miércoles, febrero 06, 2013

OJOS QUE SE ABREN COMO LAS MAÑANAS...


*Dibujo de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
 
DEJAR IR...*
 
 
 
 
Temo a esa mujer que anda vacía por otros mundos.
Porque estoy tan llena de lunas y de astros
Que no he dejado alimento
A mis existencias paralelas,
 
Pido a esa solitaria hija de Eva
Que no me culpe por amar demasiado,
Por ser excesivamente amada,
Porque el peso de ese amor me arrastra
“por los siglos de los siglos”
Y no he sido capaz de ser feliz
O de hacer felices a los que amo.
 
Dejar ir...
 
Quisiera ser el plumón de un ave,
La roca que deseó cambiar su eternidad
Por un fragmento de aquel llanto.
Deseo ser la pluma, el ave, el nido, el vuelo,
El aire que la arrastra...
¡Cuánto ansío a veces no ser yo!
 
He de volver a ser ostra,
Reinventar la magia de tornar en lágrima la perla,
Joya redonda, impecable, inaccesible, cara,
Que llevaré a los mercados de la ira y del dolor.
 
Dejar ir...
 
La Luna abraza a su reflejo,
El Sol esconde el rostro,
Dalí sonríe desde lo alto de La Torre,
Un Demonio me acosa.
La Carroza me espera...
Extraño Tarot el de esta isla.
La Barcarola me regala la más dulce despedida,
Cae la tarde.
 
Mi madre se adorna de flores amarillas.
¿Dónde he dejado a Baco, al espíritu del Olivo?
¿En qué rincón olvidé mi alma?
El humo que había de ser claro, brota negro.
Una cruz ensombrece la visión del paraíso.
Mal presagio.
 
¿Sabré encontrar mañana el camino de regreso?
¿Hallaré el olor de los cabellos de mi duende?
Madre, trato de entender y no reprocho,
Pero el mundo no es lo que esperaba,
En mi larga espera, allá en el Cielo.
 
Dejar ir...
 
Déjame, por un instante,
Vivir de nuevo este crepúsculo,
Creer que son reales los elfos, las brujas y las hadas,
Permite que el sol, en su equinoccio,
Dibuje la flor perfecta, aquí, en mi frente.
Cabalgaré sólo un momento, apenas eso,
En mi dragón, rumbo a lo etéreo,
Dejaré libre a mi cuervo de alas grises...
Será un breve lapso, por favor,
No llamen a la puerta.
Déjennos solos, a mí y a mis criaturas.
 
Pobre del colibrí, del gato negro,
Del laberinto donde duermen los olvidos,
Pues al amanecer habré cerrado las ventanas
Y no habrá ángel.
 
Padre, ¿y he de agradecerte cada día?
 
 
 
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
OJOS QUE SE ABREN COMO LAS MAÑANAS…
 
 
 
Voces de Tambores Son Canciones que Caen de Nubes*
 
 
Caí en el infinito bosque de tu mirada,
tragado por la montaña morena
que habita en ti.
 
Una sonora lluvia
de hojas secas causando tal estruendo
en su crujir con el suelo,
llenaba de un aliento húmedo de musgo
tu mirada.
 
La voz soñolienta del balar de borregos
con risas y música
de un poblado oculto
me hicieron perderme gustoso en tu bosque,
montaña morena que hay en tus ojos.
 
Caminé por horas,
quizás por días
sin cansarme.
 
Sin cansarme
y sin encontrar el pueblo,
pero la música llegaba
como viniendo de todos lados.
 
Avanzando,
miré un borrego que rumiaba,
pero al acercarme
noté que era sólo una roca.
 
Miré un ave que jugaba
sin miedo con un halcón,
sobre una rama en un árbol...
Al acercarme noté
que no eran otra cosa
que hojas desprendidas del tronco
que se mecían por el viento
y mientras miraba
cayeron riendo,
en el aire.
 
Durante el día,
en el bosque que es tu mirada,
la luz cae de los árboles
sin que exista un resquicio
para que asomen el Sol o las nubes.
 
Durante la noche,
en lo formidable de la montaña,
la misma luz es arrojada a las alturas
por las ramas que hay tiradas,
por las rocas,
por aquellas raíces
que sostienen los troncos.
 
De tal modo que se cuentan los días
según la luz sube o baja,
o baja y sube,
pues a veces hace los dos.
 
En la montaña morena
que en tus ojos encuentra color,
los animales del piso son rocas o arena,
pero cuando uno se aleja
parecen vivir,
parecen correr...
Se les escucha en bullicio
que alegra a quien anda.
 
Las aves
y demás cosas que hay volando
son hojarasca mecida en el viento,
que aprenden,
tragadas por un profundo sueño,
a volar entre frondosos árboles
y cantar,
entre el vaho verdoso de los ramales,
su canción que acerca a las curiosas flores
para que estas les reciban
cuando caen al suelo.
 
Entonces se explica
el por qué de tus ojos
que lo miran todo,
pues se alimentan con luz
que vegeta de noche.
 
La montaña morena,
con su moreno bosque,
tiene infinitas veredas,
como verdades del mundo...
Por eso cuando alguien camina,
nunca llega a perderse,
aunque tampoco se encuentra.

*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
CANARIO*
 
 
al Canario Reyes, por donde ande
 
 
Canario Reyes era el mayor de los hermanos y el que traía la leche del tambo a la Cremería, que en ese tiempo estaba donde comienza el camino a Gödeken.
Por más esfuerzo que hago, no puedo recordar en qué tambo trabajaba, porque eran numerosos en aquellos tiempos y no ahora que en la zona son casi una rareza.
La familia Reyes estaba constituida por el matrimonio y cuatro hermanos: Lalo, el menor vivió un tiempo en el barrio con sus padres, mientras que los tres mayores permanecían en el campo, haciendo el tambo.
El hecho que hoy recuerde al mayor con el cual casi no tuve un trato cercano se debe posiblemente a esa admiración que le tiene un niño a un hombre que por alguna razón lo seduce con sus actos.
Canario,  era, por lo que recuerdo un muchachón simpático, siempre impecablemente vestido, con esos vaqueros bien planchados y esas botas que brillaban, bien lustradas, al sol de las mañanas en que luego de dejar la leche en la Cremería arrimaba su chata que tiraban dos moros nerviosos  al ramos generales de Cholo Belluschi. Era llegar y pararse del asiento y tirar  el cuerpo hacia atrás que sostenían las dos riendas tirantes. Era darle un chistido seco, enrollar esas tiras de cuero a un látigo que llevaba clavado al piso del carro y bajar con su ancha sonrisa y su gran camisa amarilla.
-¡Qué dice  la pibada! -nos decía dando una mirada general mientras saltaba limpiamente sobre la dura vereda de tierra.
-Grande, Canario –le gritaba alguno de nosotros que estaríamos ahí, o haciendo un mandado para la casa o simplemente curioseando todo ese febril movimiento que a esa hora se producía frente al negocio, ya que el Cholo le vendía al noventa por ciento de los tamberos de la Colonia, que eran sus seguidores y sus clientes.
Ser cliente de Belluschi, en esos años no era fácil. Había que olvidarse del apuro. Mejor tomarse un amargo, un vermucito o un vaso de vino y cumplir con el ritual de chistes y chismes y cargadas con que un hombre mantuvo su negocio setenta años. Era su estilo.
-Massei - me dijo un día- yo estoy aquí de los catorce años.
Como queriendo decir que si se había pasado la vida detrás de ese mostrador es porque le había encontrado la vuelta y si bien ganaba su plata, sobre todo se divertía y para ser justos, hasta el final mantuvo su sistema de libretas. Y no fueron pocos los que en todo ese tiempo se habrán olvidado de pagarle. Pero ese es otro tema.
Y volviendo al Canario una de las cosas que me seducían además de esa imparable simpatía era su éxito con las mujeres. Esta fama, como sabemos tiene su cuota de verdad, pero si la fantasía no la acompaña un poco no logra sus objetivos que no es otro que propagar esa imagen. Y cuando fui un poco más grandecito y empecé a arrimarme de mirón en los bailes, uno de los modelos a imitar era seguramente Canario. Pero como uno sabe también, eso queda en su propia fantasía ya que jamás se alcanzaban los modelos. Y cuando de alguna chica hermosa se tratara que no tenía novio conocido, alguno con envidia, con rencor deslizaba a su paso: A vos ya te va a llegar el Canario.
Cierto o fantaseando todo esto, la verdad es que nosotros lo admirábamos en ese convencimiento y esa entrega que solo puede ofrecer el final de la niñez y el principio de la adolescencia.
Hubo otros también, como Elpidio Guiñazú, que por casualidad era tambero también, pero nosotros admirábamos más en él sus dotes de cantor divertido y su manejo de la guitarra en las reuniones de los mayores en las cuales podíamos infiltrarnos en nuestra condición de colados.
Y así fuimos eligiendo los modelos en ese paso difícil de niño a hombre donde uno intenta identificarse con algunos mayores casi convencidos de carecer de todo, en especial de  edad y experiencia. Un espejo  donde poder mirarnos y siempre alguna anécdota con la cual se podía abonar esta admiración era siempre bien recibida cuando alguno la traía si bien no todos teníamos los mismos ídolos. Salvo en lo futbolístico cuando sólo Juan Renzi brillaba en ese firmamento estelar, seguido de muy lejos por unos cuantos más.
Y en eso que en ese tiempo, es decir en la primera infancia, el fútbol era la actividad más importante de nuestra vida, más que ninguna otra cosa. Éramos hijos de la experiencia inicial que corría ávida detrás de una pelota de goma y si cuadraba mejor, de cuero.
Y volviendo al Canario, era muy malo para el fútbol, y en la ley de las compensaciones tenía un hermano que jugaba muy bien y lo hacía en las    inferiores  del Club, hasta que los Reyes se fueron de la Colonia. Y nosotros nos perdimos para siempre esa simpatía que emanaba desde su  sonrisa de dientes perfectos en su rostro tostado por el sol de los campos, esa misma  que usaba  el Canario para con todos  y que nosotros la habíamos hechos nuestra propia bandera, aunque él es muy probable que nunca se haya dado cuenta.
 
 
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
SUAVE ENCANTAMIENTO*

 
Profundos y plenos
cual dos graciosas, breves inmensidades
moran tus ojos en tu rostro
como dueños;
y cuando en su fondo
veo jugar y ascender
la llama de un alma radiosa
parece que la mañana se incorpora
luminosa, allá entre mar y cielo
sobre la línea que soñando se mece
entre los dos azules imperios,
la línea en que nuestro corazón se detiene
para que sus esperanzas la acaricien
y la bese nuestra mirada;
cuando nuestro "ser" contempla
enjugando sus lágrimas
y, silenciosamente,
se abre a todas las brisas de la Vida;
cuando miramos
las cenizas de los días que fueron
flotando en el Pasado
como en el fondo del camino
el polvo de nuestras peregrinaciones
Ojos que se abren como las mañanas
Y que cerrándose dejan caer la tarde.

(1904)

*De Macedonio Fernández
Textos Selectos Ed. Corregidor 1.999
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Nosotros contamos las historias*
 
 
 
Entre los árboles
 
Una hamaca desliza el aire. Un hombre lee. Una mujer inventa selvas. Los monos
festejan la vida de las frutas. Una pareja funda un mundo en la piel del otro.
 
Un terrateniente calcula cuanto va a ganar con el desmonte.
 
 
 
Entre las nubes
 
Alguien se esconde del mundo. El cielo ensaya almohadas blancas. Los bebés
sueñan con la  suavidad de su fuente de vida. Las madres cuelgan
manteles. Los amantes  derrochan sabanas insurrectas.
Los niños se asoman a la ventana de una pintura o un cielo.
Los  que no duermen pasean sus ovejas.
Los cocineros hacen copos de nieve sobre la tarta de limón para imitar las nubes
 
Ellos arrojan los desechos.
 
 
 
Entre las aguas
 
Las sirenas estrenan sus cantos. Todos recordamos nuestra primera casa. El océano pone su mesa y su sal.
Pulpos, langostas, camarones, se enlazan en fiestas de colores. 
Un hombre bucea su soledad. Una mujer envía la botella con el mensaje. Los náufragos buscan la esperanza entre los restos húmedos.
La bandera roja de los corales cae herida.
 
Ellos ahogan la belleza
 
 
 
En la tierra
 
Los granos de oro del maíz buscan  bocas.
Ellos siembran el hambre.
Nosotros con hojas de árbol en la voz, con gotas de cielo en la voz,  con
agua en la voz, contamos las historias.
 
Ellos cuentan la plata
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
Sal *
 
 
 
*Por Miguel Angel Gavilán.
 
 
Las Cifuentes, dos solteronas que le pagaban para que les barriera la galería, que de paso se reían de su cuerpo de sapo, de sus piernas cortas, de su vestimenta de fea irremediable, declararon lo que todos conocían: que suspiraba ante las estampas de los ángeles, que recitaba párrafos de mentalismo y que a lo último buscaba adeptos para sus creencias de sabia desconocida.
Pero nunca hablaron de la sal.
Dijeron también que el viejo no merecía terminar con esa señora rondándole las borracheras, esa que miraba a la gente con impaciencia de artista únicamente porque sabía esgrafiar cerámicas y piezas de alfarería.
Ya de chica, la premura por servir se le mezclaba con la santidad. Como si renegando mugre ajena, o amoldándose al desprecio de los otros, estuviera llegando a Dios.
- ¿Vas a misa hoy sábado? -preguntaban las Cifuentes en su afán por avivarla? Así no vas a enganchar novio vos...
Rompían a reír entre las canciones de Daniel Magal y los chupetazos de la bombilla. Pero después, al ver que no cambiaban la modestia muda de la mujer, empezaban a enumerarle con esmero, sus falencias. Que no era rubia, ni alta, ni tenía ropa, ni plata, ni con qué para el levante. Completaban la burla comentando que cuando ellas eran jóvenes, un tendal de machos las esperaba a la salida del baile.
- A vos ¿quién te espera?
Los pocos años en que fue a la escuela le hicieron saber que los libros transportaban señales. Que la gente leída tenía el aura de los elegidos. Admiraba al Padre Pedro que daba clases de catequesis en la Parroquia y decía las enseñanzas de Cristo con llaneza, para que cualquiera pudiera entender sin perderse en el revoltijo impenetrable de las palabras.
Pero tuvo que llegar esa Pascua rinconera, fustigada por la crecida del río y agravada por una lluvia que peló ranchos y árboles hasta los troncos, para que ella juntara coraje y en medio de los destrozos de la inundación, le pidiera al padre Pedro que la dejara ayudar en la misa, o limpiar el templo, o lavar el manto del Sagrado, solamente para respirar paz.
El cura le habrá visto un pozo sin mal en sus ojos verdes. Habrá considerado que su comportamiento en la misa, más de pordiosera que de perturbada, la ubicaban en el límite entre los fantasmas y el miedo. Por eso le dijo que sí pero le advirtió que ahí no se pagaba sueldo, ni premio, que todo iba en servicio divino.
Cuando el agua se retiró y la normalidad barrosa de la costa volvió a ser de cumbias y de calores, el cura decidió restaurar el rostro del Sagrado Corazón. La lluvia había rajado parte del techo y se había deslizado sobre la talla, casi borrándole las facciones.
Así llegó el escultor a la vida de esa mujer. Fue un sábado de catecismo. El trajinaba barbotinas y potingues, descifrando, con un ceño lleno de pliegues, la complejidad del restaurado. Ella se quedó en la puerta, esperando que terminaran de entrar todos los alumnos. Después, el pelo plastificado en mechas rojizas recién teñidas, le habló trasluciendo una curiosidad sin miseria que el ceramista interpretó como entusiasmo.
- Quiero aprender... para arreglar al altísimo...
Al ver que cambiaba la Iglesia por el taller de artesanías, las Cifuentes quisieron participar en esa conquista. Le pasaban vestidos colorinches y apretados, le relataban lo que oyeron sobre los atributos del ceramista, haciendo gestos obscenos con las manos y hasta arriesgaban sermones eróticos entre estallidos de carcajadas.
No se sabe bien si el tema de los abismos espirituales se afirmó mientras recibía el adoctrinamiento caliente de las dos solteronas, o después, en las clases del escultor que le aconsejaba leer libros de arte para tener autonomía en sus creaciones.
- Vos tenés pasta para seguir...- decía el ceramista, acostados los dos entre las sábanas, ella untando de besos el pecho del hombre que por fin le enseñaba algo más que un encame y una despedida.
Pero ni bien dominó la técnica de rescatar la dureza del barro por encima del agua, empezó su desglose de frases seudofilosóficas que leía de maltrechos apuntes. En su rapiña de cultura, en su búsqueda por hacerse notable a los ojos del maestro, vagaba en desorden por los temas anhelantes de la estética y del tiempo. Se fue construyendo una cosmogonía intuitiva, asombrada. Y así, los desniveles de su formación, entre mística y metafísica, la convencieron de que Dios era su hombre y de que el arte era tan accidental como la alegría.
- Che... ¿y cómo te amasa el ceramista?? se relamían las Cifuentes, más pragmáticas.
Pero como todo milagro a la larga se vuelve una casualidad, una anécdota que se arrastra con la lengua, de boca en boca, la vida entre esos náufragos se volvió ruidosa y molesta, un chocarse en los corredores cuando se come o se bebe, una confusión cuando las manos se entreveraban en la casualidad del amasijo. La cortesía, en lugar de tibieza, despertaba fastidio, un empujón, un desprecio. Se evitaban en la amistad del diálogo aunque todavía la cama los arriesgaba en caricias.
Una tarde se descubrieron en un olvido mutuo. El ceramista la mandó a la ciudad a buscar óxidos azules para unos candiles y unas palanganas. Al regresar, la mujer lo encontró paseándose por la casa vestido con los batones de las Cifuentes. Le provocó golpearse, o golpearlo, romperse las manos o romperle la ropa, porque ese maricón no merecía una hembra culta, o porque ella no merecía ese espejo.
Defraudada y santa, luego de destrozar el taller, de volcar color encima de las piezas dispuestas para el horno, de arruinarle al marica un trabajo de meses, se fue a vivir a un rancho cerca del río. Trató de aplacar de su memoria las noches salitrosas donde ese puto hermoso había transformado el placer en resplandor de esmaltes.
Con el tiempo, se le cayeron los dientes y los sueños, trasnochó cigarros y desnudos y algo sexual desbarrancó su pudor y sus tetas mientras se vendía a cualquier muchacho que precisara tener la constelación de Orión en su cama.
El viejo llegó a su vida como un perseguido de alcoholes. Subsistía canjeando escombros por vino. Coleccionaba quietud y perros. El terreno que mezquinaba tenía un barco varado al frente, en memoria de una mujer, de un paseo.
Se le acercó con parsimonia, y eso quizás la sedujo. Le habló de hacer una casa, de un jardín, de un lugar para sus tiles. Ella, que nunca renunció al hombre vestido de mujer, le retrucó con una advertencia:
- No me pegues ni me ofendas.
Antes del matrimonio, lavó el manto del Sagrado Corazón por última vez, acondicionó la capilla con flores y hojas de achira y se despidió de sus estrellas. Se mudó a la casa de su marido con un bolso y un vestido lila. Entre cunetas y chicharras, a aletazos de asco, la mujer dejó congelar la pena, hasta que se hizo nada, o hielo derretido en un vaso de ginebra.
Fue a los pocos meses, ni bien los gritos desembocaron en reproches y por último en golpes, que la mujer decidió lo de la sal. Porque era la última instancia. Que el viejo se enamorara de ella o se perdiera, que esa pasta endurecida en cocciones los volviera estatua cerrada, una monstruosidad de bronca encima de un torno.
- Quiero que me des toda tu sed- propuso el ceramista una vez, como un intento por gustarse de nuevo. Trajo sal y azúcar, ramas de hierbabuena y una botella de ginebra. La desnudó y la regó con esos tesoros. Después se recorrieron con los labios hasta que los cuerpos fueron una sola sal, una sola vida.
Habían discutido. Se desconoce si el detonante fue la trompada que hizo sangrar el labio de la mujer, o el jarro con duraznos que rebotó en la cabeza del viejo. Lo cierto es que ella se encerró con llave en el dormitorio, prendió unas velas en un candil azul y derramó sal gorda en todo el cuarto. No quiso repetir un rito de amor, sino más bien buscó protegerse de eso que le habían advertido las Cifuentes antes de irse con el ceramista. Que los hombres eran unos cobardes, que se cansaban de una, que lo mejor era tenerlos lejos porque en cualquier noche, ni bien se los limpiaba, se volvían a ensuciar, como el manto del Sagrado, con la humedad y las arañas.
Cuando la policía llegó, alarmada por los gritos, o por el ladrido de los perros, o por el viento que sopló desprotegido en la tremolina que abrieron los patrulleros, al marido le resultó más fácil entenderla loca que dilucidar tanta desesperanza. Y algo de verdad había en esa interpretación. Porque ninguna mujer con fe enciende un candil hecho por alguien que se odia todavía, ni lo mira hasta que se apaga, usando ese silencio como muro, ni se viste de hombre antes de ahorcarse.
 
 
 
 
 
 
 
 
***


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