-Obra: "Sombras" de Griselda
Roces.
Acrílico sobre
tela (70x100)
Equivocación
del paisaje*
*DELFINA
TISCORNIA
Hoy es trece,
creo
y abajo todo
espera:
la sierra es un
cartón deshabitado.
Un pájaro
termina de deshacer la tarde,
sombra contra
sombra en un frío espejo de agua,
asombrado tal
vez de su propio silencio.
Todo el paisaje
se quiebra
como resaca de
aguardiente,
líneas duras
se abren paso
entre franjas de cielo y polvo,
líneas cavadas
por una mano infinitamente terca
que tal vez
quiso aliviar el espacio
de la costumbre
del vacío,
o se dejó
llevar, blandamente,
en un sueño de
vino oscuro y secreto
y trazó su
contorno,
su dolorosa
imagen.
Aquí y allá la
tierra está partida
mitad
respiración, mitad ceniza.
Un viento
desparejo anuda la montaña a su altura,
como un
monstruoso corazón de piedra.
Esta quietud
meticulosa
se me enreda en
los dedos: el aire es otro cuerpo
dejándose caer
sobre mis hombros.
Y soy un animal
que espera la
música del agua
doblado en la
cruz de su piel y sus huesos,
arrojado al
final de la tarde
como una
equivocación del paisaje.
-La Cumbrecita,
1989
-DELFINA
TISCORNIA, In Memoriam
(1966-1996)
HÍMERO*
El hombre se
parece a Neruda.
Me mira con
ojos escarpados.
Conozco esa
mirada.
Me entrego al
abrazo torpe, casi filial.
Guardo la
lujuria en mi bolso azul.
Entrega a su
hija la regla.
Ella, mide
cuadrantes de rayuela.
La mujer se
desnuda y corre al fuego.
Su hermana le
coloca un vestido de malvas.
Su cabellera
negra es exorcismo de luna.
Arranca un
mechón y lo arroja a un pozo triangular.
Ingresa. Saca y
hunde la cabeza. Una y otra vez.
Salen brazos
del costado del pozo.
La pintura de
Picasso es un collage hambriento.
Siniestramente
bello. Doloroso, sensual.
El hombre juega
a la rayuela de palabras.
Me entrega un
fajo de dólares.
Huelo el verde
y me sabe a nada.
El hombre
domina con el hambre: gana.
En mis manos un
pequeño puñado de monedas.
Huelen a sol.
Aparece un
árbol con flores azuladas.
Distante.
Intocable. Casi ausente.
Me entrego a su
contemplación.
Conozco esa
mirada.
Guardo la
congoja y el adiós en mi bolso azul.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Nadie sabe… *
Al caer la hoja
en su última
ventura sobre la abierta tierra,
el latido
intransferible de su pena, nadie sabe.
De la noche
su lenta
curvatura labradora
cuidando la
simiente del poeta;
Del cristal de
la gota
el último
sonido que no pudo cumplirse
ahogado en la
garganta ávida del líquen;
De la flor en
el vaso
su añoranza del
tallo, su angustia de ciclo acabado
bajo la luz
veladora de olvido ante el retrato,
nadie, nadie
sabe…
De esta palabra
mía
que muerde los silencios
y trepada en retina
se me va en
mirada y lejanías;
Del camino sin
tránsito visible
que orillando
el insomnio sigue
un curso de
eternidad perdida;
De todo lo que
guardo retenido
porque darlo es
abrir la herida
en último gesto
arrojando las llaves,
nadie, nadie
sabe…
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
-De su primer
Libro: RAÍZ AL AIRE -1981 -
Lámpara*
la mujer
cualquier mujer
tiene una
lámpara
en algún rincón
de su cuerpo
visible o
invisible
que nunca será
de nadie
ni de sus hijos
ni de su esposo
ni de Dios -que
no existe-
será su lámpara
sólo ella sabrá
encenderla
o apagarla
nadie más podrá
ponerle
un dedo encima
llamémosla
Esencia
llamémosla Día
o Noche
no es su nombre
lo que importa
no será mía
ni tuya
ni de nadie
sólo a ella
pertenece esa lámpara
solamente ella
sabrá encenderla
o apagarla/
LOS AMANTES DE
MARITZA*
Aquella mañana
Hernández entró a nuestra oficina con inocultable excitación y, confiriéndole a
su voz un tono de intriga palaciega, como si nos estuviera por revelar un
secreto de Estado, anunció que a partir de la semana siguiente tendríamos una
nueva compañera de trabajo. Lo hizo con un dejo de malicia en la mirada,
buscando despertar en Emilio o en mí una reacción que diera cabida a alguna de
sus acostumbradas bromas.
-¿Ah, sí, y qué
tal está la mina, che?- dijo Emilio, aparentando sumo interés.
Hernández me
miró de soslayo, gozando intensamente de la situación. Le resultaba imposible a
Emilio disimular ese amaneramiento pronunciado que distinguía a cada uno de sus
actos, esa delicadeza excesiva que había originado en los demás empleados del
cuarto piso malignas dudas acerca de su masculinidad. A pesar de su afán por
endilgarse una fama de mujeriego empedernido, la mayoría de nosotros no creía
una sola palabra de sus historias, pero nadie tenía pruebas para desmentirlo.
-Es una yegua
-ilustró Hernández-. Yo la vi de cruce un par de veces y la verdad que está muy
fuerte. Encima, parece que le gusta la guerra. En Planeamiento dicen que desde
que entró al Ministerio ya se la voltearon tres o cuatro. Así que a prepararse,
muchachos, mucho apio y mucha nuez. Y después no digan que no les avisé.
Cuando
Hernández se fue, el golpe de la puerta al cerrarse nos hundió en un silencio
incómodo. Mujer u hombre, joven o vieja, lo cierto era que la oficina que
Emilio y yo compartíamos -"la oficinita", como solíamos llamarla, con
una naturalidad basada más en la costumbre que en el cariño- era un mundo
cerrado, un mundo de dos. La idea de que alguien, un tercero, viniera a romper
esa armonía rutinaria nos molestaba a ambos. No era para menos: hacía siete
años que trabajábamos juntos y, desde un punto de vista estrictamente laboral,
nos complementábamos a la perfección. En cuanto a lo personal, si bien no
éramos del todo compatibles, habíamos alcanzado cierto grado de camaradería.
Sin dudas, dos cosas nos unían por sobre todas las demás: la soledad y el
ajedrez. Emilio era un cincuentón soltero, habitaba la antigua casa de sus
padres sin más compañía que la de sus gatos y sus pájaros. Yo, separado tras
cuatro años de mediocre convivencia matrimonial, sobrevivía en un departamento
pequeño y frío, cuyo desabrido orden clamaba por un toque vital que me
consideraba incapaz de insuflarle. Los jueves por
la noche -una
semana en cada casa- nos reuníamos para enfrentarnos en arduas partidas,
matizadas por buen vino y algo liviano para comer. Por puro gusto, habíamos
adoptado el mismo sistema de los matches por el campeonato mundial: nuestros
torneos se jugaban a seis puntos, y el que ganaba adquiría el
derecho a que el
otro pagara un premio, que variaba según la ocasión: una cena, un libro, una
botella de whisky.
A espaldas de
Emilio corría el difundido rumor de que estaba enamorado de mí, lo cual me
convertía en víctima de ácidas bromas por parte de Hernández y de los otros.
Pero era difícil verificarlo porque jamás dejábamos que nuestras angustias,
nuestras miserias y nuestros anhelos más profundos salieran a la superficie.
Problemas de trabajo, ajedrez, algunas copas, comentarios sobre la actualidad,
las inverosímiles fanfarronadas sexuales de Emilio; eso era todo. Sin embargo,
por más gris que fuera el panorama, nos habíamos acostumbrado a él y nos
sentíamos cómodos.
Maritza
apareció en la oficinita el lunes siguiente. Hernández no había exagerado en lo
más mínimo: era alta, tenía una figura espléndida y una larga cabellera
enrulada que le otorgaba a su rostro un cautivante toque de sensualidad.
Inmediatamente detrás de ella apareció Nicolini y nos la presentó. Emilio me
dedicó una miradita feroz que interpreté a la perfección: "seguro que se
acostó con él". Tras la partida del jefe, Maritza acomodó sus cosas sobre
un escritorio metálico que habían traído el viernes anterior y se quedó
expectante, aguardando que le diéramos alguna indicación. Haciendo a un lado
todas sus aprehensiones, Emilio tomó la delantera y dio comienzo a su tarea
docente. Se mostró amable y tolerante, dispuesto a explicarle las cosas una y
otra vez hasta que fuera necesario.
Maritza,
impresionada al parecer por semejante despliegue de buena voluntad, lo
escuchaba con gran interés. Al verlos tan abstraídos, tuve la desagradable
impresión de que habían olvidado que yo también estaba allí, y un fogonazo de
contrariedad me atravesó el pecho. "Tené cuidado con lo que te explica,
que la arterioesclerosis le hace confundir las cosas", me sorprendí
diciendo en tono jocoso pero con una carga agresiva que hasta a mí mismo me
turbó por lo inaudita. La frase en sí no tenía nada de brutal, pero dejaba
traslucir un veneno insidioso. Emilio debió haberse dado cuenta, debió haber
advertido esa mínima alteración en el tono de mi voz porque me miró de forma
extraña, con un desdén glacial que apenas lograba disimular su airada
reprobación. De algún modo racionalmente inexplicable los dos sentimos que la
broma que yo acababa de hacer rompía el molde de todas las anteriores,
transgredía los códigos tácitos que hasta entonces habían regido nuestra
apacible convivencia.
Quizás influido
negativamente por los comentarios de Hernández, Maritza me pareció al principio
un tanto frívola, pero me bastó un par de semanas para asumir que el mío era un
prejuicio estúpido basado en la diferencia de edad.
Al fin de
cuentas, todas las veinteañeras vestían de forma parecida, practicaban similar
estilo de lenguaje y derrochaban idéntica alegría de vivir. Maritza era
simpática, nos trataba bien e incluso respetaba nuestros gustos y opiniones,
aun cuando en la mayoría de los casos no estuviera de acuerdo con nosotros.
Nada en ella autorizaba a suponerla inescrupulosa o calculadora. Había sido,
sí, bendecida por la naturaleza con un cuerpo magnífico cuyas virtudes se
encargaba de realzar con pavorosas minifaldas y atuendos muy ceñidos, pero esa
sola circunstancia no bastaba para reducirla a una máquina de devorar hombres
como había sugerido Hernández. No obstante, tal vez por presión de los otros, o
por influjo de esas leyes no escritas de la condición humana, desde su llegada
Maritza pasó a ser, automáticamente, el objeto latente de nuestros afanes
conquistadores. El cuarto piso en pleno estuvo pendiente del modo en que iba
evolucionando -o no- nuestra relación con ella. Se corrió incluso el rumor de
que había apuestas al respecto.
Vista desde
afuera, la nuestra debe haber sido una competencia grotesca, una maratón de
lisiados. ¿Qué podía esperar Maritza de semejantes contendientes?
Uno, un
solterón amanerado, un homosexual reprimido atormentado por las culpas, que
trataba inútilmente de anularlas con historias inventadas. El otro, un
cuarentón poco agraciado, tímido e inseguro. Resultaba muy poco razonable
suponer que una mujer como Maritza pudiera concedernos algo más que una
atención cortés. Vista desde adentro, en cambio, era precisamente en esas
circunstancias, en nuestras casi nulas posibilidades, donde residía el
atractivo esencial de la contienda. Porque algo era evidente: ya fuera para
desmentir maledicencias, ya fuera para obtener algo de celebridad oficinesca,
tanto a Emilio como a mí nos hubiera resultado muy útil consumar la seducción.
Conscientes de
nuestras limitaciones, sin embargo, durante los primeros días, ninguno de los
dos hizo nada en tal sentido. Actuamos respecto de ella con una naturalidad
enteramente ficticia, como si la imposibilidad de conquistarla fuese producto
de nuestro desinterés por lograrlo y no de una impotencia descomunal para
llevar a cabo semejante empresa. Bromeábamos al respecto con nuestros
compañeros, sí, pero nada más. Nos esmerábamos en ser cordiales, caballerosos y
simpáticos con Maritza, sí, pero nada más. En nuestras partidas de los jueves,
incluso (el único territorio neutral en que podíamos hablar de ella sin
testigos), sólo cruzábamos comentarios aparentemente desganados sobre el tema
-por lo general más osados de parte de Emilio que de la mía-. En ese marasmo
morían todas nuestras débiles expectativas; ahí quedaba estancado todo.
Íntimamente convencidos de que no podríamos ganar, pero amparados al mismo
tiempo en el tibio consuelo de saber que tampoco podíamos ser derrotados por el
otro, nos conformábamos entonces con un triste empate en cero. Como si no
hubiese sido lo mismo que perder.
Aquella paridad
artificial se quebró una noche de agosto, en medio de una de las partidas, con
una frase muy sugestiva que Emilio dejó escapar como al descuido.
-Ayer a la
tarde estuve tomando un café con Maritza.
Lo dijo sin
mirarme, fingiendo desinterés, pero con calculada lentitud, como si hubiese
medido de antemano el efecto de cada una de sus palabras. Lo observé por encima
del tablero, tratando de no demostrar que había acusado el golpe.
-Yo estaba en
uno de los bares de la peatonal y la vi pasar -aclaró-. La llamé, nos saludamos
y la invité a sentarse. Estuvimos como media hora, charlando.
Emití una
interjección desprovista de significado y no comenté nada. Fijé la vista sobre
las piezas, tratando de demostrar concentración en el juego y me sentí un
perfecto imbécil haciéndome el indiferente. Supe que la mía debía parecer una
reacción infantil, pero me era imposible evitarlo. No quería mirar a Emilio a
los ojos y comprobar que, detrás de su máscara apática, detrás de aquella
ominosa falta de alardes, estaba paladeando su primer triunfo ostensible sobre
mí. Inofensivo, inconducente, pero triunfo al fin.
Seguí obstinado
en clavar la mirada sobre el tablero, pero en lugar de alfiles y peones sólo
veía las sombrillas coloridas de la peatonal, las figuras de Emilio y de
Maritza, sus manos en las tazas, las muecas alegres de sus bocas al hablar. Por
supuesto, tamaño grado de desatención respecto del juego me hizo finalmente
perder la partida. Doblemente vencido, aquella noche volví a mi casa y un
incontrolable cosquilleo nervioso me obligó a revolverme varias horas entre las
sábanas antes de poder dormirme.
La compensación
de aquel mal rato, no obstante, llegó rápidamente. Por obra y gracia del azar,
el sábado siguiente a la mañana fui a una librería y, mientras revolvía
volúmenes polvorientos en busca de algún título que suscitara mi interés,
escuché a mi lado la voz de Maritza llamándome. Me sobresalté y, al girar la
cabeza, mi cara de estupor se topó con sus ojos de color almendra. Sin poder
reponerme de la sorpresa, justifiqué innecesariamente mi presencia en el lugar
y mi capacidad de decidir cualquier compra se vio anulada de un momento para el
otro. La timidez me impidió hilvanar palabras que sonaran coherentes y no revelaran
mi aturdimiento. Maritza enarboló un paquete rectangular y confesó haber
adquirido un ejemplar de "Gabriela, clavo y canela". Con más ánimo de
complacencia que sinceridad, aprobé fervientemente su elección.
Intercambiamos
un par de frases triviales y, luego de unos segundos, Maritza amagó despedirse.
Sobreponiéndome milagrosamente a la turbación, le dije que yo también me iba y
conseguí que saliéramos juntos. Ya en la calle, lamenté no haber traído mi auto
y hasta pedí absurdas disculpas por ese motivo.
Maritza me
indicó cuál era el ómnibus que debía tomar para regresar a su casa y entonces,
dando un salto al vacío, mentí, mentí con alevosía y ensañamiento inventando un
compromiso familiar sólo para fundamentar la inverosímil casualidad de que yo
necesitaba abordar la misma línea de colectivos. Recorrimos un par de cuadras
hasta la parada, rodeados por un enjambre de cuerpos que poblaban la estrechez
de las veredas. Mientras aguardábamos la llegada del colectivo, unos muchachos
que pasaban miraron a Maritza con ojos golosos y alcancé a percibir la mezcla
de envidia y admiración que me prodigaron. Me sentí feliz de que me vieran con
ella y deseé intensamente que también Emilio nos viera en ese momento, que nos
viera desde lejos, sin poder intervenir en la escena, sin poder interrumpir mi
felicidad. Viajamos sentados en la fila de atrás, tuvimos una charla divertida
y, antes de bajarse, Maritza se despidió de mí con un beso. La seguí con la
mirada a través de la ventanilla, la vi sonreír y saludarme con la mano desde
la vereda. La seguí mirando hasta que sus propios pasos y el andar del
colectivo se confabularon para privarme de su figura.
El lunes, al
entrar al Ministerio me crucé con Comelles y Del Río, dos empleados de Legales.
-Ah, picarón,
picarón, el sábado te vi en el centro con tu compañerita- me dijo Comelles, y
el otro hizo un comentario de doble sentido que ambos festejaron con grosera
alegría. Gratamente sorprendido, supe que existía una prueba contundente de mi
victoria. Inofensiva, inconducente, pero victoria al fin. No sin escrúpulos,
improvisé un silencio cómplice para potenciar mi posición ganadora y fui a la
oficinita saboreando el triunfo. Decidí dejar que la dinámica del rumor hiciera
su tarea insidiosa y no dije nada a Emilio. Yo sabía que, más tarde o más
temprano, terminaría por enterarse de todo, porque era un hecho que Comelles o
Del Río, con tal de reavivar el fuego de las chanzas y sembrar cizaña, habrían
de contárselo. Pero pasaron las horas, pasaron los días y Emilio no atinó a hacer
referencia alguna al
asunto. Urgido
por la necesidad de una reivindicación, decidí entonces, en medio de la
partida, vengar el mal momento sufrido la semana anterior.
-El sábado
estuve con Maritza en una librería- dije.
Emilio congeló
en su boca una sonrisa despectiva.
-¡Bueno, che,
ni que te la hubieras llevado a un telo!- contraatacó.
Me asombró la
crudeza de su reacción. El tono de broma casual que había pretendido asignarle
a su comentario no alcanzaba a disimular que la noticia lo había herido.
-¿Y quién te
dijo que no me la llevé?- bravuconeé, sólo por ver qué cara ponía ante la
posibilidad de que fuera cierto.
-¿Y para qué
habrías vos de llevártela a un telo, eunuco? Para voltearse una hembra como esa
hay que tener con qué.
Callé
satisfecho. No era la primera vez que notaba en él un empeño denodado por
desmerecer la relevancia de cualquier acercamiento de mi parte hacia Maritza y,
por oposición, sobredimensionar la de los suyos. Pero nunca como en aquella
ocasión me habían resultado tan transparentes sus maniobras, lo cual hablaba a
las claras de cuánto le había molestado la novedad. A pesar de su impavidez
facial de jugador de póquer, supe que mis palabras habían hecho blanco en una
zona sensible. Casualidad o no, aquella vez fue Emilio el que jugó de manera
horrible y yo gané la partida con muy poco esfuerzo.
Sin que nuestra
rivalidad quedara planteada en forma explícita, a partir de aquel episodio el
desafío que se había entablado entre ambos desde la llegada de Maritza, esa
partida sin tablero donde las piezas éramos nosotros mismos, adquirió una
aspereza mayor. Nos lanzamos a competir como niños, en busca de triunfos
tácitos, tratando de obtener ventajas microscópicas que nadie, excepto nosotros
dos, era capaz de medir. De haber podido contabilizar los minutos que cada uno
lograba estar a solas con ella, de haber podido computar con precisión
matemática a quién miraba más cuando hablaba, con quién se reía más, o a quién
le hacía más confidencias, lo habríamos hecho. Todo era cotizable en esta
lucha. Como si no se tratara ya de conquistar a Maritza por el honor, sino de
ver quién se quedaba con más migajas de un banquete inaccesible, reservado para
otros.
Poses huecas
para impresionar a los demás, trucos para intimidar al adversario; en ese par
de variantes deberían haberse resuelto las cosas. El problema fue que Maritza
me empezó a gustar de veras. Una noche me descubrí pensando en ella más de la
cuenta y supe que acababa de trasponer la línea prohibida. En poco tiempo, la presión
de los otros pasó a segundo plano y las razones de conveniencia social se
confundieron peligrosamente con mis necesidades de naturaleza individual, hasta
terminar siendo devoradas por éstas. La soledad se volvió más urgente que el
orgullo y comprendí, no sin resquemor, que me internaba de lleno en un camino
de fantasías sin retorno.
Una mañana en
el trabajo, mientras estampaba con desgano el sello fechador sobre un par de
expedientes, se me ocurrió un plan que, dentro de su elemental sencillez,
parecía sumamente efectivo: averiguar la fecha del cumpleaños de Maritza y,
oportunamente, sorprenderla con un regalo.
Entusiasmado
por el proyecto, fui a la oficina de Personal, aduje una excusa creíble y
solicité los legajos de los tres para no despertar sospechas.
Examiné el
único que en realidad me interesaba y obtuve el dato deseado: 27 de septiembre.
"Libriana; cálida, sensible y seductora", pensé. Sentí que los dioses
me eran favorables: faltaba apenas un par de semanas. Los días siguientes me
dediqué fervientemente a delinear cada paso de la operación con la
puntillosidad extrema de un estratega militar. Una cosa estaba clara; para que
mi éxito fuera total debía darse un requisito esencial: el tema del cumpleaños
no debía ser tratado con anterioridad. En primer lugar, para evitar que un
comentario inoportuno de Maritza le brindara a Emilio la posibilidad de tener
la misma idea que yo; en segundo y decisivo lugar, para que la sorpresa fuese
absoluta y, por lo tanto, el golpe de efecto fuera contundente. Por suerte para
mis intereses, ni Maritza hizo mención al tema, ni Emilio dio señales de
olfatear lo que yo me traía entre manos.
El día
indicado, apenas nos ubicamos en nuestros respectivos puestos de trabajo, puse
en marcha la secuencia de actos minuciosamente ensayada y perfeccionada durante
todo el fin de semana. Dejé pasar unos minutos para que Maritza terminara de
despabilarse tomando un café, esperé a que dispusiera sus papeles sobre el
escritorio, me puse de pie, caminé hacia ella con el regalo escondido a mis
espaldas y, sin decir una palabra, deposité mi ofrenda sobre la planilla que
tenía en aquel momento bajo sus ojos: el paquete rectangular, la rosa
prolijamente adherida a él mediante cinta adhesiva y una pequeña tarjeta que
sólo decía "Feliz Cumpleaños".
Maritza levantó
la vista sobresaltada y me obsequió la expresión de desconcierto más bella que
alguna vez hubiera visto en un rostro de mujer.
Pude sentir, al
mismo tiempo, clavado en mi nuca, el estupor de Emilio al presenciar aquella
escena.
-¿Cómo sabías?
-tartamudeó Maritza, maravillada.
Encogí mis
hombros sonriendo y, ocultando mi indecible terror a que no le gustara, la
insté a que abriera su regalo. Maritza desgarró el celofán y extrajo el
ejemplar de Teresa Batista, cansada de guerra que, después de innumerables
dudas, había comprado en la misma librería de nuestro primer encuentro.
-¡Jorge Amado!
-se alegró, estrechando su libro contra el pecho-. ¡Qué lindo!
-¿No lo tenés,
no? - me atajé, preocupado.
-No, no lo
tengo. Gracias, no sé qué decirte, sos un dulce- dijo y me dio un sonoro beso
en la mejilla.
No tuve
necesidad de mirar a Emilio a los ojos para constatar la magnitud de mi éxito;
podía percibir perfectamente su mueca de contrariedad, su embozado desasosiego.
Después de una exagerada felicitación con piropo incluido, salió de la
oficinita corriendo y volvió unos minutos después con una caja de bombones que
Maritza recibió con gran entusiasmo. No me importó. Supe que ya no era lo
mismo, que yo había pegado primero, y que su reacción tardía tratando de
acomodarse a la situación no hacía más que confirmar mis certezas.
Mi alegría,
empero, duró tan sólo diez días. Duró hasta que un lunes de octubre Maritza y
Emilio aparecieron en la oficinita con una novedad impactante: la noche del
sábado habían ido juntos a un recital. Haciendo desesperados malabares con mis
nervios para no delatar mi súbita angustia, dediqué gran parte de la mañana a
la tarea de averiguar si había entendido bien, si acaso no se trataba sólo de
un encuentro casual del que Emilio se aprovechaba para inventar una cita
inexistente. Los resultados de mi solapada pesquisa no podrían haber sido más
descorazonadoras: efectivamente, había habido una invitación. Emilio había
propuesto la salida a Maritza y ella había dado su aprobación. Quedé como
atontado. Comprendí que acababan de despertarme de un sueño para arrojarme de
cabeza a la realidad. Ya recompuesto, Emilio estaba empezando a jugar fuerte y
yo había estado perdiendo lastimosamente el tiempo. De nada servía ahora
preocuparse por analizar cuáles eran sus verdaderas intenciones respecto de
Maritza, o cuáles las razones de Maritza para aceptar su invitación. Lo único
cierto y concreto era que conformarse con verla en la oficinita de lunes a
viernes o aguardar un milagro del azar para encontrarme con ella fuera del
trabajo carecía por completo de sentido práctico. Lo había complicado todo sin
necesidad. Sólo era cuestión de construir alguna buena excusa para cimentar una
invitación y, lo que era más importante, hallar la manera más conveniente de
formularla para que no fuera rechazada.
Pero no tuve
tiempo. El viernes siguiente, sin poder hacer nada por alterar el curso de los
acontecimientos, escuché cómo una conversación trivial entre Emilio y Maritza
acerca de comidas y recetas desembocaba imprevistamente en una propuesta muy
concreta de Emilio para que Maritza fuera a su casa la noche siguiente, promesa
de lasagnas caseras de por medio. Con el amargo escepticismo de un condenado
que hasta el último momento conserva la esperanza de una clemencia salvadora,
deseé que Maritza se negara a aceptar, que tuviera o inventara otro compromiso
para no ir, pero su contestación afirmativa destrozó mis endebles ilusiones. Me
invadió un deseo infantil e irracional de sabotearlo todo, de impedir la
realización de aquella cena por cualquier medio, aun exponiéndome al ridículo
más patético.
-Vos sí que sos
afortunada -dije, sin pensarlo, pretendiendo ser gracioso-. Conmigo nunca pasó
de los sandwiches de milanesa.
Lo dije
advirtiendo al instante que incurría en una desagradable impertinencia por
entrometerme en una conversación que no me concernía. Lo dije buscando quizás
forzar una extensión del convite que, en el improbable caso de tener lugar,
hubiese resultado totalmente ridícula. Sentí hacia Emilio algo parecido al
odio. Recordé que, apenas doce horas atrás, había estado jugando ajedrez
conmigo en mi propia casa sin dejar traslucir siquiera un atisbo de un plan
que, seguramente, llevaba ya varios días en su cabeza, y tuve miedo de no ser
capaz de sobrellevar airosamente la refinada sutileza de sus ardides.
Después de un
fin de semana terrible durante el cual mi ánimo navegó sin cesar entre la
ansiedad casi morbosa de saber qué había pasado y el pánico a saberlo, tuve que
afrontar el lunes tan temido. Desde el ascensor del Ministerio, justo antes de
que las puertas se cerraran, alcancé a divisar a Emilio entre la gente que se
agolpaba en la cola y, más atrás, a Maritza marcando su tarjeta. Los caprichos
de la perspectiva hicieron que los viera uno al lado del otro, rozando sus
cabezas. La imagen me acompañó en mi viaje hasta el cuarto piso como un
presagio negativo. Un par de minutos más tarde, mis dos compañeros entraron a
la oficinita charlando animadamente.
Reprimiendo la
curiosidad, me limité a saludarlos como si fuera un comienzo de semana
cualquiera. Si mi grosería y mi ridícula intervención del viernes no habían
podido desbaratar la cena, ahora que ya todo había pasado, no tenía el menor
sentido humillarme deliberadamente incurriendo en una reincidencia que sólo
hubiese puesto de manifiesto mi patética situación.
Tampoco Maritza
o Emilio hicieron referencia alguna al asunto y creí ver en ese mutismo
llamativo la confirmación de mis peores sospechas. Tal vez Maritza consideraba
que el asunto carecía de relevancia, o tal vez consideraba prudente callar
porque el hecho de que yo no hubiese sido invitado le provocaba algo de culpa.
Pero bajo el influjo de mi imaginación desbocada, o del hecho de estar mal
predispuesto, el silencio de mis compañeros no me pareció casual, sino hijo de
una complicidad. Creí ver en los ojos de Maritza una expresión inédita, un
fulgor que la tornaba, al mismo tiempo, más hermosa y distante que otras veces.
Emilio, por su parte, se mostraba cómodo manteniendo una actitud enigmática que
rozaba el engreimiento y acrecentaba mi interés.
Alrededor de
las diez, Maritza salió a sacar fotocopias. El silencio se volvió entonces más
espeso. Emilio se puso de pie y se acercó hasta mi escritorio. Con el corazón
sobresaltado y la garganta reseca ante la inminencia del desastre, me dispuse a
enfrentar una verdad que, a pesar de su dolorosa contundencia, ejercía sobre mí
una atracción casi suicida.
Mirando de
reojo hacia la puerta, como si temiera que Maritza volviera de improviso, se
acodó en mi escritorio y comenzó a hablar.
-Esta guacha es
puro sexo- dijo, y, sin más preámbulo, se puso a enumerar las cualidades
amatorias de Maritza, a enaltecer frenéticamente sus dotes de hembra
insaciable, a describir con minuciosidad pornográfica los accidentes de su
cuerpo maravilloso.
Lo escuché
azorado, con una repulsión difícil de reprimir. La escena no me resultaba
novedosa; Emilio había presumido muchas veces frente a mí de sus aventuras
eróticas ostentando idénticas ínfulas de hombre libertino. De hecho, era
justamente esa singular conjunción de discurso machista y forma afeminada de
pronunciarlo lo que más solía divertir a Hernández y su séquito. Según mi
estado de ánimo, los monólogos ampulosos de Emilio podían inspirarme algo de
gracia o solamente compasión. Pero en esta oportunidad, sus bravatas aplicadas
a Maritza me resultaron de una obscenidad intolerable. Asistí a su relato sin
poder articular palabra, con la conmoción propia de un puritano obligado a
presenciar las perversiones más aberrantes.
Lo hubiera
podido golpear sin ningún escrúpulo; tal era la hostilidad que su confesión me
provocaba. Pero algo me dijo que era todo una farsa, que Emilio estaba
mintiendo en forma descarada, quizás más que nunca. Aferrado a este
pensamiento, volqué todos mis esfuerzos mentales a la tarea de examinar
meticulosamente
cada pliegue de su discurso, tratando de hallar en él alguna contradicción, por
mínima que fuera. Pero Emilio era muy astuto y la manera en que iba tejiendo la
trama de aquella historieta era de una precisión tan cínica como incomparable.
Contaba, claro, con otro elemento a su favor: sabía demasiado bien que la
discreción de Maritza jugaría como resguardo de su credibilidad. Había
acomodado las cosas de tal forma, que la única manera posible de desmentirlo
quedaba virtualmente vedada, no sólo porque nadie habría incurrido en la
grosería de preguntarle a Maritza si se había acostado con él, sino porque, con
independencia de lo sucedido aquel sábado, la eventual respuesta de ella habría
sido la misma, fuese por decoro o por elemental sinceridad.
Por supuesto,
la hazaña de Emilio -o al menos ese simulacro tan perfecto- adquirió una rápida
y entusiasta difusión en todo el cuarto piso y el torrente de burlas al que me
hice involuntario acreedor dejó mi ya alicaído prestigio por el suelo. Emilio
supo sacarle provecho a su momento de esplendor y anduvo toda la semana
vanagloriándose de la resonante conquista obtenida, sin que nadie pudiera precisar
-más allá de que fuera o no verdad lo que decía- hasta qué punto estaba
convencido de que le habíamos creído.
El jueves
siguiente nos tocó definir nuestro torneo de ajedrez. Estábamos empatados en
cinco puntos y medio, y yo debía jugar de visitante con negras.
Igual que un
niño enardecido, deseoso de vengarse mediante el juego del adulto que lo ha
desairado, esa noche llegué a casa de Emilio jurándome que ganaría. Mi estado
anímico de los momentos previos, sin embargo, distaba de ser el más propicio. Mi
nerviosismo, mi extrema ansiedad, en nada ayudaban a
sostener un
pronóstico favorable. Máxime cuando con mi adversario sucedía exactamente lo
opuesto. Consciente de que los hechos de la semana habían hecho mella en mis
reservas anímicas y, por lo tanto, con la inestimable ventaja de tener el
control mental de la situación, se mostraba calmo y sonriente, como si se
tratara sólo de una partida más.
El desarrollo
de la apertura fue parejo. Obligado moralmente a tomar la iniciativa, me lancé
a un juego más agresivo que el habitual, pero Emilio, sabiendo de antemano que
ese sería mi plan, estructuró una defensa impecable, sin fisuras, que
neutralizó mis embestidas. Comprendí que Emilio no arriesgaría nada aquella
noche, que jugaría con paciencia oriental, tratando de desestabilizarme
emocionalmente. Su estrategia, estaba claro, consistía en dejar que me
desesperara, aguardar mi error y luego asestarme una estocada certera de una
vez y para siempre.
-Esto tiene un
olor a tablas...-dijo al cabo de un buen rato, espoleándome.
Apenas si pude
controlar mi furia, pero no le contesté; al menos con palabras. Creyendo
vislumbrar una posible debilidad en uno de sus flancos, adelanté un alfil con
decisión y lo ataqué con incontenible entusiasmo.
-Jaque- dije,
casi gritándolo.
Entre perplejo
y divertido, Emilio observó mi jugada y se echó a reír con ganas, meneando la
cabeza.
-¿Qué te pasa,
Kasparov; estás distraído? Eso no es jaque, compañero. Le estás haciendo jaque
a la dama.
Miré el tablero
y advertí desconsolado que Emilio tenía razón. Enceguecido por mi ambición de
triunfo, acababa de cometer una torpeza inexplicable, digna de un principiante,
confundiendo el blanco de mi ataque. Avergonzado, gruñí un insulto impersonal
y, luego de analizar rápidamente el juego, comprobé con alivio que, al menos,
mi paso en falso no había originado ningún perjuicio insanable.
Hicimos unos
movimientos más pero no conseguimos sacarnos ventajas.
Estuvimos dos
tensas horas frente a frente pero, más allá de mi estúpida confusión, ninguno
de los dos se equivocó.
-No le des más
vueltas- dijo Emilio, con ademán de cansancio-. Esto es tablas de acá a la
China.
-Esperá,
esperá- contesté entre dientes, remiso a aceptar la evidencia, mientras mi
cerebro giraba a mil revoluciones por minuto tratando de hallar la jugada
genial que hiciera trizas el desarrollo equilibrado de la partida y lo volcara
a mi favor.
-Dios mío, qué
tipo testarudo- dijo Emilio, echándose para atrás y exhalando un suspiro de
fastidio. -No sé por qué estás tan interesado hoy en ganarme.
El timbre
zumbón de su voz me sacó de quicio.
-Porque estamos
definiendo el torneo, no sé si te acordás.
Intenté
retribuir con una mirada agria el tono de socarronería con que me estaba
tratando, pero fue en vano: no sólo no rehuyó mis ojos, sino que dotó a los
suyos de una expresión malévola.
-¿Ya tenés
pensado lo que vas a pedir si ganás?
Lo miré con un
encono muy mal disimulado.
-Por supuesto-
dije, con sequedad.
-Me lo
imaginaba- masculló, como si pensara en voz alta.
Sólo por
impedir que siguiera hablando, moví una torre y lo insté a que jugara. Sabía
que era inútil; a esa altura, cualquier jugador podría haber adivinado lo que
iba a suceder en las próximas jugadas. Por supuesto, Emilio reaccionó como
correspondía y anuló la eficacia de mi previsible maniobra.
Tuve que
reconocer que la partida no daba para más. Con la pesadumbre de quien se ve
forzado a renunciar a algo muy codiciado, acepté su enésimo ofrecimiento de
tablas. Emilio me tendió la mano por encima del tablero y yo se la estreché con
resignado automatismo. Se puso de pie, fue hasta el aparador y regresó
enarbolando una botella de whisky sin abrir.
-Este empate
histórico bien vale un brindis histórico.
Estaba
exultante; su actitud vital contrastaba con mi abatimiento, mi frialdad de cementerio.
-No, mejor
dejémoslo para otra ocasión- dije.- Yo me voy; no me siento bien.
Creo que tomé
demasiado.
Y no mentí
excesivamente al hacerlo; consumido por los nervios, aquella noche había bebido
más que de costumbre.
Unos días más
tarde, una mañana de fines de noviembre, después de una excursión de rutina a
Legales, volví a la oficinita y, al entrar, sorprendí a Maritza en tren de
confidencias con un veinteañero de pelo largo y aspecto de deportista.
-Ay, qué susto-
dijo sobresaltándose al verme-. Pensé que era Nicolini. Vení que te presento.
Este es Daniel, mi novio.
Los
concluyentes términos de la novedad me dejaron reducido a una parálisis
absoluta. "Ah, mucho gusto", atiné a balbucear, turbado, mientras
tendía mi mano al extraño. Después, completamente confundido, no supe qué decir
y terminé felicitando a la flamante pareja con una rigidez espantosa en las
palabras. Me hundí en un vértigo infinito de sensaciones. Una pesadez agobiante
se apoderó de mí, como si una esfera de plomo hubiera brotado de pronto en el
centro mismo de mi pecho, oprimiéndome los pulmones. Temeroso de que mis
pensamientos se volvieran transparentes en mi cara, sentí una imperiosa
necesidad de huir. Iba a invocar una supuesta orden del jefe para darle una
razón a mi súbita partida, pero justo en ese momento también Emilio regresó a
la oficinita y un sentimiento morboso remotamente emparentado con la curiosidad
me obligó a quedarme.
-Menos mal que
volviste- le dijo Maritza, y presentó a su novio por segunda vez-. No quería
que Daniel se fuera sin conocerte. Es una tontería, ya sé, pero a mí se me puso
que vos nos trajiste suerte.
-¿Yo?-dijo
Emilio, sin poder ocultar su asombro, tratando al mismo tiempo de asimilar la
noticia y de averiguar qué grado de injerencia tenía él en el asunto.
- Sí, vos y tus
lasagnas. Porque Daniel y yo nos conocimos la noche de las lasagnas.
-La noche de
las lasagnas- repetí como un autómata, y alcancé a percibir cómo el rostro de
Emilio empezaba a transfigurarse.
-¿Te acordás
que yo me fui de tu casa a eso de las dos? Bueno, como a las dos y media me
pasaron a buscar unas amigas al departamento y nos fuimos a bailar.
A años luz de
la maledicencia que el cuarto piso en pleno había derramado sobre aquella cena,
desmintiendo sin siquiera sospecharlo la leyenda bañada en lujuria que se había
tejido en torno a ella, Maritza continuó su reveladora explicación con el más
absoluto candor, ajena a las consecuencias devastadoras de sus palabras. Los
ojos de Emilio describieron un peregrinar tan desesperado como apenas
perceptible; los vi pasearse sobre Daniel, sobre Maritza, sobre mí, sobre el
piso, una y otra vez, sin poder detenerse en ninguno de los puntos, como si,
forzados a cumplir una condena, recorrieran las distintas estaciones de un
mismo desconsuelo. A duras penas consiguió sobreponerse y, en un inútil
esfuerzo por rodear a su derrota de una pizca de ilusoria dignidad, hasta se
permitió hacerle alguna que otra chanza a nuestro joven adversario. Después de
unos minutos de conversación un tanto incómoda, Daniel dio por concluida su
fugaz visita y se despidió de nosotros con la amabilidad neutra de quien saluda
a dos personas a las que no asigna demasiada importancia y a las que no piensa
volver a encontrar. "Lo acompaño hasta el ascensor y vuelvo", nos
anunció Maritza y se fue con él.
Nos quedamos
con los ojos estúpidamente clavados en la puerta, cada uno contemplando los
restos de su naufragio particular.
-¿Qué me
contás? -le dije, sabiendo que hundía el cuchillo en plena herida, más por
desatar mi nudo de emociones encontradas y descargarlo con alguien que por un
sólido deseo de venganza.
-Y qué querés
-masculló Emilio alzándose de hombros.- Estas pendejas son todas unas putas.
El anatema,
pronunciado con tanta afectación, me resultó esta vez más grotesco que nunca.
Disponía de unas cuantas respuestas posibles para desmentir la falacia de
Emilio y hacerlo pedazos, pero preferí callar y no usé ninguna de ellas. De
nada habrían servido las palabras a esa altura.
Sólo hubiesen
sonado -lo sabía- como el triste anuncio de un jaque mate inofensivo e
inconducente.
-Texto incluido
en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa
Fe - 2009
*
agradecer la
mirada
que no conoce
la piel
ni como sabe el
silencio
que atraviesa
cuando habla
o ese lapso de
las manos
que entre
veinte pensamientos
puede dejarte
una flor
*De Alejandra
Alma.
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