*Obra de GABRIEL
ALCIDES SEGOVIA.
*
Ese hombre, día
a día, se deshace en nostalgia
Se desmadra en
soledad de lluvia.
Añora. Evoca.
La sed es una clepsidra seca.
Cuadratura del
hambre
Y los pechos,
ah, los pechos.
Trepan en
enredaderas por las piernas.
Recorren las
caderas.
Se posan en
esquivos pezones...
Duelen hasta el
sombrero.
Y mira nubes y
ve pechos.
Y las manchas
de humedad son pechos.
Y los duraznos
y los panes…
No alimentan,
no nutren, no lactan.
Y muerde las
manzanas y muerde pechos.
Y sorbe, y bebe
de los pechos naranjas.
Subido a la
cornisa del deseo.
Multiplica
peces y pechos que no alcanza.
Pecho. Mamá.
Mamá. Mama. Co-seno.
El deseo
angular intercepta la circunferencia.
Y dibuja,
delinea, traza, febrilmente, pechos.
Y piensa en las
palomas desoladas.
Y le agarra una
urgencia, un apremio, un dolor.
Una orfandad
callada de frutos y culebras.
Y necesita
pechos. Esquiva distancia que no vuelve.
Puñal. Navaja
hundida en el desasosiego.
Y vuelve y
destrenza las manos, y descalza los pies.
Vuelve a ser
púber. Niño. Infante.
Ah, chupar con
los labios y la lengua…
Cúbreme.
Arrópame. Nútreme.
Y de nuevo, una
vez más, ejerce, el oficio de la espera.
De la espera,
el oficio.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
LA AMANSADORA
DE PASCUALOTTI*
a Raúl Rodini
*Por JORGE
ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar
Los días de junio amanecían, sin
excepción, lluviosos. En sucesivos días los campos y las calles, se volverían
un lodazal intransitable.
Los temporales de ese tiempo
tenían un principio húmedo, pleno de bichos anunciando la tormenta, pero al
empezar los chaparrones que formaban una cortina densa de agua, uno no sabía
cuándo tendría su fin.
En esos días, la gente hacía lo
posible para no salir a la calle, pero como la vida debía seguir, pese a
las inclemencias del tiempo, no era raro observar el movimiento de carruajes o
carros o sulkys produciendo grandes huellones en las calles inevitablemente de
tierra por entonces.
Si bien ese movimiento bullente
en los días soleados, menguaba un poco, no se suspendía la densa actividad
comercial y todo se terminaba haciendo, de todos modos.
La tarea escolar se atenuaba
hasta la ausencia por falta de alumnos. Y a mí, que siempre me gustaba ir a la
escuela, ese día era presencia casi única que hacia sonreír a las
maestras que estaban de tertulia en la dirección tomando mates y comiendo
bizcochitos, y sin dejar de conversar me invitaban con uno, no sin antes
comentar entre ellas:
-Ay, este niño quiere ser como
Sarmiento y tener la asistencia perfecta.
Pero al poco tiempo, si amainaba
la lluvia me palmeaban y me mandaban a mi casa.
-Si mañana llueve así no vengas,
Isaías –me recomendaban no sin cierta ironía-.
Y yo, sacándome las alpargatas,
iniciaba el regreso por las veredas casi todas de tierra, mirando cómo las
gotas lentísimas, que colgaban de los tejidos caían de a una sin producir
ningún ruido, en el espeso barro que la esperaba abajo, mientras un coro de
sapo y ranas croaban a destiempo trizando la densidad de ese gris que caía
sobre las casas, los árboles, los animales y los humanos que salían al
temporal con sus botas, sus capas, sus pilotos, o alguna bolsa de arpillera
como capote, entre los más pobres, para cubrirse como podían de la lluvia.
Queda todavía en mi casa
paterna, a la entrada medio disco de acero clavado en el suelo para quitarse la
parte más gruesa del barro que se adhería a las botas, para no entrar a la casa
y dejar un chiquero, como decía mi madre, quien exigía que
nos la quitáramos antes de entrar a la casa. Una costumbre muy arraigada entre
las amas de casa de ese tiempo, con toda razón por otra parte.
Al escampe, no era raro que el
sol brillara sobre las cosas como si las pintara a lo nuevo como era casi una
seguridad que al limpiar, como se decía, es decir en ese corrimiento de nubes
para dejar al sol en su plenitud, un vientito sureño deshiciera las gotitas
solitarias sobre las hojas y la parca gramilla, ayudaba también a que las
calles se oreaban y secaran más rápido, aunque quedaran esos surcos hondos
de recuerdo, esas huellas inmensas que eran las marcas muy visibles de
esas grandes ruedas de hierro que cruzaran a lo largo y a lo ancho del pueblo
que por varios días fuera tan triste, y que no difería de un gran pollo mojado.
Entonces, nos parecía ver que
todo ese brillo que enseñoreaba en todas las cosas estaba producido por un
parto del mismo universo.
Un parto al que asistíamos con
nuestras inocentes cabecitas que sólo nos incitaba a aprovechar las correntadas
rápidas de las zanjas y los canales donde hacíamos bogar en forma de
competitiva carrera nuestros barquitos improvisados con cualquier objeto que
flotara: maderas, palos y hasta latas de anchoas vacías.
Y al atardecer, cuando ya los
caminos y las calles toleraban la palabra que aproximara un dejo de actividad
un poco más normal, todo era como si pusiera una película a funcionar.
En ese marco, en ese atardecer
en que el sol rodaba entre los pastos que aún no estaban del todo secos, no era
raro ver a una pareja de viejecitos, muy simpáticos, salir de su casa vecina a
la antigua cremería, en el inicio del camino al pueblo de Gödeken. Iban
sonrientes, saludando a todo el mundo, montados en una amansadora, que
era un vehículo, muy parecido al sulky, sólo con las varas largas y
precisamente se usaba para acostumbrar a los caballos. Para tirar este vehículo
como era usual que al principio pateara, no era cuestión que rompiera el
pescante y aún peligrara la vida de los ocupantes. Se sometía al animal a una
fase de ablandamiento, con esta ingeniosa variante. Como las varas eran el
doble que las comunes, podría dar todas las patadas que quisiera, y se podría
neutralizar con el manejo firme de las riendas. Una vez amansado el caballo, se
lo pasaba al pacífico y popular sulky.
Nunca supe porque don
Vicente Divias, tal el nombre y apellido del dueño de la amansadora,
andaba en este vehículo. Tal vez, conjeturo, fue una rémora de su trabajo, una
actividad de amansador que tuvo en su juventud. No sé. A este hombre se lo
conocía por don Pascualotti, porque una vez entró a un boliche y se
encontró a un amigo tirado en el piso producido por un golpe de puño, como
averiguó, se agachó y le preguntó:
-¿Cumpá Pascualotti, quien te
pegó?
Le quedó el sobrenombre que
desplazó largamente a su nombre civil.
Yo, anecdóticamente, conocí
después de mucho su filiación.
Iba don Vicente, con su bigote
bien blanco, estilo manubrio, hacia arriba, esos bigotes que
cuidaba tanto que se ponía un aparatito al dormir y mantenerlos enhiestos. Era
breve, delgado, enjuto, embutido con su ropa de inmigrante y su sombrero negro
y de alas grandes, repartiendo sonrisas y saludos. Era la cara visible de
la felicidad .Y una pinta de abuelo buenísimo que inspiraba ternura. A su lado
iba la esposa, de vestido oscuro, sonriente y silenciosa, saludando más
discretamente.
Las varas de la amansadora de
don Divias, más conocido por Pascualotti, cruzaron los crepúsculos más hermosos
de mi pueblo que permanece como una mariposa suspendida en mi memoria.
El olvido de la
luna*
Escasos bocados
de rocío,
los saboreo,
los manipulo,
es la frescura
en este instante
del comienzo de
la mañana,
antes de que el
calor domine
los territorios
aún nuevos
y avance sobre
terrazas,
pavimentos y
personas.
La luna, ya
hace unos instantes,
ha desaparecido
entre reflejos,
consumida es,
por la claridad,
que espanta
sombras y silencios,
sé que aún su
figura carcomida
y mutilada, de
medialuna su cara,
está por allí y
que aún nos mira,
cómplice de
agobios e ilusiones.
Yo entiendo su
apuro de ocultarse,
su temor a
permanecer descarnada
frente a la
avidez ocular del orbe.
Yo sé de los
olvidos y su anatema,
de los que el
hombre es prisionero
cuando amanecen
sus palabras.
MAYA*
Supe que había
muerto cuando vi su faz. Me llegaban aún, cada vez más lejanas, las voces de
los doctores. No hubo túnel de luz ni ángeles en mi cabecera; tampoco sueños de
la razón que tiraran de mis brazos, intentando arrastrarme a la oscuridad.
Dicen que en el momento del tránsito nos encontramos con la imagen más afín a
nuestras creencias, tal vez demoré excesivamente en acogerme a algún credo, o
confié demasiado en las maniobras de reanimación cardiopulmonar. La única
certeza en mi vida había sido él. El rostro del amor puede ser lo más cercano
al rostro de Dios.
Resplandecía de
felicidad, ¿sería yo capaz de alcanzar ese estado? Estábamos ocupando lo que en
cierto modo podía ser un cuerpo físico, menos material que el que acababa de
abandonar, despojado de algunos de sus defectos, de los estragos de la edad,
pero básicamente el mismo. Mis temores y dudas acerca de lo que acababa de
pasar, se habían desvanecido; en su lugar me invadía una gran confusión.
Flotábamos en una bruma semejante a mi concepto de la nada.
- Este mundo
gris es el interior de tu alma, tal como aparece ahora, desorientada y casi
vacía. No te preocupes, pasará. No temas dejar ir, nada se olvida…
No volamos, no
nos trasladamos en el espacio o el tiempo porque ambas categorías ya no
existían. Yo estaba sentada junto a él en un montículo. Siempre había querido
ver la nieve y ese fue el primer regalo que me otorgó la eternidad. Un panorama
de blancura infinita, cielo con nubecillas como pinceladas. A lo lejos un
bosque de pinos, frente a mí un lago helado donde un hábil patinador hacía
increíbles piruetas.
- Deberás ir
despojándote de las ligaduras que te atan a la materia. Irás perdiendo los
deseos que acumulaste en la existencia que dejaste atrás – tomó mi mano -. Mi
estancia contigo es limitada, este es un camino que habrás de recorrer sola.
- ¿Cómo lo haré
sin ti? – si imaginé un mundo perfecto, no era éste.
- Donde no hay
futuro ni pasado, un soplo puede durar lo que otrora hubiera sido un siglo…
Volveremos a reunirnos, haremos parte del viaje juntos. Ahora mira hacia la
pista: ese que ves era un sencillo repartidor de correspondencia, su vida
transcurrió en un lugar donde nunca hubo nieve. Coleccionaba postales, recortes
de revistas, pisapapeles de paisajes nevados... Cuando caminaba con su bulto de
palabras ajenas al hombro, era aquí a donde venía para borrar cualquier
adversidad.
- ¿Hace mucho
que llegó?
- Eso no es lo
esencial, tendrá todos los instantes que desee hasta que crea colmados sus
anhelos. Después, partirá a otro mundo, hasta que sea libre de sus propias
ligaduras... No hay prisas en la inmortalidad.
- ¿Y tú?
- Mis sueños
pertenecían a otro orden, lo sabes. Si estoy aquí es porque eras una de mis
ataduras, volverte a ver es el inicio del camino.
- No sé por
dónde comenzar el mío…
- Todo camino
comienza por el primer paso, ¿qué deseas?
- ¿Puedo
patinar?
- Si ese es tu
antojo...
Era un hermoso
día invernal. Podía saltar, girar ingrávida... De pronto, recordé que a veces
la capa de hielo que cubre la superficie de los lagos se torna muy fina, tanto
que mi simple peso podía resquebrajarla. Sentí el sonido del hielo como un
espejo al romperse, el agua helada me envolvió, mis manos se agitaron
torpemente, sin asidero, mientras me hundía en las tinieblas del lago.
Me hallé de
regreso en el montículo. Él, a mi lado, reía como el hermano mayor que se
siente orgulloso de poder dar una lección.
- El mundo del
que vienes, este en que nos hallamos, aquellos que aún has de cruzar, son una
mera ilusión, un sueño que vas construyendo en la medida en que prefiguras tu
realidad. Si te invaden los temores, terminarás en el fondo del lago. Si ríes,
cada elemento de tu creación te devolverá la risa, como en aquel libro que
solíamos hojear en tu casa. El universo que construyes es el que te obsequias o
aquel en que te condenas a vivir – su beso fue a la vez la bienvenida y el
adiós.
Aún estoy
sentada en la nieve, no sé por cuánto tiempo... todavía pretendo medir las
dimensiones como acostumbraba en mi mundo anterior. Demasiado insegura para
desear, temerosa de ser arrastrada por mis sueños, de quedar a merced de mis
caprichos, espero el momento en que habré de descorrer uno a uno los velos de
Maya.
*De Marié
Rojas.
La Habana Cuba
En mi heredero*
Perduro
en mi único
sobrino habiendo recibido
de mí como
herencia miles
de libros de
toda
una existencia
leyendo cada
ejemplar y vendiéndolos
por tandas
deshaciéndose de ellos
Soy mi espectro
-tío fallecido
oportunamente-
contemplándolo
desde
invisible
plataforma
que orbita
sobre él y que ustedes
fortuitos
destinatarios de mi bosquejo
con bastante
fidelidad
se representan.
*A partir de
algo que me contaron de “El Palacio de la Luna” de Paul Auster, poco antes de
que yo leyera esa novela.
MERCEDES*
-Primer
capítulo de la novela-
Al separarse de
mi papá, mi mamá se vino a vivir a La Plata. Una ciudad llena de bulevares y
diagonales que la cruzan en todas direcciones. Una plaza cada seis cuadras que
le da la particularidad de un aire menos contaminado que en el resto de las
ciudades bonaerenses. Edificios, salones de justicia, canchas de fútbol,
bosques y una universidad en pleno centro. Barrios que tienen más apariencia de
pueblo, donde todos conocen la vida de cada uno, que de ser parte de una ciudad
capital. Muchas líneas de colectivo, rojas, amarillas, verdes, azules, como
venas móviles que cruzan la ciudad y conectan a la población productiva con sus
centros de producción. Irrigando la economía, netamente comercial y financiera,
de la ciudad. Una imponente catedral, inspirada en el barroquismo medieval
europeo, se yergue (semejante catedral se yergue, no se levanta) frente a la
plaza que recuerda, en su nomenclatura, al revolucionario del Plata, el que
propuso expropiar la tierra a los ricos hacendados y repartirla entre los
hombres del pueblo trabajador, el ilustre secretario del deleznable Cornelio
Saavedra, el “sabiecito del sur” según lo apodara Domingo French a él, el
jacobino de Mayo, Mariano Moreno. Esta catedral, imponente, que tiene torres
exangües al mejor estilo Transilvania, guarda un recuerdo entrañable. Una vez
fuimos a la misa (en verdad, hubo un tiempo en que íbamos regularmente a misa)
y a su término mi mamá se acercó a los pies de un Santo a orar en voz baja. El
murmullo salía de su boca entre abierta y cerrada con un inaudible quejido de
abejas. Ajeno a todo misticismo, yo contaba, tocándolos con mi dedo índice, los
dedos del pie del Santo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho,
nueve, diez y volvía a numerar desde el último dedo del pie izquierdo la cuenta
regresiva que me llevaba hasta el dedo más pequeño del pie derecho, diez,
nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y volvía a ir del pie
derecho hacia el izquierdo. Mamá rezaba. No sé por qué, andaba medio triste en
esos días. La voz del párroco, aumentada por las elevadas cúpulas y el silencio
inherente al lugar sagrado, nos interrumpió: a mamá su rezo y a mí el juego de
los pies. Tenemos que cerrar las puertas de la casa de Dios, señora. Mi dedo
índice se quedó en el aire señalando el dedo gordo del pie izquierdo y mi mamá
apoyando la palma de su mano en el pie derecho del Santo se levantó del suelo
y, en silencio, tomó mi mano y salimos del castillo del Conde Dios. Bajamos las
escalinatas de la Catedral y detrás nuestro dos puertas gigantescas se cerraron
sonoramente. Dios ya no estaba para recibir visitas, su mayordomo el párroco
debía descansar. Por qué nos fuimos mami? Porque ese viejo es un pelotudo. Ah.
Caminamos hasta la parada de colectivos y nos sentamos, abrazados, a esperar
que Raúl nos pasara a buscar con su automóvil. Creo que mamá aún rezaba
mientras le castañeteaban los dientes por el frío.
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
SOBREVIVIENTES*
El vértice del
sendero se acerca
y aún en la
memoria llevo
restos de
infancia igual a
trozos de buen
pan.
En este viaje
hay voces submarinas
que no puedo
explicar, me habitan,
duelen como
arpones. A veces
caen.
Diluvio
impiadoso pidiendo:
espacios/mares/aires/barcas/viajes
que no pude
revelarles.
Ya el vértice
se acerca.
¿Qué ensenada
nos recibirá?
Abrazo a mis
sobrevivientes,
les doy mi pan.
(Que no sepan
del naufragio).
……………………………………………..
La tarde se
adormece como si
alguien la
meciera.
La voz de un
canto
nos des-agua.
*
“Me pregunto
por qué siempre que llueve olvido el paraguas.
(Creo que es
porque en casa siempre hubo tormenta.)”
DEJA VU*
“De donde llega
ese ruido tan fuerte.
Sin embargo la
llave no quedó en la puerta”.
ANDRÉ BRETÓN
Ha llegado con
pasos vacilante.
Ciudad dormida.
Credo extranjero.
Zurcidos a su
piel, uno a uno los colores de la calle.
No sabe
describirlos. Busca .No sabe lo que busca.
A quien busca.
Porqué. Sobre todo porqué
Tiene amor,
lumbre, palmeras y fulgores. ¿Qué habría de buscar?
Arrastra
piernas de tristeza flaca. La soledad es una víbora que silva.
Desamparo.
Orfandad hermana. Partidas.
No conoce esta
comarca extraña. Pero está seguro, ya estado allí.
Recuerda las
bocas de sus calles. Sus ojos somnolientos. Sus pasos.
Sus pobrezas.
Las frígidas mentiras. El hambre y el sudor del hombre.
Un olor
desconocido lo estremece.
Remueve sus
entrañas. Sacude, agita. Vibra.
Es un olor
frutal, a hembra. A duraznero en flor.
Se reconocen al
instante Son parte de una leyenda arcana.
Penetran en las
profundas grietas.
Rómulo es Remo.
Temor. Tormenta
en vez de lluvia.
La lluvia tiene
piel de mujer.
En espera
infinita
Lo lame, lo
acuna, lo adormece en su pelaje oscuro.
El niño se
prende de los pechos duraznos.
Se hace pájaro.
Liba, muerde, muere.
Cierra los
ojos, paladea, goza, orina.
Ah, huerto de
los frutales. Refugio, acertijo improvisado.
Ha llegado a su
puerto.
Ya ha estado
ahí
No importa si
el hoy es solo ahora.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
* * *
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