*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina.
ENTRE LLUVIA Y
SILENCIO*
I
La primera gota
sobre mis labios,
beso de la lluvia
que se insinúa.
No apresuro el paso,
no evito el contacto
que sabe al augurio
de un nuevo milagro.
Fuimos una sola
en antiguos tiempos
cuando por las calles
acunábamos sueños.
Era un quedo diálogo
que abrazaba nubes,
era ser hermanas
en medio del caos....
II
El silencio había adquirido
forma de compañía,
palabras que formaban
nuestro código secreto
y se ocultaba en la botella
que luego el mar llevaría
en busca de una respuesta.
Sobre la arena quedábamos,
pies descalzos, alma abierta,
en espera de la voz
que borrara las tinieblas
y nos dijera al fin
que era posible la espera.
¿QUÉ HACER CON TU FUTURO SIN PASADO?
LA MATRIZ DEL
RELATO*
a Jorge Jäger
*Por Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
Tal vez esta pasión que me lleva
ya gran parte de mi vida empezó cuando yo iba parado en esa chata maicera
a los barquinazos en pleno rastrojo que cruzaban los crepúsculos.
Era por los cincuenta del siglo
pasado y mi presencia allí, sobre esa chata que tiraban cuatro percherones
oscuros y una potranca rosilla que llamaban Pichona, a guisa de
cinchera, es decir con una cadena adicional para ayudar a la chata repleta de
inmensas bolsas llenas de espigas, de las llamadas maiceras, y que
solo se enganchaba cuando venía cargada o en tramos donde el camino tenía barro
que se había formado allí en la última lluvia. A veces había un charco en esos
caminos internos de la chacra que se llenaba de mariposas si era verano. Esa
agua barrosa que también visitaba un enjambre nervioso de abejas y que irían a
beber ese líquido no frecuentado por animal alguno.
Pichona, la rosilla era la más
joven de un extensa tropilla y bastante arisca con el resto, que sabía de sobra
de su independencia con gestos expresados en mordiscos y coces muy peligrosas y
llenas de furia juvenil e impetuosa.
Digo que yo iba tomado de la
baranda, apretando mis manos breves de entonces con mucha atención, como si
fuera en un barco pirata a tomar desde el agua un castillo remoto, tal vez mi
fácil imaginación de entonces.
¿Fue allí, en esos momentos
primordiales en la vida de un hombre que empezó mi vocación que vendría con
el tiempo, tal como sugiere mi amigo Jorge Jäger?
Fue en esos días que se fueron
encimando en otoños e inviernos sucesivos, para formar con el tiempo (y en el
tiempo) ese arracimar de sucesivos penares y alegrías que en esa época
por más pequeña que fuera cubría el espacio del mundo.
Imposible saberlo. Imposible y
tal vez ya inútil aunque resulte improbable con tanta distancia como para
corroborar si se cumpliría en este caso la conocida teoría del mito pavesiano
que habla sobre la matriz primitiva en el cerebro de un niño expuesto a las
primeras experiencias que con el tiempo tal vez se presente en una
escritura monótonamente obsesiva, y en el mejor de los casos, brillante.
Pero eso sucede con los elegidos que son tocados por la gracia, que como todos
sabemos son los menos.
¿Y estas modestas experiencias
mías de entonces, es cierto que hoy de adulto me dice de otro tiempo feliz y
libre como esos gorriones que cruzaban certeros el aire azulado y repleto de
mayo, fueron verdaderas?
¿Me hablan del origen de una
supuesta escritura amorosa? Tal dicen algunos amigos que
obviamente me quieren bien.
No se me escapa al raciocinio de
adulto que eso debió ser intrascendente para todo mayor que cumplía tareas
importantes o humildes, como la del quintero.
Chiquín, ese viejito inmigrante, que
también atestiguaba mi trajinar por ese espacio que yo trataba de cubrir con mi
andar activísimo, como compete a una edad y a una energía que los años terminan
arrasando como si nunca hubiera existido.
Y mi insaciable curiosidad sobre
la vida de tantos animales, sus hábitos, sus comidas, sus acciones, así se
tratara de esos inmensos conejos blancos, tan tontos, que vivían en grandes
jaulones debajo de esos paraísos frondosos. ¿Eran paraísos, mi Dios, o eran
fresnos? No sé, y tampoco importa ser preciso cuando la materia de mi
literatura se forma de sucesivas capas de memoria, que se basan siempre en
imprecisiones difíciles de controlar.
Tan difíciles como contar
cuántos patos siriríes formaban esa bandada que cruzaba el patio de tierra,
bien alto, para ir en busca del sueño en la lejana laguna del campo
Vollenweider tan pertinaz en mi confusa memoria.
Pan negro*
*Por Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
La idea se le ocurrió a Genaro. Cincuenta años y tierras ajenas de por
medio no logran borrar el recuerdo. A los seis años, su hermano no era
consciente de estar compartiendo con él lo que sería una historia familiar que
se contaría hasta el infinito, como bandera de lo que fueron, como estandarte
de resistencia.
‒ Vení
Genaro, sentate al lado mío, acá en el galpón no nos encuentra nadie
‒ ¿Por
qué llora mamá?
‒ Por la
harina
‒ ¿Qué
pasa con la harina?
‒ ¿No
sabes que si la encuentran se la llevan los soldados?
‒ ¿Para
qué la quieren?
‒ ¡Para
comer! ¡para qué va a ser!
‒ ¡Ya sé!
¿y si no se la damos?
‒
¿Cómo, no sabés lo que pasó con el papá de Gina? Por eso también llora mamá
Roberto vivía del campo. No estaba en el frente porque la guerra lo
encontró enfermo como para poder ir a pelear. Por cuestiones del azar pudo
quedarse con su familia. Muy pocos habían podido permanecer en el pueblo. Hasta
su mañana fatal, él había sido un afortunado. Continuó con su vida en la medida
de lo posible. No vivían cerca del frente, al principio la guerra era una
escena lejana que apenas los rozaba. Junto a su mujer y su hija intentaron que
la vida siguiera; hasta que a los soldados les tocó atravesar el pueblo de
camino a un nuevo frente de batalla.
Roberto tenía posición tomada y aborrecía una guerra de la que
desconocía todo salvo los efectos que estaba provocando en su pueblo y su
gente: amigos que ya no estaban, otros que volvían muertos o mutilados, hambre.
Esa mañana se levantó como todas las demás a trabajar la tierra ni bien se
asomó el sol. Terminó de desayunar y salió. Se encontró con un grupo de
soldados que venían por el camino que rodeaba su casa y seguía hacia la
montaña. Los saludó con un leve movimiento de cabeza y se dio vuelta para
seguir con sus cosas. “Ey, tú” gritó uno de los soldados. Roberto se detuvo
cerró los ojos y respiró hondo. Un grupo de tres soldados se le acercó mientras
el resto siguió su camino. No eran precisamente amables, bruscamente le
exigieron que les diera lo que tuviese para comer y llevar al frente.
‒ Esta
guerra no es mía. La comida sí‒ contestó Roberto
A punta de fusil lo llevaron detrás de su casa. Agradeció en silencio
que su mujer y su hija no estuvieran esa mañana, habían pasado la noche en la
casa de sus suegros a diez kilómetros de allí. Roberto insistió en no darles
los pocos alimentos que tenía y que si se los entregaba le faltarían a su
familia. Sin embargo, no supo evaluar las consecuencias. En un forcejeo
inevitable por un costal de harina un fusil tronó y mató a Roberto de un tiro
certero en el pecho. Los soldados tomaron lo que pudieron y corrieron a unirse
con sus compañeros.
‒ ¿No te
diste cuenta de que el papá de Gina no está más?
‒ Pensé
que estaba en la guerra, como los otros...como papá.
‒ Pero
no. Lo mataron unos soldados. El viejo de enfrente los vio que lo llevaban
detrás de la casa, escuchó un disparo y a los soldados correr con la harina, lo
mataron por la harina. Seguro no se las quiso dar, eso dijo la mamá de Gina, yo
la oí cuando fuimos a verla ¿no escuchaste vos?
‒ No, yo
estaba afuera con Gina jugando, me dijo que estaba triste por lo del padre,
pero nada más, no quise preguntarle porque lloraba y yo quería que estuviera contenta,
entonces la distraje haciéndome el mono y ella se empezó a reír…creí que se
había ido a la guerra el padre, como papá y los otros.
‒ Ahora
mamá esta triste por eso, por el pobre Roberto y también por nuestra harina si
se la llevan al frente ¿Qué vamos a comer? Sin harina va a estar difícil
‒ Tiene
que haber alguna forma…
‒ Si la
escondemos nos puede pasar algo malo, no se puede hacer nada.
‒ Tendría
que ser esconderla sin esconderla, sin que nadie se dé cuenta.
‒No te
digo, no hay nada que hacer.
‒ ¿Y si
la disfrazamos?
‒
¡Estás loco! ¿Cómo se disfraza la harina?
Isabella cocinaba una sopa con las pocas verduras que tenía. Picaba,
trituraba y echaba a la olla con furia. La injusta muerte de Roberto no la
dejaba respirar, la angustia trepaba por su pecho como una marea imposible de
parar. Roberto y su mujer habían sido sus vecinos por años, se
llevaban muy bien y contaban los unos con los otros en los tiempos duros.
Cuando ella se quedó sola porque su marido no tuvo la suerte de estar enfermo
como Roberto y marchó al frente, ellos se convirtieron en su familia. Gina y
sus hijos jugaban como hermanos desde que tenían uso de razón. ¿Cómo iban
a vivir sin hombres? La muerte de su amigo y la ausencia de su esposo hacían la
vida tan gris y triste que solo se mantenía fuerte por los niños y por su
amiga, ahora viuda, en tiempos de una guerra de la que no sabían nada más que
el sonido de cañones que cada tanto llegaba del otro lado de la montaña.
Disimulaba lágrimas de cebolla con lágrimas de dolor que secaba una y otra vez
con su delantal sin poder detener su marcha. “Y ahora con los soldados encima
no vamos a poder retener la comida”, pensó,” ¿qué voy a darles a los niños si
se llevan la harina? “Y se sintió mezquina por pensar en eso cuando su amiga había
perdido mucho más. En eso estaba cuando sus hijos entraron corriendo a la
cocina y atropellando palabras entre los dos querían decir más rápido de lo que
podían sus bocas una idea que parecía entusiasmarlos. Tuvo que calmarlos y
pedirles tranquilidad. Al fin Genaro habló: para cuidar la harina sólo tenían
que disfrazarla. Isabella rió le causó gracia la ocurrencia y le dio una
ternura infinita que su hijo pensara que era posible. Le acarició la cara y se
acercó a la mesada para seguir con las verduras. “No, mamá, en serio sabemos
como hacerlo”. Y ahí como si hicieran juntos un pase de magia sincronizado
palabras contaron que solo debían confundirla con chocolate. Si mezclaban la
harina con cacao los soldados no la reconocerían y así podrían conservarla. Así
lo hicieron, en un tambor pusieron harina y cacao, los mezclaron de tal modo
que la harina vestida de marrón fue invisible para los soldados que no la
llevaron ¿Para qué iban a querer tanto chocolate en el frente?
Durante meses Isabella y sus hijos hornearon el mejor pan con sabor a
chocolate cocinado con la harina, que los soldados no quisieron llevar, porque
no reconocieron de tan bien disfrazada que estaba. Ellos compartieron con Gina
y su madre esos panes que endulzaron apenas tiempos feroces que los marcaron
para siempre.
Por años esta historia permaneció en sus familias como gesto de
resistencia y dolores compartidos.
No hubo pan más rico que aquel pan de cacao del otoño de 1916. Hasta las
miguitas sacudidas desde el mantel convocaron a los pájaros a un festín
imprevisto, se dieron cuenta que era un pan oscuro pero pan al fin…
UÑAS DE LUTO*
Mi pájaro
olvidado no despierta.
Uñas de luto
cavando soledades.
Nadie ha
encontrado tu botella de náufrago
¿Dónde buscar
tu origen corazón?
Responden, alas
rotas silencio.
Después del
vuelo trunco, vacío en las entrañas.
¿Qué hacer con
tu futuro sin pasado?
¿Qué hacer con
la mazorca híbrida inconclusa?
Fábulas
vivientes.
Después del
fuego, una nidal con perfume de agua.
Barco gimiente,
vuelo de la rosa .Esperanza y espera.
Después de la
duda la certeza .Ecuación incompleta de vida
Luna nona, un
eclipse. El alba grita
Aleluya
Calendarios
trasnochados de amor.
Escribir el
hijo, plantar el libro, parir el árbol.
Después del
caos, heridas en la piedra…y sangre, mucha sangre
En la boca de
la bestia, en la plumas del ave.
¿Dónde irás
corazón mío?
¿Quien ha
lacerado tu costado musical?
¿Dónde llevarte
las amarillas retamas de la abuela?
¿Estarás en el
maíz, rosa té, trébol blanco?
¿Te crecerán
las uñas, rasguñaras la tierra?
¿Tus cabellos,
serán largos filamento de algas?
¿Dónde estás?
¿Dónde? ¿Dónde?
¿Dónde yace el
hijo, el libro y el árbol?
Franco, Hitler,
Bonaparte
Pinochet,
Videla, Galtieri
No importa el
nombre.
“No hay muertos
solo desaparecidos.”
“Ecce huomo”
Después del
delito el castigo
Ego te condeno.
Después de la
condena la amnistía
Ego te absolvo.
Escribir el
hijo, plantar el libro, parir el árbol
Los gusanos
devoran los deudores, no la deuda.
Después del
grito de la bala un silencio sonoro.
Después del
olvido, sangra
Gota a gota
La memoria en
la piedra.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
*
Estaba allí en mi memoria, era parte importante de mis recuerdos.
Esa mañana me desperté temprano, el calor se hacía insoportable; mientras tomaba mi café la imagen, los recuerdos acudieron. Ya era hora de salir en su búsqueda. Sería un largo viaje y lo emprendí.
Hice los preparativos necesarios y a la semana siguiente ya me encontraba en un avión rumbo al pasado.
En el aeropuerto de Fiumicino tomé un taxi que me llevaría a la estación central de trenes, de allí el viaje sería directo. En seis horas aproximadamente llegaría a destino.
Era un día frío, el viento estaba helado, pero el sol entibió mi alma.
Lentamente comencé a recorrer ese lugar que tan latente estaba en mis sentimientos. Durante tantos años había acariciado la idea de ese viaje, de ese reencuentro, y allí estaba hecho realidad.
Cada paso que daba era de una lentitud impropia de mí, pero por más que lo intentara, me resultaba imposible avanzar con rapidez. Cada rincón me era familiar, aunque los años habían hecho estragos en algunas y embellecido otras, yo conocía esas casas y sus habitantes. Varias veces levanté mi mano en señal de saludo, pero nadie parecía notar mi presencia. Caminé por la calle principal largo rato, luego me desvié por un camino de tierra que me llevaría al lugar buscado. Los recuerdos acudían..
Me detuve varias veces para admirar los campos donde en verano los trigales danzaban al compás de la brisa. Tantas veces había recorrido ese camino, conocía cada recodo, cada arbusto, cada piedra..
Llegué a la pequeña capilla, faltaban tan sólo unos metros para llegar a la casa. Allí estaba, tal como la había guardado en mi memoria. El tiempo parecía detenido en ella. Sus techos aún conservaban el color terracota que tanto me gustaba. El viejo nogal me dio la bienvenida y corrí a abrazarlo tal como lo hacía de niña cada mañana.
No sé cuánto tiempo estuve parada mirándola, al fin me decidí y apoyé mi mano en el picaporte.
Lentamente la puerta se abrió y me invitó a entrar.
El sol se filtraba por la claraboya del techo e iluminaba tenue, suavemente la cocina. En las paredes blancas relucían los moldes de cobre y bronce. Un aroma a miel y canela me envolvió.
Me sentía a gusto, estaba en mí casa, era mi lugar en el mundo.
Comencé a recorrerla, a tocar sus paredes, a acariciar cada objeto de mi pasado. En el estante de la gran chimenea encontré aquel pequeño muñeco de barro que mis manos de niña habían fabricado. Pasé mi mano por la enorme mesa, busqué aquel pequeño hueco en la madera que tanto me gustaba llenar de harina mientras los mayores amasaban, allí estaba.
Recorrí los dormitorios y me detuve en la mesa de luz de madera clara con tapa de mármol, abrí su cajón y el aroma del alcanfor brotó a raudales. En la sala, al igual que en el resto de la casa, todo estaba dispuesto como entonces.
Cada cosa estaba en su lugar, nada había cambiado, todo estaba en orden, un orden absurdo para una casa deshabitada.
Hacía frío, busqué leña para encender el hogar, pero para mi sorpresa los leños ya estaban dispuestos y listos para ser encendidos.
Pronto se haría de noche, busqué las pequeñas lámparas, las encendí y el aroma del carburo me transportó.
Me sentía flotar y comencé a bailar, allí sola, en el centro de la enorme sala. Estaba feliz de estar de regreso. De pronto se escuchó un aplauso y una voz que me decía: ¡Bravo!. Rápidamente busqué la voz, era él, y me regalaba una sonrisa. Estaba sentado con su mano apoyada en el bastón, llevaba su chaleco gris, el mismo que tejí y destejí varias veces hasta lograr que fuera como él quería, el reloj con su larga cadena dorada que, como siempre, asomaba por el bolsillo, sus pantalones gastados y su chambergo negro con la pequeña pluma que le regalé. A su lado estaba su perro Tripulí, mi compañero de correrías y travesuras de la infancia.
Siguió mirándome y me dijo que llevaba años esperándome, entonces corrí a su encuentro y lo abracé con esos abrazos de siglos.
Nada nos dijimos, no era necesario, nos amábamos demasiado. Una y otra vez acaricié su rostro, sus cabellos blancos, sus manos grandes. El mar aun habitaba en sus ojos.
La mañana nos sorprendió en el abrazo.
Me incorporé y me dirigí a la ventana, el sol se colaba por las gastadas cortinas. La abrí lentamente, él me observaba y no dejaba de sonreírme, el fulgor del sol me cegó. Afuera todo era ruido y algarabía.
Me detuve a mirar, toda la familia estaba trabajando en las tareas rurales. Era el mismo ritual que yo había compartido tantas veces.
Busqué su mirada para que me ayudara a entender todo cuánto estaba ocurriendo. Se acercó, me tomó de los hombros y me dijo: “Sabíamos que volverías”.
Habían transcurrido muchos años, pero aquí el tiempo parecía haberse detenido.
Él me ofreció su brazo y salimos. Todos se acercaron a darme la bienvenida. Cada uno estaba con el mismo ropaje de mis recuerdos, las mismas sonrisas. Me fundí con cada uno de ellos en un eterno abrazo, y al poco tiempo todos cantábamos. Los niños danzaban felices como lo había hecho yo de niña.
Caminamos por los alrededores de la casa, me acerqué al viejo aljibe para beber su agua fresca, él seguía sujetándome fuerte del brazo. Se enorgullecía al mostrarme sus cultivos, me contaba que la cosecha no había sido la esperada, pero tenía la esperanza que el año que comenzaba trajera prosperidad. Me llevó a la huerta y luego a los frutales. Juntos reímos recordando como disfrutábamos de aquellas ciruelas verdes y de las siestas debajo del roble contando cuentos y comiendo cerezas.
Yo me mantenía muda, no salía de mi asombro. Todo estaba como entonces.
.
Más tarde entramos a la cocina, me invitó a tomar café, y mientras él lo servía, mi vista recorría las paredes de aquel lugar que me había visto crecer. Me detuve en el almanaque, recordaba aquella estampa del norte y de pronto vi la fecha: 26 de enero de 1950.
¡No era posible!. ¿Qué estaba pasando?. ¿Nadie se había tomado la molestia de cambiar ese viejo almanaque o lo conservaban por alguna razón?
Una vez más mis ojos inquisidores se encontraron con los suyos. Él serenamente me dijo: “Todo está bien, todo está en su lugar, como siempre, como debe ser”.
Salí corriendo al patio, sentía que me ahogaba. Afuera todo era silencio. Un frío helado me envolvió, me senté en la hierba, abracé mis rodillas y lloré.
Cuando logré reponerme levanté mi vista y.... de aquella amada casa tan sólo quedaba su alta chimenea, tan sólo ella había sobrevivido al incendio del 26 de enero de 1950.
Me incorporé, puse mi mano en el bolsillo de mi abrigo buscando un pañuelo y encontré un reloj con una larga cadena dorada.
Esa mañana me desperté temprano, el calor se hacía insoportable; mientras tomaba mi café la imagen, los recuerdos acudieron. Ya era hora de salir en su búsqueda. Sería un largo viaje y lo emprendí.
Hice los preparativos necesarios y a la semana siguiente ya me encontraba en un avión rumbo al pasado.
En el aeropuerto de Fiumicino tomé un taxi que me llevaría a la estación central de trenes, de allí el viaje sería directo. En seis horas aproximadamente llegaría a destino.
Era un día frío, el viento estaba helado, pero el sol entibió mi alma.
Lentamente comencé a recorrer ese lugar que tan latente estaba en mis sentimientos. Durante tantos años había acariciado la idea de ese viaje, de ese reencuentro, y allí estaba hecho realidad.
Cada paso que daba era de una lentitud impropia de mí, pero por más que lo intentara, me resultaba imposible avanzar con rapidez. Cada rincón me era familiar, aunque los años habían hecho estragos en algunas y embellecido otras, yo conocía esas casas y sus habitantes. Varias veces levanté mi mano en señal de saludo, pero nadie parecía notar mi presencia. Caminé por la calle principal largo rato, luego me desvié por un camino de tierra que me llevaría al lugar buscado. Los recuerdos acudían..
Me detuve varias veces para admirar los campos donde en verano los trigales danzaban al compás de la brisa. Tantas veces había recorrido ese camino, conocía cada recodo, cada arbusto, cada piedra..
Llegué a la pequeña capilla, faltaban tan sólo unos metros para llegar a la casa. Allí estaba, tal como la había guardado en mi memoria. El tiempo parecía detenido en ella. Sus techos aún conservaban el color terracota que tanto me gustaba. El viejo nogal me dio la bienvenida y corrí a abrazarlo tal como lo hacía de niña cada mañana.
No sé cuánto tiempo estuve parada mirándola, al fin me decidí y apoyé mi mano en el picaporte.
Lentamente la puerta se abrió y me invitó a entrar.
El sol se filtraba por la claraboya del techo e iluminaba tenue, suavemente la cocina. En las paredes blancas relucían los moldes de cobre y bronce. Un aroma a miel y canela me envolvió.
Me sentía a gusto, estaba en mí casa, era mi lugar en el mundo.
Comencé a recorrerla, a tocar sus paredes, a acariciar cada objeto de mi pasado. En el estante de la gran chimenea encontré aquel pequeño muñeco de barro que mis manos de niña habían fabricado. Pasé mi mano por la enorme mesa, busqué aquel pequeño hueco en la madera que tanto me gustaba llenar de harina mientras los mayores amasaban, allí estaba.
Recorrí los dormitorios y me detuve en la mesa de luz de madera clara con tapa de mármol, abrí su cajón y el aroma del alcanfor brotó a raudales. En la sala, al igual que en el resto de la casa, todo estaba dispuesto como entonces.
Cada cosa estaba en su lugar, nada había cambiado, todo estaba en orden, un orden absurdo para una casa deshabitada.
Hacía frío, busqué leña para encender el hogar, pero para mi sorpresa los leños ya estaban dispuestos y listos para ser encendidos.
Pronto se haría de noche, busqué las pequeñas lámparas, las encendí y el aroma del carburo me transportó.
Me sentía flotar y comencé a bailar, allí sola, en el centro de la enorme sala. Estaba feliz de estar de regreso. De pronto se escuchó un aplauso y una voz que me decía: ¡Bravo!. Rápidamente busqué la voz, era él, y me regalaba una sonrisa. Estaba sentado con su mano apoyada en el bastón, llevaba su chaleco gris, el mismo que tejí y destejí varias veces hasta lograr que fuera como él quería, el reloj con su larga cadena dorada que, como siempre, asomaba por el bolsillo, sus pantalones gastados y su chambergo negro con la pequeña pluma que le regalé. A su lado estaba su perro Tripulí, mi compañero de correrías y travesuras de la infancia.
Siguió mirándome y me dijo que llevaba años esperándome, entonces corrí a su encuentro y lo abracé con esos abrazos de siglos.
Nada nos dijimos, no era necesario, nos amábamos demasiado. Una y otra vez acaricié su rostro, sus cabellos blancos, sus manos grandes. El mar aun habitaba en sus ojos.
La mañana nos sorprendió en el abrazo.
Me incorporé y me dirigí a la ventana, el sol se colaba por las gastadas cortinas. La abrí lentamente, él me observaba y no dejaba de sonreírme, el fulgor del sol me cegó. Afuera todo era ruido y algarabía.
Me detuve a mirar, toda la familia estaba trabajando en las tareas rurales. Era el mismo ritual que yo había compartido tantas veces.
Busqué su mirada para que me ayudara a entender todo cuánto estaba ocurriendo. Se acercó, me tomó de los hombros y me dijo: “Sabíamos que volverías”.
Habían transcurrido muchos años, pero aquí el tiempo parecía haberse detenido.
Él me ofreció su brazo y salimos. Todos se acercaron a darme la bienvenida. Cada uno estaba con el mismo ropaje de mis recuerdos, las mismas sonrisas. Me fundí con cada uno de ellos en un eterno abrazo, y al poco tiempo todos cantábamos. Los niños danzaban felices como lo había hecho yo de niña.
Caminamos por los alrededores de la casa, me acerqué al viejo aljibe para beber su agua fresca, él seguía sujetándome fuerte del brazo. Se enorgullecía al mostrarme sus cultivos, me contaba que la cosecha no había sido la esperada, pero tenía la esperanza que el año que comenzaba trajera prosperidad. Me llevó a la huerta y luego a los frutales. Juntos reímos recordando como disfrutábamos de aquellas ciruelas verdes y de las siestas debajo del roble contando cuentos y comiendo cerezas.
Yo me mantenía muda, no salía de mi asombro. Todo estaba como entonces.
.
Más tarde entramos a la cocina, me invitó a tomar café, y mientras él lo servía, mi vista recorría las paredes de aquel lugar que me había visto crecer. Me detuve en el almanaque, recordaba aquella estampa del norte y de pronto vi la fecha: 26 de enero de 1950.
¡No era posible!. ¿Qué estaba pasando?. ¿Nadie se había tomado la molestia de cambiar ese viejo almanaque o lo conservaban por alguna razón?
Una vez más mis ojos inquisidores se encontraron con los suyos. Él serenamente me dijo: “Todo está bien, todo está en su lugar, como siempre, como debe ser”.
Salí corriendo al patio, sentía que me ahogaba. Afuera todo era silencio. Un frío helado me envolvió, me senté en la hierba, abracé mis rodillas y lloré.
Cuando logré reponerme levanté mi vista y.... de aquella amada casa tan sólo quedaba su alta chimenea, tan sólo ella había sobrevivido al incendio del 26 de enero de 1950.
Me incorporé, puse mi mano en el bolsillo de mi abrigo buscando un pañuelo y encontré un reloj con una larga cadena dorada.
MANOS*
No fui monje
trapense
Pero sembré
naranjas
Y corté milpa
para comprar libros
Toqué el cuerpo
de un delfín
Las dunas de un
país lejano
Las puertas de
una embajada
Todo con las
manos de escribir
Decir adiós
Aplaudir
Yo soy mis
manos
Ellas soy yo
¡ Qué dolor ¡
*De Reynaldo
García Blanco. regabla@cultstgo.cult.cu
* * *
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