martes, diciembre 03, 2013

MAR Y CIELO. CIELO Y AGUA...

 
 
 
*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina.
 
 
 
 
 
ABUELO*
 
 
Un nombre en los espejos.
Santa Fe, 1956
 
 
Su oficio era la ausencia
Navegante
de tantas sucesivas soledades
de tantas orfandades corrosivas
de tanto río áspero
colérico
tendía sus pupilas de horizontes
y amarrado al timón de su nostalgia
señalaba los rumbos a las proas
que
siempre
lo traían de regreso
Moreno.
Con los soles de Galicia
-soles de silenciosos ostracismos-
fluyendo a la memoria de sus pieles
por la sangre de un padre aventurero
enarbolaba tercas rebeldías
alteraba relojes
estructuras
inhalaba
en anónimas veredas
sus filamentos de tabaco negro
Dicen que no era fácil
que reñía ...
Para mí fue una risa
vendimiando
los racimos jugosos de la parra
los rubíes
al núcleo amarillento
fue aquella mano que erigió mi infancia
en la complicidad de sus rituales
y encadenó
la luz de mi memoria
al muelle natural de su recuerdo
 
 
*De NORMA SEGADES-MANIAS.
 
 
 
 
 
 
MAR Y CIELO. CIELO Y AGUA…
 
 
 
 
 
 
BENITO ECHENIQUE CANTA*
 
 
 
Luna de mirada mora. Surcos de panes morenos.
En un paraíso nuevo, Benito Echenique** canta.
Lengua afuera, seco día. Lengua nocturna, tibia caverna.
Oleajes de mar y miel.
¡Ay, las lejanas colinas!
Trigales de brotes nuevos en su pena de labriego.
Mar y cielo. Cielo y agua.
Luna, temblorosa luna. No he de olvidar su mirada
¡Madre que lejos quedaste!
Galopa y galopa lunas, sopla las velas del tiempo.
Sangran dormidas las guerras.
El azul pasa al rosado y el rosado pasa al rojo.
Vino solo con lo puesto, la boina el hambre y el miedo.
Cuando anochece el cansancio, Benito Echenique canta
Sentida canción antigua con rumor a castañuelas.
Manos con olor a tierra se posan suaves y breves.
¡Ay, Andrea! Andrea Sosa.
¡El palpitar de tu vientre!
Prepara mi amor tus pechos que es noche de luna llena.
Febrero de nueve lunas, niña de mirada mora.
Lloran la madre y la niña, Benito Echenique canta
 
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
-Poema musicalizado en tiempo de Cueca por María Celeste Rosales Arellano, con arreglos en guitarra de Miguel Reynoso.
** Los nombres propios utilizados son verídicos
 
 
 
 
 
 
 
Pescados*
 
 
 
La situación empezó cuando la señora octogenaria se frenó delante de nuestra mesa para leer el diario que en ese momento leía mi novio. Eso es lo que me perturba de estar sentada en una mesa de la vereda, que la mesa se funde con la multitud. Pero la tarde estaba demasiado tentadora como para meternos adentro con aire acondicionado y televisores (antes se podía elegir, ahora casi todos los bares tienen televisión). La mujer no me hablaba a mí, sino a mi novio. Primero le preguntó si le molestaba que leyera de parada el mismo diario, después le dijo que era muy amable y muy guapo, después le tocó el antebrazo y descubrió un tatuaje, subió un poco la remera para verlo mejor. La mujer no estaba sola, venía agarrada del brazo de hombre, al que solo soltó para enganchar el brazo de mi novio y hacer la farsa de que se lo llevaba: ah, si tuviera otra edad. Su encanto era evidente. Tan extrovertida, tan sensual en su cuerpo. Todos nos reímos: mi novio, ella, yo. El hombre sonreía, me llamaba la atención su aplomo. El tipo estaba callado, acompañando a esta mujer que acababa de abordar a una pareja de extraños (con especial interés en el varón de la pareja), escuchándola con paciencia. En ningún momento intentó callarla, ni apartarla, ni se metió a decir nada. La dejaba hablar sin avergonzarse, supongo que no seríamos su primera vez. Ella recién me miró cuando me contó que tuvo al mejor hombre del mundo pero quedó viuda a los 40 años y aunque había muchos revoloteando, nunca volvió a estar con alguien. Pero le quedaban dos hijitos hermosos, uno de ellos era el hombre canoso que la sostenía del brazo. Era española, hija de republicanos, nació en Pontevedra. Como mi abuela.
 
-¿Te acordás del pescado?
 
-Pero yo nunca estuve ahí.
 
-Tenés que ir.
 
Y con las manos hizo el movimiento de las redes cuando las tiraban al mar y las sacaban llenas. Fue como ver pasar una vida en veinte minutos. Si hubiese sido un viejo que se acercaba a mí, probablemente lo habríamos espantado. Pero fue una mujer a la que no le entraba una arruga más, agarrada del brazo de su hijo cincuentón, eso fue lo que nos dijo.
 
 
*De Alejandra Zina. alejandra.zina@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Nuevo cielo*
 
 
 
*Por Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
 
 
 
Dolores estaba parada en el comedor de su casa de espaldas al espejo que llevaba en esa pared más de cuarenta años. Sostenía en su mano su libreta de Trabajo y aprendizaje, estaba amarilla por el paso del tiempo. La había encontrado buscando otros papeles. La libreta, aunque ella no pudiera leerlo, la describía a los ojos del funcionario de turno cuando llegó al país: poco desarrollo de inteligencia práctica, poco desarrollo de inteligencia técnica, ninguna inteligencia abstracta, sólo podía realizar tareas de tipo manual como aprendiz de tejedora en la fábrica Argentina de Alpargatas.
Fue inevitable el recuerdo que la invadió. Estaba en el Highland Princess, uno de los barcos que trasladaba inmigrantes de Europa a Sudamérica. Se encontraba en un catre que compartía con su madre y sus dos hermanas. Había partido de Vigo con dieciséis años. Esa mañana de diciembre de 1950 se despertó con un calor agobiante. Hacía unos cuantos días habían salido de Lisboa, se acercaban a Brasil y Uruguay antes de llegar a Buenos Aires. Después de desperezarse se arrodilló porque era la única manera en que podía llegar a ver, por la minúscula ventana, el mar y el cielo, así juntos y enormes. Ella que nunca había salido de su aldea que llevaba por nombre su apellido, aun cuando nunca supiera el porqué de esa coincidencia: Magdalena. Se desperezó y les dio los buenos días a sus hermanas pequeñas Esther y Rocío de seis y ocho años. Su madre ya se había levantado y estaba sentada cosiendo.
Allá en su pueblo no había sido nada fácil separarse de su abuela que la abrazaba sin poder parar de llorar. Dolores se esforzaba por consolarla, se fundió con ella en un abrazo que intentaba ser interminable. Cuando por fin pudieron separarse su abuela se dio media vuelta y se metió dentro de su pequeña casa. Hasta la noche anterior, Dolores había estado trabajando en la porción de tierra de la que su familia se ocupaba, pero que no les pertenecía. En ese momento, en que todos los hombres se habían ido a América, la única que trabajaba la tierra era ella. Su madre, sumida en el rencor y la tristeza, no soportaba la distancia de tiempo y lugar que la separaba de su marido, estaba completamente ausente. Sólo la abuela la ayudaba en lo que podía para garantizar su supervivencia. Las hermanas eran muy pequeñas para hacerlo. A las cuatro de la mañana ellos disponían del agua para riego que se fraccionaba entre los vecinos. Había que regar el maíz a esa hora o el agua se perdía. Las espinas molestaban en los pies mal calzados.
Intentaba pensar que al otro lado del mundo la esperaban su padre, sus tíos y sus hermanos varones. Las cartas que escribía su hermano Armando, el único que sabía leer y escribir, transmitían tanta esperanza que era imposible no entusiasmarse.
Se levantó y fue al único baño que compartían con el resto de las muchas familias. Cuando salía se encontró con su amiga Pilar. Pilar era quien la acompañaba para pasar el tiempo. La había conocido en los primeros días del viaje, venía de un pueblo cercano al suyo. Le cayó bien porque sabía leer. Dolores no había aprendido a leer. Desde muy pequeña trabajaba en el campo. Solo conocía apenas unas letras que una maestra vecina le había enseñado dibujando en la tierra. Se reunían en el rincón más aislado que pudieran encontrar, lejos de la gente. Entonces, en un ritual, Dolores sacaba de entre sus ropas las cartas que su hermano había enviado desde Buenos Aires, dobladas y ordenadas cada una en su sobre. Le pedía a Pilar que se las leyera, ella cerraba los ojos imaginando: los colores de La Boca, sus sonidos, sus olores, aparecían como en una pantalla de cine.
Arribaron a Brasil. Ni bien bajaron del barco, Dolores se sintió abrumada. Lo que veía era tan distinto a los colores opacos de montaña y luto. La visión de la gente negra bailando y cantando la dejó perpleja. Se notaba que eran personas que habían sufrido, las marcas del trabajo en el cuerpo era algo que a ella, campesina gallega, no le pasaba desapercibido. Sin embargo, esta gente llevaba esas marcas con alegría, se sobreponían al dolor bailando y cantando, algo tan distinto a lo que había visto toda su vida en el pueblo, donde el sufrimiento era una bandera que se llevaba en el luto de las ropas tanto como en el alma, para siempre. A pesar de la admiración que sentía, le alegraba saber que sólo estaban de paso, sospechaba que nunca hubiese podido sentirse parte de un pueblo tan distinto. Tan absorta estaba que no se dio cuenta que su hermana pequeña Esther había soltado su mano. Giró sobre sí misma, sin el mínimo rastro de los bucles dorados de su hermana. Gritó desesperada, su madre y Rocío corrieron hacia ella, que con pánico en el rostro apenas pudo balbucear lo que estaba sucediendo, su hermana estaba perdida. Las tres corrieron por el muelle. Dolores no paró hasta recorrerlo de punta a punta parándose en seco cada vez que estaba a punto de chocar a alguien, incluso llegó a tropezarse, caerse y levantarse más de una vez. Sin consuelo seguía sin detenerse. Hasta que Rocío gritó el nombre de su hermana. La vieron en andas de un hombre enorme que la traía en sus hombros buscando a su familia, Esther venía sonriente comiendo una banana. La abrazaron llorando de alegría en el momento justo en que se escuchaba el llamado para abordar el barco.
La llegada tardó unos días más de lo previsto, se acercaba el año nuevo, el Puerto de Buenos Aires no podía recibirlas un primero de enero. Pararon en Uruguay donde iban a recibir el año más importante de sus vidas.
El día 3 de Enero, Dolores, su madre y sus hermanas, se asomaron por la baranda del barco tratando de distinguir entre la masa de gente a su padre y sus hermanos.
Ahora aferrada a esa libreta, se dio vuelta para mirarse en el espejo, recordó lo que vieron sus ojos aquella mañana: un nuevo cielo, desconocido, sin una nube.
 
 
*Publicado en Certamen literario de narrativa breve 90° aniversario "Vivencias de la emigración gallega"
Federación de asociaciones gallegas de la República Argentina 1921-2011.
http://www.fsgallegas.org.ar/
 
 
 
 
 
 
 
 
Relojes*
 
 
 
Todos los relojes de la casa están parados.

Unos se detuvieron
hace ya mucho tiempo
en el páramo angosto
de una juventud ida
sin lágrimas ni estrépito.

Otros fueron dejando
de latir poco a poco
como templados bueyes
que se acuestan y duermen
su estirpe fatigada.

El último rompiose
al filo de un otoño
que el olvido atesora.

Desde entonces, mis ojos
permanecen anclados
en las saetas muertas
-detenidos con ellas
repitiendo el instante
como una foto vieja
con los bordes quebrados-
 
 
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
-Publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
 
 
 
 
 
 
 
 
Pan negro*
 
 
*Por Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
 
 
La idea se le ocurrió a Genaro. Cincuenta años y tierras ajenas de por medio no logran borrar el recuerdo. A los seis años, su hermano no era consciente de estar compartiendo con él lo que sería una historia familiar que se contaría hasta el infinito, como bandera de lo que fueron, como estandarte de resistencia.
 
Vení Genaro, sentate al lado mío, acá en el galpón no nos encuentra nadie
¿Por qué llora mamá?
Por la harina
¿Qué pasa con la harina?
¿No sabes que si la encuentran se la llevan los soldados?
¿Para qué la quieren?
¡Para comer! ¡para qué va a ser!
¡Ya sé! ¿y si no se la damos?
  ¿Cómo, no sabés lo que pasó con el papá de Gina? Por eso también llora mamá
 
Roberto vivía del campo. No estaba en el frente porque la guerra lo encontró enfermo como para poder ir a pelear. Por cuestiones del azar pudo quedarse con su familia. Muy pocos habían podido permanecer en el pueblo. Hasta su mañana fatal, él había sido un afortunado. Continuó con su vida en la medida de lo posible. No vivían cerca del frente, al principio la guerra era una escena lejana que apenas los rozaba. Junto a su mujer y su hija intentaron que la vida siguiera; hasta que a los soldados les tocó atravesar el pueblo de camino a un nuevo frente de batalla.
Roberto tenía posición tomada y aborrecía una guerra de la que desconocía todo salvo los efectos que estaba provocando en su pueblo y su gente: amigos que ya no estaban, otros que volvían muertos o mutilados, hambre. Esa mañana se levantó como todas las demás a trabajar la tierra ni bien se asomó el sol. Terminó de desayunar y salió. Se encontró con un grupo de soldados que venían por el camino que rodeaba su casa y seguía  hacia la montaña.  Los saludó con un leve movimiento de cabeza y se dio vuelta para seguir con sus cosas. “Ey, tú” gritó uno de los soldados. Roberto se detuvo cerró los ojos y respiró hondo. Un grupo de tres soldados se le acercó mientras el resto siguió su camino. No eran precisamente amables, bruscamente le exigieron que les diera lo que tuviese para comer y llevar al frente.
Esta guerra no es mía. La comida sí contestó Roberto
A punta de fusil lo llevaron detrás de su casa. Agradeció en silencio que su mujer y su hija no estuvieran esa mañana, habían pasado la noche en la casa de sus suegros a diez kilómetros de allí. Roberto insistió en no darles los pocos alimentos que tenía y que si se los entregaba le faltarían a su familia. Sin embargo, no supo evaluar las consecuencias. En un forcejeo inevitable por un costal de harina un fusil tronó y mató a Roberto de un tiro certero en el pecho. Los soldados tomaron lo que pudieron y corrieron a unirse con sus compañeros.
 
¿No te diste cuenta de que el papá de Gina no está más?
Pensé que estaba en la guerra, como los otros...como papá.
Pero no. Lo mataron unos soldados. El viejo de enfrente los vio que lo llevaban detrás de la casa, escuchó un disparo y a los soldados correr con la harina, lo mataron por la harina. Seguro no se las quiso dar, eso dijo la mamá de Gina, yo la oí cuando fuimos a verla ¿no escuchaste vos?
No, yo estaba afuera con Gina jugando, me dijo que estaba triste por lo del padre, pero nada más, no quise preguntarle porque lloraba y yo quería que estuviera contenta, entonces la distraje haciéndome el mono y ella se empezó a reír…creí que se había ido a la guerra el padre, como papá y los otros.
Ahora mamá esta triste por eso, por el pobre Roberto y también por nuestra harina si se la llevan al frente ¿Qué vamos a comer? Sin harina va a estar difícil
Tiene que haber alguna forma…
Si la escondemos nos puede pasar algo malo, no se puede hacer nada.
Tendría que ser esconderla sin esconderla, sin que nadie se dé cuenta.
No te digo, no hay nada que hacer.
¿Y si la disfrazamos?
  ¡Estás loco! ¿Cómo se disfraza la harina?
Isabella cocinaba una sopa con las pocas verduras que tenía. Picaba, trituraba y echaba a la olla con furia. La injusta muerte de Roberto no la dejaba respirar, la angustia trepaba por su pecho como una marea imposible de parar.  Roberto y su mujer  habían sido sus vecinos por años, se llevaban muy bien y contaban los unos con los otros en los tiempos duros. Cuando ella se quedó sola porque su marido no tuvo la suerte de estar enfermo como Roberto y marchó al frente, ellos se convirtieron en su familia. Gina y sus hijos  jugaban como hermanos desde que tenían uso de razón. ¿Cómo iban a vivir sin hombres? La muerte de su amigo y la ausencia de su esposo hacían la vida tan gris y triste que solo se mantenía fuerte por los niños y por su amiga, ahora viuda, en tiempos de una guerra de la que no sabían nada más que el sonido de cañones que cada tanto llegaba del otro lado de la montaña. Disimulaba lágrimas de cebolla con lágrimas de dolor que secaba una y otra vez con su delantal sin poder detener su marcha. “Y ahora con los soldados encima no vamos a poder retener la comida”, pensó,” ¿qué voy a darles a los niños si se llevan la harina? “Y se sintió mezquina por pensar en eso cuando su amiga había perdido mucho más. En eso estaba cuando sus hijos entraron corriendo a la cocina y atropellando palabras entre los dos querían decir más rápido de lo que podían sus bocas una idea que parecía entusiasmarlos. Tuvo que calmarlos y pedirles tranquilidad. Al fin Genaro habló: para cuidar la harina sólo tenían que disfrazarla. Isabella rió le causó gracia la ocurrencia y le dio una ternura infinita que su hijo pensara que era posible. Le acarició la cara y se acercó a la mesada para seguir con las verduras. “No, mamá, en serio sabemos como hacerlo”. Y ahí como si hicieran juntos un pase de magia sincronizado palabras contaron que solo debían confundirla con chocolate. Si mezclaban la harina con cacao los soldados no la reconocerían y así podrían conservarla. Así lo hicieron, en un tambor pusieron harina y cacao, los mezclaron de tal modo que la harina vestida de marrón fue invisible para los soldados que no la llevaron ¿Para qué iban a querer tanto chocolate en el frente?
Durante meses Isabella y sus hijos hornearon el mejor pan con sabor a chocolate cocinado con la harina, que los soldados no quisieron llevar, porque no reconocieron de tan bien disfrazada que estaba. Ellos compartieron con Gina y su madre esos panes que endulzaron apenas tiempos feroces que los marcaron para siempre.
 
Por años esta historia permaneció en sus familias como gesto de resistencia y dolores compartidos.
No hubo pan más rico que aquel pan de cacao del otoño de 1916. Hasta las miguitas sacudidas desde el mantel convocaron a los pájaros a un festín imprevisto, se dieron cuenta que era un pan oscuro pero pan al fin…
 
 
 
 
 
 
 
MANUEL ABUÍN SE LLAMABA*
 
 
“Era un airiño soave,m que se ergueu pola mañan

e viña de non se sabe....”
XOSÉ MARÍA ÁLVAREZ BLÁZQUEZ
 
 
Llovía en Buenos Aires y era mañana y noche.
Una llovizna color cielo de Galicia.
Sus ojos color mar. Desde el mar a la jungla
Manuel Abuín se llamaba, aun se llama.
Aun se llama en la llama del recuerdo.
Eterno pucho apagado.
Sonrisa de niño triste.
Tío Manuel, el galaico.
Manuel Abuín llevaba toda su tristeza a cuestas.
El tío Manuel gallego, portero sin apellido.
Pateando tarros de bronca.
Manuel, el bruto gallego, va.
Un perro vagabundo lo acompaña.
Ambos orinan un poste tan solitario como ellos.
Manuel Infancia. Mártir y apóstol de niños..
“Ay Maruxiña mira como veño,
con una borrachera que ya no me teño”
Mi tío Manuel, el de pausas calladas.
El del pañuelo atado en cuatro nudos.
Manuel, Manuel Abuín, ya, descansa.
Te ofrecemos la memoria... un albur...
y un airiño soave que viene desde la infancia.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
UNO DE GALLEGOS*
 
 
 
Tópico significa “perteneciente a un lugar determinado”, y se aplica también a los medicamentos de uso externo.
Los tópicos, además, son esos lugares comunes que suelen usarse para el humor, para evitar la fatiga de pensar con mayor profundidad sobre algún tema, para discriminar o denostar a ciertas personas pertenecientes a alguna clase o grupo. Por ejemplo, los ingleses son flemáticos, los alemanes fríos, los latinos fogosos.
Cada tópico tiene una innumerable cantidad de casos para justificarlo. No vienen los tópicos de la nada, sino de hechos verificables en la experiencia. Pero cada tópico, también, tiene un pasado que lo explica.
Los judíos atesoradores de sus monedas, los judíos pendientes del oro escondido en los recovecos de las buhardillas, eran los judíos sin derecho a comprar tierras, siempre a punto de la expulsión, siempre a un momento de tomar los hijos y las monedas para escapar a otra tierra que los dejase por unos años simular ciudadanía. Esas monedas contadas y recontadas eran la posibilidad de futuro para su prole y su nación.
Los “turcos” de Argentina, los regateadores, los que dan el precio según la cara del cliente. Los libaneses, los sirios, los “turcos” comerciantes, vendedores de baratijas, eran los hombres de barbas oscuras que tenían que dormir al descampado, porque matar a un turco no era delito. Sólo les estaba permitido comerciar con chucherías, mientras no resultasen molestos a los cristianos, a la gente de bien.
Los indios y negros sucios, olorientos, estaban confinados a condiciones de miseria en que calentar una olla de agua en el invierno era un privilegio imposible. Y los aborígenes del sur si no se untaban con grasa el cuerpo morían congelados, pero si, eran sucios, inaceptablemente sucios, a nuestros ojos.
Los campesinos ignorantes, bastos, palurdos, tan poco sofisticados. Hasta hace poco tiempo los niños en el campo debían viajar kilómetros para llegar a alguna escuela, y en tiempos de siembra o cosecha debían interrumpir los estudios para ayudar a la familia. Escuela secundaria, si, en la ciudad. Quién pudiera.
Las mujeres débiles, sin capacidad de mando ni de organización ni dirección, menos de dirección de ninguna cosa. Las primeras promociones de universitarias todavía viven, tan reciente es la inserción de la mujer en la sociedad política, económica y académica. Hasta hace unos segundos en tiempo histórico, las mujeres tenían los mismos derechos que un menor de edad o incapacitado mental. Si, no se tienen, nadie les tiene confianza.
Hay muchos, muchos tópicos. Es notable cómo el pensamiento políticamente correcto en estos tiempos se ha hecho carne en la gente, y es cada vez más difícil escuchar que en un discurso se usen despreciativamente los viejos tópicos. Muchos de estos conceptos no tienen, hoy, asidero. Sin embargo, basta una discusión, y no importa sobre qué sea, para que floten los cadáveres que pensábamos fondeados en el río.
Cada insulto de este tipo es un golpe artero que se descarga no sobre la cabeza del adversario, sino sobre su pasado, su familia, su grupo de pertenencia, sus hijos. Son los insultos más fáciles, más dolorosos, más personales. Porque se aplican en la zona donde duele, y se derraman externamente abarcando la pertenencia étnica, social, de género.
Están agazapados detrás de la falsa cortesía, de la débil capa de urbanidad, de la aparente “aceptación gozosa de las diferencias”. Subsisten, subyacen, finalmente aparecen.
Me pregunto si la creación de tópicos será una condición humana natural, si será, finalmente, una necesidad el pertenecer a un grupo, y por lo tanto no pertenecer a otro, y por lo tanto creer que ese grupo es peor, y por lo tanto despreciarlo. No lo se.
Llega a mi casilla un chiste de gallegos. Es gracioso. Me digo que es gracioso.
 
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
Pilar*
 
 
 
*Por Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
 
 
Pilar se levanta temprano como cada día. Le extraña que Oso no venga a saludarla. Pone el agua para el mate y va a buscarlo. Arrastra las pantuflas a paso lento. La noche anterior se quedó echado al lado de la salamandra. Hacía mucho frío, ella le dejó el chal sobre el lomo antes de irse a dormir. Le vio los ojos cansados, sólo eso, él le movió la cola en un gesto que ella interpretó como un gracias. De nada osito. Y se fue a la cama.
Llega adonde el perro parece dormir. Se acerca y se agacha agarrándose del respaldo de la silla. Oso, oso dale que es tarde levántate. Entonces se da cuenta de que ya no respira.
 
Pilar tenía 6 años y los pies curtidos por las espinas del campo. Escuchó la noticia sin que la vieran. Sonaron tres golpes en la puerta mientras ella jugaba con León, su perro, en la parte trasera de la casa, desde allí con la puerta abierta del fondo podía ver la pequeña cocina. Su madre abrió sin decir palabra, con apenas un gesto asintió cuando le preguntaron si era la mujer de Armando Bermúdez. Lo sentimos Señora. Y su madre estrujando el delantal se dejó caer sobre una silla y empezó a llorar. Lloraba con sollozos fuertes. Ver a su madre le alcanzo para saber lo que los soldados habían dicho aunque ella no los hubiese oído. Salió corriendo. León la siguió sin detenerse hasta que Pilar ya no pudo respirar. Cayó de rodillas, su pecho se hundía una y otra vez en el intento de recuperar algo del aire perdido. Las lágrimas llegaron a su boca. Lágrimas como ríos interminables. León a su lado lamía su cara. Pilar lo abrazó. ¿Cómo puede ser Leoncito? El abuelo dijo que papá volvería lo prometió, yo lo oí, que si Dios lo salvó en el Ebro de esta iba a volver. ¿Qué vamos a hacer Leoncito? Y con todas sus fuerzas rodeo el cuerpo de León hundiendo la cara entre sus pelos.
Dos años después de la muerte de Armando la madre de Pilar recibió carta y pasajes desde Buenos Aires. Sus hermanos varones estaban allí hacía un tiempo. No podían dejar sola a su hermana viuda y con tres hijos en un país atravesado por una posguerra feroz. Pilar se abrazó a su abuelo con toda la fuerza que le permitieron sus brazos cansados. León a su lado saltaba y lloraba con esa percepción que parecen tener los animales en ciertos momentos. Pilar no sabía qué decir. Ya había intentado convencer a su madre de quedarse. Tenemos que irnos, está tierra sin tu padre no vale nada. Y volvía a llorar como tantas veces. Esa tarde se subió a la carreta que los llevaría a Vigo donde un barco con destino final a Buenos Aires los esperaba. Tras ella subió su hermano José, y el pequeño Jesús de apenas tres años que, arriba de su madre, dormía. Pilar vio a León correr la carreta ladrando, aullando como si de pronto se hubiese convertido en un lobo. Ella se abrazó las piernas y cerró fuerte los ojos. Cuando ya no escuchó sus ladridos volvió a abrirlos. Su madre a su lado aún los tenía cerrados y como siempre lloraba abrazada a su hijo.
La Boca. Pilar tenía dieciséis años y volvía a paso lento de trabajar en la fábrica. Ocho horas barriendo y ayudando en las máquinas tejedoras. Al menos arrimaba algo de dinero. No la estaban pasando bien. Buenos Aires es el paraíso, decían las cartas, acá la gente tira el pan a la basura porque no llegan a comerlo. La tierra prometida no cumplió con todas las promesas. Venía pensando qué distinta era Buenos Aires a Galicia. No podía decidir cuál era más linda. Tan distintas...tenía amigas gallegas que había conocido ya desde el barco. Volvían cansadas, apenas con ganas de compartir un mate y una charla en el conventillo, al menos con ellas podía seguir escuchando el rumor de su tierra perdida. ¿Cuándo volvería a Galicia? Si era honesta consigo misma la respuesta era nunca. Cavilaba, pensaba en los suyos, en su tierra, cuando levantó la vista se encontró que, media cuadra más adelante, había un bulto que parecía un paquete. Le dio curiosidad. Apuró el paso, cuando estaba cerca, reconoció que era un pequeño perrito que temblaba. Lo alzó y lo abrazó para darle calor. Cuando acercó su cara al cachorro el recuerdo de León la envolvió sin retorno. No pudo parar de llorar las cuatro cuadras que le faltaban para llegar a su casa. Un nuevo compañero, pensó, mientras daba un suspiro y sacaba el pañuelo para secarse las lágrimas. A vos te voy a poner Manuel.
Lo lamentamos Señora no pudimos hacer nada. Un infarto irreversible. Gloria, su hija, la sostenía, la envolvía con sus brazos, lloraban juntas. Cuarenta años había compartido con Fermín, cuarenta años y ya no estaba. No encontraba una palabra que decir sólo lágrimas. Y el calor de su hija que no la soltaba.
Horas después subían juntas a un taxi. Me quedo con vos Má esta noche. Está bien hija no hace falta. Quería estar sola. Lo necesitaba. Se despidieron en la puerta de su casa. Cualquier cosa me llamás. Sí hija quédate tranquila. Cruzó el jardín de la entrada y abrió la puerta, ni bien puso la llave en la cerradura escuchó las patas de Oso acercándose. La recibió a los saltos y moviendo su cola peluda y gris. Pilar llegó al sillón, dejó la cartera. Oso se trepó sobre su falda como hacía cada día de los últimos diez años. Ella lo abrazó para llorar sin consuelo su primera noche viuda.
 
Oso se murió le dice a Gloria por teléfono. ¿Cómo estás Má? ¿Cómo querés que esté? Ya no me queda nada. No digas eso Má estamos Juan y yo y los chicos. Ya sé, pero vos tenés tu vida, no es un reclamo, te entiendo, a mi sólo que quedaba la compañía de Oso ya no me queda nada. Má busco los chicos de la escuela y voy para allá al medio día. Esperamos a Juan y lo enterramos juntos. ¿Escuchas? ¿Estás bien? Sí, sí estoy bien. Algún cachorro vamos a conseguir. Bueno, después hablamos de eso, los espero. Cuelga el teléfono y va a su habitación a buscar una sábana. Busca la última que bordó, vuelve a la cocina y con ella cubre a Oso. Se sienta en la silla. Toma unos mates y se acuerda de León su perro de la infancia y por primera vez se da cuenta de que no sabe qué fue de él, donde estará enterrado. Un nuevo cachorro piensa. Ochenta años. Ya no puedo cuidar a nadie. Se escucha decir. No, ya es suficiente. Mejor le digo a Gloria que no traiga ningún cachorro. ¿Quién lo va a cuidar cuando yo no esté?
 
 
 
 
 
 
 
Amanecer desnudo y muerto entre los muertos*
 
 
Amanecer desnudo y muerto entre los muertos
que miran a otro lado y canturrean
la canción del olvido mientras duermen
su sueño enmohecido de sirenas.
Despertar cautivo y ciego entre las ruinas
sin guitarra ni espigas ni horizonte;
tan sólo un grito ahogado en las entrañas
y la certeza del caos circundante.
Gota a gota la muerte se va bebiendo el mundo
por las ensangrentadas fauces de sus canes
ataviados con ropas de diseño.
(En su bolsa resuenan las monedas:
los treinta hachazos en el cuello
del venado inocente).
Mientras, los hombres callan
y sólo se oye el son de los demonios
entre un eco de fieras explosiones.
Pido que cese el ruido, que se apaguen
todas las humaredas de la noche;
que termine el estruendo y sólo suene
el humilde tañir de una palabra
rebotando en las esquinas del crepúsculo.
Pido que nazca el hombre, que renazca
de todos sus cadáveres, que surja
su voz sonora, su verdad sincera,
que sea música que tercamente fluya,
arroyo o marejada, nube o yegua,
fiebre de océanos, campana de gaviotas.
Pido que sobrevenga la alborada.



*de Sergio Borao Llop . sbllop@gmail.com
 
-Publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
 
 
 
 
 
 
***
 
 
 
 
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Inventiva Social publica colaboraciones bajo un principio de intercambio: la libertad de escribir y leer a cambio de la libertad de publicar o no cada escrito. Los escritos recibidos no tienen fecha cierta de publicación, y se editan bajo ejes temáticos creados por el editor.
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Inventiva social recopila y edita para su difusión virtual textos literarias que cada colaborador desea compartir.
Inventiva Social no puede asegurar la originalidad ni autoria de obras recibidas.

Respuesta a preguntas frecuentes

Que es Inventiva Social?
Una publicación virtual editada con cooperación de escritores y lectores.

Cuales son sus contenidos?
Inventiva Social relaciona en ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los medios de comunicación.

Cuales son los ejes de la propuesta?
Proponer el intercambio sensible desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas para pensar sin manipulación.


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