viernes, mayo 17, 2013

EL LEVE PRECIO DE UN FANTASMA...


 
*Foto de Marisa Negri.
 
 
 
 
*
 
 
Vos pensá en el naranjo cuando crezca,
y en el lugar exacto de su sombra acunadora de años pequeños
o años grandes,
te decía
mientras me mirabas con los ojos que ponés cuando mis palabras
se empeñan en crecerte mucho en los oídos.
No lo pienses ahora pequeñito de ramas y hojas,
pensalo grande,
te decía
y hacíamos una especie de danza recorriendo el jardín,
debajo de él una mesita y banquitos de madera
te decía
mirando esa rama ansiosa de crecer
o tal vez la hamaca paraguaya grande y violeta
que mudamos tantas veces sin abrir,
acordate en casa de tu mamá en época de naranjoenflor
el perfume que regala
te decía
y reías
y reía.
A veces decubríamos paseos a la vuelta del patio
y
nos matábamos de risa
 
 
*De Paz Bongiovanni. pazbongio@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
EL LEVE PRECIO DE UN FANTASMA…
 
 
 
 
 
 
 
BUENO Y ÚTIL*
 
 
 
De vez en cuando es bueno tirarse boca arriba a cielo abierto
y descubrir  figuras en las nubes. Pronosticar el tiempo:
si el día estará en calma o azotarán  tormentas.
Cerrar los ojos
y mirar hacia atrás y mirar  adelante.
Lo viejo es la raíz, de lo que es nuevo.
 
De vez en cuando es bueno mirarse en el espejo
y con honestidad poner al descubierto
virtudes y defectos.
Amar sin los sentidos
amar y amar y amar hasta que duela el pecho.
 
De vez en cuando es útil pisar fuerte la tierra
y girar la cabeza como en un carrusel.
 
 
 
*De Miguel Crispin Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
 -Para Inventiva Social. Poemas tomados del poemario “Las campanas doblan por los vivos” (2011, inédito).
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
El precio de un fantasma*
 
 
 
Por las cuatro esquinas de mi día,
anduve buscando lo imposible:
el leve precio de un fantasma,
de un jirón de su dulce carmín.
Apoyado en el árbol que tú sabes,
Inquieto como siempre, observo,
a la llovizna mojar autos y peatones
y advierto, el cansancio que no grita.
Por esta tarde horizontal y gris,
transité complicando mi mirada:
en etéreos recuerdos de tu rostro,
en el beso que aún esta hambriento.
Una hora ha transcurrido y más,
sé que el fantasma ha puesto precio,
a mi enajenada forma de amar,
y sé que las otras sombras frías,
pronto vendrán.
 
 
*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
El tobogán*
 
 
 
*POR ALEJANDRA ZINA. alejandra.zina@gmail.com
 
 
 
La narradora, autora de Barajas (Plaza & Janés, 2011), nos ofrece este breve relato inédito en donde cobra forma la incertidumbre y fragilidad de los vínculos del presente.
 
 
Era un estanque, una pileta natural, de esas que se forman con cascadas de agua cristalina que baja del morro. Un lugar paradisíaco, diría cualquier folleto turístico. Me imagino que Adán y Eva habrán vivido en un lugar así, con las hojitas abrojadas al pubis, subiendo y bajando picadas en el bosque, nadando, buscando frutos, durmiendo bajo una enramada, haciendo el amor en sus ratos libres. Hasta que les llegó el castigo.
Se accedía por un larguísimo tobogán de hormigón empotrado en la ladera del morro. No había otra forma de llegar al agua si no era tirándose por esos veinte metros de bajada empinada. Alrededor, la maleza era robusta, enmarañada, atestada de mosquitos. En mi recuerdo el paisaje empieza en la playa, pasa por las cuevas del acantilado y termina en la selva. O al revés.
Si estamos atentos, podemos captar un instante de clarividencia en el momento y lugar menos pensado. Es una percepción más profunda, aunque se siente primero en la piel, antes que las palabras se organicen. Si no lo vemos sigue de largo. No verlo es lo más común. Después, con la perspectiva del futuro, miramos hacia atrás y decimos: ahí estaba. Ese verano. En ese tobogán. ¿Cómo no me di cuenta?
Al tobogán recién lo vimos cuando pasamos caminando de la mano por el sendero de tierra. Nos acercamos a esa especie de balcón donde una barra de chicos hacía cola, más bien se apretujaba, ansiosos por tirarse y verse caer.
Un deck de madera percudida era la plataforma de espera. Aunque los chicos no quieren esperar. Los chicos se daban suaves empujoncitos en los brazos, hacían como que temblaban de miedo y se tiraban pegando alaridos tarzanescos. Con los brazos apretados a los costados del cuerpo o cruzados sobre el pecho como hacen los vampiros en el atáud. Yo veía las cabecitas mojadas bajar a toda velocidad, los talones raspando la superficie del agua, la explosión de los más pesados, el hundimiento masivo. Entre nosotros dos no hubo propuesta, tampoco capricho, menos que menos presión, simplemente nos fuimos acercando. Teníamos la malla puesta y las ganas de hacer cosas únicas.
Sin decirlo, me preparé para ser primera. Envolví las ojotas adentro del pareo y las dejé al pie de la baranda, un tirante de madera mal clavado. Avancé por la plataforma hasta el borde y me frené. Desde arriba, el agua se veía tentadora en todo sentido. Blanda, fresca, verde jade. Solo tenía que sentarme con las piernas estiradas hacia delante, apretar los brazos y resbalar veinte metros hacia abajo para entrar en ella. ¿Se tira?, preguntó un nene que me llegaba a la cintura. Negué con la cabeza y le cedí el lugar. El nene se subió atolondrado y obedeció al amigo, que desde abajo le gritaba para que cumpliera su promesa. Yo volví a la posición anterior, delante del tobogán.
Me quedé mirando dos o tres pelos muy largos, enganchados en el borde rugoso del hormigón, flameaban como hebras de una pollera deshilachada. Pensé en el ardor del cuero cabelludo después del tirón.
Dejame que voy primero. Marco me apartó suavemente a un costado, se sentó en el tobogán, acostó la espalda y, cuando se sintió listo, destrabó los pies para dejarse deslizar. De golpe, me di cuenta que no lo había besado. El beso que prometía la vuelta inmediata. Eso que hacíamos cuando uno iba al baño en un bar o el otro bajaba a comprar cualquier cosa al chino. El beso que une la distancia física cotidiana, necesaria.
Vi cómo el filo del agua derribaba a Marco a la altura de la cadera, cómo se hundía formando un remolino en la superficie, cómo reaparecía con el flequillo pegado a los ojos. Cómo escupía una risa nerviosa y echaba agua por las fosas nasales. Esa risa de dientes apretados que pretende justificar algo defectuoso pero bienintencionado.
Me tocaba a mí. No fue vértigo, más bien la incomodidad del pálpito y poco a poco la certeza de que no tenía que hacerlo. Pensé algo así como no morirme en un tobogán acuático de Brasil. No desperdiciarme. Guardarme para la vida. Otro chico volvió a separarme del borde, y esta vez fue definitivo.
Marco apareció con la malla pegada a los muslos y los ojos rojos, largo y arrugado como un alga marina. Yo lo esperaba sentada en un tronco cortado al ras, envuelta en el pareo y con las ojotas encajadas en las manos como dos aletas mentirosas.
Estábamos juntos desde hacía pocos meses, antes habíamos sido tres. Él, su novia y yo. Pero después de idas y venidas, de querernos a las dos y no saber con cuál seguir, se quedó conmigo. Me lo dijo sin rodeos, para que supiera que yo había ganado. Al principio me sentí eufórica, llena de proyectos dentro y fuera de la ciudad, disfrutando de su rastro en mi casa, reemplazando fotos en los portarretratos, era como tejer los primeros puntos de un suéter hermoso.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que volví a acordarme del tobogán, el miedo, la indecisión, la negativa a tirarme. La prueba empezaba a correr, hora tras hora, día tras día: sostenerme en el podio de su interés, ser la amada inmortal, validar el título. Catapultarme a la gran olimpíada. La mujer de todos los hombres, el útero más fecundo, el cuerpo más deseado, la inteligencia más perspicaz, la sensibilidad más delicada. El fracaso anunciado. Ese verano. En ese tobogán.
 
 
*Fuente: ESPACIO MURENA. http://www.espaciomurena.com/?p=5290
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
una lluvia / un rayito de sol
una rama verde/ el olor de un durazno
algo que te acerque a mí
aunque más no sea para clavarme
en las manos
la página de un libro
o una astilla de luna
en esta hora de semejanzas grises
a este minuto de palomas ciegas
sobre este corazón de casitas desvencijadas
le hace falta una chimenea
un humo tuyo apenas que lo cubra
una palabra de bienvenida
cualquier cosa/ un dedo que describa
tu nombre junto al mío
sobre un vidrio empañado/
 
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
Sobrevívete*
 
 
 
Si te beso sobrevendrá el naufragio
vas a ver flotar los pedazos de tu casa
y solo vos llegarás a la orilla aferrada a mi espalda.
Si te beso perderás la nostalgia
te arderán en la boca todas las estrellas
pero detrás tuyo no quedará nada.
Si te beso tendrás que ser hambre inclemente
en mis brazos, y no arrepentirte del humo
que dejarás por rastro.
Si te beso prometo que cuidaré tus alas
y todo lo que debajo de ellas protejas con el alma.
 
 
*De Mauricio Escribano. mauricioescri@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 La larga batalla de la Diosa*
 
 
El crepúsculo se esfuma en el viento, parece una batalla perdida, disuelta en la noche. En la sombra semioculta se intuye el perfil de una diosa peinando su melena roja, dispuesta a resistir, a volver, con la bravura de las mujeres que desafiaron a Creonte.
La sombra teje sus filigranas, el sueño le alcanza tercos animales de pelos y ojos abiertos a lo sagrado.
Ella se renueva, carga en canastos todos los rojos frutos de la tierra y el mar, la sangre de lo no fecundado, la sangre de la herida, las uñas como un poema extenso para tocar, el roce de los labios recién untados. Las estrellas rojas de los pechos dadoras de vida, vía de banderas cubriendo las avenidas del mundo pidiendo justicia. Se pone una ancha pollera con bolsillos con libros y pinturas: Andre Bretón, Picassos y el no pasarán en letras rojas en español intraducible.
Se mira en el espejo de un paraíso de fuegos naturales y vuelve, siempre vuelve, desde Lilith, desde Antígona, siempre volverá a derramar otra vez la flor roja del crepúsculo para desarmar lo gris.
 
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La dama del paraguas*
 
 
 
 
*Por Juan Forn.
 
 
Federico Fellini está deprimido, una sensación que desconoce por completo, pero estos síntomas son inequívocos: una caída libre en lo oscuro, un vaciamiento, una bruma que ensombrece su humor y anula su voluntad. Nunca antes le ha pasado, nunca se ha tomado nada demasiado en serio en su vida, porque hasta ahora todo pasaba, y el buen humor y las ganas de vivir retornaban enseguida, pero esta vez la cosa viene en serio. El año es 1955, acaba de estrenar La strada, en el extranjero lo celebran, pero en Italia lo despellejan de la derecha a la izquierda. Natalia Ginzburg le recomienda el psicoanalista que la sacó a ella del pozo unos años antes. Es un judío austríaco, junguiano, llamado Ernst Bernhard. La Ginzburg, igual de remisa que Fellini a la exploración de la psique, le cuenta que ese hombre la devolvió a la vida cuando los nazis mataron a su marido Leone y ella quedó viuda, sin trabajo y con dos hijos pequeños al fin de la guerra (“Yo llegaba a su consulta y me esperaba un vaso de agua y una rodaja de limón en una bandejita junto al diván. Me acostaba y sentía la brisa que entraba por la ventana y miraba el vaso y la primorosa rodaja de limón y escuchaba la voz de Bernhard. Sólo puedo decirte que, cuando me hablo a mí misma hoy, en la noche oscura, me descubro una leve y reconfortante pronunciación austríaca”). Fellini va a la consulta de Bernhard, pero se sofoca en el diván, no puede, el médico abre la ventana para que entre aire, Fellini ve que afuera está por caer uno de esos gloriosos chaparrones de verano que hay en Roma, inventa una precipitada excusa y sale corriendo, se adentra en una plaza dejando que el agua lo empape; cuando se queda sin fuerzas, se queda con los ojos cerrados y los brazos caídos, perdido en la lluvia, hasta que de golpe se materializa un paraguas sobre su cabeza y una voz femenina le dice: “¿Quiere protegerse?”. Esperaron juntos el fin del chaparrón, se besaron, ella le dio su número de teléfono y le dijo que tenía que irse. Fellini tardó una semana en atreverse a llamar. Cuando lo hizo, atendió el teléfono una voz con acento austríaco: había llamado al doctor Bernhard.
Fellini se trató cuatro años con él, era el único de los pacientes que tenía tres sesiones semanales, logró que las consultas fueran los dos de sentados y que, en lugar de diván y vaso de agua, hubiera una mesita con strudel y strega, e incluso que a veces los encuentros fueran en la trattoria de la esquina, pero nunca logró que el doctor Bernhard aceptara hacer las sesiones en el lugar donde Fellini pensaba mejor, más a gusto: manejando su auto (“Fefé”, como le decían, era famoso por hacer sus reuniones importantes al volante, con su interlocutor en el asiento de al lado y el coche dando interminables y elípticas vueltas por las calles de las afueras de Roma). Por Bernhard comenzó Fellini a llevar un diario de sueños. Lo hizo a su manera: en viñetas, como comics. Un día tuvo un sueño después de leer un cuento de Dino Buzzati en el Corriere della Sera, un sueño tan vívido que al despertar se subió al auto y manejó hasta Milán para conocer a Buzzati y proponerle trabajar juntos la idea, y de ahí sale la película más famosa jamás filmada: El viaje de Mastorna. O, como decía Buzzati: La dolce morte. Después de La dolce vita, Fellini quería contar la historia de un tipo que bajaba de un avión que hacía un aterrizaje forzoso en la nieve, delante de la catedral de Colonia. El avión era un DC-8. El tipo llegaba a un bar y ahí descubría por la radio o por el barman que el vuelo en el que iba cayó en las montañas sin sobrevivientes. Mastorna iba a ser la historia de un hombre después de su muerte. Mastorna iba a ser el diario de sueños en celuloide.
Desde que hizo Julieta de los espíritus, Fellini consultaba videntes y espiritistas. Su consejero de cabecera era un tal Rol, un tipo que restauraba cuadros a oscuras y tenía poderes de telequinesia. Fellini llevó a Buzzati a ver a Rol. La leyenda dice que Rol depositó en el bolsillo de Fellini un papelito al finalizar el encuentro. El papelito decía: “No hagas esa película”. La leyenda dice que Fellini tardó tres años en descubrir el papelito. En el medio había enganchado a Dino De Laurentiis en el proyecto y le había hecho gastar una fortuna en decorados en Dinocittà, el estudio con que el napolitano pensaba superar a Cinecittà. Cuando De Laurentiis se fue a Hollywood, en aquellos decorados llenos de yuyos que parecían una ciudad fantasma, al fondo de Dinocittà se instalaron unos hippies que hicieron una comuna y una canción, el “Mastorna Blues”. De Laurentiis llegó a embargar a Fellini (Giulietta Masina vio cómo se llevaban los muebles de su casa e hizo una escena legendaria, no con su marido sino con el productor: fue hasta sus oficinas y le dijo con famosa vehemencia que ella no tenía problema con que los chicos jugaran, pero que dejaran en paz a los adultos).
Mastorna quedó trunca, pero no olvidada. Fellini tuvo un recrudecimiento cuando leyó Las enseñanzas de Don Juan de Castaneda. Llegó a contactar al esquivo autor, entendió que a través de él podía reformular su obsesión, su diario de sueños, y en 1971 consiguió que De Laurentiis le financiara una aventura delirante: Viaje a Tulum. El plan era subir a un auto en San Francisco, con Castaneda y las cámaras, y enfilar al México profundo. Castaneda se bajó del viaje antes de subir, alegó signos adversos, pero Fellini partió igual, con los datos para encontrar a Don Miguel, uno de los brujos compadres de Don Juan. Tuvo su trip, volvió a Italia y empezó a dibujar, que era su manera de empezar una película, pero esa primera noche en Roma, cuando acababa de ponerle a una de las figuras que dibujaba los rasgos de Castaneda, sonó el teléfono y una voz le dijo: “No hagas esa película”. Ese fue el fin de Mastorna: del diario de sueños al cuento de Buzzati, a la ciudad fantasma, al desierto mexicano, al fondo del cajón.
Hasta el último año de vida de Fellini, dos décadas después. Italia y el mundo lo trataban como un monumento, pero nadie le pedía una película. Después de un suelto periodístico que contaba su cumpleaños con el título: “Cumpleaños de un desempleado”, el Banco de Roma le encarga tres comerciales. Fellini no tenía nada que perder: sacó tres sueños de su diario de sueños y los filmó. Según todos sus amigos, fue la última vez que se lo vio feliz. Recién en el entierro descubrieron que, durante esos meses, Fellini se había reencontrado con una mujer de su pasado, a quien frecuentó y pintó una y otra vez durante esos meses de agónica felicidad. La anciana dama tenía todos aquellos cuadros en su casa, y aceptó que los amigos de Fellini fueran a verlos después del entierro: eran todos retratos al óleo de una hermosísima mujer de cuarenta años. Los amigos le preguntaron a la anciana cuándo había conocido a Fellini. Ella dijo que a fines de los años ’50, en un parque, una tarde, durante una lluvia de verano, y sonrió como sonreía la luminosa beldad de aquellos cuadros.
 
 
 
 
 
 
 
 
 SOLEDAD Y NOSTALGIA*
 
 
 
Ya no temo a la sombra,
a los lugares oscuros
ni al espejo que me sigue a todas partes.
 
A soledad y nostalgia, no temo.
Ni a tardes tras ventana
en día de lluvia y viento.
 
La soledad se gana.
Pero ¡hay! La nostalgia
es siempre cosa ajena.
 
 
*De Miguel Crispin Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
 -Para Inventiva Social. Poema tomado del poemario “Las campanas doblan por los vivos” (2011, inédito).
 
 
 
 
 
* * *
 
 
 
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2 comentarios:

  1. Extraordinario trabajo Eduardo, es un honor tu amistad querido amigo!

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  2. Como siempre textos asombrosos!!! Muchas gracias Eduardo!

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