*Dibujo de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
DEJAR IR...*
Temo a esa
mujer que anda vacía por otros mundos.
Porque estoy
tan llena de lunas y de astros
Que no he
dejado alimento
A mis
existencias paralelas,
Pido a esa
solitaria hija de Eva
Que no me culpe
por amar demasiado,
Por ser
excesivamente amada,
Porque el peso
de ese amor me arrastra
“por los siglos
de los siglos”
Y no he sido
capaz de ser feliz
O de hacer
felices a los que amo.
Dejar ir...
Quisiera ser el
plumón de un ave,
La roca que
deseó cambiar su eternidad
Por un
fragmento de aquel llanto.
Deseo ser la
pluma, el ave, el nido, el vuelo,
El aire que la
arrastra...
¡Cuánto ansío a
veces no ser yo!
He de volver a
ser ostra,
Reinventar la
magia de tornar en lágrima la perla,
Joya redonda,
impecable, inaccesible, cara,
Que llevaré a
los mercados de la ira y del dolor.
Dejar ir...
La Luna abraza
a su reflejo,
El Sol esconde
el rostro,
Dalí sonríe
desde lo alto de La Torre,
Un Demonio me
acosa.
La Carroza me
espera...
Extraño Tarot
el de esta isla.
La Barcarola me
regala la más dulce despedida,
Cae la tarde.
Mi madre se
adorna de flores amarillas.
¿Dónde he
dejado a Baco, al espíritu del Olivo?
¿En qué rincón
olvidé mi alma?
El humo que
había de ser claro, brota negro.
Una cruz
ensombrece la visión del paraíso.
Mal presagio.
¿Sabré
encontrar mañana el camino de regreso?
¿Hallaré el
olor de los cabellos de mi duende?
Madre, trato de
entender y no reprocho,
Pero el mundo
no es lo que esperaba,
En mi larga
espera, allá en el Cielo.
Dejar ir...
Déjame, por un
instante,
Vivir de nuevo
este crepúsculo,
Creer que son
reales los elfos, las brujas y las hadas,
Permite que el
sol, en su equinoccio,
Dibuje la flor
perfecta, aquí, en mi frente.
Cabalgaré sólo
un momento, apenas eso,
En mi dragón,
rumbo a lo etéreo,
Dejaré libre a
mi cuervo de alas grises...
Será un breve
lapso, por favor,
No llamen a la
puerta.
Déjennos solos,
a mí y a mis criaturas.
Pobre del
colibrí, del gato negro,
Del laberinto
donde duermen los olvidos,
Pues al amanecer
habré cerrado las ventanas
Y no habrá
ángel.
Padre, ¿y he de
agradecerte cada día?
*De Marié
Rojas.
La Habana.
Cuba.
OJOS QUE SE
ABREN COMO LAS MAÑANAS…
Voces de
Tambores Son Canciones que Caen de Nubes*
Caí en el infinito bosque de tu
mirada,
tragado por la montaña morena
que habita en ti.
Una sonora lluvia
de hojas secas causando tal
estruendo
en su crujir con el suelo,
llenaba de un aliento húmedo de
musgo
tu mirada.
La voz soñolienta del balar de
borregos
con risas y música
de un poblado oculto
me hicieron perderme gustoso en
tu bosque,
montaña morena que hay en tus
ojos.
Caminé por horas,
quizás por días
sin cansarme.
Sin cansarme
y sin encontrar el pueblo,
pero la música llegaba
como viniendo de todos lados.
Avanzando,
miré un borrego que rumiaba,
pero al acercarme
noté que era sólo una roca.
Miré un ave que jugaba
sin miedo con un halcón,
sobre una rama en un árbol...
Al acercarme noté
que no eran otra cosa
que hojas desprendidas del
tronco
que se mecían por el viento
y mientras miraba
cayeron riendo,
en el aire.
Durante el día,
en el bosque que es tu mirada,
la luz cae de los árboles
sin que exista un resquicio
para que asomen el Sol o las
nubes.
Durante la noche,
en lo formidable de la montaña,
la misma luz es arrojada a las
alturas
por las ramas que hay tiradas,
por las rocas,
por aquellas raíces
que sostienen los troncos.
De tal modo que se cuentan los
días
según la luz sube o baja,
o baja y sube,
pues a veces hace los dos.
En la montaña morena
que en tus ojos encuentra color,
los animales del piso son rocas
o arena,
pero cuando uno se aleja
parecen vivir,
parecen correr...
Se les escucha en bullicio
que alegra a quien anda.
Las aves
y demás cosas que hay volando
son hojarasca mecida en el viento,
que aprenden,
tragadas por un profundo sueño,
a volar entre frondosos árboles
y cantar,
entre el vaho verdoso de los
ramales,
su canción que acerca a las
curiosas flores
para que estas les reciban
cuando caen al suelo.
Entonces se explica
el por qué de tus ojos
que lo miran todo,
pues se alimentan con luz
que vegeta de noche.
La montaña morena,
con su moreno bosque,
tiene infinitas veredas,
como verdades del mundo...
Por eso cuando alguien camina,
nunca llega a perderse,
aunque tampoco se encuentra.
*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
CANARIO*
al Canario Reyes, por donde ande
Canario Reyes era el mayor de los
hermanos y el que traía la leche del tambo a la Cremería, que en ese tiempo
estaba donde comienza el camino a Gödeken.
Por más esfuerzo que hago, no
puedo recordar en qué tambo trabajaba, porque eran numerosos en aquellos
tiempos y no ahora que en la zona son casi una rareza.
La familia Reyes estaba
constituida por el matrimonio y cuatro hermanos: Lalo, el menor vivió un
tiempo en el barrio con sus padres, mientras que los tres mayores permanecían
en el campo, haciendo el tambo.
El hecho que hoy recuerde al
mayor con el cual casi no tuve un trato cercano se debe posiblemente a esa
admiración que le tiene un niño a un hombre que por alguna razón lo seduce con
sus actos.
Canario, era, por lo que recuerdo
un muchachón simpático, siempre impecablemente vestido, con esos vaqueros bien
planchados y esas botas que brillaban, bien lustradas, al sol de las mañanas en
que luego de dejar la leche en la Cremería arrimaba su chata que tiraban dos
moros nerviosos al ramos generales de Cholo Belluschi. Era llegar
y pararse del asiento y tirar el cuerpo hacia atrás que sostenían las dos
riendas tirantes. Era darle un chistido seco, enrollar esas tiras de cuero a un
látigo que llevaba clavado al piso del carro y bajar con su ancha sonrisa y su
gran camisa amarilla.
-¡Qué dice la pibada! -nos
decía dando una mirada general mientras saltaba limpiamente sobre la dura
vereda de tierra.
-Grande, Canario –le
gritaba alguno de nosotros que estaríamos ahí, o haciendo un mandado para la
casa o simplemente curioseando todo ese febril movimiento que a esa hora se
producía frente al negocio, ya que el Cholo le vendía al noventa por
ciento de los tamberos de la Colonia, que eran sus seguidores y sus clientes.
Ser cliente de Belluschi, en
esos años no era fácil. Había que olvidarse del apuro. Mejor tomarse un amargo,
un vermucito o un vaso de vino y cumplir con el ritual de chistes y chismes y
cargadas con que un hombre mantuvo su negocio setenta años. Era su estilo.
-Massei - me dijo un día- yo
estoy aquí de los catorce años.
Como queriendo decir que si se
había pasado la vida detrás de ese mostrador es porque le había encontrado la
vuelta y si bien ganaba su plata, sobre todo se divertía y para ser justos,
hasta el final mantuvo su sistema de libretas. Y no fueron pocos los que en
todo ese tiempo se habrán olvidado de pagarle. Pero ese es otro tema.
Y volviendo al Canario
una de las cosas que me seducían además de esa imparable simpatía era su éxito
con las mujeres. Esta fama, como sabemos tiene su cuota de verdad, pero si la
fantasía no la acompaña un poco no logra sus objetivos que no es otro que
propagar esa imagen. Y cuando fui un poco más grandecito y empecé a arrimarme
de mirón en los bailes, uno de los modelos a imitar era seguramente Canario.
Pero como uno sabe también, eso queda en su propia fantasía ya que jamás se
alcanzaban los modelos. Y cuando de alguna chica hermosa se tratara que no
tenía novio conocido, alguno con envidia, con rencor deslizaba a su paso: A vos
ya te va a llegar el Canario.
Cierto o fantaseando todo esto,
la verdad es que nosotros lo admirábamos en ese convencimiento y esa entrega
que solo puede ofrecer el final de la niñez y el principio de la adolescencia.
Hubo otros también, como Elpidio
Guiñazú, que por casualidad era tambero también, pero nosotros admirábamos más
en él sus dotes de cantor divertido y su manejo de la guitarra en las reuniones
de los mayores en las cuales podíamos infiltrarnos en nuestra condición de colados.
Y así fuimos eligiendo los
modelos en ese paso difícil de niño a hombre donde uno intenta identificarse
con algunos mayores casi convencidos de carecer de todo, en especial de
edad y experiencia. Un espejo donde poder mirarnos y siempre alguna
anécdota con la cual se podía abonar esta admiración era siempre bien recibida
cuando alguno la traía si bien no todos teníamos los mismos ídolos. Salvo en lo
futbolístico cuando sólo Juan Renzi brillaba en ese firmamento estelar, seguido
de muy lejos por unos cuantos más.
Y en eso que en ese tiempo, es
decir en la primera infancia, el fútbol era la actividad más importante de
nuestra vida, más que ninguna otra cosa. Éramos hijos de la experiencia inicial
que corría ávida detrás de una pelota de goma y si cuadraba mejor, de cuero.
Y volviendo al Canario,
era muy malo para el fútbol, y en la ley de las compensaciones tenía un hermano
que jugaba muy bien y lo hacía en las inferiores del
Club, hasta que los Reyes se fueron de la Colonia. Y nosotros nos perdimos para
siempre esa simpatía que emanaba desde su sonrisa de dientes perfectos en
su rostro tostado por el sol de los campos, esa misma que usaba el Canario
para con todos y que nosotros la habíamos hechos nuestra propia bandera,
aunque él es muy probable que nunca se haya dado cuenta.
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
SUAVE
ENCANTAMIENTO*
Profundos y plenos
cual dos graciosas, breves inmensidades
moran tus ojos en tu rostro
como dueños;
y cuando en su fondo
veo jugar y ascender
la llama de un alma radiosa
parece que la mañana se incorpora
luminosa, allá entre mar y cielo
sobre la línea que soñando se mece
entre los dos azules imperios,
la línea en que nuestro corazón se detiene
para que sus esperanzas la acaricien
y la bese nuestra mirada;
cuando nuestro "ser" contempla
enjugando sus lágrimas
y, silenciosamente,
se abre a todas las brisas de la Vida;
cuando miramos
las cenizas de los días que fueron
flotando en el Pasado
como en el fondo del camino
el polvo de nuestras peregrinaciones
Ojos que se abren como las mañanas
Y que cerrándose dejan caer la tarde.
(1904)
cual dos graciosas, breves inmensidades
moran tus ojos en tu rostro
como dueños;
y cuando en su fondo
veo jugar y ascender
la llama de un alma radiosa
parece que la mañana se incorpora
luminosa, allá entre mar y cielo
sobre la línea que soñando se mece
entre los dos azules imperios,
la línea en que nuestro corazón se detiene
para que sus esperanzas la acaricien
y la bese nuestra mirada;
cuando nuestro "ser" contempla
enjugando sus lágrimas
y, silenciosamente,
se abre a todas las brisas de la Vida;
cuando miramos
las cenizas de los días que fueron
flotando en el Pasado
como en el fondo del camino
el polvo de nuestras peregrinaciones
Ojos que se abren como las mañanas
Y que cerrándose dejan caer la tarde.
(1904)
*De Macedonio Fernández
Textos Selectos Ed. Corregidor 1.999
Textos Selectos Ed. Corregidor 1.999
Nosotros
contamos las historias*
Entre los
árboles
Una hamaca
desliza el aire. Un hombre lee. Una mujer inventa selvas. Los monos
festejan la
vida de las frutas. Una pareja funda un mundo en la piel del otro.
Un
terrateniente calcula cuanto va a ganar con el desmonte.
Entre las nubes
Alguien se
esconde del mundo. El cielo ensaya almohadas blancas. Los bebés
sueñan con
la suavidad de su fuente de vida. Las madres cuelgan
manteles. Los
amantes derrochan sabanas insurrectas.
Los niños se
asoman a la ventana de una pintura o un cielo.
Los que
no duermen pasean sus ovejas.
Los cocineros
hacen copos de nieve sobre la tarta de limón para imitar las nubes
Ellos arrojan
los desechos.
Entre las aguas
Las sirenas
estrenan sus cantos. Todos recordamos nuestra primera casa. El océano pone su
mesa y su sal.
Pulpos,
langostas, camarones, se enlazan en fiestas de colores.
Un hombre bucea
su soledad. Una mujer envía la botella con el mensaje. Los náufragos buscan la
esperanza entre los restos húmedos.
La bandera roja
de los corales cae herida.
Ellos ahogan la
belleza
En la tierra
Los granos de
oro del maíz buscan bocas.
Ellos siembran
el hambre.
Nosotros con
hojas de árbol en la voz, con gotas de cielo en la voz, con
agua en la voz,
contamos las historias.
Ellos cuentan
la plata
Sal *
*Por Miguel
Angel Gavilán.
Las Cifuentes,
dos solteronas que le pagaban para que les barriera la galería, que de paso se
reían de su cuerpo de sapo, de sus piernas cortas, de su vestimenta de fea
irremediable, declararon lo que todos conocían: que suspiraba ante las estampas
de los ángeles, que recitaba párrafos de mentalismo y que a lo último buscaba
adeptos para sus creencias de sabia desconocida.
Pero nunca
hablaron de la sal.
Dijeron también
que el viejo no merecía terminar con esa señora rondándole las borracheras, esa
que miraba a la gente con impaciencia de artista únicamente porque sabía
esgrafiar cerámicas y piezas de alfarería.
Ya de chica, la
premura por servir se le mezclaba con la santidad. Como si renegando mugre
ajena, o amoldándose al desprecio de los otros, estuviera llegando a Dios.
- ¿Vas a misa
hoy sábado? -preguntaban las Cifuentes en su afán por avivarla? Así no vas a
enganchar novio vos...
Rompían a reír
entre las canciones de Daniel Magal y los chupetazos de la bombilla. Pero
después, al ver que no cambiaban la modestia muda de la mujer, empezaban a
enumerarle con esmero, sus falencias. Que no era rubia, ni alta, ni tenía ropa,
ni plata, ni con qué para el levante. Completaban la burla comentando que
cuando ellas eran jóvenes, un tendal de machos las esperaba a la salida del
baile.
- A vos ¿quién
te espera?
Los pocos años
en que fue a la escuela le hicieron saber que los libros transportaban señales.
Que la gente leída tenía el aura de los elegidos. Admiraba al Padre Pedro que
daba clases de catequesis en la Parroquia y decía las enseñanzas de Cristo con
llaneza, para que cualquiera pudiera entender sin perderse en el revoltijo
impenetrable de las palabras.
Pero tuvo que
llegar esa Pascua rinconera, fustigada por la crecida del río y agravada por
una lluvia que peló ranchos y árboles hasta los troncos, para que ella juntara
coraje y en medio de los destrozos de la inundación, le pidiera al padre Pedro
que la dejara ayudar en la misa, o limpiar el templo, o lavar el manto del
Sagrado, solamente para respirar paz.
El cura le
habrá visto un pozo sin mal en sus ojos verdes. Habrá considerado que su
comportamiento en la misa, más de pordiosera que de perturbada, la ubicaban en
el límite entre los fantasmas y el miedo. Por eso le dijo que sí pero le
advirtió que ahí no se pagaba sueldo, ni premio, que todo iba en servicio
divino.
Cuando el agua
se retiró y la normalidad barrosa de la costa volvió a ser de cumbias y de
calores, el cura decidió restaurar el rostro del Sagrado Corazón. La lluvia
había rajado parte del techo y se había deslizado sobre la talla, casi
borrándole las facciones.
Así llegó el
escultor a la vida de esa mujer. Fue un sábado de catecismo. El trajinaba
barbotinas y potingues, descifrando, con un ceño lleno de pliegues, la
complejidad del restaurado. Ella se quedó en la puerta, esperando que
terminaran de entrar todos los alumnos. Después, el pelo plastificado en mechas
rojizas recién teñidas, le habló trasluciendo una curiosidad sin miseria que el
ceramista interpretó como entusiasmo.
- Quiero
aprender... para arreglar al altísimo...
Al ver que
cambiaba la Iglesia por el taller de artesanías, las Cifuentes quisieron
participar en esa conquista. Le pasaban vestidos colorinches y apretados, le
relataban lo que oyeron sobre los atributos del ceramista, haciendo gestos
obscenos con las manos y hasta arriesgaban sermones eróticos entre estallidos
de carcajadas.
No se sabe bien
si el tema de los abismos espirituales se afirmó mientras recibía el
adoctrinamiento caliente de las dos solteronas, o después, en las clases del
escultor que le aconsejaba leer libros de arte para tener autonomía en sus
creaciones.
- Vos tenés
pasta para seguir...- decía el ceramista, acostados los dos entre las sábanas,
ella untando de besos el pecho del hombre que por fin le enseñaba algo más que
un encame y una despedida.
Pero ni bien
dominó la técnica de rescatar la dureza del barro por encima del agua, empezó
su desglose de frases seudofilosóficas que leía de maltrechos apuntes. En su
rapiña de cultura, en su búsqueda por hacerse notable a los ojos del maestro,
vagaba en desorden por los temas anhelantes de la estética y del tiempo. Se fue
construyendo una cosmogonía intuitiva, asombrada. Y así, los desniveles de su
formación, entre mística y metafísica, la convencieron de que Dios era su
hombre y de que el arte era tan accidental como la alegría.
- Che... ¿y
cómo te amasa el ceramista?? se relamían las Cifuentes, más pragmáticas.
Pero como todo
milagro a la larga se vuelve una casualidad, una anécdota que se arrastra con
la lengua, de boca en boca, la vida entre esos náufragos se volvió ruidosa y
molesta, un chocarse en los corredores cuando se come o se bebe, una confusión
cuando las manos se entreveraban en la casualidad del amasijo. La cortesía, en
lugar de tibieza, despertaba fastidio, un empujón, un desprecio. Se evitaban en
la amistad del diálogo aunque todavía la cama los arriesgaba en caricias.
Una tarde se
descubrieron en un olvido mutuo. El ceramista la mandó a la ciudad a buscar
óxidos azules para unos candiles y unas palanganas. Al regresar, la mujer lo
encontró paseándose por la casa vestido con los batones de las Cifuentes. Le
provocó golpearse, o golpearlo, romperse las manos o romperle la ropa, porque
ese maricón no merecía una hembra culta, o porque ella no merecía ese espejo.
Defraudada y
santa, luego de destrozar el taller, de volcar color encima de las piezas
dispuestas para el horno, de arruinarle al marica un trabajo de meses, se fue a
vivir a un rancho cerca del río. Trató de aplacar de su memoria las noches
salitrosas donde ese puto hermoso había transformado el placer en resplandor de
esmaltes.
Con el tiempo,
se le cayeron los dientes y los sueños, trasnochó cigarros y desnudos y algo
sexual desbarrancó su pudor y sus tetas mientras se vendía a cualquier muchacho
que precisara tener la constelación de Orión en su cama.
El viejo llegó
a su vida como un perseguido de alcoholes. Subsistía canjeando escombros por
vino. Coleccionaba quietud y perros. El terreno que mezquinaba tenía un barco
varado al frente, en memoria de una mujer, de un paseo.
Se le acercó
con parsimonia, y eso quizás la sedujo. Le habló de hacer una casa, de un
jardín, de un lugar para sus tiles. Ella, que nunca renunció al hombre vestido
de mujer, le retrucó con una advertencia:
- No me pegues
ni me ofendas.
Antes del
matrimonio, lavó el manto del Sagrado Corazón por última vez, acondicionó la
capilla con flores y hojas de achira y se despidió de sus estrellas. Se mudó a
la casa de su marido con un bolso y un vestido lila. Entre cunetas y
chicharras, a aletazos de asco, la mujer dejó congelar la pena, hasta que se
hizo nada, o hielo derretido en un vaso de ginebra.
Fue a los pocos
meses, ni bien los gritos desembocaron en reproches y por último en golpes, que
la mujer decidió lo de la sal. Porque era la última instancia. Que el viejo se
enamorara de ella o se perdiera, que esa pasta endurecida en cocciones los
volviera estatua cerrada, una monstruosidad de bronca encima de un torno.
- Quiero que me
des toda tu sed- propuso el ceramista una vez, como un intento por gustarse de
nuevo. Trajo sal y azúcar, ramas de hierbabuena y una botella de ginebra. La
desnudó y la regó con esos tesoros. Después se recorrieron con los labios hasta
que los cuerpos fueron una sola sal, una sola vida.
Habían
discutido. Se desconoce si el detonante fue la trompada que hizo sangrar el
labio de la mujer, o el jarro con duraznos que rebotó en la cabeza del viejo.
Lo cierto es que ella se encerró con llave en el dormitorio, prendió unas velas
en un candil azul y derramó sal gorda en todo el cuarto. No quiso repetir un
rito de amor, sino más bien buscó protegerse de eso que le habían advertido las
Cifuentes antes de irse con el ceramista. Que los hombres eran unos cobardes,
que se cansaban de una, que lo mejor era tenerlos lejos porque en cualquier
noche, ni bien se los limpiaba, se volvían a ensuciar, como el manto del
Sagrado, con la humedad y las arañas.
Cuando la
policía llegó, alarmada por los gritos, o por el ladrido de los perros, o por
el viento que sopló desprotegido en la tremolina que abrieron los patrulleros,
al marido le resultó más fácil entenderla loca que dilucidar tanta
desesperanza. Y algo de verdad había en esa interpretación. Porque ninguna
mujer con fe enciende un candil hecho por alguien que se odia todavía, ni lo
mira hasta que se apaga, usando ese silencio como muro, ni se viste de hombre
antes de ahorcarse.
***
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