*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
*
una escama
de realidad
soporta
el peso casi
inocente
de cruces,
atajos,
superposiciones,
desvíos
se impregna
de la humedad
de este día
absorbe su
calor, su vértigo
su olor a arena
rancia
no pide más
pretextos
que el de la
música que apaña
cada resto de
sí
una mínima
parte
de dicha o
desconsuelo
parece decir
que todavía
*De Valeria Cervero. valecervero@hotmail.com
UNA MÍNIMA PARTE DE DICHA O DESCONSUELO…
Ficción*
nuestra
voluntad es un ángulo
una licencia
dentro de una botella
el agujero en
una palabra
no intuimos
pero
sentenciamos
como si de eso
se tratara sangrar
armamos
rodillos de vendas con el lenguaje
simulando el
desgaste de los cuerpos
bajo el rudo
telón de las sábanas
y presionamos a
una vasija de barro
a hablar con la
voz de las campanas
o tan agudo,
como le sea posible.
No intuimos
pero
sentenciamos
como si de eso
se tratara sangrar
CERRO LEONES*
Está Cerca de
Bariloche el cerro, y más que un león yacente parece un cachorro de San
Bernardo, y nunca hubo leones sino pumas, pero el sacerdote que lo descubrió
para los que acabarían con los tehuelches vio un león. Así ocurrieron las cosas
en esta extensa y bella América, renombrada y transformada por los recién
venidos, que daban en descubrir lo que fue ocupado siglos por razas morenas, y
en nombrar las cosas según lo que sus europeos ojos podían hallar en semejanza.
Fue un cerro entonces una campana, otro una catedral, y las palabras nativas se
enterraron debajo de vocablos lejanos, así como en el litoral contó el poeta
que los ojos marrones retrocedieron expulsados por el lino, que multiplicaba en
flores celestes los ojos azules de los que bajaban de los barcos.
Pero allá
arriba, en el cerro donde moran las águilas y sobrevuelan los jotes, podemos
asomarnos con el espíritu sobrecogido a las cuevas que fueron taller de
fabricación de armas para la caza del guanaco y de los pequeños ciervos que
alimentaban a hombres de dos metros de altura, y mujeres de un metro setenta.
Envueltos en pieles los tehuelches, con obsidiana tallaban la piedra para sus
flechas. Nunca condescendieron a la sedentaria agricultura ni a la cría de
ganado. Lo harían los mapuches, llegados porque el hombre blanco los empujaba
desde arriba, desde el norte que iban ocupando sin resquicio pese a los
inmensos campos vacíos.
Allí arriba
están las cuevas, allá desde donde se puede ver el amplio horizonte y el cielo
más amplio aún, dos infinitudes inabarcables. Las montañas lejanas, los lagos
espejando el alma y calmando el viento en azul.
Podemos admirar
las plantitas empeñosas en florecer entre las piedras, esas piedras que se
rompen como papel, como hojaldre colorido, con sus vetas rojas de hierro y
amarillas de azufre, y ese piso impalpable de polvo volcánico.
Y podemos
tratar de hallar las pinturas rupestres, apenas una huella imperceptible, como
imperceptible es la huella de los antiguos moradores, muertos ya, desaparecidos
de esta Patagonia que los vio retroceder a las sombras de un tiempo que se
confunde con el Tiempo, con la Historia, con la vergüenza de las masacres, la
sífilis, el alcohol que les destrozó lo sagrado que habitaba en ellos. No
entendían lo que propiedad privada significa, y cuando los blancos les mermaron
el guanaco, cazaron entonces esos bichitos blancos que también servían para
comer. Eran ovejas, no pertenecían a la tierra como todos los animales le
pertenecen, tenían dueños de extraña lengua y extraña vestimenta, y más extraña
aún concepción de lo que el mundo es y de cómo está ordenado el universo. Los
blancos los cazaron a ellos como ladrones.
Podemos
entonces mirar las cuevas. Somos intrusos, lo sabemos. No nos llevamos nada.
Quizás, con suerte, aprendemos algo.
Y después nos
internamos en el volcán. Porque así nació esta elevación, con fuego, con el
encrespamiento de la tierra que escribe sin letras pero deja los signos que
narran una saga de milenios sobre el lomo del planeta.
Nos metemos en
el volcán como quien nace. Volvemos al útero de la madre Tierra por una
abertura estrecha que nos obliga a acuclillarnos primero y a reptar después,
cuerpo extendido hacia la obscuridad profunda de las profundas entrañas de lo
obscuro.
Otra caverna.
La luz del guía, un reflector conectado endeblemente a una batería, que recorre
las paredes de ángulos geométricos, picos y quebradas, y muestra un lago de
agua helada y limpia, absolutamente calmo, ajeno al afuera, ignorante del
viento, abrazado a sí mismo; un lago transparente, frío, un ojo de agua que nos
devuelve la mirada, indiferente.
Y es la
experiencia de lo subterráneo, de la semilla que aguarda, de las raíces, de las
ciudades de los muertos. Apagar la luz, sentir la obscuridad y el silencio sin
atenuantes. Cada uno de nosotros está solo, es pequeño. Cada uno de nosotros es
un punto de frágil sangre, de mínima carne dentro de las entrañas de la tierra
que crece a nuestro alrededor con forma de animal yacente.
Estamos solos
allí. Cada uno. Por un momento los sentidos nos cortan los puentes con el
afuera. Dentro del volcán. Dentro de nuestros cuerpos. Estamos solos allí, como
siempre, pero ahora lo notamos.
Cuando bajo
sorteando piedras recupero el cielo, veo las águilas, los jotes, siento el
viento. Ellos se quedan. Los tehuelches se quedan también. Aunque no los haya
visto también se quedan.
Sigue acostado
el león, el puma. Sigue dormido el animal yacente. Pero escucho el rugido,
todavía escucho el rugido.
Pájaro*
El pájaro
esquiva tu cabello
y vuela al
fondo plano
justo al
atardecer.
Un arpa suena
inquieta
besando tus
párpados de pan;
tus lenguas se
pasan
por mis dedos
nocturnos
y quedan
rastros en mi memoria.
Traigo tu
canción en mi camisa
y tus célibes
tropiezos
liberan huevos
dudosos
atados por
siglos a la cintura
del letargo.
Sé que allanará
la raíz,
con vínculos en
las páginas
lubricará las
letras,
húmedas de ti
será fácil que
crezcan
en mi espalda
como vértebras
del pájaro
que calla en
las pieles de los juncos
y circulan en
las avenidas.
Pájaro, pájaro,
pájaro.
Lecciones
sexuales de una azafata*
*Por Juan
Forn
Cuando Amelia
Earhart se perdió con su avión en medio del Pacífico en 1937, mi padre tenía
catorce años. Arlt escribió una crónica formidable sobre la desaparición: “No
se sabe nada de Amelia Earhart”. Arlt se sentaba al lado de la teletipo en la
redacción de El Mundo; de los cables que llegaban elegía uno y a partir de esas
pocas líneas escribía su crónica del día siguiente. En este caso imaginó la
misma noticia escuchada por radio en diferentes lugares del mundo (“Se busca a
Amelia Earhart en el Círculo de Howland”). Todos los que oían la noticia
miraban hacia el cielo: un lustrabotas en Nueva York, un telegrafista en
Atacama, una señora por la calle Florida, un geólogo en una estación polar del
Artico, un cronista de sociales en un crucero por el Caribe, un mecánico en un
hangar de Australia. Siempre que leo esa crónica agrego a mi padre a la lista,
lo imagino volviendo del Nacional Central en tranvía a su casa, porque así lo
contaba él: decía que los canillitas de Buenos Aires anunciaban en las esquinas
que seguía sin saberse nada de Amelia Earhart (Arlt: “El Círculo de Howland no
existe, sólo hay agua y tiburones como torpedos alevosos y un peñasco
microscópico que habitan las aves y dos coolies descalzos que palean guano.
Amelia Earhart tenía treinta y ocho años, la cara de la actriz Catalina Hepburn
y las manos largas y los dedos finísimos del pianista Brailowsky”).
Mi padre amaba
los aviones. Aunque fue ingeniero de caminos, por presión de mi abuelo, se pasó
la vida mirando al cielo: cuando jugaba al golf (su otra pasión), cuando volvía
de trabajar y se sentaba con una cerveza helada en el balcón, cuando hacíamos
cada verano el interminable viaje en auto a las sierras de Córdoba (íbamos por
una ruta que él mismo había construido, pero de lo que te conversaba, en el
trecho del viaje que te tocaba sentarte a su lado, era de los aeródromos que
había al costado de la ruta, de los biplanos fumigadores que sobrevolaban los
campos, de las estratocúmulus y cirrus y cumulusnimbus que flotaban en el
horizonte). Nunca se decidió a hacer el curso de piloto, pero terminó teniendo
una compañía de aviones de carga: a los cincuenta años, su mejor amigo, que era
piloto, le propuso que dejara todo y se asociara con él. Fueron los años más
felices de su vida. Tenían tres aviones nomás, pero llevaban carga a todas
partes del mundo, ésa era la tarea de mi padre, que siempre fue cerebrito: la
logística de los viajes y de las cargas. El estaba en un escritorio y su amigo
volaba. A veces él también iba. Una vez me llevó. Yo tenía catorce, ya nos
llevábamos a las patadas, en un intento de acercamiento partimos en uno de sus
aviones. Llevábamos caballos a Virginia, los boxes de los animales ocupaban
todo el avión, salvo dos cuchetas ínfimas pegadas a la cabina. Antes de
despegar el copiloto amartilló una pistola: “Están sedados pero no queremos
rosca si se ponen locos allá arriba”. Aterrizamos en Washington, estuvimos sólo
un día y volvimos. Ese día en DC se limitó a una visita interminable al Museo
del Aire, mirando hasta el tedio el avioncito de los hermanos Wright, el Spirit
of St. Louis de Lindbergh, el Lockheed Electra de Amelia, el jet de Chuck
Yeager.
Por el lado de
mi madre también había aviones: tenía agencia de viajes, la invitaban seguido a
lugares raros, promociones de nuevos destinos turísticos, siempre hacía esos
viajes con mi padre, que aprovechaba el status de invitado para pedir pasar a
la cabina de los pilotos en el avión. Pero además mi madre tenía una amiga de
la infancia que era azafata de Pan American de larga data. No sé si yo idealizo
o las azafatas de antes podían rozar los cincuenta y seguir siendo atractivas,
por no decir irresistibles. Las azafatas de antes encarnaban ese ideal de mujer
que es absolutamente femenina y a la vez tiene cabal complicidad masculina con
los hombres. Trudy Firmat era así. Jugaba al golf con mi vieja, venía seguido a
casa, en esas visitas siempre terminaba charlando con mi viejo de aviones, sentados
los dos en el living, ella de piernas cruzadas en una butaquita, con un vaso de
whisky en la mano y un cigarrillo en la otra, discutiéndole mano a mano los
pros y los contras de modelos de avión, rutas aéreas o estilos de pilotaje. Por
Trudy Firmat, cada vez que leo el nombre Amelia Earhart, un resorte en mi
cabeza replica: Pancho Barnes.
El mito dice
que Amelia era la aviadora más rápida de su época, pero en 1930 Pancho Barnes
batió ese record histórico (297 kph) y fue la primera mujer en volar a más de
trescientos kilómetros por hora. Pancho había nacido Florence Barnes de padres
ricos en California, pero a los dieciocho se escapó de su casa con un amigo y
embarcó en un carguero a México. El viaje de vuelta lo hicieron en burro. El
amigo era flaco, Florence era rellenita, unos mexicanos la vieron igualita al
compadre de Don Quijote y la bautizaron Pancho: pensaron Sancho pero les salió
Pancho. El apodo prendió igual y Florence fue Pancho desde entonces. Tomó su
primera lección de vuelo en 1928, con un veterano de la Primera Guerra. Con
sólo seis horas de instrucción ya volaba sola. Compró su propio avión y
recorría la región haciendo un show aéreo con un amigo paracaidista. Uno de los
hermanos Wright firmó su licencia de piloto (pero como era bien sabido que
estaba en contra de que las mujeres volaran, Pancho se disfrazó de varón para
el examen y para la foto del carnet). Fue doble de riesgo en la película Los
Angeles del Infierno de Howard Hughes, inauguró la ruta aérea a México, probaba
aviones para la Lockheed, decía que Amelia se llevaba toda la publicidad porque
su marido (el promotor GP Putnam) la comercializaba sin escrúpulos y la
obligaba a proezas aéreas que estaban por encima de sus capacidades. De hecho,
cuando Amelia desapareció en 1937, Pancho dejó de volar, pero siguió siendo un
piloto entre pilotos, porque compró un rancho pegado a la Base Edwards, en el
desierto de Mojave. Al principio sólo les vendía leche y huevos, pero el rancho
pronto se convirtió en el segundo hogar de aquellos pilotos que iban a
convertirse en los primeros hombres en viajar al espacio. Todos ellos iban a
descomprimir al rancho de Pancho, hasta que sus esposas la acusaron de tener un
burdel y los jefazos de la Base Edwards le expropiaron la tierra, y mi viejo,
según Trudy Firmat, era igual de necio y retrógrado que esos jefazos y esas
esposas; sólo una cabeza así podía creer que Amelia Earhart era mejor piloto
que Pancho Barnes.
Me acuerdo
nítidamente de la escena porque para entonces yo también tenía mi complicidad
con Trudy, pasaba cada tanto por su departamento a buscar los discos importados
que me traía de sus viajes, estaba perdido de amor por ella, y cuando subió el
voltaje en aquella discusión sentí de golpe que mi viejo y ella eran amantes, y
eso me voló la cabeza. Al día siguiente fui con cualquier excusa a su
departamento y, con una torpeza que les ahorro, intenté perder mi virginidad
con ella. Trudy me agarró de la cara con las dos manos para aplacar mi
embestida, secó con sus pulgares las lágrimas de ira que me caían por las
mejillas y me dijo en voz muy baja, su boca a centímetros de mi oreja: “Me
gustan las mujeres, pichón”. Por eso, cada vez que leo el nombre de Amelia
Earhart hasta el día de hoy, una voz en mi cabeza susurra con lúbrica añoranza:
Pancho Barnes, Pancho Barnes.
«L'amour» *
hay un flujo
que gira como pájaro
sostenido en la
célula hace espirales
los movimientos
en tiras son leguas de fuego
y alcanzan la
sombra del triángulo
el espíritu ríe
en los límites
del cincel que
frota la pelvis ardida
en el vientre
plano gorgotean los polvos
crispan la piel
extensa y sus bifurcaciones
el amor es un
hilo sordo.
(Venezuela)
*
más acá de la
lengua
la ternura de
las hojas
ese temblor
silencioso
que la brisa
deposita
cuando nos
mueve los labios
*De Alejandra
Alma.
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