*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
*
Cuando me
duerma esta noche
Tu rostro
apasionado estará sobre mis parpados
Solo deseo
verte entre mis sueños
Con tus ojos
tan suaves
Con las alas de
colibríes verdes
Soplando aromas
del estío
ESA NADA QUE CAMINA A CIEGAS EN EL UNIVERSO…
MIRANDO LA TARDE
IRSE*
Me gusta el
atardecer. Se está bien así,
frente a la
tarde cuando se va…
Las alas de las
garcetas
van
absorbiéndolo todo
con una
lentitud compasiva y rosada.
A veces
desearía quedarme así horas
y horas, días
enteros,
sin pesar, sin
preocupaciones. Paciente
y calma.
Mirando la tarde irse
con los
reflejos de su última luz
en el oleaje
breve de la vida,
esperando
que detrás de
ella
hacia el fondo
maduro de la noche
ocurra algo.
Un pájaro cruza
el cielo
desde el este
hasta el oeste.
En ese gesto
amplio
su vuelo,
se lleva el
atardecer.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
A la tarde pasó
un tornado que destruyó la ciudad: árboles, techos, paredes, vidrios, carteles,
autos quedaron desperdigados como basura que los camiones de recolección
todavía no habían llegado a levantar. Una ciudad entera deshecha por una fuerza
incontenible que nos hizo sentir esa nada que camina a ciegas en el universo. A
la noche, en medio de la oscuridad, salí al patio de mi casa. Brillaban las
estrellas con esa luz que vemos en los ojos de los enamorados y había en todo
el cielo un azul profundo, de una singular belleza. Si únicamente mirara hacia
arriba, me dije, qué consuelo. Aunque mire hacia abajo, hacia todos los costados,
me corregí, esta luz siempre será un consuelo.
*De Inés
Legarreta.
Animal Común*
He dejado de ir
a la iglesia
y me pongo a
regar el jardín en las tardecitas
No recibo
cartas que me hablen de la niebla
o de los
papalotes encima de los cordeles
Subo
y bajo unas
escaleras que no me llevan al cielo
Debo revisar mi
cuenta bancaria
quitar el lodo
de la puerta
comprar un
espejo
Dios sabe estas
cosas
y vuelvo al
jardín
y tengo miedo.
Dios imperfecto*
Desde el refugio situado en lo
alto de la montaña, el Dios observa incrédulo las columnas de caminantes que,
sin cesar, siguen acercándose por los cuatro puntos cardinales. Surgidos desde
las entrañas del horizonte, millones de peregrinos marchan jubilosos hacia el
lugar, dispuestos a ofrecer su profundo agradecimiento a aquél que los ha
salvado.
Vencido por la culpa, el Dios menea la cabeza con melancólica resignación.
"No entienden", se dice, "no entienden que todo lo hice por mí". Y vuelve a esconderse, infinitamente avergonzado.
Vencido por la culpa, el Dios menea la cabeza con melancólica resignación.
"No entienden", se dice, "no entienden que todo lo hice por mí". Y vuelve a esconderse, infinitamente avergonzado.
algún credo*
a Daniel
Martínez
creo en dios.
en el dios que
viaja
en nuestra
sangre.
y en el diablo
que habita en
mi cabeza.
creo en los seres
luminosos
y en los
oscuros del universo.
creo en el
tiempo
de los relojes
de arena.
en los arduos
días
del agricultor
y los días sin
sol del minero.
creo en los
días felices
del amor
verdadero.
creo en las
uvas y el vino.
creo en el pan
necesario
y el vino
imprescindible
en la mesa de
todo hombre.
creo en el amor
que sana
y las palabras
que salvan.
creo en la
poesía honesta.
en el placer
y el goce de
las formas.
creo en la
humanidad
y su
autodestrucción.
en el mundo
y sus absurdos.
creo en una mínima
luz
al final del
camino.
creo en la
revolución
más allá de las
palabras.
creo en la
lucha armada.
en los pueblos
de hombres y
mujeres libres.
creo en las
utopías colectivas.
creo en las
mentiras
que sueñan
conmigo.
en la fantasía
y su realidad.
creo en las
sendas
que nunca
transité
en el desierto
y sus
espejismos.
creo en el
camino.
creo en los
canallas
y los tahures.
creo en el
paraíso perdido
y más aún
en el paraíso
buscado.
en los amigos
del bar
y los enemigos
leales.
creo en éstas
palabras
que ansían
creer.
creo en mí
como en la
sombra del unicornio.
y en el
horizonte
que camina
delante.
creo en el
fuego
en el aire
en el agua
y en la
tierra.-
*De Aldo
Novelli. aldonovelli@yahoo.com
La mujer que
tenía un libro en la cabeza*
*Por Juan
Forn
En la época de
Montaigne, se tardaba diez días para hacer los 600 kilómetros entre París y
Burdeos, y él no estaba para encarar el viaje, después de que lo asaltaran, lo
apalearan y lo dejaran por muerto en las afueras de París. Había ido a
interceder ante la corte para detener las guerras de religión que estaban
desangrando el país, pero lo único que le interesaba era volver cuanto antes a
la famosa torre repleta de libros que tenía en sus tierras en Burdeos. Llevaba
consigo un ejemplar de la primera edición de su libro, el único que escribiría
en su vida, el que lo haría inmortal, pero todavía no: Montaigne había quedado
insatisfecho con la primera versión publicada, el ejemplar que arrastraba
consigo había duplicado elefantiásicamente su volumen con los agregados que
quería hacerle (para lograr que fuese “un espejo en que cada hombre se vea
reflejado”), llevaba diez años agregando cosas y ya había cumplido los
cincuenta: sentía cada día más cerca la cita con la parca. Lo único que quería
era terminar su libro, pero en París no podía trabajar tranquilo y a Burdeos no
le daba el cuerpo para llegar, por eso aceptó una invitación a un palacete en
el idílico Gournay, que quedaba a sólo medio día de París. Y así entró Marie de
Jars, o Marie de Gournay, en la historia de la literatura.
El papá de
Marie había hecho dinero, compró tierras, se hizo un palacio y mandó para allá
“los doscientos libros que debía tener la biblioteca de un caballero”, para
leerlos cuando se retirara a la campiña. Pero se murió antes, de golpe, y la
familia tuvo que achicarse: dejaron París, terminaron en Gournay, desde allá la
madre se desvivía por casar bien a las hijas, pero Marie le salió díscola,
además de feúcha. Se encerraba en la biblioteca del padre para que no la
peinaran ni la vistieran, ni le enseñaran modales. ¿Qué es lo que tanto te
interesa de esa habitación llena de palabras?, le preguntaba la madre. Marie no
contestaba; en cambio se leyó todos los libros que había en los estantes (para
hacerlo tuvo que aprender sola latín, porque la mitad estaban en ese idioma) y
después consiguió que un tío de París le dejara de regalo los libros que traía
en sus visitas. Uno de ellos fue el de Montaigne. Cuando Marie se internó en
él, no quiso salir más. Era tal la empatía que sentía con el libro que por
momentos se preguntaba: ¿esto lo he escrito yo? Cuando supo que Montaigne
estaba varado en París, le escribió una carta fervorosa (“Los antiguos están
llorando por no haberlo tenido entre ellos”), le ofreció los aposentos de su
padre en Gournay hasta que pudiera volver a Burdeos, le pidió que la
considerara su hija.
Se sabe que la
primera decepción de Montaigne al llegar a Gournay fue la fealdad de Marie y la
segunda, el arrebato con que ella le aseguró que había nacido para leerlo, que
nadie lo entendía como ella. Pero también descubrió que esa criatura que se
había educado por las suyas en aquella biblioteca no sólo lo admiraba, sino que
además era capaz de descifrarle la letra (los latines que usaba Montaigne
cuando se hablaba a sí mismo) allí donde ni él mismo se entendía. Sabemos que
Montaigne pasó cuatro meses en Gournay y que no volvió a ver nunca más a Marie.
Ella le escribía todos los días, incluso le envió una novelita filosófica que
escribió en su honor (“El paseo con Monsieur Montaigne”); él nunca le contestó.
Sin embargo, en su lecho de muerte, sabiendo que ni su mujer ni su hija tenían
interés en su obra, y que su amigo Pierre de Brach ya tenía cierta edad y
quería escribir sus cosas, pidió que se encomendara a Mademoiselle de Gournay
la edición de su libro incorporando todos los agregados y correcciones. La
viuda cumplió el encargo a desgano y envió a Marie el mamotreto. La vida no
había sido gentil con ella entretanto: sus hermanas se habían casado, su madre
había muerto, el castillo se había vendido. El encargo llegaba en un momento
providencial. Tan extasiada estaba que entendió que le ofrecían pasar el resto
de sus días en la legendaria torre de Montaigne y partió con sus últimos
ahorros a Burdeos, pero la viuda logró sacársela de encima una vez que Marie
completó el trabajo (“Ahora, hija, vaya a París y publique el libro, y quédese
allá velando por él”).
Marie no sólo
dio a imprenta el libro de Montaigne en París. Para mantener la llama viva,
publicó también su novelita, a la que agregó como prólogo la carta fervorosa
con que invitó a su maestro a Gournay y, como epílogo, la carta de Madame Montaigne.
A continuación se sentó a esperar que los fieles acudieran a su salón, y que
esas veladas llegaran a oídos de Marguerite de Valois, la famosa Reina Margot,
para que ésta le diese una pensión que le permitiera dedicarse de por vida a
velar por Montaigne. Pero su novelita causó más sensación que el libro de su
maestro: los literatos la leían entre risas y luego acudían a su salón para
tener más anécdotas con que mofarse de ella. La llamaban La Virgen de Mil Años.
Margot se interesó en el personaje y eso le complicó aún más las cosas a Marie,
cuando la reina cayó en desgracia: pasó a defenderla con tanto ardor como a
Montaigne. Como ella, iniciaba cada una de sus opiniones con las palabras: “Es
una mujer la que habla”. Escribió panfletos exigiendo la igualdad entre hombres
y mujeres con argumentos como éste: “Nada se parece tanto a un gato en el
alféizar como una gata”. Cuando le llegó una carta en que el rey Jaime de
Inglaterra le pedía una semblanza de sí misma para una colección sobre las
personalidades más relevantes de la época, creyó por fin llegado el
reconocimiento. Era una burla más: el manuscrito que envió circuló de mano en
mano y fue el hazmerreír de París. Pero Marie sobrevivió a todo: a los enemigos
de Margot, a las estrecheces económicas, a los que se burlaron de ella, incluso
a la viuda y a la hija de Montaigne. Muertas las herederas, la obra del maestro
quedó a su cargo, pero no tenía dinero para hacer una nueva edición y mantener
la llama viva, hasta que un día compareció el cardenal Richelieu en la
buhardilla donde vivía Marie con una criada y una gata. Venía a darle una
pensión vitalicia, por “sus desvelos en conservar el viejo idioma”. La pensión
era de cincuenta ducados anuales. Marie contestó que tenía una criada que
alimentar. El cardenal agregó cinco. Marie dijo que tenía una gata; el cardenal
agregó un ducado más. Marie dijo que la gata había tenido gatitos. El cardenal
pidió una pistola y preguntó dónde estaban los gatitos.
Lo cierto es
que con esa pensión Marie hizo una nueva edición del libro de su maestro, que
es la que leemos hasta hoy. Cuando se descubrió, siglos después, el manuscrito
de Montaigne, juntando polvo en el ático de su torre, se comprobó que las
traducciones del latín hechas por Marie eran perfectas. Sus libros, en cambio,
son ilegibles, pero eso no importa. La verdadera voz de Marie se oye adentro de
la voz de Montaigne, y ya se sabe lo que pasa cuando leemos a Montaigne:
sentimos, como Marie, como el resto del mundo, hombres y mujeres, no importa la
época, que habla de nosotros, que estamos ahí.
*
El mundo es una
alforja llena de agua
y vamos dentro
como un jersey
empapado
de sus viajes
sin retorno.
Tengo en mis
muñecas
un deseo dando
vueltas,
una sombra de
tu amor
que perdura
como el beso
de un perfume
extraordinario
Siempre
comparo;
el mes de julio
no me trae
mayores
consecuencias
pero los
diciembres dañan
Un arlequín se
mece encandilado
sobre la luz de
luna
que llevo en
cada ojo
y me canta,
canta canciones
desesperadas
como si
quisiera arrancarle
lágrimas a mis
ojos
para beber de
la luna.
Yo, sin
embargo,
amarro mi
cuerpo al sol
porque sé de
tus terrazas
y de las
manzanas
que no me dejan
dormir.
CUADRATURA DE
LA CRUCIFIXIÓN*
“Te amo mas que
mi propia piel”
Frida Khalo
A esa mujer la
han crucificado a besos.
La han cubierto
con la vía láctea.
Con sagrada
saliva la han ungido.
Le han puesto
alas en la cabeza.
En la frente,
un paraguas. Un pararrayos.
Han seguido la
flecha de los besos en sus pies.
Han penetrado
por su ombligo.
Piel, debajo de
su piel.
En su vientre
un pez tornasolado nada
Han borrado sus
huellas dactilares.
Solo un punto.
Vida. Desatino. Amor.
En su hipocampo
mar solo cabalga un nombre.
Todos los
hombres, menos uno, extintos.
Posesión.
Agujas. Lobizón. Noche de luna.
Cuadratura de
la crucifixión.
La muerte está
colgada en un tendal de seda.
Y la tristeza y
el olvido y el pan duro.
Zozobra en las
ancas de un potro negro, sin domar.
Monta en pelo y
florece la rosa de los vientos.
Y la llaman
loca. Sacrílega. Impía.
Pero le han
brotado bocas en sus ojos.
En sus riveras.
En sus bordes de agua.
En sus caderas.
En sus manos, bocas.
Bocas. Bocas.
Bocas.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
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