*Foto de Marisa Negri.
*
Vos pensá en el
naranjo cuando crezca,
y en el lugar
exacto de su sombra acunadora de años pequeños
o años grandes,
te decía
mientras me
mirabas con los ojos que ponés cuando mis palabras
se empeñan en
crecerte mucho en los oídos.
No lo pienses
ahora pequeñito de ramas y hojas,
pensalo grande,
te decía
y hacíamos una
especie de danza recorriendo el jardín,
debajo de él
una mesita y banquitos de madera
te decía
mirando esa
rama ansiosa de crecer
o tal vez la
hamaca paraguaya grande y violeta
que mudamos
tantas veces sin abrir,
acordate en
casa de tu mamá en época de naranjoenflor
el perfume que
regala
te decía
y reías
y reía.
A veces
decubríamos paseos a la vuelta del patio
y
nos matábamos
de risa
EL LEVE PRECIO DE UN FANTASMA…
BUENO Y ÚTIL*
De vez en
cuando es bueno tirarse boca arriba a cielo abierto
y
descubrir figuras en las nubes. Pronosticar el tiempo:
si el día
estará en calma o azotarán tormentas.
Cerrar los ojos
y mirar hacia
atrás y mirar adelante.
Lo viejo es la
raíz, de lo que es nuevo.
De vez en
cuando es bueno mirarse en el espejo
y con
honestidad poner al descubierto
virtudes y
defectos.
Amar sin los
sentidos
amar y amar y
amar hasta que duela el pecho.
De vez en
cuando es útil pisar fuerte la tierra
y girar la
cabeza como en un carrusel.
*De Miguel
Crispin Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
-Para
Inventiva Social. Poemas tomados del poemario “Las campanas doblan por los
vivos” (2011, inédito).
El precio de un
fantasma*
Por las cuatro
esquinas de mi día,
anduve buscando
lo imposible:
el leve precio
de un fantasma,
de un jirón de
su dulce carmín.
Apoyado en el
árbol que tú sabes,
Inquieto como
siempre, observo,
a la llovizna
mojar autos y peatones
y advierto, el
cansancio que no grita.
Por esta tarde
horizontal y gris,
transité
complicando mi mirada:
en etéreos
recuerdos de tu rostro,
en el beso que
aún esta hambriento.
Una hora ha
transcurrido y más,
sé que el
fantasma ha puesto precio,
a mi enajenada
forma de amar,
y sé que las
otras sombras frías,
pronto vendrán.
*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
El tobogán*
La narradora,
autora de Barajas (Plaza & Janés, 2011), nos ofrece este breve relato
inédito en donde cobra forma la incertidumbre y fragilidad de los vínculos del
presente.
Era un
estanque, una pileta natural, de esas que se forman con cascadas de agua
cristalina que baja del morro. Un lugar paradisíaco, diría cualquier folleto
turístico. Me imagino que Adán y Eva habrán vivido en un lugar así, con las
hojitas abrojadas al pubis, subiendo y bajando picadas en el bosque, nadando,
buscando frutos, durmiendo bajo una enramada, haciendo el amor en sus ratos
libres. Hasta que les llegó el castigo.
Se accedía por
un larguísimo tobogán de hormigón empotrado en la ladera del morro. No había
otra forma de llegar al agua si no era tirándose por esos veinte metros de
bajada empinada. Alrededor, la maleza era robusta, enmarañada, atestada de
mosquitos. En mi recuerdo el paisaje empieza en la playa, pasa por las cuevas
del acantilado y termina en la selva. O al revés.
Si estamos
atentos, podemos captar un instante de clarividencia en el momento y lugar menos
pensado. Es una percepción más profunda, aunque se siente primero en la piel,
antes que las palabras se organicen. Si no lo vemos sigue de largo. No verlo es
lo más común. Después, con la perspectiva del futuro, miramos hacia atrás y
decimos: ahí estaba. Ese verano. En ese tobogán. ¿Cómo no me di cuenta?
Al tobogán
recién lo vimos cuando pasamos caminando de la mano por el sendero de tierra.
Nos acercamos a esa especie de balcón donde una barra de chicos hacía cola, más
bien se apretujaba, ansiosos por tirarse y verse caer.
Un deck de
madera percudida era la plataforma de espera. Aunque los chicos no quieren
esperar. Los chicos se daban suaves empujoncitos en los brazos, hacían como que
temblaban de miedo y se tiraban pegando alaridos tarzanescos. Con los brazos
apretados a los costados del cuerpo o cruzados sobre el pecho como hacen los
vampiros en el atáud. Yo veía las cabecitas mojadas bajar a toda velocidad, los
talones raspando la superficie del agua, la explosión de los más pesados, el
hundimiento masivo. Entre nosotros dos no hubo propuesta, tampoco capricho,
menos que menos presión, simplemente nos fuimos acercando. Teníamos la malla
puesta y las ganas de hacer cosas únicas.
Sin decirlo, me
preparé para ser primera. Envolví las ojotas adentro del pareo y las dejé al
pie de la baranda, un tirante de madera mal clavado. Avancé por la plataforma
hasta el borde y me frené. Desde arriba, el agua se veía tentadora en todo
sentido. Blanda, fresca, verde jade. Solo tenía que sentarme con las piernas
estiradas hacia delante, apretar los brazos y resbalar veinte metros hacia
abajo para entrar en ella. ¿Se tira?, preguntó un nene que me llegaba a la
cintura. Negué con la cabeza y le cedí el lugar. El nene se subió atolondrado y
obedeció al amigo, que desde abajo le gritaba para que cumpliera su promesa. Yo
volví a la posición anterior, delante del tobogán.
Me quedé
mirando dos o tres pelos muy largos, enganchados en el borde rugoso del
hormigón, flameaban como hebras de una pollera deshilachada. Pensé en el ardor del
cuero cabelludo después del tirón.
Dejame que voy
primero. Marco me apartó suavemente a un costado, se sentó en el tobogán,
acostó la espalda y, cuando se sintió listo, destrabó los pies para dejarse
deslizar. De golpe, me di cuenta que no lo había besado. El beso que prometía
la vuelta inmediata. Eso que hacíamos cuando uno iba al baño en un bar o el
otro bajaba a comprar cualquier cosa al chino. El beso que une la distancia
física cotidiana, necesaria.
Vi cómo el filo
del agua derribaba a Marco a la altura de la cadera, cómo se hundía formando un
remolino en la superficie, cómo reaparecía con el flequillo pegado a los ojos.
Cómo escupía una risa nerviosa y echaba agua por las fosas nasales. Esa risa de
dientes apretados que pretende justificar algo defectuoso pero
bienintencionado.
Me tocaba a mí.
No fue vértigo, más bien la incomodidad del pálpito y poco a poco la certeza de
que no tenía que hacerlo. Pensé algo así como no morirme en un tobogán acuático
de Brasil. No desperdiciarme. Guardarme para la vida. Otro chico volvió a
separarme del borde, y esta vez fue definitivo.
Marco apareció
con la malla pegada a los muslos y los ojos rojos, largo y arrugado como un
alga marina. Yo lo esperaba sentada en un tronco cortado al ras, envuelta en el
pareo y con las ojotas encajadas en las manos como dos aletas mentirosas.
Estábamos
juntos desde hacía pocos meses, antes habíamos sido tres. Él, su novia y yo.
Pero después de idas y venidas, de querernos a las dos y no saber con cuál
seguir, se quedó conmigo. Me lo dijo sin rodeos, para que supiera que yo había
ganado. Al principio me sentí eufórica, llena de proyectos dentro y fuera de la
ciudad, disfrutando de su rastro en mi casa, reemplazando fotos en los
portarretratos, era como tejer los primeros puntos de un suéter hermoso.
No sé cuánto
tiempo pasó hasta que volví a acordarme del tobogán, el miedo, la indecisión,
la negativa a tirarme. La prueba empezaba a correr, hora tras hora, día tras
día: sostenerme en el podio de su interés, ser la amada inmortal, validar el
título. Catapultarme a la gran olimpíada. La mujer de todos los hombres, el
útero más fecundo, el cuerpo más deseado, la inteligencia más perspicaz, la
sensibilidad más delicada. El fracaso anunciado. Ese verano. En ese tobogán.
*Fuente: ESPACIO
MURENA. http://www.espaciomurena.com/?p=5290
*
una lluvia / un
rayito de sol
una rama verde/
el olor de un durazno
algo que te
acerque a mí
aunque más no
sea para clavarme
en las manos
la página de un
libro
o una astilla
de luna
en esta hora de
semejanzas grises
a este minuto
de palomas ciegas
sobre este
corazón de casitas desvencijadas
le hace falta
una chimenea
un humo tuyo
apenas que lo cubra
una palabra de
bienvenida
cualquier cosa/
un dedo que describa
tu nombre junto
al mío
sobre un vidrio
empañado/
Sobrevívete*
Si te beso
sobrevendrá el naufragio
vas a ver
flotar los pedazos de tu casa
y solo vos
llegarás a la orilla aferrada a mi espalda.
Si te beso
perderás la nostalgia
te arderán en
la boca todas las estrellas
pero detrás
tuyo no quedará nada.
Si te beso
tendrás que ser hambre inclemente
en mis brazos,
y no arrepentirte del humo
que dejarás por
rastro.
Si te beso prometo
que cuidaré tus alas
y todo lo que
debajo de ellas protejas con el alma.
*De Mauricio
Escribano. mauricioescri@gmail.com
La larga
batalla de la Diosa*
El crepúsculo
se esfuma en el viento, parece una batalla perdida, disuelta en la noche. En la
sombra semioculta se intuye el perfil de una diosa peinando su melena
roja, dispuesta a resistir, a volver, con la bravura de las mujeres que
desafiaron a Creonte.
La sombra teje
sus filigranas, el sueño le alcanza tercos animales de pelos y ojos
abiertos a lo sagrado.
Ella se
renueva, carga en canastos todos los rojos frutos de la tierra y el mar, la
sangre de lo no fecundado, la sangre de la herida, las uñas como un
poema extenso para tocar, el roce de los labios recién untados. Las
estrellas rojas de los pechos dadoras de vida, vía de banderas cubriendo las
avenidas del mundo pidiendo justicia. Se pone una ancha pollera con bolsillos
con libros y pinturas: Andre Bretón, Picassos y el no pasarán en
letras rojas en español intraducible.
Se mira en el
espejo de un paraíso de fuegos naturales y vuelve, siempre vuelve,
desde Lilith, desde Antígona, siempre volverá a derramar otra vez la flor roja
del crepúsculo para desarmar lo gris.
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
La dama del
paraguas*
*Por Juan
Forn.
Federico
Fellini está deprimido, una sensación que desconoce por completo, pero estos
síntomas son inequívocos: una caída libre en lo oscuro, un vaciamiento, una
bruma que ensombrece su humor y anula su voluntad. Nunca antes le ha pasado,
nunca se ha tomado nada demasiado en serio en su vida, porque hasta ahora todo
pasaba, y el buen humor y las ganas de vivir retornaban enseguida, pero esta
vez la cosa viene en serio. El año es 1955, acaba de estrenar La strada, en el
extranjero lo celebran, pero en Italia lo despellejan de la derecha a la
izquierda. Natalia Ginzburg le recomienda el psicoanalista que la sacó a ella
del pozo unos años antes. Es un judío austríaco, junguiano, llamado Ernst
Bernhard. La Ginzburg, igual de remisa que Fellini a la exploración de la
psique, le cuenta que ese hombre la devolvió a la vida cuando los nazis mataron
a su marido Leone y ella quedó viuda, sin trabajo y con dos hijos pequeños al
fin de la guerra (“Yo llegaba a su consulta y me esperaba un vaso de agua y una
rodaja de limón en una bandejita junto al diván. Me acostaba y sentía la brisa
que entraba por la ventana y miraba el vaso y la primorosa rodaja de limón y
escuchaba la voz de Bernhard. Sólo puedo decirte que, cuando me hablo a mí
misma hoy, en la noche oscura, me descubro una leve y reconfortante
pronunciación austríaca”). Fellini va a la consulta de Bernhard, pero se sofoca
en el diván, no puede, el médico abre la ventana para que entre aire, Fellini
ve que afuera está por caer uno de esos gloriosos chaparrones de verano que hay
en Roma, inventa una precipitada excusa y sale corriendo, se adentra en una
plaza dejando que el agua lo empape; cuando se queda sin fuerzas, se queda con
los ojos cerrados y los brazos caídos, perdido en la lluvia, hasta que de golpe
se materializa un paraguas sobre su cabeza y una voz femenina le dice: “¿Quiere
protegerse?”. Esperaron juntos el fin del chaparrón, se besaron, ella le dio su
número de teléfono y le dijo que tenía que irse. Fellini tardó una semana en
atreverse a llamar. Cuando lo hizo, atendió el teléfono una voz con acento austríaco:
había llamado al doctor Bernhard.
Fellini se
trató cuatro años con él, era el único de los pacientes que tenía tres sesiones
semanales, logró que las consultas fueran los dos de sentados y que, en lugar
de diván y vaso de agua, hubiera una mesita con strudel y strega, e incluso que
a veces los encuentros fueran en la trattoria de la esquina, pero nunca logró
que el doctor Bernhard aceptara hacer las sesiones en el lugar donde Fellini
pensaba mejor, más a gusto: manejando su auto (“Fefé”, como le decían, era
famoso por hacer sus reuniones importantes al volante, con su interlocutor en
el asiento de al lado y el coche dando interminables y elípticas vueltas por
las calles de las afueras de Roma). Por Bernhard comenzó Fellini a llevar un
diario de sueños. Lo hizo a su manera: en viñetas, como comics. Un día tuvo un
sueño después de leer un cuento de Dino Buzzati en el Corriere della Sera, un
sueño tan vívido que al despertar se subió al auto y manejó hasta Milán para
conocer a Buzzati y proponerle trabajar juntos la idea, y de ahí sale la
película más famosa jamás filmada: El viaje de Mastorna. O, como decía Buzzati:
La dolce morte. Después de La dolce vita, Fellini quería contar la historia de
un tipo que bajaba de un avión que hacía un aterrizaje forzoso en la nieve,
delante de la catedral de Colonia. El avión era un DC-8. El tipo llegaba a un
bar y ahí descubría por la radio o por el barman que el vuelo en el que iba
cayó en las montañas sin sobrevivientes. Mastorna iba a ser la historia de un
hombre después de su muerte. Mastorna iba a ser el diario de sueños en
celuloide.
Desde que hizo
Julieta de los espíritus, Fellini consultaba videntes y espiritistas. Su
consejero de cabecera era un tal Rol, un tipo que restauraba cuadros a oscuras
y tenía poderes de telequinesia. Fellini llevó a Buzzati a ver a Rol. La
leyenda dice que Rol depositó en el bolsillo de Fellini un papelito al
finalizar el encuentro. El papelito decía: “No hagas esa película”. La leyenda
dice que Fellini tardó tres años en descubrir el papelito. En el medio había
enganchado a Dino De Laurentiis en el proyecto y le había hecho gastar una
fortuna en decorados en Dinocittà, el estudio con que el napolitano pensaba
superar a Cinecittà. Cuando De Laurentiis se fue a Hollywood, en aquellos decorados
llenos de yuyos que parecían una ciudad fantasma, al fondo de Dinocittà se
instalaron unos hippies que hicieron una comuna y una canción, el “Mastorna
Blues”. De Laurentiis llegó a embargar a Fellini (Giulietta Masina vio cómo se
llevaban los muebles de su casa e hizo una escena legendaria, no con su marido
sino con el productor: fue hasta sus oficinas y le dijo con famosa vehemencia
que ella no tenía problema con que los chicos jugaran, pero que dejaran en paz
a los adultos).
Mastorna quedó
trunca, pero no olvidada. Fellini tuvo un recrudecimiento cuando leyó Las
enseñanzas de Don Juan de Castaneda. Llegó a contactar al esquivo autor,
entendió que a través de él podía reformular su obsesión, su diario de sueños,
y en 1971 consiguió que De Laurentiis le financiara una aventura delirante:
Viaje a Tulum. El plan era subir a un auto en San Francisco, con Castaneda y
las cámaras, y enfilar al México profundo. Castaneda se bajó del viaje antes de
subir, alegó signos adversos, pero Fellini partió igual, con los datos para
encontrar a Don Miguel, uno de los brujos compadres de Don Juan. Tuvo su trip,
volvió a Italia y empezó a dibujar, que era su manera de empezar una película,
pero esa primera noche en Roma, cuando acababa de ponerle a una de las figuras
que dibujaba los rasgos de Castaneda, sonó el teléfono y una voz le dijo: “No
hagas esa película”. Ese fue el fin de Mastorna: del diario de sueños al cuento
de Buzzati, a la ciudad fantasma, al desierto mexicano, al fondo del cajón.
Hasta el último
año de vida de Fellini, dos décadas después. Italia y el mundo lo trataban como
un monumento, pero nadie le pedía una película. Después de un suelto
periodístico que contaba su cumpleaños con el título: “Cumpleaños de un
desempleado”, el Banco de Roma le encarga tres comerciales. Fellini no tenía
nada que perder: sacó tres sueños de su diario de sueños y los filmó. Según
todos sus amigos, fue la última vez que se lo vio feliz. Recién en el entierro
descubrieron que, durante esos meses, Fellini se había reencontrado con una
mujer de su pasado, a quien frecuentó y pintó una y otra vez durante esos meses
de agónica felicidad. La anciana dama tenía todos aquellos cuadros en su casa,
y aceptó que los amigos de Fellini fueran a verlos después del entierro: eran
todos retratos al óleo de una hermosísima mujer de cuarenta años. Los amigos le
preguntaron a la anciana cuándo había conocido a Fellini. Ella dijo que a fines
de los años ’50, en un parque, una tarde, durante una lluvia de verano, y
sonrió como sonreía la luminosa beldad de aquellos cuadros.
SOLEDAD Y
NOSTALGIA*
Ya no temo a la
sombra,
a los lugares
oscuros
ni al espejo
que me sigue a todas partes.
A soledad y
nostalgia, no temo.
Ni a tardes
tras ventana
en día de
lluvia y viento.
La soledad se
gana.
Pero ¡hay! La
nostalgia
es siempre cosa
ajena.
*De Miguel Crispin
Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
-Para
Inventiva Social. Poema tomado del poemario “Las campanas doblan por los vivos”
(2011, inédito).
* * *
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