COSAS*
Hay un niño jugueteando en mis
recuerdos,
que lo alzo, que lo beso, y me
sonríe.
Hay mujeres que las miro,
que me miran, y no me ven.
Hay un viejo que camina por mi
cuerpo,
que le grito, que lo espanto, y
no se va.
Hay un mundo que me quiebra las
rodillas,
que me aplasta, y no logra
arrodillarme.
*De Miguel Crispín Sotomayor.
arcomar@cubarte.cult.cu
ENTRE ESCOMBROS DE VIDA A LA INTEMPERIE…
Luz de pájaros*
A mí me da la
luz
la luz
poniente,
la traicionera
luz de un día cualquiera
la luz que ya
se acaba
y que va a
verte a ti,
del otro lado
Es una sola la
luz,
la zalamera
que espero un
año entero
para verla
partir,
cuando cansada
y antes de empezar
la siesta, se
adormece
muy temprana
entre pájaros.
Luces de
amapolas y geranios,
luces de
amaneceres largos
de piernas
abrazadas
en la playa de
Isla Negra,
luces de poemas
perdidos
y olvidados
fantasmas
luces de amor y
de esperanza
luces de rock y
twist y de distancia
luces de vez
primera que desde Chile
me vio partir
ya sin hijo sin
amante sola
guitarra a
cuestas.
Luz de
recogimiento en primavera
luz que alumbró
mi vida trasnochada
luz que hoy
agonizas,
luz impura,
adormecida pero roja,
luz del primer
amor en mis entrañas,
envejecida luz
noche de
pájaros.
*De Marta
Zabaleta. mzabaletagood@gmail.com
Londres, 19 de
diciembre 2002
*
Hacía sus
ejercicios matinales puntualmente pasando de visible a invisible con rapidez.
Era muy metódico y pese a su depresión por la partida de su amigo, cumplía sus
rutinas. El otro había desaparecido dejándole como recuerdo la habitación con
todo lo que contenía. Se despidieron con cierta angustia por parte de él y con
ansiedad por el cambio el otro. Había vuelto a la soledad Se impuso salir a
caminar por las calles, lo cual siempre le había divertido, pero ahora lo hacía
con desgano, sin regocijo. No reía en silencio como antes, no daba saltitos
graciosos ejercitando su cuerpo invisible para todos los que iban a su lado.
Caminaba sin rumbo y volvía al cuarto vacío. Debo hacer algo, pensó. Empezar
otra vez a disfrutar solo. Por un momento emitió destellos azules para afirmar
su decisión, pero se apagaron en segundos. Irme a otro lugar. Cambiar todo.
Eso, pensó, eso es lo que debo hacer. Esa noche descansó inquieto, A la mañana
luego de sus ejercicios, partió. Subió a distintos vehículos, instalándose
entre la gente, que de pronto se removía inquieta, por un roce inesperado. Fue
cambiando para no aburrirse y luego de varias opciones, eligió el móvil
conducido por un anciano que llevaba un niño a su lado. El se sentó atrás. A
los pocos minutos notó que el niño lo miraba fijamente con la cabeza ladeada y
un ojo azul. No me ve, se dijo. Pero el ojo azul seguía fijo en él. Se removió
nervioso y pensó en retirarse, pero no quería hacerlo. De golpe el niño
desapareció. Se encontró solo con el conductor que no lo miraba. Sintió una
presencia a su lado. Una mano recorría su cara. No pudo reaccionar, estaba
atemorizado. La mano terminó su inspección y una voz joven le preguntó hacia
dónde iba. A cualquier lado, pensó. Lejos, tanto como pueda. Estaba abrumado y
no reaccionaba ante la voz que surgía de la nada. Porqué lo haces, preguntó la
voz interesada. Soy muy infeliz, contestó sin palabras. Puedes viajar con
nosotros si quieres, dijo la voz con tono invitante. Mi abuelo y yo vivimos en
el móvil. Quiénes son ustedes preguntó casi lloroso. El niño apareció de nuevo
y sonrió al vacío. Somos como tú. Viajamos todo el tiempo. Adoptamos estos
cuerpos porque es más fácil para moverse entre los humanos. Tú deberías tener
otro cuerpo también, observó con voz clara. Él estaba tan desconcertado que
tomó su forma natural sin proponérselo. El niño lo saludó gravemente y el
conductor emitió un gruñido de bienvenida sin mirarlo. Algo empezó a cambiar en
él por primera vez desde que su amigo lo dejara. Estaba emocionado. El otro lo
miró y por un momento pasó a su forma real. No era un niño. Era un adulto y muy
agraciado. Sus colores naranja y amarillo eran cálidos. Se sonrieron mutuamente
y el otro fue un niño otra vez. El conductor por un instante, fue un anciano de
color azul. Lo saludó con otro gruñido y volvió a su estado anterior. Había
empezado otra etapa. Se sintió reconfortado y comenzó a meditar que forma
adoptaría. Una mujer pensó de golpe. Una mujer joven. Será divertido como
experiencia.. Se acomodó en el asiento del móvil con una sonrisa invisible en
la cara. Estaba casi feliz.
*De Sonia Arismendi. soniaris@adinet.com.uy
LOS DIFERENTES.
EL ENCUENTRO II.
LAS MUDAS*
La opinión que
tuvo la gente de aquel personaje era confusa. Hubo quien consideró que había
sido un ser sibilino y rastrero, con un deje de misterio en su forma de hacer
las cosas y una tendencia a pasar desapercibido.
Su apariencia
estuvo rodeada de una aura de misterio, en la que despuntaba, de vez en cuanto,
una pátina de vileza subyacente. Su forma de ser, reservada y adusta, hacía que
fuera un solitario y bastantes veces criticado entre sus conocidos por su
facilidad en el uso de una lengua viperina que de vez en cuando usaba sin
compasión. Periódicamente faltaba al trabajo durante periodos más o menos
largos y presentaba una baja laboral aduciendo que debía hacer curas de sueño.
Al encontrarlo
muerto en su apartamento sin razón aparente se procedió a hacer una autopsia,
cuyos resultados fueron extraños y sorprendentes. Una visión de muestras
de la piel efectuada en el microscopio reveló la presencia pequeñas escamas.
Sin embargo lo que más sorprendió fue la columna vertebral que estaba compuesta
por más de doscientas vértebras y el hecho de que el pulmón izquierdo era de un
tamaño muchísimo más pequeño que el derecho. También encontraron en su estómago
restos de aves e insectos.
Estas
particularidades crearon una sospecha impensable, sin embargo se confirmó
cuando en el registro efectuado en su casa encontraron en el armario varias
fundas completas de su cuerpo que estaban hechas con su piel, constatando que
correspondían a cada una de las mudas que había hecho en su vida.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
INVENTREN*
Al amigo Coiro,
que sueña trenes.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Lo que vemos
desde aquí no es más que un modesto edificio de una sola planta, con una puerta
de madera y dos ventanas. Se adivina que en otro tiempo estuvo pintado de
blanco, pero ahora toda la fachada está repleta de desconchones y lo que parece
ser un impreciso conglomerado de restos de pintura, con diversos colores
mezclados de forma aleatoria, como lo haría un niño. "Ese estrago no es
obra de niños" dice el Gringo. El Gringo era actor.
Vino hace casi
treinta años a participar en una película, descubrió la melancólica noche de
nuestras ciudades y la insondable desnudez de nuestros yermos, y nunca más
volvió a su tierra. Desde entonces vaga por ahí con su videocámara y un ansia
insaciable de escenas por grabar, de mundos por descubrir y relatar.
Si nos
acercáramos un poco más, veríamos que se trata de la oficina ya inútil de un
apeadero abandonado, último residuo de un pasado que se nos va marchando
lentamente. Un poco más cerca, observamos que la puerta, que alguna vez fue
verde y ahora es un mero trozo de madera reseca, ha sido abierta, quizá
forzada, y que las ventanas no tienen cristales. Pensamos que acaso alguien se
los llevó para venderlos, o que estarán esparcidos por el suelo, fragmentados
en miles de pequeñas astillas transparentes que dentro de un rato, cuando el
sol esté alto, sembrarán de reflejos el entorno, multiplicando la aridez de
este paisaje.
Nuestros pasos,
lentos, resuenan sobre la calma del amanecer austral mientras nos vamos
aproximando a la caseta. A pocos metros hay un auto, que parece tan abandonado
e inútil como todo lo demás. El volante y el cambio de marchas han
desaparecido, así como tres de las ruedas. La cuarta está destrozada. También
faltan la puerta del conductor y los espejos. Ese auto tiene un no sé qué de
animal herido. De bestia moribunda que se ha arrastrado hasta aquí a exhalar su
último aliento, al lado de las vías por las que una vez circuló esa especie de
hermano mayor: el tren. Pero también las vías han emigrado a otras latitudes.
No queda por allí ni un solo hierro. Algunas traviesas de madera, uno que otro
tornillo enterrado, la hierba seca marcando el lugar donde antes hubo raíles,
como queriendo contar una historia, una vieja balada de destierros y
encuentros.
Dentro del
inmueble en ruinas hay alguien. Se asoma al acercarnos. Es el Marmota. Le
llaman así porque siempre parece estar durmiendo. La realidad es que padece una
suerte de insomnio crónico, que le impide dormir durante la noche. Eso hace que
se pase el día dando cabezadas. Antes la cosa era diferente: El Marmota trabajó,
como todos nosotros, en el ferrocarril.
Fueron años
dichosos. Uno se pone a contar anécdotas y no termina. Ganamos algo de plata,
hicimos buenos amigos, recorrimos este país hermoso, vivimos.
Luego todo
terminó de repente. La casa donde vivía el Marmota en esa época estaba a unos
doscientos metros de las vías. Cada noche, antes de acostarse, escuchaba pasar
el tren de las once, que iba hacia el norte. Media hora más tarde, con bastante
puntualidad, podía escuchar, a veces ya desde la tibia región del duermevela,
el que venía atravesando la estepa rumbo al sur. Ese era el mejor indicio de
que el mundo seguía marchando, de que todo estaba bien. Después -esto ya lo
supo todo el país por los diarios o la televisión- esa ruta quedó obsoleta y se
suspendió el tráfico. Muchos de nosotros nos quedamos sin trabajo. Aquella
primera noche sin trenes, el Marmota permaneció acostado cara al techo durante
horas, esperando, sin saberlo, el sonido que había venido escuchando y amando
desde que tenía conciencia. El bárbaro silencio no lo dejó dormir. Desde
entonces, cada noche no es más que un reflejo borroso de aquélla, la pesadilla
de la que no le es posible despertar.
Por eso no es
extraño que haya sido el primero en llegar. Nos saluda con un gesto. Nos
muestra el interior. Un armario desgajado y un par de sillas raídas, un tablón
de anuncios con cuatro o cinco chinchetas oxidadas, un botiquín vacío. También
hay un diminuto baño con las paredes desnudas.
Habrán
aprovechado las baldosas. "No es mucho, la verdad" murmura el Gringo.
"Hay que
ser cautos" dice alguien. "No sabemos bien de qué va esto. Ya se
verá".
Todavía falta
gente, no sabemos cuánta. Nos sentamos afuera, en el suelo, a la sombra. Aún no
hace calor, pero es el lugar más agradable para esperar.
Fumamos en silencio,
con la mirada perdida en un punto inconcreto, cada uno sabrá qué es lo que ve
en esa intersección imaginaria.
Un rato más
tarde aparecen dos mujeres con un bulto. A lo lejos, parece una especie de
alfombra enrollada. Se oye un susurro: "Son ellas". Caminan despacio,
quizá el peso les impide avanzar más aprisa. Dos de los hombres se incorporan,
tiran sus cigarrillos al yermo donde antes estaban las vías, y van al encuentro
de las mujeres. El tercero sonríe. Hace años que las conoce. Sabe lo que va a
pasar, como si ya lo hubiera visto antes, como si no hubiera hecho otra cosa en
su vida que ver una y otra vez esa misma escena: Se encontrarán a mitad de
camino, o un poco más lejos, allí donde un letrero sujeto con alambre al poste
inclinado todavía indica el nombre del apeadero, y una flecha mínima,
insignificante, señala la dirección a seguir.
Después, ellos
se ofrecerán a llevar el pesado fardo. Ellas, educada pero firmemente,
rechazarán la propuesta. Habrá una breve y acalorada discusión. Luego, ellos
regresarán a paso ligero, sin mirar atrás, mientras ellas se van aproximando
con lentitud, saludando con la mano de vez en cuando y parándose a descansar un
par de veces.
Cuando llegan,
apoyan el fardo sobre uno de los muros y saludan a todos. Hay sonrisas y
abrazos. Queda olvidado el incidente de unos minutos antes. Somos una misma
cosa, las pequeñas contrariedades no deben afectarnos. Tenemos un objetivo,
aunque aún no sepamos muy bien cuál es. Así pues, nos saludamos y charlamos
durante algunos minutos. En realidad, no sabemos de qué: Lo importante en ese
momento es el sonido de las voces, saber que estamos ahí, que hemos regresado
del exilio al que nos sometimos, o al que no pudimos escapar.
Luego, todos
callamos. En el horizonte ha aparecido el Catalán. A esa distancia parece más
pequeño, pero así y todo, no pasa desapercibido.
Alguien
pregunta "¿Se habrá acordado de traer los cuadernos?". Es una
pregunta retórica. Todos conocemos la extrema seriedad y eficiencia del
Catalán. Resulta extraño verle con traje y corbata en un día como hoy y en un
lugar como éste. Al caminar, sus pies levantan pequeñas nubes de polvo que se
quedan durante un instante posadas sobre el camino terroso y después se
desvanecen como fantasmas inexpertos. Trae una maleta en la mano derecha, una
maleta pequeña. Nos sorprende un poco reparar ahora en que los demás no hemos
traído equipaje. No pensábamos que fuese necesario, y quizá no lo sea, mas el
hecho de ver a uno con una maleta nos hace pensar en ello por primera vez desde
que iniciamos esta aventura. Entendemos, porque así se nos dijo, que todo
empieza en este lugar y en este día, pero nada sabemos de lo que vendrá luego.
"¿Y no es siempre así en la vida?" se pregunta uno de nosotros,
imposible saber quién.
Ha ido llegando
más gente. Unos charlamos, otros permanecemos callados mientras oteamos la
lejanía por si vienen más. La mañana va floreciendo.
Nadie mencionó
una hora concreta; no obstante, algunos empezamos a estar un poco intranquilos.
Aunque nadie va a volver sobre sus pasos, eso no lo dudamos. Así que nos
ponemos a esperar. Fumamos y charlamos; caminamos y fumamos, alguien canta por
lo bajo. El día va transcurriendo. Hay quien piensa que tal vez sería hora de
regresar a su casa; sin embargo, aquí nadie se mueve. No sabemos qué, pero en
el fondo todos confiamos -o nos dejamos mecer en ese espejismo- en lo que ha de
venir, aunque nos sea imposible cifrarlo o definirlo. Escrutamos la inmensa
extensión que se extiende en torno; creemos adivinar, a lo lejos, sombras que
se mueven, autos que van o vienen, aunque sabemos que no hay ninguna carretera
cercana. Llega la primera penumbra del crepúsculo. Tal vez nos preguntamos si
en verdad es posible aún esperar algo. Como un ronroneo creciente, la noche se
acerca y nada ha sucedido. Sobre el murmullo, se escucha un rasgueo de
guitarra, una voz que entona una milonga, otra que le acompaña. Al otro lado,
en el yermo, se repiten los ecos nocturnos de los lugares abandonados para
siempre. Entre todos estos ruidos tan familiares, se cuela uno nuevo,
inexplicable: Si no fuera imposible, diríamos que se ha oído el traqueteo de un
tren en la distancia. "Habrá sido un camión" farfulla una voz, aunque
le falta convicción. Un rato después, el sonido se repite. Pedimos silencio. En
efecto, hay un rumor, lejano aún, pero inequívoco. Esta vez nadie tiene dudas.
Al fin y al cabo, somos todos del oficio. "El viento lo habrá traído desde
la ciudad" musitamos, tratando de negarnos esa ambigua ilusión que
comienza a asentarse en nuestro ánimo. Sin embargo, aguzamos el oído por si nos
es dado establecer de dónde viene; escudriñamos el norte y el sur, el este y el
oeste, convencidos de la inutilidad de nuestra solícita
vigilancia, y
al mismo tiempo con la secreta esperanza de ver aquello que deseamos, distante
quimera que nos alzó de nuestros lechos y nos condujo hasta este minuto en el
que todo va a tener sentido, o a perderlo. El sonido es real y poco a poco
aumenta su volumen. Crece entre nosotros un griterío apagado, hay movimientos
inquietos, miradas interrogantes, cierta confusión.
De pronto
alguien grita mientras señala un punto luminoso en el sur: "Allí,
allí". Ya no es sólo el traqueteo remoto. Ahora lo acompaña una luz que se
nos va acercando, una luz que viene del Sur. Desconcertados, nos miramos.
Nos gustaría
ensayar una hipótesis, fijar con unas pocas palabras eso que está sucediendo y
que no tiene explicación, mas nadie dice nada. El sonido se va elevando hasta
resultar casi insoportable. El círculo de luz también ha aumentado
ostensiblemente su tamaño. No puede ser, pensamos. Pero es: Una locomotora
antigua, cubierta por la tierra de todos los caminos, erosionada por todas las
lluvias que el mundo ha visto, se acerca, poderosa y desafiante, hacia el lugar
en que estamos, hacia este apeadero inútil, hacia este yermo desolado,
provocando un rechinar, una agria resonancia, fantástica música que escuchamos
con el corazón encogido. Con un chillido de frenos viejos, desacostumbrados, se
detiene justo al lado de este barracón donde esperamos, arracimados y
anhelantes. Vemos al conductor. Le reconocemos. Era cierto, entonces. Una voz
se eleva por encima del murmullo general. La voz, resuelta, garabatea en el
aire un pensamiento común: "Vamos subiendo. Es la hora".
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks
Literatúrame!
HERMANA*
Nuestros gestos
perdidos.
Roque Sáenz
Peña, 1949
Aún recuerdo
los pasos
cautelosos
los pasos de
prudencia quebradiza
bordeando la
cornisa de tus miedos
en la
inseguridad de sus vaivenes
aún recuerdo
las pausas
los reflejos
que inauguraban
secas rebeldías
pertinacias sin
tregua
terquedades
tras la muralla
fina de tu frente
Aún andan
nuestras sombras repetidas
mi avaricia de
afectos
tus silencios
la seducción
erguida de los moños
trenzados en
cabellos inocentes
y esa absurda
inquietud
que sacudía
todo el ramaje
azul de los susurros
cuando el sol
como alfanje
desbocado
mutilaba las
siestas transparentes
Hoy que la vida
nos saqueó la gracia
que sitió
con relojes
la memoria
en la desnuda
piel de la nostalgia
he advertido la
huella de los duendes
Ven, hermana
busquemos los
calderos
donde agitan
sus pócimas
y hechizan
con alas de
luciérnagas azules
sus molduras de
bronce reluciente
donde guardan
los gestos que nos faltan
las sonrisas
los sueños
las promesas
que extraviamos
un día sin
raíces
entre escombros
de vida a la intemperie
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
***
Inventren Próximas estaciones:
EMILIANO
REYNOSO.
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LA RICA
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empalme Ingeniero de Madrid, el Inventren sigue un doble recorrido
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