*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
Cualquiera*
A cualquiera
puede pasarle cualquier cosa
como
disolver en
agua 200 gramos de café y
tomarlo
sin pausa,
o
sacar y
volver a
guardar la ropa del placard,
buscar si
quedan rasgos de su olor
alguna mancha
abrir la
heladera y llenarnos
quién no
intento saciar vacios con pan embadurnado en manteca
dulce de leche
tortillas
viejas,
o enamorarse.
*De Lila
Biscia.
A CUALQUIERA PUEDE PASARLE CUALQUIER COSA…
*
-A usted Dios
la va a ayudar. Su mirada, ¿sabe? Usted tiene algo especial en la mirada ¿Lo
sabe?
-No señora, no
sé cómo es mi mirada porque no puedo verme..., pero le agradezco.
Le sonreí. La
mujer no quitaba su vista de mí y de mi mano sosteniendo la de mi madre, fría y
contraída sobre sus dedos.
Yo quería
concentrarme en ella, encontrarla en sus ojos, retener alguna forma de partida
que no fuese esta despiadada suerte de irse sin morir.
La mujer
siguió: -Yo a ella le hablo ¿sabe?, le hablo todas las noches porque quiero que
me conteste, que me cuente de su vida. ¿Hago mal?
-No, al
contrario. Hace muy bien. A ella le debe gustar escuchar su voz -dije-.
-A usted Dios
la va a ayudar. Usted tiene luz y una mirada amorosa. Escúcheme, usted sufre
pero ella ya no.
Quise sonreír,
devolverle algo de esa desnudez con la que me hablaba, decir algo profundo como
todo lo que se me agolpaba en la garganta.
Mi madre salió
por un instante del limbo que la contiene y levantó la cabeza: -¿Sos vos? –
dijo-.
La mujer sonrió
e insistió: -¿Ve lo que le digo? Dígale que sí. Dígale que es su ángel.
Dejé caer mis
ojos en los de mi madre. Sostuve por un instante allí mi humanidad entera. La
abracé profundamente. Besé a la mujer y me fui.
*De Cintia
Zaremsky Schenquerman.
Fantasmas del
futuro*
*Por Esther
Cross.
Ibamos por la
ruta 33, del pueblo al campo. Manejaba mi abuelo, que había ido a vernos para
recobrarse de la muerte de mi abuela. Llegó en el Chevallier de la tarde y
fuimos a buscarlo a la terminal con mi padre. Mi abuelo lo saludó con una
palmada, levantó a mi hermano más chico, abrazó a mi hermano mayor y a mí me
concedió una atención especial porque era la única chica y me dio un beso.
Hacía años, comentó, que no venía al campo, y mi padre asintió, pero la paz
entre esos dos duraba poco. Esa vez discutieron porque mi abuelo quería manejar
y mi padre dijo “ya empezamos”. Era cierto. Algo empezaba cada vez que aparecía
el viejo. Ese día en la ruta fue distinto. Mi abuelo perdió la memoria en el
camino. Dejó parte de ese viaje con nosotros hundido en el olvido.
Fue una
sorpresa; la amnesia siempre lo es, según dicen. Nadie la hubiera predicho al
verlo bajar del Chevallier. El viejo estaba saludable, excitado y bien vestido
como siempre. Dijo que le dolía la cabeza porque el chofer del micro había
roncado todo el camino y que viajar al interior le daba un poco de jet lag.
Miraba una vez y otra el espejo retrovisor, como si nos estuvieran siguiendo,
como si estuviésemos escapando, como si se estuviera dejando algo que después
le haría falta. Pasamos una jaula de hacienda y se abalanzó sobre el volante.
Vimos los novillos hacinados en el remolque y, sobre la patente, el cartel
fileteado que decía Ulises, el Capo. “¿No usabas anteojos para ver de lejos?”,
le preguntó mi padre a mi abuelo, que respondió “es cierto pero no los necesito
porque el campo no queda lejos” y se rió con su risa contagiosa. Después,
cuando pasó todo, mis hermanos y yo nos acordamos de su broma y pensamos que
había sido una ironía presentida. Si hubiera sabido lo que estaba por pasarle,
lo que a lo mejor ya le pasaba, habría actuado de otra forma.
Mi abuelo no
creía en Dios pero cuando mi abuela agonizaba salió a buscar un cura que le
diera la extremaunción alegando que ella hubiera querido eso. Mi abuela estaba
en coma y respiraba como una esponja, pero mi abuelo le confería poderes e
intenciones y se designó su embajador. Pedía cosas de su parte y fue en su
nombre que solicitó un sacerdote para el entierro. Después mi abuelo entró en
la etapa desafiante. “¿Por qué, con todos los malos bichos que hay en esta
vida?”, decía, en la mesa, cuando menos te lo esperabas, seguro de que podías
completar la pregunta –y de que eso le daba la razón– con un resentimiento que
lo llenaba de fuerza. Entonces volvía a su buen humor de siempre y seguía
comiendo, como si nada. Podía arruinar almuerzos y reuniones. Mi padre decía
que su padre no tenía límites. Pero esa tarde en la ruta tuvo un límite. Se lo
puso su propia cabeza.
Habíamos salido
del pueblo hacía unos minutos. Mi padre y mi abuelo hablaban sin mirarse. En el
auto no parecía raro; podías pensar que estaban atentos al camino, pero ellos
siempre hablaban así. Mi madre decía que estaba bien porque un cruce de miradas
era suficiente para que se trenzaran. También explicaba la costumbre diciendo
que mi abuelo y mi padre se habían pasado la infancia de mi padre en el cine,
mirando la pantalla, y había quedado el hábito. Cuando fueron al entierro de mi
abuela en el remise de la casa funeraria también habían hablado así, mirando el
cementerio al final de la avenida.
Al bajar del
Chevallier esa tarde, mi abuelo se había empeñado en manejar. La idea se le
ocurrió en cuanto vio el auto nuevo de mi padre. “Hace años que no manejo”,
dijo, para que mi padre lo entendiera. “Justamente por eso”, le retrucó mi
padre.
Pero mis
hermanos y yo abogamos por mi abuelo. Desde que había enviudado, sus manías nos
parecían más graciosas, y a veces atendibles. No había nada que él pidiese que
mi madre no le diera. “Tampoco tiene que abrazarte así”, decía mi padre,
enojado con mi madre. El viejo aprovechaba para hacer lo que quería. “Toda la
vida toleré que me marcaran por ser hijo único –decía mi padre–, pero ¿alguien
se puso a pensar en lo que es ser el único hijo de este malcriado?”,
preguntaba, con una sonrisa que borraba con el humo mientras fumaba, porque
siempre fumaba. “¿Acaso me gusta ser el padre de mi padre, que es como ser mi
propio abuelo?”, seguía. Después había llegado el verano y nos habíamos ido al
campo y mi padre parecía un hombre nuevo. Pero ahora mi abuelo había venido a
visitarnos, estaba al volante y nos llevaba directamente, sin escalas, a su
olvido: una laguna de horas que iba a tragarse ese viaje, con nosotros incluso,
en su profundidad.
La pulseada fue
breve. De un lado estaba mi padre. Del otro, mi abuelo y nosotros tres.
Ganamos. Mi padre nos dejó ganar. Hizo una reverencia exagerada para cederle su
lugar a mi abuelo y se sentó al lado. Mi abuelo nos agradeció el apoyo con la
promesa de “castigar esa ruta”. Mi padre cerró la boca. Aunque no dijera nada, te
dabas cuenta. Su silencio latía, cargado.
El viejo tocó
todos los botones y palancas. A mi padre la nuca se le ponía colorada, y eso
era una señal inequívoca de enojo. Mi abuelo pisó un pedal, saltó un chorro de
agua y tuvo que prender el limpiaparabrisas. Aunque sabía que la radio sólo
captaba la emisora zonal, paseó el dial por todos los canales. Tiró de la
manija que abría el capó y mi hermano mayor tuvo que bajar para cerrarlo de
nuevo. Acomodó el espejo. Tanteó los bordes del asiento para empujarlo hacia
atrás. Con la mano en la palanca del piso, hizo todos los cambios. Probó la
baliza y las luces. Abrió y cerró la guantera. Le preguntó a mi padre para qué
tenía una linterna si no tenía pilas.
Desde donde
estábamos, se veía el cartel de la estación de Isaura, a la salida del pueblo.
Mi abuelo pisó el acelerador, dijo “ahí vamos”, dimos un par de corcovos y
avanzamos por el Boulevard Roca a una velocidad lenta, directamente fúnebre,
que ni siquiera merecía el nombre de velocidad. Aceleró un poco cuando dejamos
atrás la Antigua Casa Galver. Tomamos la ruta 33, aunque tuvo que corregir la
dirección cuando mi padre le avisó que íbamos para el otro lado. “Arre”, decía
el viejo. El viento caliente te golpeaba los oídos. Levantaba humaredas de
polvo a lo lejos.
Cuando nos
acercamos a las vías, aminoró la marcha. Mi padre le dijo que podía seguir
porque el tren estaba fuera de circulación hacía años. “A las armas las carga
el diablo y a las vías también”, le explicó mi abuelo y nos contó que había
trenes que aparecían desde la nada, como fantasmas del futuro. Entonces se
quedó mirando, con los ojos entornados, como si viniera algo que solamente él
podía ver. En ese momento nos dimos cuenta de lo raro que estaba, nos quedamos
con una parte de él que no era él estrictamente hablando.
Mi abuelo apagó
el auto. Nos miró como si estuviera bajando del Chevallier, y quiso saber dónde
estábamos. Así empezó la serenata de preguntas. Dónde estamos, a dónde vamos,
qué hacemos. Momentito, qué hacemos, a dónde vamos, dónde estamos, de dónde
venimos, de qué se ríen, por qué me miran así. Hay preguntas que trascienden
todas las respuestas. Es una de las cosas que aprendimos esa tarde.
Esa noche,
cuando pasó todo, volvimos al campo, lejos de la ruta y de la clínica García
Salinas. Estábamos en el jardín, eran las 9 de la noche pero había luz. El auto
estaba en el galpón, mi padre estaba más tranquilo y mi abuelo había vuelto a
ser mi abuelo. Ya estábamos lejos de la sala de emergencias, de la puerta
vaivén, del llanto de un bebé. Mi abuelo no se acordaba de que había manejado,
de la jaula de hacienda que decía Ulises, el Capo, de la enfermera que tuvo que
repetirle diez veces que se llamaba Irma. El médico nos había dicho que el
electroencefalograma de mi abuelo era normal y las radiografías eran normales.
Era un médico joven que se llamaba Omeya. Tenía el nombre bordado en un
bolsillo y zapatos gastados, de hombre mayor. En esa época no existían las
tomografías computadas pero en el pueblo no hubiera habido tomógrafos aunque
hubiesen existido y el cerebro de mi abuelo, visto en rebanadas, tampoco
hubiera registrado nada anormal.
Sentado en el
jardín, el viejo nos preguntó qué había pasado. “Estuve en otro mundo”, nos
dijo, levantando la mano, “lo malo es que no sé en cuál”.
Algo podíamos
adivinar de ese mundo desde el que nos hablaba mientras estaba perdido. Desde
ahí preguntaba con esa voz cansada, y nos miraba estirando las manos para
aferrarse a la orilla de lo real. En ese mundo gobernaba nuestro mismo
presidente –recordaba también el nombre del vicepresidente cuando el médico de
guardia lo interrogó–. Las caras y las cosas se deshacían en cuanto dejaba de
mirarlas porque cuando no las veía ya no sabía que estaban. El doctor Omeya
había hecho preguntas y mi abuelo había contestado bien. Había levantado los
brazos con las palmas de las manos hacia arriba. Había caminado con un pie
delante de otro, como un equilibrista. Se había tocado la punta de la nariz con
los ojos cerrados; había hecho cada cosa. El viejo había hecho todo lo que le
decían porque se había transformado en un hombre dócil –para resistir, hay que
recordar–.
Cuando paró el
motor, cuando hizo esas preguntas terribles –preguntas filosóficas, dijo mi
madre después– mi abuelo se había dado cuenta, de pronto, de que le faltaba
algo. “¿Dónde está Elsa?”, dijo. “¿Y su abuela?”, nos preguntó. “¿Cuándo viene
Elsa?”, le dijo a mi padre. “¿Dónde está tu madre?”, le gritó. Mi padre se bajó
del auto, ayudó a bajar a mi abuelo, y se lo llevó a un lado. Vimos que
hablaban. Después mi abuelo abrazó a mi padre. Por la ruta pasaba un carromato
de cosecheros. Mi abuelo lloraba como una criatura. Durante todo el viaje a la
clínica nos preguntó por la muerte de mi abuela. Tuvimos que contarle la larga
enfermedad y la internación varias veces.
Cuando llegamos
a la clínica García Salinas nos sentamos en los bancos de la Sala de Guardia a
esperar que llegara el doctor Omeya. Mi padre le preguntó a mi abuelo qué le
pasaba, yendo y viniendo, y el viejo repetía “no sé, no sé, no sé”. Podían
colgarlo de un gancho cabeza abajo, arrancarle las muelas, romperle el elástico
del cuerpo que sólo podría decir que no sabía, sólo podría decir la verdad. “Me
preocupa”, nos dijo mi padre, para justificar el enojo. “Sólo sé que no sé
nada”, dijo mi abuelo y ese chiste le hizo pensar a mi padre que su padre
podría regresar.
Cuando volvió a
ser el mismo de siempre, lo matamos a preguntas. Lo último que recordaba era la
cantidad “impresionante” de gente que había en Constitución, cuando fue a tomar
el micro. De Constitución saltaba a esa noche, en el jardín, con nosotros. En
el trayecto, no había llegado, no habíamos ido a buscarlo, no le había echado
el ojo al auto de mi padre, no se había dado el gusto de manejar, ni siquiera
había perdido la memoria y no había recibido por segunda vez la noticia de la
muerte de mi abuela. Dicen que el presente está grávido del porvenir, pero ese
día el presente de mi abuelo había estado, en cambio, grávido del pasado.
El médico de la
Clínica García Salinas nos acompañó hasta el auto. Mi padre acomodó su asiento,
enderezó el espejo y nos fuimos. Pasamos por la Casa Galver y la estación de
Isaura, pasamos por el cruce de las rutas 5 y la 33, por el altar donde había
chocado, hacía unos años, Buby Forte –el cantante regional que había dejado
varias viudas– y tomamos la ruta. Habíamos pasado tantas veces ese día por esos
lugares que nos estábamos volviendo profesionales.
Después mi
abuelo se sentó en el jardín, mirando el campo. Se oían los sapos de la laguna.
Fue entonces cuando dijo que había estado en otro mundo pero no sabía en cuál.
Esos episodios les pasan a pocas personas y nuestro abuelo fue uno de los
elegidos. ¿Dónde estuvo mientras estaba con nosotros? Había sobrevivido a eso
que ni siquiera puede imaginarse. ¿No era una especie de viajero de la
dimensión desconocida? Todavía había luz y brillaba el lucero. Mi padre salió
de la casa, fumando. Largaba hilos de humo blanco que se deshacían en el aire.
Le dijo que tenían que entrar. Fueron a la casa y al rato los vimos sentados en
la sala, mirando por la ventana, las lámparas prendidas.
El cuento por su
autor*
*Por Esther
Cross
Hace dos años,
Amalia Sanz y el médico y escritor Daniel Flitchentrei me invitaron a
participar en una antología llamada La piedra de la cordura. Conectaban a cada
escritor con un neurocientífico para hablar de ciertas enfermedades y sus
manifestaciones en las vidas de las personas. El relato médico y el relato
literario podían unirse para dar cuenta de lo que pasa en las tormentas de la
cabeza. Tendían ese puente entre el escritor y el médico y la antología es –ahora
que está publicada– el puente en sí.
Entablé
contacto con el doctor Pablo Richly. Gracias a él me enteré de que existe la
Amnesia Global Transitoria. Yo quería explorar algún problema relacionado con
la memoria porque hace años que estoy saliendo con ese tema.
En efecto, hace
tiempo que, como muchos de mi edad, escribo siguiendo la memoria, no tan
interesada en lo que muestra sino en ella. Escribir sobre la memoria es
escribir sobre la pérdida, pero no es tan melancólico como suena. También es
apostar a un viaje parapsicológico y eso no tiene nada de bajón, al contrario.
Implica creer que se puede viajar en el tiempo. A cada paso que una da, algo
queda enterrado en el olvido, pero ahí viene al rescate la memoria. En un mail
del doctor Richly me enteré de que hay un trastorno que equivale al apagón
total, al hundimiento absoluto. Alguien va por la calle y de pronto no sabe
cómo llegó ahí, de dónde viene, a dónde va. Dio un paso adelante y hundió
definitivamente toda su vida al darlo. Es muy fuerte.
Dije que trato
de seguirle los pasos a la memoria. Lo hago a través de unos cuentos que forman
una serie, y voy por la primera temporada. Se llama Los que volvieron y pasa
hace más de cuarenta años, en un campo del oeste de la provincia de Buenos
Aires, donde tres hermanos viven su vida lejos de la vigilancia adulta durante
casi todo el día, aunque su mundo coincide muchas veces con el de los grandes.
Mi historia de Amnesia Global Transitoria es un episodio de esa primera
temporada, se llama “Fantasmas del futuro” y lo protagoniza el abuelo de estos
chicos. Van a buscarlo a la terminal de micros con el padre, y... adivinen.
El padre de
esos cuentos no es mi padre, pero al escribirlos me siento como si hubiera
inventado un sistema telepático para encontrarme con él. Lo mismo me pasa con
mis hermanos como eran entonces. Es raro porque los cuentos no buscan para nada
esa realidad que llaman objetiva y dicen que existe, que existió, esa que la
vida fue borrando con su amnesia benigna y lenta para que hoy pueda darme el
gusto de recordarla.
Cierro los
ojos*
Cierro los ojos
esta noche y me despido
por un lapso de
horas breves
de esta
realidad que suele
agobiar la
mariposa que en mí duerme
con un peso
superior para sus alas tenues.
Voy a dormir.
Es la otra
parte de vivir.
La
subconsciente alquimia que permite
no enloquecer.
El reposo que devuelve
la posibilidad
de seguir.
Afortunada
sería si mañana pudiera
despertar con
ojos nuevos, limpios
por haber visto
en sueños
el mar de una
mirada que me mira,
una vara de
retama con su gesto
de asomar sobre
el muro y apuntar al cielo,
o el simple
gozo de andar descalza
sobre el
remanso de tus pensamientos...
Veré si puedo.
Si mis fuerzas alcanzan
para,
sumergida en
aguas interiores
bucear sin
desfallecer, y a mi regreso
traer el fruto
intacto de un poema cierto.
De: Entrega de
los días -1986-
CUADRATURA DEL
ESPEJO*
Negro sobre
blanco y trópico.
Espejado mundo
subterráneo.
Con el rabillo
del ojo. El espejo mira.
Escruta.
Escudriña. Acecha.
Sugiere. Manda.
Impone.
Apiádate de mi
amor mío.
Flores mustias
y un espejo desnudo.
Cuadratura del
negro.
Me desnudo de
máscaras y esbozos:
Del cielo
posado en mi cabeza.
De la niña
verde con flores bordadas es sus muslos.
De las etéreas
rosas. De la pasión.
De los tambores
candomberos.
De Reha y sus
timbales.
De rabiosos
sostenes.
De la aguja y
el hilo. De las jeringas.
De la fiebre,
del tifus. Soledad de hospital.
Amor mío, ven,
tus pasos no hablan.
Del temblor del
padre nuestro.
De las aves
marías.
De la pila
bautismal. De mi nombre.
De las babas de
la mujer muerta.
Del baile de la
vida.
Y ahora, es mi
oblicuidad la que mira.
El espejo no
está… ni yo tampoco.
*
de patitas en
la calle
buscando un
taxi,
perdido en el
barrio conocido
de repente un
resplandor,
un estallido,
y ya todo
muerto,
o lo que es
peor: todo herido.
(2003)
*De Aníbal
Jorge Sciorra.
(1952-2012)
LA MUJER DE LOS
REZOS*
En vísperas del
luto irrevocable,
cuando no hay
más que desgarrar tinieblas,
cuando la
sangre es un aliento inmóvil
y las lenguas
de arena fugitiva
impacientan los
miedos.
Cuando se
quiebran voces amarillas
con la furia
desnuda del silencio
y hay rumor de
pestillos oxidados
y distancias
y fiebres
y gemidos
y garras de
ceniza
han trazado una
raya en los espejos,
su figura de
gárgola raída
vigila los
umbrales
a la luz
mortecina de las velas
que consumen
recuerdos
y eleva sus
endechas desdentadas
desde el ritual
nocturno de los rezos.
Es ella:
la que aguarda
en los rincones,
la que custodia
el llanto y el destierro,
la que conoce
el gesto,
la consigna,
la pregunta
final...
y la respuesta;
la que asedia
los párpados exangües
por la orilla
del velo,
la que conoce
el tiempo y la liturgia,
los rostros
primordiales del que espera
junto al perfil
menguante de la luna
y cuyo nombre
no ha de revelarse
hasta que
callen todas las trompetas
y ardan negros
jinetes en el cielo;
la que exhuma
jirones balbuceantes
para construir
antiguos talismanes
que protejan
las huellas...
Porque es
preciso el viaje
y el abismo
y el río que se
oculta en la memoria
y el resplandor
lejano de fogatas
en los ojos
vacíos del barquero.
Es ella,
la nodriza,
la que mece
el último
destino de los sueños,
la pálida
hilandera de esta trama
donde la vida
sólo es el reverso;
la testigo
implacable del llamado,
la que,
de tanto
acompañar ausencias,
es una sombra
más entre las sombras...
una tallada
máscara de arcilla
cobijando el
asombro de los muertos.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
*
a veces uno
siente en la palma de la mano comezón.
y se
arremolinan ahí en esas arruguitas de nacimiento los sueños,
y las palabras
y las victorias y las aún luchas.
entonces... sí,
entonces...
es momento de
abrir esa mano que me miro
soltarla al
aire y al cielo
para volver
siempre a la tierra
***
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