*Dibujo de Celso Agretti.
celsoagr@trcnet.com.ar
LA MUERTE
FLOTABA EN EL RIO SERENO*
(Sofanor,
Nicanor, Aguirre, El cumpa…, y la muerte…)
Nicanor quedó
aturdido y temblando con el disparo del arma de Sofanor, más que por el
estampido fue por ver que la desgracia se había desatado sin freno aquella
tarde, sobre las aguas doradas del atardecer en el río sereno. Las garzas de la
orilla se levantaron espantadas, volvieron a asentarse…; y se espantaron de
nuevo con el segundo disparo, esta vez de la otra canoa, de la de Anselmo
Aguirre, que alzó la escopeta con una sola mano, y descerrajó el tiro certero,
que hirió a Sofanor en el pecho...
Aterrado, sin
parpadear casi, vio a su padre caer con los ojos tan abiertos, ya con el
vacío de la muerte, y aquella horrible mancha escarlata en su pecho. La canoa
de ellos comenzó a remancear en una oquedad de la costa, mientras que la otra
iba bajando a favor del río y se achicaba a los ojos de Nicanor, con aquella
figura que no olvidaría nunca: la de Aguirre con la escopeta colgando de un
solo brazo… La siguió con la vista, inerte; hasta que fue un punto en el
horizonte…
_¡Maldita
tarde…, maldito río…, maldito vino!- Escupió al aire con toda su rabia.
Impotente, comprendiendo que el destino y la muerte eran irreversibles…
Con el Faustino
Cantero, el “Cumpa” de Sofanor y el “Tape” Ayala; y a la primera luz de la
mañana, lo enterraron a la sombra del “Ibirá Pitá” de la lomada, cerca de la
ranchada, al que en sus juegos trepaba de niño. Callado, triste, la mirada
lejana, no podía apartar su pensamiento de todo lo que había pasado, una y otra
vez, como si repasara una película macabra, de un final diabólico. Nunca supo
bien cual era ese entripado del Aguirre con su padre. Era una cosa muy vieja,
seguro… Una tarde que se encontraron en el almacén del puerto hubo una gresca
donde apenas los pudieron separar. Sofanor lo acusó delante todos de robarle la
pesca en los tramallos, que Aguirre siempre traía al acopiador piezas de gran
tamaño, y él sólo encontraba algún moncholo… Y que lo descubrió una noche
porque lo venía siguiendo. Aguirre reaccionó muy mal y juró cobrárselas,
dejarlo así delante de todos…, máxime que la preciada moza con la que solía
ilusionarse, le demostró su desprecio por eso, y lo echó del almacén, y que no
volviera. De allí Aguirre le anunciaba a todos que mataría a Sofanor, allí
donde se le cruzara…
Nicanor veía
cada vez más claro el motivo, aunque no sabía si sólo era eso, que justificara
tamaña factura, dejándolo sin su bendito padre, cuando más lo necesitaba. De
algo estaba seguro; una idea se le iba colgando, prendiendo por dentro: un día
él mismo se cobraría la maldición que le tocó, allí en el río Paraná.
II
La Abuela
paterna, Doña Pepa, lo acogió en Corrientes donde vivía, no sólo le dío comida,
sino muchísimo afecto. Ya más grande, fuerte y buen mozo, triste pero
aguerrido, entró como voluntario en el ejército. A los veinte llevaba cuatro
como personal de tropa y la fajina y el orden le fueron forjando una
voluntad de acero. Cuando sintió el cénit de su propio tiempo, decidió volver a
cumplir la deuda que tenía con su padre, cobrar su venganza…
Buscó la
ranchada en aquella costa tan verde, bañada por aquel espejo plateado, que cada
tanto se arrugaba levemente ante un soplo de la brisa del verano incipiente. El
padrino le guardó las pertenencias de entonces, por si “un día” volviera.
Tras tanto tiempo, se llegó al pie del árbol de ancha copa, bañada en un
profuso manto amarillo, y se hincó ante la tumba de aquel padre tan presente
siempre, y volvía a ver ese instante tan macabro, donde aquella vida se
escapaba por el pecho abierto, y aquellos ojos aún más abiertos.
Le contó a
Cantero qué vino a hacer, parco y decidido.
– Quiero la
canoa y la escopeta de mi padre…, vine a lo que he jurado y rejurado estos
años, llegó mi tiempo…Ya no soy un niño, y al crecer, creció en mí aquel
sino.
Lo miró el
viejo, con aquel cariño de años, respiró hondamente, y le dijo:
-Hijo, no va a
poder ser…, el Anselmo ya no vive…- y miró a los ojos a su ahijado. –Cosa de no
creer. Hace como un año, una tardecita, un más o menos por ese lugar del río…
No se podía tener de tan “chupao” y perdió el equilibrio. Dicen que lo vieron
“bailar” en la canoa como si algún demonio lo quisiera voltear al agua. Al
final ganó el “diablo” y a él no lo encontraron nunca. Se ve que se ahogó allí
nomás. La canoa sola apareció yendo río abajo en lontananza…-
-Mirá creo que
el “Barba” no quiso que te ensuciaras las manos con sangre…-
Nicanor tardó
en asimilar la noticia que le daba el padrino Faustino, y tras mirar lejos y
frunciendo un rato el entrecejo, terminó lamentándose:
-¡Yo hubiera
querido que mi padre vea que yo tampoco tenía miedo!
Avellaneda –
Santa Fe;
Y ME LLUEVE UNA ANTIGUA NOSTALGIA…
LIBROS*
*De Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar
En aquel alto tiempo donde todo
y nada sucedía, es decir, lo primero eran los sueños y lo segundo la lisa
realidad, la que no tenía fisuras, pero era propicia a la contemplación y a las
primeras lecturas.
En el lugar que hoy ocupa el
orgulloso Ibirá-Pitá había tres plantas de granada, en un rincón del terreno
que da la calle, entonces de gramilla polvorienta. Debajo de esas plantas
crecía un césped que lucía descuidado, y unos ligustros tupidos hacia el
terreno vecino, el de la quinta de frutales tentadores de don Clemente Gerlo.
Allí en ese refugio óptimo para
mi atribulada adolescencia, comenzó mi avidez por la lectura.
En realidad, como alguna vez lo
conversé con el entrañable, inolvidable Negro Fontanarrosa, yo, él y muchos
otros, nuestra generación tal vez, accedimos al libro porque
primeros fuimos lectores voraces de revistas de historietas. Nada más natural,
creo, que el paso al libro y su maravilloso mundo de fantasía, que signó mi
vida para siempre empezó entonces. Varios de mis amigos de entonces compartían
esa pasión.
Inútil que busque las razones
por las cuales este dulce hábito, este pacífico acto, el de leer, “que
siempre es más civilizado que escribir”, dicho por Borges no sin razón, ya que
en mi casa había apenas dos libros: Un “Martín Fierro”, sin tapas, de edición
humilde y que hoy presupongo de quiosco, de papel muy ordinario, una edición
con toda seguridad muy popular y un libro de Amado Nervo, se trataba de la
“Amada inmóvil”, que fue por otro lado mi entrada a la poesía, pero esa es otra
historia.
Saliendo de la primaria, en su
pequeña y modesta biblioteca comencé a sacar allí algunos libros. Entre ellos
“Don Segundo Sombra”, en edición de Austral.
Hace poco estuve en esa escuela
presentando un libro y pedí pasar a la biblioteca que yo suponía oval, al menos
así me lo dictaba mi engañosa memoria, pero tiene forma de rectángulo. La
desilusión llegó, hay allí un par de computadoras y cuando pregunté por los
libros, me dijeron que “estaban en la primaria”. Olvidé decir que en la que fue
mi escuela primara hay un Jardín de Infantes ya que las dos primarias se
fusionaron hace mucho. De todos modos me entristeció.
Pero volviendo a aquel tiempo
remoto paso a relatar que leí todos los libros de esa primera biblioteca, que,
creo recordar se llamaba Sarmiento y hasta fue la leyenda que su primera
directora había sido alumna del sanjuanino y que quiso bautizar la escuela con
su nombre, pero fracasó y se contentó con honrar al maestro nominando así
a esa pequeña biblioteca.
Cuando había leído los no muy
numerosos volúmenes –muchos incluso de la Biblioteca de “La Nación”, con sus
clásicos- el paso lógico era “La biblioteca”, como se conoce a la Manuel
Belgrano, que una comisión del Huracán Foot Ball Club tuvo el buen tino de
fundar en 1940.
Ingresé un atardecer a esa
biblioteca, que hoy es un símbolo querido de mi vida, pero que fue el acicate
que me dio el empujón que necesitaba para partir y comenzar estudios que no
tenía.
Comprendo que no sería quien soy
si no hubiese existido esa biblioteca y a mí un día no se me hubiera ocurrido
trasponer esa puerta. No digo que hubiera sido mejor o peor, digo que yo tal
vez me habría conformado con esa vida de costumbres apacibles, de humores ácidos
y de chismes ligeros. Tuve que canjear todos los crepúsculos, todos los matices
que con su luz va alumbrando y yendo hacia la muerte y tuve que dejar el vuelo
libre de los pájaros, el batir de las alas de las garzas y las cigüeñas y
volver luego a tratar de asirlas con la letra.
Ese día entré, y charlé un rato
con la bibliotecaria, la dulce Doña Julia, inefable hada protectora de aquellos
años llenos de incertidumbre, pero también de un deseo entrañable que pujaba
potente y temerario y pedía pista para cumplir todos los sueños.
¿Ella fue dándome aquello que
suponía eran libros para mí? ¿O acaso me sugería los que ella había disfrutado
leyéndolos? Nunca lo supe.
Doña Julia García, de familia de
músicos porteños había sido traída por un bohemio conocido como el Flaco Naly,
quien pronto la abandonó. Y ella se quedó en el pueblo. Nunca me habló mal de
él. Tal vez lo amaba mucho, tal vez lo habría perdonado.
Pronto me vinculé con mi amigo,
el maestro Alfredo Ghiselli, nuevo en el pueblo que pasó a mis manos trémulas
los libros de Neruda.
Pero el lugar donde me puse al
tanto de la gran literatura contemporánea fue en la Librería Aries, siendo su
empleado.
Allí, el poeta Rubén Sevlever,
silenciosamente ponía en mis manos esos libros que estallaron como fogonazos de
estupor, de gozo y por qué no, de cierta sensación de inmensa libertad: Lo
hacía con su estilo silencioso, pero era un maestro verdadero, como no
queriendo enterarse que enseñaba.
Después vino la Facultad que
también trajo sus lecturas. Pero lo iniciático en mí había comenzado mucho
antes. Cuando yo me subía a alguna de esas plantas de granada con un libro en
la mano y no escuchaba el grito estentóreo de los teros por el aire o la música
y el bullicio de los pájaros.
Yo, evidentemente sólo tenía
oído para la música maravillosa que me traían los libros con la promesa de
hermosísimas islas perdidas como el poema de Raúl González Tuñon.
LA TORTA DE
PATAY*
(A Horacio
Rossi)
De sus vueltas
por el noroeste del país, de la tierra de los quilmes, de los quechuas y del
vino exquisito del altiplano, mi amigo Horacio me hizo un regalo que suena a
patio de infancia.
Sí, bien digo:
a patio de infancia; esa patria tan nuestra cuando los patios eran de media
manzana. Y uno de esos patios era de la casa de mi abuelo Homobono. Al fondo,
reinaba un viejo algarrobo, cargado de chicharras en el verano: aprendí a
tomarlas entre los dedos de las manos, a descubrir los coyuyos ensordecedores,
a coleccionar su piel reseca prendida del viejo árbol, a observar de dónde salían
y ver los agujeros en la tierra.
Cuando las
vainas, frutos de ese árbol generoso, se ponían negras de veinte o más
centímetros, las jalábamos de las ramas, las abríamos con nuestro apuro de
chiquilines y saboreábamos su pasta dulce que cubría a las semillas. Todo un
dulzor, toda una travesía de sabores, todo un instante.
Y mientras
saboreaba lentamente el regalo, los recuerdos se sumaban: las charlas con el
abuelo, mi tío Pancho que mimaba mi presencia y me llevaba con él, con toda su
adustez y su ternura de hombre campesino. Me dejaban, ambos, entrar a la
piecita de herramientas y jugaba que trabajaba. De hecho, aprendí de ellos las
maravillas de las manos, la paciencia, la delicadeza del trato con otros, del
respeto.
Son en mi
memoria tres árboles de algarrobo: duros, toscos en su corteza pero de una
dulzura increíble que dejan su sabor a presencia en el paladar de un niño.
Tapiz de otoño*
Los árboles se
vuelcan en un río verde, ella nada en el follaje
líquido, mientras una fibra de luz le adorna
de alegría el pecho, cómo no sabe si mañana habrá otro, lo
recibe, se esconde en su tibieza. Ese antiguo juego con el que se
aprende a perder y a recuperar. Esconderse y aparecer como el día,
como la vida.
Siempre lo
nuevo como una joya, resplandeciente y temerosa.
La lluvia dejó
sembrada su vereda de pequeñas flores aliladas, por primera vez le
ganan a la invasión de todas las publicidades. Guarda en su
mirada el tapiz enhebrado de flores caídas, una fiesta de palabras y
el dorado ruido del último sol alborotandole el pecho
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
CANCIÓN OSCURA*
“Buscas una
patria. Tienes una tierra natal, pero no una patria”
Pausanías, en referencia
a Homero.
Oscuramente.
Así te nombro, Amor. Oscuramente....
Se, que en tu
piel se recuesta la noche.
La incerteza
hace nido en tu boca.
La pasión del
hambre es tu agonía diaria.
Dibujas,
obstinadamente, campanarios y vientos.
Que te sangran
los zapatos en las manos.
Bebo tu voz de
dios que me acaricia toda.
Lo sé. Estás
ávido de vida y de muerte.
Que buscas
respuestas en Homero día y noche.
Muerden tu
carne patria demonios de ojos albos.
Dulce herida
que sangra en turmalinas.
Y me llueve una
antigua nostalgia.
Lengua de
hierba y briznas en los muslos.
Cuerpo de
adolescente. Parral. Centauro.
Yo: La
soledosa. Arpía. Hembra de barro y paja.
Quiero, un
lugar en el temblor de tus serpientes verdes.
En tus
cementerios. En tu lecho de agua.
Un lugar en tus
más hondos pozos, pido.
Y lamo uno a
uno, de tus dedos, las penumbras más puras.
-Hay tinta en
las manos morenas de mi padre-
Se, que en tu
piel se recuesta la noche.
Solo eso .Un
pedazo de noche. Imploro.
Oscuramente.
Así te nombro, Amor. Oscuramente.
EL BLUES DEL
TREN DE LAS 11.40*
El miedo había
estado allí; ahora lo sabía. El miedo había estado acompañándolo todo el
tiempo, como un monstruo en estado embrionario, en cada instante de las once
horas transcurridas desde el histórico "suficiente" pronunciado por
Gómez Laurenz para convertirlo en abogado.
Había estado
allí, oculto entre los pliegues de su conciencia, aguardando el momento
propicio para asestarle esta dentellada feroz y traicionera, para inocularle
este hielo en la sangre que lo retenía impávido en la vereda penumbrosa de la
pensión, clavado junto a la puerta de calle con el corazón
sobresaltado,
temeroso de volver a los festejos del patio.
"Me
pasaron la mesa de Sociedades para mañana a la 8; vos ya serás todo un doctor,
pero nosotros tenemos que seguirle dando, nene". La excusa invocada por
Fabiana para justificar su decisión de abandonar la fiesta todavía resonaba en
su cabeza, estableciendo crudamente un límite, un antes y un después. El abrazo
fuerte y emocionado de su amiga, su largo beso en la mejilla, su promesa de
escribirle cartas, su grito cariñoso mientras el taxi se alejaba pidiéndole que
no se olvidara de ella, habían quebrado algo en su interior. La sensación de
eternidad se había desmoronado de golpe, dejando al descubierto el miedo (el
miedo que siempre había estado allí), anunciando el previsible final de la
tregua, la confirmación innecesaria de lo que él ya sabía. (Porque él lo sabía,
lo había sabido perfectamente durante mucho tiempo, quizás desde aquel lejano
recelo experimentado al subir por primera vez las escalinatas de esa Facultad
que parecía tan enorme. Era como entender algo sin palabras, sin pensarlo en
forma expresa. Sólo que una cosa era presentir que iba a doler, y otra muy
distinta comenzar a sufrir el dolor real).
Miró la hora en
un gesto casi inconsciente: las 4 y 10 de la madrugada. El sonido de la música
y las risas llegaba desde el patio como un rumor asordinado. Cerró la puerta
tras de sí y regresó por el pasillo a oscuras con una vaga sensación de
malestar hormigueándole en las venas. El patio bullía en animado desorden y
nadie lo vio reaparecer desde las sombras. De pie bajo el farol macilento que
iluminaba tenuemente la reunión contempló a sus amigos con una mirada
melancólica, como buscando atrapar algo sabiendo que no podría atraparlo nunca.
Ahí estaban todos: bajo la galería, el Pato riéndose de cualquier cosa,
atacando cerveza tras cerveza, Mónica haciendo payasadas parada sobre una
silla, José Luis y Gonzalo repartiéndose los restos fríos de una pizza de
tomate, Aldo abrumando a Laura con sus cuentos
malos; en el
centro del patio, Fernanda y el Negro bailando con incansable entusiasmo, como
si se hubieran recibido ellos, contagiando su alegría a Marita y a Willy; allá
en el fondo, Jorge borracho bailando con una escoba para delicia de todos los
presentes.
Se sintió raro.
Recordó que apenas una hora atrás se había deslizado hacia la pared de la
enredadera con sigilo, como si temiese romper un hechizo, con el único objeto
de gozar del alegre trajín de brazos, manos y bocas, la alborozada evolución de
los gestos en torno a la mesa rectangular. Recordó que, merced a una súbita y
mágica revelación, había comprendido entonces que se hallaba en el medio de uno
de esos infrecuentes y escurridizos momentos plenos de su vida, una de esas
seis o siete ocasiones anuales en que podía afirmarse que vivir valía la pena.
Y recordó también que en ese instante, justo en ese instante, había concebido la
delirante idea de clausurar todas las salidas y secuestrar a sus amigos,
tomarlos por rehenes y exigir desafiante a Dios, al Tiempo, a la Vida o a quien
fuere, que esa reunión
durara para
siempre. Pero ahora ya era tarde. Fabiana, sin quererlo, acababa de destrozar
la frágil utopía. Ahora que las heridas invisibles comenzaban a sangrar no
existía modo de volver a construirla.
-¿Bailamos,
caballero?
La voz
inesperada lo sobresaltó. Sumido en su confusión mental no había advertido
aquella presencia cercana. Giró su cabeza hacia la derecha y pudo ver a Laura
haciendo una reverencia burlona que acompañaba la invitación.
Improvisó una
tontería para disimular y se dejó arrastrar por la muñecas hacia el centro del
patio. Por unos segundos se olvidó de todo -del monstruo y los fantasmas, del
porvenir, del tren de las 11 y 40-. Revivir la magia pareció posible. Pero fue
sólo un espejismo transitorio. Un instante después, al recibir el perfume de
Laura en pleno rostro como una bofetada del Tiempo, no pudo evitar el recuerdo
de aquel Baile de la Primavera en que se habían conocido y la grieta en su
interior se abrió de nuevo. Pensó en los seis años que habían pasado desde
aquella noche, desde aquella Laura aniñada, y lo categórico de la cifra -¡seis
años, Dios!- le ocasionó un vértigo fugaz, una suave opresión en la boca del
estómago que ni siquiera el ruidoso trencito que los bailarines habían
comenzado a formar pudo disolver.
Su malestar se
acrecentó. Comprendió que la fiesta -su fiesta, esa misma fiesta que para los
demás estaba en su apogeo- había terminado para él.
Descubrió que
él y los otros respondían ahora a tiempos diferentes, irreconciliables. No
importaba que él volviera a su pueblo y ellos se quedaran. Lo que contaba no
era la distancia física sino otra clase de lejanía. "Ahora vas a tener que
usar corbata todo el día, bagre", le había dicho Aldo al llegar, y sólo en
este momento se le revelaba el significado oculto de esas palabras. No más
Facultad, no más pensión, no más trasnochadas en los bares del bulevar, no más
vino con amigos. Final del juego; estaba solo otra vez. Él quedaba afuera, como
si una puerta se cerrara inexorablemente a sus espaldas. Como si, al igual que
la fiesta, la vida siguiera sólo para sus amigos, no para él.
"Si
supieran que estoy triste a once horas de haberme recibido dirían que estoy
loco", pensó, riendo para sí, mientras se refugiaba en la cocina con la
excusa de buscar hielo. Pero era irreversible: el miedo comenzaba a derrotarlo.
Había buscado en esos seis años de Facultad un desvío, una salida tan
sorpresiva como inexistente y no la había hallado. "Vos querés sacarte una
especie de lotería metafísica", le había dicho una vez Gonzalo y era
cierto, pero su número no había salido premiado. Ahí estaba el monstruo,
entonces, desatando los fantasmas. Ahí estaba él con su ridícula impresión de
sentirse un viejo a los veinticuatro años.
Descubrió con
estupor que el título de abogado le confería carácter de extranjero. La ciudad
lo rechazaba sutilmente, haciéndole comprender su condición de cuerpo extraño,
pero el regreso a su pueblo sólo serviría para acrecentar su certeza de que él
ya no pertenecía a aquel lugar. Imaginó el orgullo emocionado de padres y
hermanos, la alegría vulgar de su novia, la infantil idolatría de sus sobrinos
y supo de antemano que en nada ayudarían a aliviarlo. Se vio a sí mismo
desterrado en la calma soñolienta de un perpetuo domingo y se sintió vacío,
como si la vida se acabara mañana mismo.
Como si la vida
se acabara con el tren de las 11 y 40.
Sin embargo, no
era eso lo que espoleaba su tristeza. No se trataba de la preocupación por un
futuro forzado, previsible y ajeno a sus deseos. Se trataba de algo mucho más
urgente y visceral, una etapa desvaneciéndose sin remedio, la desesperante
sensación de agua que se escurre entre las manos.
Se trataba de
las peñas, los bailes, los asados de comisión, los campeonatos de truco, las
reuniones de damajuana y choripán, las mateadas interminables hasta el
amanecer, las imponderables horas gastadas en el bar de la Facultad para hablar
de Cortázar y de Sartre con Gonzalo, las mil y una revoluciones planeadas y
ejecutadas en el aire desde una mesa de café. Se trataba de la nostalgia, ese
roedor implacable que había comenzado a mordisquearle las entrañas.
Se acercó con
el hielo al grupo que ahora estaba reunido bajo la galería bebiendo vino.
Aceptó que el Negro le llenara el vaso por enésima vez y se dejó caer sobre una
de las sillas que bordeaba en forma desprolija la mesa rectangular. Se quedó
mirando hacia arriba con los ojos fijos en algún lugar incierto de la noche
estrellada de diciembre, bosquejando mentalmente el momento en que partiría
rumbo a la estación acompañado por los sobrevivientes de la fiesta. Suspiró
resignado. Supo que Dios, el Tiempo, la Vida o quien fuere lo había vencido. Se
podía, sí, escuchar a José Luis contando cuentos verdes, rogarle a Mónica que
recitara poemas de Machado y a Willy que imitara profesores, se podía pedirle
al Pato que cantara un blues de los suyos, pero ya nada sería igual. Incluso
podía él mismo, como tantas otras veces, ladrar Muchacha ojos de papel o El oso
hasta quedar disfónico, pero era inútil; el tren permanecería allí, como una
obsesión, ensombreciendo la fiesta. Estaba perdido: ni siquiera quedaba el
frágil consuelo de dedicarse a construir un último recuerdo, el recurso
demencial de disfrutar del incendio antes de que solamente quedaran cenizas.
A lo sumo,
pensó mientras Laura le acercaba la guitarra al Pato y le pedía que cantara
algo, quizás fuera posible dejarse llevar hasta el tren con la conciencia
adormecida, deslizarse hasta él como por una pendiente suave y confortable.
Quizás fuera posible buscar en el fondo del vaso una última anestesia y
aislarse del derrumbe, quitarse de la cabeza la hiriente comparación entre la
imagen de aquel taciturno muchacho de pueblo que una noche de viernes, recién
llegado a la ciudad, había aprendido de una vez y para siempre lo que era
sentirse solo, y esta otra imagen, mucho más cercana, virgen todavía de
nostalgia, la del abogado recién recibido saliendo del aula después del examen
para encontrarse con el abrazo de sus compañeros. Resultaba imperioso saturar
las horas restantes, evitar los minutos vacíos, embotar los sentidos y
aturdirse para no pensar, vaciar vaso tras vaso hasta hacer que las voces se
independizaran de quienes las emitían, convertirlas en ecos que resonaran
lejanos, como un ruido más en la madrugada. Había que hacer lo que fuera
necesario para perder la noción clara de las cosas y remover de la boca ese
acre sabor a final, a despedida.
"Ojalá no
amaneciera nunca", dijo Mónica a su lado, con un dejo de melancolía, como
si hubiese adivinado sus pensamientos. La miró sorprendido, con una sonrisa
entre amarga e indulgente. Vaciló unos instantes, pero no dijo nada. Sólo
extendió el brazo libre y la atrajo hacia sí en un abrazo tierno que pretendía
ser indestructible. Dejó luego que su cabeza resbalara indolente y se acurrucó
en el regazo de su amiga.
Alguien apagó
el radiograbador y el brusco silencio de los parlantes se le antojó sobrenatural.
Cerró los ojos para no ver el momento en que las primeras caricias del sol
desperezaran, allá en lo alto, a la enredadera del fondo. Después se fue
hundiendo lenta, tibiamente, en una serena y profunda lasitud, mientras la
guitarra del Pato comenzaba a gemir un blues.
-Texto incluido
en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa
Fe - 2009
Sueño*
En esa
noche de luna roja
Soñé
sombras azuladas
En ella vi
perfiles de mis amigos
Que
caminaban graciosamente sin gravedad
Desplegaban
diferentes colores como personalidades
Unos
despilfarraban calidas ráfagas de luz
Otros soplaban
vientos serenos
Algunos tenían
oídos absolutos
Que permitían
escuchar mis anhelos
Tantos
personajes habitaban
En esa luna de
color rojizo
Que distinguían
mí respirar…
Dueña de ese
espectáculo
Creí que la
luna era mi mejor compañera.-
***
INVENTREN
Próximas estaciones:
LA RICA
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-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el
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con destino a Puente Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con
destino a La Plata.
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