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
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