*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell.
Argentina
TARZAN*
*De Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
Nuestro héroe.
Un héroe sin superpoderes, amante de una mona o –para evitar controversias y
discusiones- hijastro de Chita. Víctima de un naufragio, se tuvo que mimetizar
con los monos para no sucumbir. Volaba de liana en liana, cruzaba ríos repletos
de feroces cocodrilos –si alguno se atrevía, pasaba por su cuchillo de acero
afilado y, prácticamente, eterno ¿De dónde lo habrá sacado? Seguramente de
algún safari de sus compatriotas que exploraban el mundo, sin importarle un
rábano el mundo.
Pero Tarzán,
además, se las sabía todas. Hablaba la lengua de todos los animales, se
entendía con ellos y lograba interesantes alianzas, menos con los cocodrilos.
Pasa que no lo conoció a Cocodrilo Dundee que sino. Claro, estaba en Australia
y Tarzán andaba de aventuras en África, en una tierra ignota.
Lo interesante
de nuestro héroe es que conoció a una rubia. ¡Sí! Como usted está pensando: ¡En
el medio de la selva! Rodeado de peligros y animales feroces y, por supuesto,
cocodrilos. Hasta entonces, Tarzán ni idea tenía de la existencia de hembras de
su especie. Por eso esa relación extraña con la mona. Tal vez la rubia se dio
cuenta y lo adecentó. Mire, si hasta le enseñó inglés.
Claro, las
pobres y torpes negras africanas no podían ni tenían con que competir con
Jeanne. Siempre negras, llenas de rulitos, descalzas, sin hablar inglés,
semidesnudas, no podían llamar la atención del pobre macho náufrago y
extraviado.
Pero, nosotros
párvulos, no teníamos otra cosa los sábados a la tarde, en el pueblo de Ceres.
La barra se juntaba, si juntaba antes las monedas, e íbamos en tropel al cine a
ver el capítulo siguiente al que la doncella rubia era capturada por una tribu
feroz, que tenía necesidades de realizar un sacrificio porque los dioses no
eran benévolos con ellos. Y, siempre, de última aparecía él, con su grito que
resonaba en toda la selva y la salvaba del martirio. Ojo, a veces el capítulo
anterior lo dejaba a Tarzán en las fauces de un cocodrilo o cayéndose de una
catarata y siempre había algo: una rama, una piedra o lo que se pueda imaginar
y nuestro héroe resurgía indemne de su inminente fin, para continuar con la
leyenda. Eso sí, siempre bien peinado, porque el Johnny, aparte de ser campeón
de natación, era actor y requería de buena presencia.
Y el cine era
un hervidero de aplausos, gritos y chicles pegados en el pelo. ¿Quién fue, en
la oscuridad? Al otro día, algún pelado aparecía en la escuela o, al menos, con
un mechón menos. Y venía, por supuesto, la hora de los comentarios y de las
imitaciones.
Así me fue. Até
una soga, que encontré en el patio, a la rama de un árbol -¿Aguaribay o
algarrobo?-, me aseguré su firmeza en el nudo y me retiré unos metros. La soga
tocaba el piso. Tomé carrera y atrapé la soga para columpiarme. Un detalle: no
había verificado la consistencia de la soga, estaba podrida de seca. Y pasé de
largo. Caí sobre unos cajones, que por esas cuestiones de niño, me contuvieron
y no me hicieron nada. El grito, a lo Tarzán, se me ahogó. Después, me quede
mirando la copa del árbol y el pedazo de soga en mis manos. Por suerte estaba
solo, por el bochorno, digo. Era la hora de la siesta.
Al sábado
siguiente, Tarzán nos convocaba nuevamente. La barra, toda junta, aplaudiendo
sus aventuras.
EL PASADO QUE
SE HA VUELTO TAN PROFUNDO COMO UN SUEÑO…
Estación*
*De Wole
Soyinka.
Mohosa es la
madurez
Y la marchita
pelusa del maíz;
El polen es
tiempo de celo cuando las
/golondrinas
Tejen una danza
De flechas
emplumadas
Hebras de
tallos de maíz alados
Rayos de luz. Y
amábamos oír
Las frases
quebradas del viento, oír
Los ruidos del
campo, donde crece el maíz
Taladrado como
briznas de bambú.
Ahora, nosotros
los recogedores,
Aguardando la
madurez de las corolas,
/dibujamos
Largas sombras
desde lo oscuro, tejiendo
Secas bardas en
la hoguera. Pesados
/rastreadores
Huellan los
gérmenes podridos –esperamos
La promesa del
moho.
-Fuente: Ideas
número 126.
Santiago de
Cuba. Septiembre 2013
Romina o el
efecto mariposa*
El bar es
profundo y de paredes gruesas. Su forma, la de una runa casi perfecta, hecho
que no explica el precio del café, pero sí la necesidad de venir cada noche a
runar palabras que no pueden transmitirse con los labios, ni con la punta de la
lengua.
He traído
conmigo los cuatro libros que me ha regalado Asterión antes de expulsarme del
laberinto. El monstruo es así. Me suelta como si el primero de sus deberes
consistiera en suprimir a mi alrededor toda clase de atadura.
A la hora de
siempre entra la muchacha con su esplendor de siempre, desplegando el suspiro
de las flores que ofrece mesa por mesa. Cada noche hace el mismo recorrido
mecánico, con los mismos gestos mecánicos. Cada noche digo un no mecánico, pero
hoy compro una rosa para Asterión y ella por primera vez me sonríe.
Basta un gesto
para cambiar el curso de los acontecimientos. Ante la inesperada compra, la
inesperada sonrisa.
No sé por qué
razón o hechizo dejo mi silencio de runa a un lado y la invito a comer. Ella
deja el canasto de flores a un lado y acepta.
Nos reímos.
Me pregunta
para quién es la rosa.
Para un
monstruo, le digo.
Ella vuelve a
reír. Y yo también.
Es un poco raro
lo que hacemos pero lo hacemos con total naturalidad porque nos conocemos. En
apariencia sólo puedo atestiguar de ella su voz de decir, "¿rosas?" y
ella, mi voz de decir, "no", pero al parecer, el rito, tantas veces
repetido, nos ha hecho formar parte de algo tenue y sólido, como el perfume de
las flores que la preceden o el runar de las palabras que no puedo transmitir
con la punta de la lengua.
Al pedido lo
hago yo, por una cuestión de presupuesto. Se lo advierto y se vuelve a reír.
Quién hubiera dicho que la muchacha de las flores sonriera. No tiene
preferencia, lo que yo elija estará bien, pero quiere tomar cerveza. Obviamente
eso nos lleva a la pizza.
Mientras
esperamos toma uno de los libros y me pregunta qué es un con-fa-bu-la-rio. Lee
con dificultad y vuelve a reírse. Mi explicación también le causa gracia.
La mesera toma
el pedido y le sonríe a la muchacha de las flores. El universo hoy muta a
sonrisa. Pienso que cuando le cuente este acontecimiento a Asterión él también
sonreirá y dirá algo sobre un clavo más sobre ataúd del universo cartesiano y
esas cosas difíciles con las que le gusta poetizar. Todo me remite al monstruo
por estos días.
Romina es su
nombre.
De ahora en
más, cuando ella entre en el bar, ya no será la muchacha de las flores, sino
Romina, y eventualmente tomaremos algo, o nos preguntaremos cómo estamos, o
simplemente nos saludaremos desde lejos porque estamos apuradas. Y cuando nos
crucemos en la calle levantaremos la mano para saludarnos y si por casualidad
subimos al mismo colectivo, yo le ayudaré con su canasto o bien ella a mí con
los libros. Estoy segura de que a partir de ahora, Asterión querrá venir
conmigo al bar, como si el primero de sus deberes consistiera en suprimir a su
alrededor toda especie de sombra.
Romina dice que
nunca le habían gustado las flores hasta que una chica compró una y se la
regaló.
De a ratos la
noche parece ceder y se queda para siempre junto nosotras que no sabemos bien
de qué hablar pero tomamos su ofrenda.
Vuelve a
revisar los libros. Me pide que le lea algo. Escojo una página al azar:
"Desde muy pronto advertí cosas atroces. La vida alimenta a los niños con
puros venenos, como una nodriza criminal". Levanta el ceño. Aprieta los
labios. Mira hacia la calle. Hago lo mismo. Visualizo a Asterión en
instantáneas que se suceden. La noche no comienza por el principio, comienza
por la mitad, comienza a cada instante y dura para siempre.
El tiempo es un
clarinete en espiral.
Un violoncelo
oscuro.
Romina da
vueltas en su laberinto.
Dejamos de
pensar y volvemos a mirarnos. Me pregunta si el monstruo está preso. Me hace
sonreír. No, no, no, Asterión, aunque viva en su laberinto no está preso, sino
a salvo. Es confuso lo que digo. Lo vuelvo a decir y es completamente azul. Lo
vuelvo a decir y es completamente lejos.
Romina le da
volumen a la noche y es la prueba misma de que la noche existe. Pero tiene que
irse. Hay muchas flores por vender, todavía. Yo no lo puedo evitar, caigo en el
lugar común que Asterión después me criticará: siento que con ella se va algo
de mí.
Romina sale del
bar y cierra la puerta, cierra la jaula de las palomas, cierra el cajón donde
pastan las cigarras, cierra todo el pasado que se ha vuelto tan profundo como
un sueño. Se pierde su figura a lo lejos. El motor de los autos hace el mismo
ruido de la máquina de triturar el corazón humano para extraer de él una flor.
ÉXODO*
Sonoras
travesías de campanas
socavan el
silencio del domingo
y lloviznan
remotas aleluyas
sobre el
estambre azul de la mañana.
Bajo el pañuelo
de textura amarga,
azucenas de
luto
establecen el
reino del exilio
en el flanco
oriental de la nostalgia.
En la
intemperie diáfana,
la inocencia
deshila en el rocío
sus pétalos
desnudos,
su regazo de
ausencia,
su soledad
intacta.
Desde la sombra
atávica,
el río hincha
su vientre de tormentas,
arrastra verdes
lunas,
desgarra la
raíz de la ribera
con sus
colmillos de agua…
Encabritado
garañón de espuma,
sumerge
territorios bajo cascos fluviales,
secciona con el
belfo humedecido
las riendas
vegetales
de las
desprevenidas calabazas.
Caminando
zapatos que ya hollaron
otro éxodo,
otros pies,
otras
infancias,
la María
restaura la liturgia
en el templo de
légamo y vigilia
donde el dios
alfarero
desoye sus
patéticas plegarias…
y en la
espesura delirante
consienten las
compuertas sin amarras
el lento
derivar de camalotes
que le ha
hurtado las redes
y el vuelo de
las garzas
y la sombra del
sauce
y los dedos del
junco
y la harina
dorada.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
LA VUELTA DEL
LIDER*
*De Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
Mi viejo tenía
un quiosco frente a la estación de trenes. Era un quiosco construido de
material, revocado y bien cubierto. Vendía, en ese entonces –1958-, un poco de
todo: galletitas, girasol suelto con la medida de la latita de picadillos:
llena 0.20 ctvs., culo de la lata: 0.10 ctvs., vino, cerveza, diarios,
sándwiches, caramelos...
El loco Díaz,
personaje de ese Ceres, guarda del ferrocarril, se acercaba siempre a conversar
o a pasar la tarde con mi viejo. Y lo ayudaba sin espera de compensaciones: era
así.
La estación de
Ceres, una de las grandes en el ramal del Mitre, era parada obligada de los
trenes de pasajeros, sobre todo de los rápidos como la Estrella del Norte. Este
venía de Tucumán y llegaba a Buenos Aires. Algo remoto y desconocido para mi y
para muchos. Buenos Aires era una quimera, una caja de Pandora, una utopía, lo
desconocido, el desafío, todo junto así se sentía.
Pero el Loco
vivía en Ceres. Y no tenía pensado irse. Era su lugar. Su gente. Su trabajo. El
mote de Loco no se lo había ganado gratuitamente. No. Era ingenioso y
desopilante en sus acciones. Imagine: Argentina 1958, Perón, Madrid, Puerta de
Hierro, represiones, fusilamientos en basurales, golpe militar fresquito en la
conciencia de la gente. Y el Loco que le dice a mi padre: déme todos los
diarios viejos, don Vicente. Tiene una pila ahí. Démelos a todos. Se los voy a
sacar de encima.
Mi padre se los
da. Ingenuamente. Como a quien le hace una gauchada. A la hora, parada de la
Estrella del Norte. Los rostros cetrinos del altiplano bajaban por diez
minutos. Se proveían de algunas cosas para otro trayecto del viaje. Mi padre
los atendía en el quiosco. A veces, cuando podía desde mi altura, lo ayudaba.
Eran como las 22 o 23 hs. y el Loco que sube al tren: ¡Diario! ¡Diario!,
gritaba. ¡Volvió Perón! Noticia extra ¡Volvió Perón!.
Se lo sacaban
de las manos a los diarios. ¡La vuelta de Perón! Era un anhelo, un deseo enorme
que no entraba en la geografía del país y este Loco diciendo que había vuelto.
Los peones golondrinas, pasajeros obligados del tren, querían la primicia para
sí. Vendió todos los diarios.
Se bajó
corriendo del vagón, ya sin diarios en la mano. El tren daba su último pitazo y
se iba. No daba tiempo. Queda para la imaginación saber los rostros, los puños
en alto, las puteadas, las risas, el desengaño.
El Loco le dijo
a mi viejo: Los vendí a todos. Yo le pago los quilos por diario viejo, el resto
es para mí.
Y se fue a
dormir.
Nochebuena 1993*
érase una vez
que no teníamos
otra cosa que
siete rodajas de ananá
con azúcar
érase
nochebuena en la casa de la nona
no había sino
una sidra
érase la
alegría de tenernos con vida
nada más
nada menos
papá presidía
la mesa
un pollo
sazonado con verduras
una jarra con
jugo
los ojos de la
nona brillaban como
dos arbolitos
de navidad
no teníamos
otra cosa que tenernos
y papá se hacía
el viejito sordo
y nos matábamos
de risa
nos fusilábamos
de amor con la boca
llegaron las
doce brindamos por la
amnistía de los
pájaros que éramos
Nona sacó de la
antiquísima heladera el
plato
con las 7
rodajas azucaras de ananá
érase que no
teníamos otra cosa que el cielo
mejor dicho
érase que
éramos los más ricos de la Tierra/
***
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