*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
EL AGUA*
Llueve casi con
timidez.
Cierro las
puertas a otros ruidos
para oír sólo
el sonido del agua.
La canción de
cuna más antigua
que adormeció
la tierra,
el eterno tema
que lava el
alma hasta dejarla
despojada.
Me arraigo a
este paisaje
como un árbol
sediento
y permito que
ella camine
por mis
sentimientos
en todas
direcciones.
Y consiento
que intente
hallar los límites.
Yo
no lo
encuentro.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
-Poema incluido
en TIEMPO ALFAFERO - Octubre 1998-
LA CANCIÓN DE CUNA MÁS ANTIGUA QUE ADORMECIÓ LA TIERRA…
ENERO*
Era un hermoso
día para morir, viviendo.
Arde el verano
y la ausencia de garúa.
Un estío que
atrapa lagartijas.
Uno que otro
matuasto entre las pajas.
Plenitud.
Soledad.
Ni una brizna
de hierba entre los pechos.
Un templo. Un
santuario. Oscuridad.
Y yo en ella.
Era una gloria
morir en ese enero.
Parada en los
umbrales de la pena. Espero.
Se aproximan
los potros de la noche.
Un cuervo
tiembla de deseo en su desierto.
La sangre
salpica las estrellas...
Los muslos. La
pasión y la memoria.
Un grito. Un
grito y un silencio.
Hasta el viento
callaba.
Féretro
pequeño. No nato. Lágrima seca.
Sublevación.
Enredados, un
pulpo, una medusa.
Un cordel de
oro. Una garra. Un galope.
Dos gritos. Dos
gritos y un silencio.
*De Amelia
Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
LA MARCHA*
Le había
prometido amor eterno y una vida feliz, pero últimamente pasaba más tiempo de
viaje que en casa, vivía en otros mundos, desaparecía a la velocidad de la luz
y volvía medio hibernado.
- ¿Bafg
pkfiibd, Plumkier? ¡Bazlugg ingrfhu daa gorjmekk! * - le dijo
con los ojos anegados en lágrimas.
Sin embargo él,
partió de nuevo.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
* (Traducción)
¿Por qué me dejas, Plumkier? ¡Todos los extraterrestres sois iguales!
LA CAPILLITA SOLITARIA*
La antigua ruta
once, el camino real para nosotros, era ancha, arenosa, polvorienta, y desde
nuestro pueblo hacia el norte, habitualmente desolada, casi desierta; haciendo
lucir desolado todo lo que lo circundaba. Los arbustos, enredaderas, y pastos
de los costados; se veían sucios, cubiertos por el polvo que se levantaba del
camino, más por los vientos, que por el escaso tránsito de aquellos tiempos.
Muy pocas casas se animaban a asentarse a su vera, sólo algún “boliche” o
paraje, muy lejano uno de otro. Las casas de los colonos eran espaciadas, y se
presentaban bastante alejadas de la ruta.
En la mitad del
siglo veinte éramos niños, y solíamos acompañar a mi padre, en sus cortos
viajes, con el traqueteante y pequeño transporte de fletes varios. Solíamos
visitar colonos, llevando moderadas cargas de mercaderías, o de insumos,
trayendo parte de sus cosechas, especialmente hortalizas y otros productos, que
se comercializaban bien en el pueblo.
A un par de
kilómetros de las últimas casas, donde un abandonado camino vecinal formaba la
esquina de un pequeño lote de campo, yermo y de breves pastos amarillentos,
alejado de todo vestigio de vida: se levantaba solitaria una pequeña capillita
ornamental, que se erguía, no más alta que una persona, sobre una delgada
columnata retorcida, de aspecto neo gótico, símil mármol, y consagrada
seguramente a una deidad religiosa, alguna virgen. Nadie sabía qué conmemoraba,
ni en honor a quién se había erigido, y sobre todo por qué precisamente allí,
alejada de todo.
El tema es que
verla siempre tan sola, causaba una sensación incómoda, revestida con algo de
inexplicable temor, y nuestra imaginación infantil, nos proponía absurdas
relaciones con alguna leyenda, de hechos o personas que desconocíamos; máxime
que más de una vez hemos visto, a algún acompañante circunstancial de la zona,
persignarse respetuosamente cada vez que pasábamos por el lugar.
Nunca pasé
indiferente, ni lo hubiera hecho sin advertirlo; siempre ese resquemor, ese
recelo. Y no sólo yo, en casa se contaban cosas curiosas que habían ocurrido, a
quienes de noche pasaban por allí, y no guardaron tal vez el debido respeto;
aunque no es que lo creyeran del todo, siempre aparecían esos temas en charlas
de sobremesa, como algo gracioso, folklórico.
Recuerdo que
una noche nublada y muy obscura, nuestro pequeño camión quedó sin nafta, y se
detuvo, precisamente enfrente; aunque no podíamos verla, sabíamos nuestra
posición, porque ubicábamos las primeras y espaciadas luces del pueblo. No
podría decir que me daba miedo, estaba al lado de mi hermano mayor, que si bien
todavía era un niño, era una compañía enorme para mí, y además estaba papá, que
fue quién se bajó y midió con una pequeña regla, cuanta nafta tendría el
tanque. Pero varias veces me descubrí escudriñando en la negrura, a ver si veía
la silueta de la capillita, y a veces miraba fijamente. Por si alguna cosa
extraña se moviera cerca…
Un jinete se
acercaba al trote.
Lo escuchábamos
desde una buena distancia. Papá le habló cuando estuvo junto a nosotros, aunque
ni remotamente lo conociera. Le dio un billete y una damajuana de vidrio,
pidiéndole que le consiguiera algo de nafta en un almacén, que estaba sobre la
ruta, hacia el norte. El jinete apareció tras un largo rato, con la damajuana a
medio llenar, suficiente para llegar a casa. Generoso y honesto el criollo.
Luego no sé bien qué pasó. Papá le pasó un billete de poco valor como propina,
agradeciéndole “la gauchada”; pero el hombre se indignó, se enojó, y lo expresó
a toda voz, y era que consideró escaso el pago por el servicio.
Mi hermano y yo
nos decepcionamos, ya que en principio entendimos que era un gesto generoso, y
no aceptaría pago alguno por el auxilio; pero no, el hombre entendió que era
una changa, y le habían pagado poco…
Todo esto
sumado hizo que nuestra avería requiriera bastante tiempo en el lugar, que para
mí era apremiante. Me avergonzaba sentir el miedo o resquemor que estaba
sintiendo, y por momentos tenía un cosquilleo y escalofríos, hasta que volvía a
serenarme viendo que ya nos íbamos y dejábamos atrás aquel oscuro y desolado
sitio. Alejándonos, y sintiéndome algo más seguro me animé a voltearme y mirar
casi hipnotizado hacia atrás, esperando ver, vaya a saber qué misteriosa
aparición.
Tengo en mi
memoria ese percance, y aquella noche tan cerrada; donde tuve omnipresente la
inquietante cercanía de la misteriosa capillita…
Y esto del halo
singular y casi exótico, que emanaba el pequeño santuario, estaba bastante
difundido, y amalgamado a una profunda cultura religiosa, que a su vez, de un
modo curioso, se ligaba también a un abanico de supersticiones y temores. Era
evidente, al menos entre nuestros conocidos y parientes; aunque nadie habría
querido reconocerlo, y sólo surgía si se involucraban, como pasó con un primo
mayor nuestro, que estaba viviendo temporalmente con nosotros…
Era todavía
soltero, así que estaba en la etapa de conocer posibles candidatas casaderas.
Acostumbraban
en la zona rural de aquel entonces, acceder a encuentros de muchachos y
muchachas, en las fiestas familiares, o en los bailes de colonia, fiestas
religiosas o cívicas, y tantos eventos domingueros o casuales. Pero sobre todo
de un modo muy recurrido en la zona: las visitas domiciliarias; donde solos, o
en compañía de un amigo, o a veces dos, el pretendiente llegaba un sábado por
la noche, “a tomar mate”… directamente y sin invitación alguna, a una casa
elegida, donde hubiera chicas casaderas;
El juego era ir
“tanteando”, a ver cómo eran “recibidos”; y no excluía que también visitaran
otras casas, a veces esa misma noche, hurgando en un itinerario de selección,
que concluía sólo cuando se formalizaba un compromiso, Esto podía ser una
búsqueda de meses o de años, tornándose en algunos casos crónica, y como todo,
ir devaluándose con el tiempo, siendo recibidos lógicamente, cada vez con menos
expectativas.
No sólo los
sábados, también las vísperas de fiestas, donde la otra parte también esperaba
con impaciencia, qué podría depararle aquellos encuentros; que por otra parte
no siempre eran tan fortuitos, a veces, ya tenían previamente alguna mirada
complaciente, como un guiño, o un convite concertado.
Mi primo
pertenecía a éstos últimos, visitantes “tomadores de mates”…
Un jueves por
la noche, víspera del sagrado viernes santo, en que no podía realizarse ninguna
actividad que no fuera de recogimiento, o adoración a Dios y a Cristo
crucificado. Mamá no hubiera querido, que ninguno de nosotros saliera de casa
esa noche.
-Mirá que tenés
que estar de vuelta antes de las doce. No te entretengas. Acordate que pasada
la medianoche ya va a ser Viernes Santo…-
-Si tía,
quédese tranquila.- dijo mi primo, guiñándonos un ojo a sus espaldas,
cancheramente…
Y con esa
promesa, mi primo subió a su bicicleta, y partió a su visita romántica, a una
legua al norte. Cuando decidió volver vio que ya eran más de las doce; y aunque
nada tomaba en serio, se sintió profundamente sólo al volver por la ruta, en
una noche alumbrada fantasmagóricamente por la luna llena.
A la mañana
siguiente, tartamudeaba, todavía desencajado al contar, lo que él juraba que le
había pasado:
Precisamente al
llegar a la capillita, vio de reojo como de la misma salía un pequeño perro
negro, mostrando una ferocidad rabiosa, y ladrándole furiosamente, arremetía
decidido a morderle la pierna. Trató de pedalear más fuerte, pero el camino
arenoso le frenaba las ruedas, y el perro lo atacaba más y más fieramente.
Comenzó a defenderse arrojándole patadas, pero cada vez que le acertaba una, el
perro crecía, y se hacía cada vez más grande y más aguerrido; y en un momento
se había convertido en un perrazo enorme que no le daba tregua…
Se acordó
entonces de rezar desesperadamente, mientras se concentraba en pedalear, y poco
a poco se fue distanciando; del descomunal y fiero animal en que se había
convertido, salvándose según él, por muy poco de sus filosos colmillos…
Todos trataron
de hacerlo entender, que el perro habrá sido nada más que un perro, y que el
miedo hizo el resto…
Pero a él nadie
le hizo cambiar nunca, lo que aseguraba haber vivido.
Y muchos de
nosotros entonces, sin querer, sentimos un escalofrío….
Y yo, lo vuelvo
a sentir cada vez que me acuerdo.
*Celso H. Agretti. Avellaneda, Provincia de Santa Fe
ONDOLOIN*
Ondoloin me
dice desde muy lejos una voz transformada en palabras. Ondoloin, palabra que
suena como una campana, como las olas del mar que no rompen en acantilados sino
que besan con ternura la arena de la playa. Ondoloin.
Qué hermosa,
verdaderamente qué bella palabra.
Un hombre de
padres italianos ha aprendido una sola palabra de las tierras vascas. Y me dice
ondoloin, me desea felices sueños con la voz ribeteada de helechos, moras
silvestres, campanillas de cabras saltando en los montes. Me saluda este hombre
con la sal del mar, con la luz lenta, con piedra y balidos de ovejas albas.
Ondoloin.
Ondoloin que
camina en la noche el erizo bajo los robles, que la sombra del jabalí se dibuja
en el tronco de un almendro, que los ciervos estiran los hocicos húmedos lejos
de las autovías. Ondoloin que los putres no volarán en círculos sobre los
tejados rojos de los caseríos, que ningún espanto rondará los gallineros.
Ondoloin que todas las pesadillas han sido conjuradas, el mal se ha alejado,
las sorguiñas descansan. Alguien ha dicho ondoloin para que lo incierto se
resuelva en claro de luna.
Si es casi una
pequeña canción, si es una caricia. Si es una flor, una nube blanca.
Estaba yo
triste, hoy.
Una voz lejana
me ha llegado escrita y me dice una palabra tierna de toda ternura. Ondoloin
para mi que me voy a la cama. Arropada en dulzura de sonido danzante me
acostaré entre las sábanas...
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
HABANERAS*
Pasión de
manzana rodeada de recuerdos. Una noche entre la bruma del pasado y recuerdos
presentes que te llevan al agua. Las barcas, tendentes al vaivén suave de la
mar calma, oscilan con el peso de la gente y a su lado, amurada, otra barca, y
a esa otra, y otra, y otra más. Es la reunión de cada año para cantar
habaneras. Es la tradición de mi tierra, es la tradición marinera.
En la arena de
la playa, sobre las rocas, colgadas del paseo marítimo, en las terrazas de los
bares, balcones de las casas, terrados, y calles, se juntan, amontonan y unen
miles de personas que con las que están en las barcas fondeadas en la bahía,
comparten el espacio y se preparan para la gran reunión anual de las Habaneras.
Aquellas canciones de Cuba que se trajeron los marinos que fueron, años ha, a
hacer fortuna y regresaron tan pobres de dineros como se fueron pero tan ricos
de sueños que jamás dejaron de cantar y añorar.
Ayer, por la
noche, 36 años después de aquel dia en el que 20 personas nos reunimos en la
arena de la playa de Calella de Palafrugel, y de forma improvisada hicimos un
"cremat" en la arena (esa especie de quemada de ron y caña que
también trajeron de las islas los emigrantes de antaño) y lentamente cantamos
con más afición que calidad esas canciones de la Habana.
Ayer, de nuevo,
otros, se reunieron en número de 41.000, y también cantaron. Y fue entrañable y
fue bello, y fue distinto. Pero fue genial para los que no vivieron sus inicios
porque agitar el pañuelo al compás, tanta gente a la vez mientras cantas con
todos ellos la habanera "La bella Lola" da un sentimiento de
complicidad en el que cabe todo aquel que se acerca a la cantada.
Las habaneras
catalanas son la tradición de un pueblo que se adentró en la mar en busca de
vida y riquezas, y que regreso al cabo de los años igual de pobre pero con
añoranzas de playas sin fin, de mulatas exuberantes, de bohíos, de negritos congo
y de nostalgias interminables.
Hoy, si quieres
regresar a la Cuba soñada, toma tu guitarra y canta, y se te unirá a ti el
mundo, y podrás balancearte con él mientras tomas el "cremat", y
haces guiños de complicidad al vecino de la izquierda que puede muy bien ser
sueco y no entender nada de la letra, pero que se emociona como tu, porque
forma parte de esta tierra que te fagocita, te enamora y te hechiza.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
* El primer
sábado de cada agosto se reúnen en Calella de Palafrugell gente de todas las
procedencias para cantar habaneras.
UNA BODA*
una huella
serpenteante de pequeños
cráteres de
arena conduce hacia el desierto.
Michael Ende. El espejo en
el espejo.
*De Sergio Borao
Llop. sbllop@gmail.com
Todos saben que
nunca asisto a las bodas.
Aunque no por
ello dejan de enviarme invitaciones. Algunas, de lo más extravagantes. Los
escenarios elegidos también son diversos: Iglesias tradicionales, juzgados,
templos decadentes y ya abandonados, ayuntamientos, locales dedicados a otros
cultos, incluso una vez recuerdo que el enlace se celebraba en una vieja ermita
construida en lo alto de una montaña, a la que sólo se podía acceder tras una
caminata de cuatro kilómetros cuesta arriba y bajo el sol. Esto último, al menos,
despertó mi simpatía y, con la pertinente nota declinando la invitación, envié
un profuso ramo de flores, no todas ellas, según me hizo notar la empleada de
la floristería, apropiadas para la solemne ocasión. Mándelas no obstante,
respondí. Todas las flores son hijas de la tierra. Y a ella tornarán un día,
como nosotros mismos, ninguna merece ser discriminada durante el brevísimo
periodo que le ha sido dado para mostrarse al mundo.
Detesto las
bodas. Una boda -dice Silvio WJ- es el acontecimiento social donde se concentra
la mayor cantidad de idiotas por metro cuadrado. No es que sean idiotas siempre
-explica-; lo son, con obstinada insistencia, mientras dura el evento. Gente
que se siente obligada a mostrarse sonriente, como si en realidad hubiese un
motivo. Gente que saluda con la mayor y más fingida cordialidad a otra gente
totalmente desconocida, burbujas que un instante flotan en la superficie para
hundirse de nuevo en la inmensa vorágine del anonimato sin haber llegado
siquiera a pronunciar su sentencia, aquella para la cual fueron creadas. En la
conversación, inevitable en cualquier reunión prolongada, abundan los lugares
comunes, la intrepidez oratoria y el aburrimiento. Realmente me repugna todo
ese circo: el protocolo de fingir que nos interesa el suceso y cuanto con él se
relaciona, de verse casi obligado a esgrimir frases estándar, del tipo No has
cambiado nada desde la última vez, que ellas interpretan como un halago cuando
en realidad se trata de una crítica bastante ácida, porque lo normal sería
haber cambiado, haber evolucionado, y en cambio, helas ahí, sonrojadas y
satisfechas a causa del presunto piropo recibido, y en verdad tan huecas y
lineales como siempre. No se nos podrá acusar de haber mentido. Pero no hay que
alarmarse: Toda palabra dicha en uno de estos eventos es barrida junto con las
colillas de los cigarros y los restos de comida, ni rastro quedará de lo uno ni
de lo otro, brisa imperceptible que pasó, haciéndonos sentir apenas un leve
escalofrío; ni eso, ya no nos acordamos.
A veces, sin
embargo, no tengo otro remedio que ir: Cuando se trata de un familiar o un
amigo, palabra ésta que un día también perderá del todo su sentido. En esos
casos, extraigo el disfraz de su lugar en el fondo del armario, me acomodo en
su interior lo mejor que puedo, coloco en mi rostro la sonrisa apropiada para
que nadie pueda distinguirme entre la multitud y, durante el tiempo
imprescindible, adopto los modales convenientes. Después, con un pretexto
cualquiera (nada es del todo inverosímil cuando a nadie le importa), me retiro.
En general, agradezco que el restaurante donde se celebra la comida o cena esté
cerca de un río. La contemplación de la corriente, ya sea desde un puente o
desde la ribera, contribuye a limpiar los restos del fatigoso episodio:
Imágenes ya en descomposición, frases truncadas, risas fingidas, poses;
sombras, en suma, reflejadas en el muro inmaterial y milenario.
La última vez,
lo recuerdo como si fuese hoy, no había río alguno. Tuve que ir caminando hasta
casa para despejar mi mente, tal era la cantidad de despropósitos y estupideces
que habían violado mis oídos. Aun así, la caminata (algo más de cinco
kilómetros), resultó excesivamente corta.
Horrorizado
aún, me tumbé en el sofá con los ojos cerrados y un disco de David Anthony Clark
(Terra Inhabitata, claro) sonando a través de los auriculares. Sólo después de
un buen rato pude recuperarme. Me prometí no volver a dejarme arrastrar hacia
ese abismo.
Por eso mismo,
resulta más bien extraño que hoy esté preparándome para acudir, una vez más, a
la ceremonia. No sabría explicar (aun si hubiese de hacerlo) los motivos. Ni
siquiera conozco los nombres de los contrayentes.
La invitación
llegó hace un mes, en un sobre de color azul, sin membrete ni remitente. Sin
franquear. El cartero, al preguntarle, me miró con gesto altivo y aseguró no
saber nada del asunto. Si bien al principio pensé que se trataba de una broma,
con el paso de los días se fue apoderando de mí ese sentimiento de fatalidad
que me ha llevado a cometer los mayores disparates, pero que, al mismo tiempo,
me ha permitido ver en ocasiones el rostro descubierto de la vida -tan distinto
en el fondo a esa máscara doliente y cotidiana-, el bello rostro que tan fácil
resulta amar porque tiene el inconmensurable valor de lo irrepetible.
Para evitar ese
desasosiego, metí el sobre en un cajón de mi escritorio. A pesar de los años
cumplidos, de las inequívocas repeticiones -parece mentira- aún no hemos
aprendido que esa táctica sólo sirve para olvidar cosas que hubiésemos olvidado
de todos modos y sin el menor esfuerzo, por carecer de importancia alguna. En
el presente caso, como en todos, el encierro reforzaba aún más la presencia
impalpable de la carta, le concedía la solidez de lo inquietante, la hacía aun
más patente por el vacío dejado en el lugar donde debería estar y, sin embargo,
no estaba. Se convirtió en una incómoda obsesión, como esas cancioncillas que,
a veces, aunque las detestemos, se nos quedan pegadas en la memoria sin motivo
aparente y resuenan dentro de nosotros durante horas. La música, al final,
siempre cesa, pero la invitación se dibujaba constantemente en mi cabeza, hasta
en sus más difusos detalles. Cuando al fin la saqué de allí y la coloqué sobre
la mesa del salón, apoyada en el florero, la sensación angustiosa desapareció.
Sin embargo, ya era demasiado tarde. Algo que no era yo había decidido por mí.
Me miro en el
espejo. La transformación se ha producido sin incidentes.
Ahora ya puedo
marcharme. Al cerrar la puerta de casa, y mientras bajo las escaleras, me
asalta una molesta sensación de ingravidez. Me sorprendo al reparar, quizá por
vez primera, en el rostro sereno de la portera del edificio. Aunque sus ojos
reflejan una tristeza cuyos motivos se me escapan, son hermosos. En su juventud
debió ser una mujer linda, pienso. Parece ir a decirme algo, pero sólo me mira
con esos ojos enormes, se queda un instante en suspenso, como tratando de
hallar las palabras exactas, acaso palabras que no conoce o que se le han
olvidado, y luego, impotente, se da la vuelta y desaparece en el interior de la
portería, provocándome, sin que atine a discernir el motivo, una sorda
melancolía.
La boda es en
otra ciudad. Un estremecimiento me recorre de arriba abajo al tomar el tren.
Eso me sucede siempre desde que un buen amigo (a cuya boda no pude acudir para
no cometer un imperdonable anacronismo) me dejó leer algunos de sus cuentos, en
los cuales el tren no es un lugar tan idílico como pueda parecer a un viajero
ocasional. Es sólo un momento. En cuanto el cuerpo se acomoda, la sensación
opresiva desaparece. En cualquier caso, no conviene dormirse. Uno nunca sabe
dónde va a despertar. El viaje es corto y el paisaje, amable. El trayecto me
resulta relajante, pero agradezco su conclusión. Antes de salir de la estación,
entro un momento en los lavabos y echo un vistazo a mi aspecto. El traje no se
ha arrugado. Me ajusto el nudo de la corbata (un extraño se ajusta el nudo de
la corbata, ahí en el espejo) y salgo al exterior, donde amenaza lluvia.
No conozco el
lugar, así que detengo un taxi y le doy la dirección. El taxista me mira, o
para ser exactos, mira mi reflejo en el retrovisor.
Parece algo
desconcertado, pero se encoge de hombros y partimos. Calculo que no tardaremos
mucho en llegar, es una ciudad pequeña. Después de algunos giros y rotondas,
percibo que estamos alejándonos del centro. Luego, tomamos una estrecha
carretera en dirección al norte. Muy pronto los edificios desaparecen de la
vista. El lugar, deduzco, está en las afueras, o tal vez en una pequeña aldea
cercana. El viaje es corto. Al detenernos, no puedo evitar un gesto de
sorpresa. A nuestra derecha no hay más que una sucesión de campos de cultivo
que se prolonga hasta el horizonte. A la izquierda, el panorama sería idéntico,
a no ser por una larga nave, tal vez un viejo almacén, que se extiende paralela
a la carretera. Parece abandonada. El taxista vuelve a mirarme por medio del
espejo. Aquí es, dice. Contemplo los ajados muros y los campos circundantes.
Demasiado real para ser una broma de mal gusto. En las bromas, todo es más o
menos correcto excepto uno o dos detalles, que desentonan. Ahí radica la
gracia. Pero aquí existe una uniformidad en el despropósito. Hay algo
desagradable en todo esto. Lo más
sensato sería
pedirle al conductor que diese media vuelta, volver a la estación, tomar el
tren, olvidar la existencia de este lugar y este día. Sin embargo, pago la
carrera, no sin añadir una generosa propina, desciendo del automóvil y cruzo la
carretera desierta. Por el rabillo del ojo, distingo la sombra del taxi
poniéndose de nuevo en movimiento, dando la vuelta y acelerando rumbo a la
ciudad. Juraría que los ojos del conductor siguen fijos en mí mientras se va
alejando, como si fuese incapaz de entender lo que aquí sucede o como si estuviese
tratando de indicarme algo con esa mirada, algo que él sabe pero que yo, por
algún motivo secreto, no puedo comprender. Muy pronto, el auto desaparece tras
una curva, dejándome tan sólo esa extraña sensación.
Al internarme
en el camino de tierra que conduce a la enorme construcción, me remango un poco
el pantalón, pero es inútil: Mis pasos levantan pequeñas nubes de polvo que
luego flota en torno a mí hasta quedarse pegado en mis ropas. Fue una mala idea
no pedirle al taxista que me acercase, al menos, hasta la puerta de la nave, si
es que la hay. Un poco antes de llegar al final del muro, escucho voces, ecos,
no sé si resuenan en el interior o al otro lado del edificio. Giro la esquina y
puedo ver la fachada, que da al norte. Al otro lado de la nave distingo
numerosos coches aparcados.
Reconozco
algunos, aunque no me molesto en tratar de recordar a quién pertenece cada uno.
En la fachada, hay un portón verde, abierto de par en par. Junto a él, algunas
personas charlan. Reconozco a mis primas. Por lo tanto, debe tratarse de una
boda familiar. Trato, inútilmente, de evitarlas. Pocas cosas hay en el mundo
tan insulsas como una conversación con ellas.
También veo a
dos o tres antiguos compañeros de juergas, lo cual me sorprende un poco. Al
percibir mi presencia, sus sonrisas se ensanchan ostensiblemente. Me saludan
con una cordialidad que considero excesiva, aunque no les preste demasiada
atención. Las voces se multiplican al acercarme a la entrada. El interior está
alfombrado y lleno de gente.
Docenas de
lámparas inundan de claridad el ámbito, sólo el techo y las paredes quedan
velados por una tenue cortina de penumbra. Hay flores por todas partes -aquí,
en medio de este desierto, el contraste aún resulta más evidente-. Al fondo, en
un discreto segundo plano, están los fotógrafos, esperando el momento de
ponerse a disparar sus cámaras. Me resulta chocante reconocer a la mayoría de
los invitados. Es algo infrecuente, máxime cuando uno intenta vivir apartado
del mundo. Me gustaría preguntar quiénes son los novios, pero sería una
imprudencia. Temo hacer el ridículo, puesto que no sé si todo el mundo recibió
la misma invitación o, por el contrario, finalmente sí fui objeto de una broma.
Por eso miro a uno y otro lado con disimulo, a pesar de los constantes saludos,
abrazos y palmadas en la espalda, que me impiden concentrarme en mi objetivo.
Oigo palabras que no me molesto en descifrar, me siento guiado por manos y
cuerpos que se arremolinan alrededor. Todo esto me marea un poco.
Las manos, las
risas, las palabras, me conducen, sin que sea capaz de advertirlo, hasta el
lugar central, allí donde la iluminación resulta aún más deslumbrante.
Distingo, encima de una plataforma elevada a la que se accede mediante dos
amplios escalones, una especie de altar (¿un altar destinado a sacrificios
rituales?). Por un momento, siento como si formase parte del reparto de una
película de Luis Buñuel y no pudiese hacer nada, salvo representar mi papel lo
mejor posible. Me sorprendo esperando el eco de un grito de pánico en alguna
parte, pero es sólo una ilusión. En las bodas no hay pánico, sólo alegría, no
importa ya si verdadera o falsa. De repente, al lado del altar aparece un
individuo alto y serio. No tiene aspecto de sacerdote. Sospecho que se trata de
un simple funcionario, su rostro muestra el inexpresivo cansancio propio de ese
gremio. Viste un traje negro que parece muy antiguo. El rostro y el traje, sin
embargo, son extrañamente compatibles. Si esto fuese una película, pienso, él
sería Anthony Perkins; un Perkins con disfraz de Bartleby.
A mi lado (no
me había dado cuenta antes) se encuentra el menor de los hermanos de mi difunto
padre, un hombre bajo y de mirada pícara, cuyo nombre no logro recordar. Bajo
su fino bigote, una sonrisa muy expresiva me abre las puertas de la
comprensión. Justo entonces, la gente que hay a mí alrededor se mueve unos
pasos hacia atrás y el pasillo central se despeja.
Mi tío hace un
gesto. Ante mi sorpresa, nosotros no nos movemos. Se hace el silencio y, sólo
un instante más tarde, la música comienza a sonar. Es un tema de Luis Delgado,
del disco El hechizo de Babilonia. Exquisita ironía.
Parece un
mensaje, y tal vez lo sea. Desde el fondo de la nave, la novia avanza hacia
donde estamos. No hubiera hecho falta mirarla, pero aun así, lo hago. Sus ojos
sonrientes, sus labios húmedos, confirman mi sospecha. Sé que se detendrá junto
a mí y después el estirado funcionario nos dirigirá una serie de palabras
inútiles y nos hará una pregunta simple. Sé cuál será la respuesta. Es
impensable pronunciar otra palabra. Por un momento, me aferro a la esperanza de
estar soñando.
Mas no es un
sueño. El sudor que corre por mi frente es real, como lo son el polvo de ahí
afuera y las risas forzadas de los invitados. Antes o después, tenía que
suceder. Prometí no recaer e incumplí la promesa. Por eso, sé que cuando todo
esto acabe, cuando pase la ceremonia y termine el convite y no consiga
encontrar un río junto al que recuperar la armonía, cuando finalmente llegue a
casa (que inevitablemente será otra) e intente quitarme la máscara, podré
comprobar, sin asombro, que esta vez no es como las otras, que esta vez la
máscara y el rostro son una misma cosa, conglomerado inerte que no cede ante
estirones ni arañazos. Será sólo una anécdota verificar que mi querida
colección de música, en efecto, ha desaparecido.
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks
Literatúrame!
HEROICA.*
(Los pájaros
rebeldes)
Por ciudades de
estambres hasta el cielo,
masticando la
tierra
con su idioma
de látigo,
el hombrecito
gris reclama los cereales,
los árboles,
las napas,
las escamas…,
sus verdes
sembradíos de monedas,
su harina
matemática.
En respuesta a
su atenta,
desde el ápice
austral del horizonte
los pájaros
anónimos,
embriagados de
estrellas insepultas
entre sombras
opacas,
vendimian en la
noche del suburbio
sus racimos de
amor deshilachado,
recogen
transparencias de rocío,
hilvanan el
futuro con agujas de viento
y en la
ausencia del pan
edifican de
nuevo la esperanza
para inventar
un mundo
de manteles tendidos
y agua clara.
Verbenas
rezagadas
encrespan su
frescura sobre hierbas de octubre,
la sonata de un
grillo
sumergido en el
fuego del silencio
trepa sus
espirales sin escalas
y la
complicidad de los faroles
inaugura
secretos de obstinada argamasa,
de cajones de
frutas,
de callos
extenuados,
de delgadas
ternuras fortaleciendo el vuelo
bajo la luna
intacta.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
***
Inventren Próximas estaciones:
EMILIANO
REYNOSO.
-Por Ferrocarril Provincial-
LA RICA
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