*Dibujo:
“Amórfosis” de Ray Respall Rojas.
La Habana.
Cuba.
RENACER*
El silencio es
un manto,
cubre mi
cuerpo, lo acaricia,
poco a poco
invade
el hueco que
ocupa mi carencia.
La soledad huye
en alarma,
ya no puede
dañarme
ni profundizar
heridas.
En medio del
bosque de mi alma
vuelve la vida
a ocupar su trono,
el ave prepara
su saludo al sol
y el sueño me
toma de la mano.
Allá voy, a la
frontera
donde todo
muere
porque algo
allí comienza.
El silencio me
ampara,
evapora todos
los peligros,
me devuelve el
derecho a soñar.
*De Emilce
Zorzut zorzutemilce@gmail.com
ALGO PARECIDO A UN ATISBO DE FELICIDAD…
EURYALE*
Limpió con el
extremo de la bufanda el letrero: “Escultora, se venden estatuas de mármol, de
piedra y de yeso”. Se colocó las gafas azogadas, cerró la tienda, asió los
dogales de Deimos y Fobos, que menearon alegres las colas, y salió a dar su
paseo vespertino. “¿En quién posaremos hoy la mirada? ¿Estarán más de moda las
muchachas que los efebos?”, pensó sin culpa. Una chica tiene que comer, no
había nada malo en vivir de su talento. Con gesto de coquetería, se acomodó una
serpiente rebelde que insistía en escapar de la boina.
*De Marié
Rojas.
La Habana. Cuba
DONDE SILBÓ LA
PERDIZ*
Primero es una nubecita de polvo
que el leve viento levanta en un camino de tierra. Luego es mi mirada sobre ese
mismo camino que se pierde en el horizonte donde el sol todavía alto no permite
ver sino los pastos más cercanos a sus costados y la luz que deforma o difumina
los contornos y allá a lo lejos una nube más densa anunciando un vehículo que
se aproxima, pero lo hace tan lento que no aviva la curiosidad un poco apagada
que nos acompaña en este paseo que no busca sorpresas sino un placer lento que
viene muy hondo, más de la sangre que del recuerdo.
Es un camino que bien podría ser
de Haroldo, quiero decir, Haroldo Conti, el de Chacabuco; sólo habría que
agregar un par de chicos corriendo con sus hondas y sus tramperas, la cabeza
bien alta, con el viento que les arremolina el pelo y les irrita las paspaduras
de las mejillas que son una rémora del último invierno.
Ignoramos hacia dónde nos lleva
este camino, pero es casi seguro que se hunde en la profundidad de los campos
que comunicaba las chacras y ahora es una manga brillosa y solitaria que corta
como un cuchillo la monotonía verdeoscura de los sembrados de soja y,
donde hubo casas y familias, y cocinas con humo hoy sólo quedan grupos de
árboles como islotes verdes que resisten en estallantes plumones que son
casi breves montañas vistas de muy lejos y una invitación de sombra propicia si
uno los observa a la orilla de ese camino que sólo separan de nuestra humanidad
esos cuatro hilos de alambres de púas que ocupan un grupo de tordos curiosos,
pero no tanto porque al acercarnos levantan vuelo como una docena de
carbones lustrosos cruzando el aire limpio y celeste que regala a nuestros
pulmones el día templado de otoño, encimándose –uno más- sobre tantas tardes y
tantos otoños y tantos días infinitos que están en la respiración y en la
sangre pero en esta evocación se nos presenta distinto, o íntimo, en esa paz
que nos rodea.
A nuestras espaldas está la
ruta, y se oyen los motores de los veloces camiones que la recorren como
inmensos bólidos cortando el aire que debiera ser apacible.
¿Y si este camino que
transitamos nos llevara hasta un pueblo? ¿Y fuera, digamos así, el nexo
entre la ruta y ese grupo de casas distantes que forman un pueblo de llanura?
¿Y si en lugar de ser un día
soleado fuera gris? ¿Y si fuera un día en que habría llovido pero era ya el
escampe, con los pastos mojados y el camino herido de grandes huellones
barrosos, marcas de algún vehículo muy reciente?
La libre asociación me lleva a
un cuento de Saer, La
Tardecita.
Ese camino barroso hacia el
pueblo es recorrido por Barco, uno de los personajes históricos de la
saga saereana con su hermano.
Los días de lluvia eran
aprovechados por mi padre en la preparación de sus incursiones de caza en los
campos y los bañados cercanos y no tanto, del pueblo y esta preparación
consistía en la limpieza minuciosa de su escopeta belga –su orgullo de ese
tiempo- de un caño, calibre 16. Previamente había hecho una provisión de
cartuchos que él mismo cargaba midiendo y calibrando con un ínfimo
recipiente ad hoc para medir la pólvora y la municiones, que volcaba con esmero
y pulcritud en esos cartuchos vacíos que había –como el material descripto arriba-
comprado en al casa Demaría. Allí también se había agenciado de un aparatito
para ajustar y cerrar a presión los cartuchos. Iba haciendo todo ese trabajo
con minuciosidad, como si le fuera la vida en ello. Yo me sentaba en un
banquito y lo miraba hacer. Soñando con ser grande y manejar ese aparatito tan
fascinante. Mi madre iba y venía de la cocina cebándole interminables mates
amargos. Hecha una cantidad que estimaba
suficiente, los agrupaba por colores –verdes y rojos- y los distribuía en las
dos cartucheras con las cuales se cruzaría el pecho.
Cuando limpiaba el
tiempo, como decían los criollos, volvía a repasar con una estopa el caño
de la escopeta, y con una franela muy limpia la parte externa, en especial la
culata de nogal lustrada.
Después de almorzar, me ordenaba
traer del galponcito de las herramientas, un bolso de lona muy fuerte, al que
le había cosido una tira de cuero para usar cruzado al pecho y portar allí las
piezas cobradas.
Ese era mi trabajo de
ayudante, que como es de imaginar cumplía con infinito placer porque yo amaba
esas salidas, que eran para mí toda una aventura.
El perro, excitado por los
preparativos nos esperaba en la puertita de tejido que daba a la calle,
esperando que abriéramos para salir, raudo y saltaba y corría alrededor de mi
padre hasta que le gritaba, entonces, el cuzco, sumiso se ponía detrás de él.
Los destinos casi nunca variaban
de cuatro: La portada, Puente de la vía, Maldonado o El camino del diablo.
Cualquiera de ellos nos llevaba
a una cañada por lo cual nos proveería de algún pato para la olla de la noche,
aunque al primer disparo, las bandadas, que eran ariscas, levantaban presurosas
el vuelo y en principio buscaban un espejo de agua más calmo, o, en su defecto
elevaban sus cuerpos en vuelos circulares, cada vez más alto hasta casi
perderse en la visibilidad de ese cielo plomizo.
Las perdices certeramente
apuntadas por el perro eran más ingenuas y además tenían un silbido delator que
las ponía en evidencia. Su carne era más rica y preciada por lo cual mi alegría
era mayúscula cuando iba engrosando el bolso que se me había confiado y que yo
llevaba con innegable orgullo. Creía que era mi primer paso como futuro
cazador, y soñaba con tener tanta puntería como tenían mi padre y sus hermanos,
es decir, mis tíos.
Con el tiempo noté que en verdad
empezaba a sufrir cuando mi padre derribaba uno de estos animalitos con su tiro
certero.
Ese silbido de la inocente
e inofensiva perdiz era como un flechazo de dolor que me perforaba los oídos y
llegaba al cerebro con culpas y lágrimas.
PALOMA*
(a Paloma Alonso,
desaparecida-Dictadura Militar Argentina 1976
Hija de Don Carlos Alonso
- Artista Plástico mendocino)
Dónde estás Paloma que no vienes
cuando cada tarde,
el sol suspira ásperas rodillas
y ahoga en su garganta mi poema?
Dónde está tu nido
tu ruedo
tu nube
que mirando la mira no te veo?
Dónde estás Paloma audaz,
muchacha
espuma
tonada azul en vuelo
rosa en la risa
verde en la copa…
Qué limbo presuroso amordazó tu
canto?
Truncaron tu alma vanguardera
el silencio infernal de los
cobardes
que aventaron eclipses de
palomas…
¿Sospecharán que eres sangre de
la sangre,
del pincel que acuarela
en color, tinta, lápiz o grafito
el hambre mordiendo la palabra,
la injusticia apostando a la
miseria,
el pan sin dientes deshojando
pertenencias
en patético quiebre desgarrado?…
Paloma, sereno de altas lunas
Vigía de duelos oprimidos…
Cuelga definitivamente tu
lágrima
y vuela…
vuela!
Que no te alcancen
Que no te alcancen…
*De Ana
Lía Gattás. al_gz@yahoo.com.ar
-Mendoza, Argentina-
-Mendoza, Argentina-
"Sangre
helada" *
Haceme
guía de tu mano, un fuerte mástil de proa que avance sin miedo al peligro.
Conducime de
una vez, a las inocuas arcas sagradas.
Llevame al
interior cálido en tu cuerpo.
Abraza el
espectro perdido que amaste y regresalo a salvo a estas, mis carnes
putrefactas. Los gusanos atienden atónitos estas suplicas eternas.
Clamo por un
susurro. Una palabra de tu boca para que el infierno se congele.
Cañada de
Gómez, Sta Fe. Argentina
Una pelotita
roja*
*Por Ariel
Zappa. aazappa@hotmail.com
No era una
buena mañana. Le costó levantar la humanidad de su cuerpo de la cama. Al
sentarse observó en detalle los pliegues de las sábanas y la frazada hecha un
bollo. El atado de cigarrillo retorcido y el control remoto del televisor en el
piso. Apuró unos mates y se decidió a no dejar que la mañana se alborotara para
salir a caminar por la calle siguiente a la avenida Arijón, hacia el sur, por
la preminencia de árboles que se suceden en ambas orillas tal si fuere un
cortejo de bienvenida. La marca de un otoño sin tregua la había pintado
respetando su imaginación. Iba con paso curvo pisoteando los montículos de
hojas secas que se amontonaban de manera desairada. Algo parecido a la
libertad, pensó.
Un coro de
perros encerrados en los patios delanteros lo perseguía a medida que avanzaba.
Los cusquitos estrechaban sus hocicos sobre el borde inferior del marco de los
portones tratando de deslizarse por ahí. Trató de acercarse pero la aparición
de una señora entrada en años con un mate en la mano y la cara ofuscada
desbarató el intento. La escuchó cómo lo retaba para que se retirara y luego,
ocupar el lugar que había dejado su perrito alargando el cuello para mirar
hacia afuera. Sintió cómo la mirada de la mujer entrada en años le siguió los
pasos hasta llegar a la primera esquina de la cuadra. Al atravesarla, giró su
cabeza para espiarla, hecho que produjo que se metiera rápida hacia el interior
de su casa. Desde allí, escuchó como echaba llave.
En la esquina
decidió que iría sobre la orilla de la calle sin subir a la vereda para evitar,
en la medida de lo posible, que cada perro con el que se encontrara lo toreara
y desvirtuara el clima de la mañana que acababa de presentarse. Miró hacia el
cielo y entrevió unos nubarrones que avanzaban desde el sudoeste ostentando
tormenta. Esa vista lo desalentó. Reparó en un viento fresco que amenazaba con
romper la calma. La danza de las hojas secas era imponente. Ya no se hallaban
inertes dibujándole atrayentes senderos. En un aquelarre que iba en aumento
desarmaban los dibujos que hasta hace poco le habían servido de guía. Fue en su
garganta donde localizó los incipientes efectos del cambio de temperatura. Aun
así, se juró no apurar el paso para volver a casa.
Aminoró el
ritmo dejándose atrapar por el trino de los pájaros que se alternaban, haciendo
de esa atmósfera una partitura desordenada y efímera. Se convenció de que la
noche anterior había revisado sitios de internet donde afirmaban que no habría
lluvia por lo menos hasta el domingo bien entrada la noche y repasó en su mente
qué decía cada uno de ellos. No recordaba nada semejante y al fin, decidió
reforzar su promesa de no dejar de caminar hasta el mediodía.
Al acercarse a
la segunda esquina lo recibió un golpe en la mejilla izquierda de su cara.
Pasaron unos instantes hasta entender qué le había sucedido. Volvió sobre sus
pasos y escuchó un chistido que provenía de unas rejas despintadas. Sin dejar
de refregarse la mejilla y aún ofuscado por la sorpresa, se acercó lento hasta
esa casa sin cruzar la zanja que la separaba de la vereda. De allí, emergió la
cabecita de un pibe. Calculó que podría llegar a tener cuatro años. Cinco a lo
sumo. Se miraron y sin mediar palabras hubo de su lado un gesto que denotaba fastidio;
y por parte del pibe, una mirada que suponía indulgencia. Luego fue su cara
ladeada hacia la derecha la que confirió un reproche en menor intensidad que el
anterior. Del otro lado de las rejas, el pibe levantó sus hombros ya no
pidiendo disculpas sino dejando entrever que fue sin querer. Tras ello, la
mirada del pibe se desvió de la suya y empezó a buscar algo, repasando toda la
zona a su alrededor hasta detenerse en un punto. Fue que le brillaron los ojos
y su cara apuró un gesto de favor. El siguió la mirada del pibe y fue a parar
al lugar indicado: donde se hallaba la pelotita. Era pequeña, de goma, roja.
Tres pasos le fueron suficientes para alcanzarla. Observó que estaba salpicada
de agujeros que aparentaban haber sido mordida. Volvió su vista hacia el pibe y
notó que su ansiedad iba en aumento. Caminó hacia la reja y se detuvo a un
metro intuyendo que esa pelotita mordida era de un perro que no iba a tardar en
torearlo; y decidido a no volver a pasar por el mismo momento, no dudó en
tirarla por arriba de las rejas y pegar media vuelta.
No hizo dos
pasos que sintió un golpe leve sobre su espalda. Al darse vuelta vio la
pelotita roja perderse entre sus pies. Al levantarla se encontró con los ojos
del nene en un instante eterno. Con un movimiento suave, la lanzó sobre la reja
para que cayera sobre el patio. El chico deslizó una mueca de alegría que, para
su gusto, no alcanzó a tener la contundencia suficiente. Aun así entrevió que,
sobre la comisura de sus labios, se asomaba algo parecido a un atisbo de
felicidad.
El primer
trueno lo estremeció y al baile de las hojas en derredor suyo le siguió una
cortina de tierra que provenía de la costa del arroyo. "Viento del este
lluvia como peste", recordó. Mientras se refregaba los ojos, escuchó un
nombre disparado al viento y el repiqueteo de piernitas que se atropellaban
para entrar a la casa. Luego fue un golpe seco de una puerta que se cerró. Y la
llegada de las primeras gotas. La lluvia de abril como refugio para todo
vestigio de tristeza.
Límite*
Sentada en el
bar del cielo miraba pasar, ángeles, grandes pájaros plateados y
pájaros pequeños. Tomaba un jugo oscuro de astros cortado con via láctea y una
soñada media luna. Su dolor no armonizaba con la perfección suave
del lugar. Los pompones blancos de las nubes colgaban círculos de
luz. Desde el cielo no se podía ver el cielo y sobre todo era
imposible desear alcanzarlo.
*
Prefiero cuando
dudo.
Aunque me
repase mil veces,
aunque te me
repitas de cansancio.
Si dudo puedo
necesitarte,
puede que
estés,
puede que no me
pases de largo,
puede que
quieras verme,
puede que te
guste.
* * *
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