martes, marzo 26, 2013

LOS ERRORES Y LAS SOMBRAS NO SON VERDADEROS NI REALES...




*Dibujo de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.

 

 

HECHIZO*

 
 
Sólo al verte, amor mío, no sé qué me sujeta a tu voluntad; he hecho tanto por ti que no me queda casi nada por hacer.
Fausto
Johann Wolfgang Von Goethe
 
 
Mi pasión no correspondida me desvelaba, me quitaba el apetito, estaba a punto de enloquecerme… solo por eso fui a tocar en la puerta de la bruja. Le pedí un sortilegio que sirviese para atar la voluntad y el deseo de mi adorada. “¿Un amarre?”, me preguntó y, como le comenté con cierta contrariedad que dicho así, sonaba a magia negra, se echó a reír en mi cara. “Ponle el nombre que más te agrade, el efecto será el mismo. Solo tienes que traerme algo que contenga su esencia, un pañuelo sudado, una media sin lavar, cabellos, uñas… Antes de que se ponga el sol, la tendrás rendida, babeándose por ti”.
 
El ansia por ver mi sueño hecho realidad puso alas en mis pies. Con el pretexto de usar el teléfono porque el mío estaba descompuesto logré entrar en casa de mi amada. Auricular en mano, le pedí un vaso de agua y en lo que se alejaba rumbo al comedor tuve tiempo de echar una rápida ojeada por el entorno de la sala. Como enviados por los cielos, allí estaban, al lado de una tijera y aún húmedos, varios mechones de sus cabellos. Tomé a toda prisa un rizo negro y lo oculté en mi bolsillo, apenas probé el agua que me traía y partí a toda prisa de vuelta a la casa de la hechicera. “¿Viste qué fácil fue?”, me dijo con una de esas risitas sardónicas cuyo objeto no lograba captar, “Ahora paga y regresa a tu apartamento, la dueña de este bucle tocará a tu puerta antes del atardecer”.
 
Y aquí la tengo, rendida como paloma, obsesivamente prendada, requiriendo caricias, insaciable, impaciente, capaz de hacer lo que sea por complacerme. ¿Era esto lo que querían decirme los dioses al facilitarme tanto el camino? Cierto fue, la propietaria del bucle arañó y golpeó mi puerta esa misma tarde. Ay, destino cruel, prisa engañosa, mala bruja que de seguro está riéndose de mi suerte... ¡Y deja ya de morderme los pies, Fifí, ahora te saco a pasear… pero procura al menos esta noche intentar dormir en casa de tu ama!
 
Bien dicen que los perros se parecen a sus dueños. La poodle recién acicalada que literalmente se babea por mí, exhibe un copete de rizos negros y sedosos, casi el mismo pelado de mi adorada Fefita.

 

*De Marié Rojas.

La Habana. Cuba.

 

 
 
LOS ERRORES Y LAS SOMBRAS NO SON VERDADEROS NI REALES…
 
 
 
 
 
 
 
Vigilia*
 
 
Para Liliana Díaz Mindurry, por su pertinaz negación al sueño.
 
 
No digo fuego ni fe, digo que crecen muertos en las paredes, que la noche miente con una sola verdad y es la de los minutos que pesan una decena de pétalos o balas o sombreros de copa. No digo tiempo. Aunque la prisa, la noche devora. La misma noche que mata las paredes que esconden los muertos, que crecen de a estrellas, a cada grado de negrura. La misma negrura que se me esconde detrás de los ojos, que se me sale de noche, junto a los muertos que caen porque las paredes no soportan el peso de la noche. No digo desesperanza, no digas desesperanza, no es eso. Es la brutalidad escondida en las botellas. Vidrios rotos de las botellas que han dejado escapar la brutalidad, el mundo, el insomnio.
 
*De Pamela S. Terlizzi Prina. pameprina@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
Fragancia a otoño*

 
Tengo la vida atada al cuello
con el ruido a roto
que viene del otoño
a salpicar mis ojos sin resguardo

Las veces que me inclino
para descansar quien fui,
se me cae la vida encima 
como un cielo de memoria inflada
sin la virtud de los estupefacientes

Tengo la vida atada al cuello
y ya no sé cuanto falta
para volver a detenerme
y levantar entre mis dedos 
la belleza de los días sin sus duelos.

Sólo presiento que la vida 
se me viene encima,
con el jardín de un libro que llevo escrito
en el perfume a muerte,
que a estas horas,
rodea mi cuello.
 
 
*De Marcela Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
TESTIMONIO DE LA DESPROTECCIÓN*
 
 
 
"Al río que todo lo arranca lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que lo oprime."
BERTOLT BRECHT
 
 
El ánima es un sedal roto.
Va. Viene. Flota. Se hunde.
... En la balanza oscila la alienación y la cordura.
Denuncia y testimonio de la desprotección.
Olor a lavandina y desinfectante.
No es suficiente. No. No lo es.
Infección. Miasma. Streptococcus .
Mercaderes de la salud. Enquistados.
Compro y vendo, quien da mas.
Los virus son crisálidas blancas.
Asolan el meridiano izquierdo.
Una anciana grita socorro.
La soledad le responde, gota a gota.
Gota a gota cae el suero fisiológico.
Ley de Gravitación universal. Todo cae.
La indiferencia es una pintura de naturaleza muerta.
Las cucarachas se esconden en las cloacas.
“Isla de los esclavos”. Arlequín.
Buenos días. Como está. Rezo. Mantra.
Todo gira. La tierra gira alrededor del sol.
Inapelable .Fatal. Necesario.
El ánima es un sedal que ha encontrado una tabla.
Un madero. Un tirante. Una viga. Una cruz,
Se aferra. Desesperadamente.
La
Lágrima a lágrima. Jeringa a jeringa.
Llanto a llanto. Risa a risa.
Sangre a sangre. Sangre a sangre.
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
Teatro de sombras*
 
 
 
*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com
 
 
 
-No seas la sombra mía -dijo ella, mirando por la ventana hacia el río.
-No sé si serías feliz sólo porque yo no fuera tu sombra, dijo la sombra.
-No quiero ser feliz, quiero ser otra.
-Cuando el día llegue seré una sombra nueva, pero de noche soy sombra de tu noche y no puedo ser más oscura.
-Cuando yo era niña, vos eras una sombra niña.
-Cuando yo era una sombra niña no nos decíamos estas cosas.
-¿Adónde ibas cuando yo dormía?
-Me sentaba al lado de tu cama y te veía soñar.
-¿Las sombras no duermen?
-No.
-¿Y ahora, a dónde vas cuando yo duermo?
-Sigo al lado de tu cama.
-¿Por qué no te vas?
-Porque no habría sombra que te acompañe.
-Yo quiero estar sola.
-No podrías estar más sola sin una sombra.
-Parece que las dos somos un mismo abismo. (Una cruza las manos sobre la rodilla y otra también.) Hace un momento, cuando el tiempo no pasaba, estaba pensando en que el aire te da frío.
-Sólo cuando vos tenés frío.
-¿Ahora sos más fuerte o más débil que cuando eras una sombra niña?
-¿Hay alguna razón por la que yo tuviera que debilitarme?
-Mis errores.
-Los errores y las sombras no son verdaderos ni reales.
-Pero cansan.
-Todos los misterios cansan.
-Y las verdades aburren.
-Tus palabras me recuerdan la vida que nunca vivimos.
-Aquella vida en la que las dos nos balanceábamos como olas de un mar.
-Nosotras vivimos junto al río. El río es más misterioso que el mar. Abajo hay corrientes desconocidas.
-Yo por mi parte nunca quisiera nadar.
-No has nadado nunca, por eso siempre hemos tenido la suerte de morir en todos los naufragios.
-De niña eras pequeña y extraña.
-La realidad era demasiado opaca para que una sombra niña fuera clara.
-¿Eras feliz conmigo?
-Si vos hubieras sido una niña feliz, yo habría sido una sombra feliz. Pero no está bien visto que una sombra sea más feliz que su dueña.
-Me causa horror tener que hacerte feliz.
-Es tu problema. Soy una sombra llena de tu espanto.
-¿Por qué no me dejás sola?
-Ya te lo dije, sin sombra no podrías estar más sola.
-¿Hay algún modo en que te pueda arrancar de mí?
-Cuesta tanto quitarse una sombra...
-¿Las personas alegres tienen sombras alegres?
-Las personas alegres ignoran su sombra y las sombras se vuelven maquinales, inconscientes.
-Entonces estás más feliz de ser la sombra mía.
-Sí, porque de vez en cuando escucho tu carcajada.
-No me hagas reír ahora recordando mis carcajadas.
-Son ruidosas.
-Sí. (Ríen la mujer y la sombra. Luego hacen silencio.) Sombra mía, ¿por qué estás callada?
-Las sombras no hablamos demasiado.
-No te fijes en lo que las otras sombras hacen.
-El silencio de una sombra es lo que a ésta da sentido.
-No pienses en eso, sigamos hablando de nuestros desacuerdos.
-Al principio vos creabas los paisajes y yo, las personas.
-Si, después descreábamos las mismas cosas.
-Este no es nuestro desacuerdo.
-No.
-Vos querías que te dejara sola.
-Sí, ¡dejáme sola sombra mía!
-No me hagas repetir lo mismo. Soy una sombra no una redundancia.
-No te pongas por encima de mí.
-Cuánto más me rechazás más te pertenezco.
-Un día, que había llovido mucho, me cansé de la lluvia.
-Ese comentario me desalienta.
-Fue el día en que convenimos en que ni vos ni yo éramos algo necesario.
-Siento ahora que yo soy vos, y que vos sos mi sombra.
-He perdido el mando.
-Riesgo de las palabras.
-¿Qué voy a hacer ahora que soy tu sombra?
-Podrías soñarme un sueño.
-Esas son cosas obvias. Dos sombras hablando de sueños no es ninguna novedad.
-No estés en mi silencio.
-¿Cómo me lo vas a impedir ahora que no sos más que sombra de tu sombra?
-Es conveniente que cada cual tome su pedazo de entereza.
-¿Por qué hablamos todavía?
-Esa pregunta debió ser mía.
-¿Y si lloramos?
-Yo prefiero reír. Las lágrimas están perimidas. Y como verás otra vez estoy al mando.
-Sí. Son las preguntas las que me debilitan.
-Sí. (La sombra y la mujer se miran las manos.) --Muchas veces yo fingí ser una mujer sin sombra.
-¿Y cómo te fue?
-Como la mona.
-¿Qué clase de comentario es ese?
-Afianzo mi falta de poder.
-No digas más tonterías.
-Entonces no sé qué otras cosas podría decir.
(Final con luces encendidas).
 
 
 
 
 
 
 
 
ROSAS ROJAS*
 
 
En la puerta del hospital de urgencias, donde estacionan las ambulancias, había una pelea entre dos hombres. Me llamó la atención porque solamente uno de los dos golpeaba al otro, que no caía al piso a pesar de los tremendos puñetazos que le aplicaban en el rostro.
Habían comenzado dentro de un taxi y bajado de él a los tumbos. Quien recibía los golpes ni siquiera sacaba las manos de sus bolsillos, como si en ellos estuviera protegiendo algo valioso. No ofrecía ningún tipo de resistencia, sólo buscaba evitar los impactos. Pero no lograba hacerlo del todo, y el que golpeaba de manera feroz –que por su ropa parecía ser el taxista – le asestó varias trompadas más hasta que el agredido, al fin, se decidió a correr.
Me pareció extraño que no hubiera intentado defenderse o al menos, alejarse cuanto antes.
Perdí de vista a los dos hombres y seguí caminando. Entré al hospital por una de las puertas laterales. Venía bastante apurado, como siempre. Iba a visitar a un pariente internado y sólo llevaba un ramo de rosas rojas en mi mano derecha.
 
Unos segundos después, sentí que me empujaban desde atrás. Trastabillé y casi caigo al suelo. En una de las galerías, cerca de la terapia intensiva, el mismo hombre que había recibido los golpes me tomó del brazo y con un arma pequeña apuntó a mi pecho.
Haciendo ademanes, me obligó a acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy lastimado y de su ojo izquierdo parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de pequeñas manchas de color oscuro. Y sus dientes...
Corrimos un largo trecho. La gente se horrorizaba al ver su cara destrozada y el revólver que llevaba en su mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre desequilibrado corriendo al lado de otro que seguía sosteniendo, como si fuera un trofeo, un ramo de flores. No entiendo por qué en ese momento no pude soltarlo.
Subimos a un pequeño ascensor. Allí bajó su arma y me miró a los ojos por primera vez. Sacó de su bolsillo una pequeña caja de color blanco, cerrada con cinta adhesiva, y me la entregó sin decir nada.
Al detenernos en el segundo piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos hasta el borde de un balcón que se encontraba unos pasos delante de nosotros.
Abajo, la gente había empezado a congregarse. Extrañamente, a pesar de todo, yo me encontraba tranquilo y seguro de que no iba a lastimarme. Algo en su mirada lo decía. Pero aún no llegaba a entender por qué me había dado la caja.
– No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
Habló como si estuviera leyendo mi mente.
No tuve tiempo de preguntarle nada. Acercó la punta del revólver a su garganta, debajo de la nuez de Adán, y disparó.
Se desplomó sobre mí. Y la sangre... ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones sobre mi ropa, mis zapatos y el ramo de flores.
Me lo saqué de encima. Sentía vergüenza de pensar más en el asco que me producía ensuciarme que en la locura y el drama de ese pobre hombre.
En pocos minutos llegó la policía. Tarde, como en las películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado contra la pequeña pared que nos rodeaba.
Guardé la caja en el bolsillo. Tuve la tentación de dejarla tirada o de esconderla en el pantalón del suicida, pero preferí respetar su último deseo. Cuando todos se fueran, la abriría.
 
 
Ya en mi departamento, cerca de las cinco, aún no había podido almorzar. Seguía asqueado por la horrible sensación de la sangre caliente sobre mi cuerpo. Volvía a verla, manando con violencia, mojando mis manos y mis pies.
Me senté en el living. Acababa de llamar la policía para pedir algunos datos y ver si podía aportar algo más. De paso, me avisaron que el psicópata no había muerto todavía. Estaba muy grave, internado en el mismo hospital de esta mañana. Era prácticamente imposible que sanara o despertara, según el comisario a cargo de la investigación.
Sin embargo, algo me impulsó a ir a verlo. Para saber más de él o de su vida. Además, me tentaba la idea de dejar la cajita blanca de bordes plateados entre sus pertenencias.
Pero no iba a poder hacerlo.
 
Unos minutos más tarde estaba en camino del hospital, por segunda vez en pocas horas.
Llegué a la sala de terapia intensiva pero dos oficiales me impidieron el paso. Estaban parados al lado de la puerta, uno de cada lado.
Me preguntaron si tenía relación con él, si era familiar o pariente. No quise decirles mi nombre, sólo contesté que lo había conocido hace poco tiempo. El más joven me dio el pésame por anticipado y me informó que podía quedarme por allí, para esperar el obvio desenlace.
Les agradecí. Di media vuelta y busqué la salida. Había sido un día bastante largo.
 
Después de subir a un taxi para volver a casa, tomé la caja y me decidí a abrirla. De una vez por todas.
Nunca hubiera podido imaginarme lo que contenía.
 
 
Tenía que entregársela a alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera capaz de llevar a cabo lo que la caja pedía.
Vi por el espejo retrovisor que el taxista había observado lo mismo que yo. Y supe que comenzó a desearla, con todas sus fuerzas.
Estacionó a los pocos metros, cerca del sector de entrada y salida de ambulancias, y giró hacia mí. Me exigió la caja y no quise dársela. Por eso mismo comenzó a golpearme. En el rostro, en los oídos, en el estómago… pero no la solté. La guardé en mi bolsillo, a salvo de todo.
Tratando de esquivar sus trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia dónde iba, empecé a buscar al próximo destinatario.
Advertí que desde lejos nos estaban mirando. Era un hombre calvo, como yo, que parecía llevar algo pesado en sus manos.
Lo seguí. Enceguecido por el impulso de compartir con alguien especial el contenido de la caja, fui hacia la galería donde se encontraba. Aún sin saber cómo iba a convencerlo de que acepte.
Se me ocurrió quitarle el arma a un guardia del hospital. Lo hice y corrí con todas mis fuerzas por uno de los pasillos. Mi corazón latía cada vez más rápido. La sangre ensuciaba mi camisa. Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis dientes…
Encontré al calvo y lo tomé del brazo. Con la pistola apunté a su pecho y lo obligué a correr junto a mí, para alejarnos de todo.
Nos refugiamos en un ascensor. Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin aliento, le di la caja y le indiqué:
– No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
No tuvo tiempo de preguntarme nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué la punta del pequeño revólver a mi garganta y disparé.
Caí sobre él. Y mi sangre... por Dios, tanta sangre a borbotones sobre su ropa, sus zapatos y el ramo de rosas rojas que él seguía sosteniendo entre sus manos, como si fuera un maldito trofeo.
 
 
*De Gonzalo Salesky. gonzalosalesky@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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