*Obra de Claudia
Marting.
Rosario.
Argentina.
*
era una mujer
cuando la vi por primera vez
luego tomó
paulatinamente
la forma de un
bosque
me adentré en
su follaje
olí sus flores
comí sus frutos
bebí su río
dormí su hierba
soñé sus
animales
acaricié su
crepúsculo
luego
de a poco
imperceptiblemente
fue abeja
fue puerta
cerradura
ojo gigantesco
que me seguía donde fuese
libélula
guitarra
uña
poco a poco fue
una línea vertical
un piano de
cola
un pájaro
carpintero
una herradura
un paraguas
era mujer
cuando la vi por primera vez
luego se
convirtió en un planeta
sobre ella vivo
sobre ella
canto/
Matando miedos*
Con la barra,
en el Club Atlético Ceres nos reuníamos casi todos los días. Más en verano,
cuando la escuela no nos convocaba. Diversos juegos, algunos inventados, nos
entretenían; el picado de fútbol era el más aceptado. Por las noches,
arreciando el verano, nos volvíamos a encontrar. Mi padre, como bolichero del
club, atendía hasta entrada la noche, más los fines de semana. Y ahí estábamos
nosotros saltando, corriendo, jugando con la poca luz de un farol eléctrico que
estaba sobre la cancha de básquet embaldosada.
Y venían los desafíos
propios de chicos. ¿A quién no asustaron con el cuco? El cuco siempre estaba de
noche. La oscuridad, todo un tema. La trampa, la emboscada, el lobisón, el
diablo… la noche era una boca de miedos. Y nos desafiamos. La cancha de fútbol,
en pleno verano, estaba descuidada con los yuyos altos. No había partidos de la
liga. Hacia el este el arco daba contra un tapial que ponía límites entre el
club y la ruta nacional 34. Allí, detrás de ese arco y en las últimas horas de
la tarde, pusimos una bolsa con un objeto que no recuerdo. ¿Para qué? Para
buscarla a la noche, pero de a uno por vez. El primero la buscaba y el segundo
la llevaba y el tercero volvía a traerla. Éramos cinco. Así se cerraba el
círculo.
Y arranqué
primero. Las distancias del comienzo fueron firmes pero, a medida que avanzaba
la luz era cada vez más opaca, las voces más lejanas y me inundaban los sonidos
de la noche despertando todos mis fantasmas interiores, fantasmas que se
proyectaban grotescamente en los oscuros árboles, en el movimiento de algún
pájaro en sus ramas, en el salto de alguna langosta. Y ya, en la profundidad de
la cancha, casi pisando el invisible arco, los latidos del corazón eran
fortísimos. Aceleré la marcha, salte el pequeño vallado y abracé la bolsa. Di
la vuelta sobre mis pasos y tomé de guía la mortecina luz del bar, a casi 200
metros de distancia. No miré hacia atrás. Abrazado a la bolsa, comencé a
correr. La luz se agrandaba y la silueta de los chicos se recortaba entre salto
y salto en medio del yuyal. Fue una carrera loca e intensa. Así llegué con el
trofeo en la mano. En el camino maté algunos fantasmas: las ramas de los
árboles no eran brazos, el graznido de un pájaro nocturno era un graznido de un
pájaro nocturno y no del diablo que intentaba asustarme y menos del cuco. Las
langostas saltonas, el canto de los grillos, el escurridizo andar de alguna
rata o comadreja se encargaron de hacer el resto: los fantasmas se disolvieron
en esa gran sopa de sonidos.
Entregué la
posta al siguiente desafiante y sólo dije: no pasa nada.
*De Cacho Agú.
oscarcachoagu@yahoo.com.ar
Nocturno*
En la madura
oscuridad de esta noche,
cuando las
palabras se tornan esquivas
convoco
recuerdos.
Ellos arman
dentro de mi silencio
un poema
inédito
con emociones
cautivas
en la piel del
tiempo.
Sólo les presto
mi memoria,
en esa pantalla
reflejan
la llama
titubeante
que no quiere
apagarse...
Ellos –el
poema, los recuerdos–
son camino y
paloma
partida,
regreso
y vuelo.
Yo –espectadora
insomne–
soy apenas un
fruto del azar
en la madura
oscuridad de esta noche.
La crisis del
chocolate*
¿Por qué íbamos
a preveer errores, si avanzábamos sobre teorías sólidas?... La crisis del
chocolate se extendía a nivel mundial. Parecía que las plantas de cacao se
hubiesen puesto en huelga hasta que las especies transgénicas, introducidas a
cada país con tratados de libre comercio, renunciaran a sus patentes en el
mercado.
Eran esos
tiempos futuros, o arcaicos (nadie lo sabe bien), en que el chocolate era
valorado más que el oro u el cobre en estos días. El Banco Mundial y el Fondo
Monetario Internacional se vieron obligados a intervenir para rescatar al país
de lo que los expertos ya llamaban "La Crisis del Chocolate",
elaborando un oportuno plan, como en casos similares suelen ser elaborados.
Las ya
tradicionales opciones fueron consideradas: instaurar una dictadura militar,
despidos masivos, privatizaciones, permitir que una potencia invada al país
para rescatarlo, incrementar la deuda externa... Incluso la opción de dejar al
mercado nacional sin protección del Estado, para que por un milagro del mercado
mundial se estabilizara el país y lo sacara de esta terrible crisis; algo así
como cuando los extraterrestres secuestran a las personas (principalmente
mujeres, aunque luego suele haber equivocaciones), y usando técnicas de
inseminación artificial les dejan preñadas, solo que en este caso: usando
dinero y países para los experimentos.
La crisis
avanzaba rápidamente, y el plan debía ser definido; pero la experiencia
histórica frenaba cada opción al recordar que ninguna de ellas, ni todas
implementadas al mismo tiempo, resolvían crisis alguna y sólo protegía los
intereses de los grandes capitalistas. Fue entonces que la respuesta que se buscaba,
aquella que aportaría la evidencia rotunda de lo acertado de las doctrinas
neoliberales, apareció para salvar al país: se adoptarían todas las opciones
tradicionales, pero además, y ésta fue la gran respuesta, se construiría una
fábrica de chocolate.
Y así fue: la
construcción se inició un par de horas después de consumado el golpe militar.
La localidad elegida fue el pueblito de Herrera Vegas, junto a la vieja
estación abandonada del ferrocarril. Su construcción traería desarrollo y
empleos a la localidad, además de chocolate a la nación.
Lo que causó la
primera sorpresa fue el gran letrero a la entrada de la fábrica, que anunciaba
el nombre: "Alfonso Luis Herrera"; que hacía recordar esos tiempos de
la revolución mexicana de 1910, donde el tercer mundo había intentado definir
una ciencia que se distinguiera del resto por haberse originado en un país
llamado "subdesarrollado", y por haber intentado unificar la
experiencia y expectativas del pueblo con las explicaciones naturales del
Universo:
FÁBRICA DE
CHOCOLATE "ALFONSO LUIS HERRERA"
Auspiciada por
el Banco Mundial.
Herrera Vegas,
Buenos Aires. República Argentina.
"El
patriotismo tiene una base química, pues nuestras cenizas irán a formar parte
de nuestros descendientes; estamos formados con detritus de nuestros
antecesores y otros seres y minerales de nuestra patria. Después de una guerra,
las sales de los muertos, por medio de los vegetales, el trigo, el pan, etc.,
nutrirán los futuros pobladores de la región en que se dieron las batallas, lo
que significa una reconciliación química profunda de las razas
combatientes"
(Alfonso L.
Herrera)
Al poco tiempo,
las cosas marchaban como era de esperarse: la crisis poco o nada se había
resuelto, las medidas adoptadas sólo habían logrado dar estabilidad a los
grandes capitalistas, los pobres trabajaban más y comían menos, y la deuda
externa se había incrementado en algunos millones de dólares. Todos llegaban a
la estación Herrera Vegas con la curiosidad de saber qué se hacía en la
fábrica, pero quienes lograban entrar salían siendo personas completamente
distintas, aún cuando seguían siendo los mismos (algo por demás extraño de
explicar).
Los rumores
comenzaron a causar desconfianza, pues nadie había visto por la región algún
chocolate de los producidos por la fábrica, y regularmente eran observados
cargamentos que llegaban al ferrocarril, transportando equipos de laboratorio,
secuenciadores de genes, sustancias químicas y demás cosas que pasarían
inadvertidas, si a donde eran llevadas no fuera una fábrica de chocolate.
Y es que dentro
de ésta, colocado inmediatamente en la entrada, se encontraba un espejo que
tenía la curiosa propiedad de invertir la simetría de las moléculas en todo
aquello que se reflejara en él. Este espejo era utilizado con el fin de
invertir la simetría quiral en los seres vivos, pues una propiedad de todos
ellos es que los elementos moleculares que los constituyen, en cuanto a los
aminoácidos que forman parte de las proteínas y los azúcares que componen el
material genético (ADN y ARN), se orientan a un lado en particular: los
aminoácidos en los sistemas biológicos son izquierdos (levógiros), y los
azúcares son derechos (dextrógiros). Bien, el espejo invertía esta simetría
(esta quiralidad), en todo ser vivo que se reflejaba en él.
A poco de
andar, nos dimos cuenta con Astrid que el proyecto real no iba a ser aceptado
ni entendido. Aún en ese mismo Centro de Investigación Avanzada, donde se
desarrollaban ideas muy audaces.
¿Cómo podíamos
aceptar ser auditados por los organismos que financiaran las obras y el
equipamiento? Tuvimos que fabricar chocolate -el oro de la época- para poder
sostener la investigación básica.
¿Como explicar
que el proyecto contaba con la colaboración de una civilización extraterrena?
¿O que nuestras creaciones genéticas estaban poblando el planeta incubadora Gl
581 C?
Nosotros
trabajábamos en la inversión y/o modificación genética de la vida. No
imaginábamos que nuestros procedimientos alteraran la ideología de los sujetos.
El marco teórico nos llevaba a suponer que la ideología de los sujetos es más
dura e inmutable que su genética.
Así pensábamos
hasta poco tiempo atrás, cuando en el marco de la visita de un economista, jefe
del Banco Mundial, ocurrió un acontecimiento imprevisto: Mientras el hombre
recorría la línea de producción de monedas de chocolate -las cuales pueden ser
consumidas o utilizadas como medio de pago hasta la fecha de vencimiento, pues
vale aclarar que en nuestra época, el dinero es comestible y tiene fecha de
vencimiento en su utilización- fue entonces cuando notamos que el espejo
inversor había quedado descubierto por una esquina, y sin poder evitarlo, el
economista se reflejó en él. Cruzamos miradas de pánico pero no ocurrió nada,
todo siguió aparentemente igual.
Al final de la
visita, Astrid acompañó al hombre hasta la estación. Para el horario de llegada
del tren faltaban unos 20 minutos. Al rato de llegar, el hombre se disculpó un
momento para ir al baño de la estación. Caminó hasta el muro lateral -pintado
impecablemente de color arena- y allí, a la vista de muchos pasajeros que
aguardaban el tren al igual que él. Extrajo de sus ropas un aerosol de pintura.
¿Lo había robado de nuestra fábrica, en la sección donde rotulan la producción
embalada en cajones?
Astrid saco
fotos con la cámara de su teléfono celular mientras pintaba el muro, y otras al
graffiti finalizado:
"La
burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces
se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al
jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, los ha convertido
en sus servidores asalariados"
-Marx y Engels-
"El
capitalismo es una mafia"
"Lea El
Capital y El Manifiesto Comunista".
Ya ha pasado
algún tiempo y todavía no tenemos una explicación confiable a este suceso.
*
a ver señores
si entendemos
de una buena
vez
la ecuación:
el capitalismo
genera desigualdad
la desigualdad
genera miseria y marginalidad
éstas, a su
vez, generan frustración
la frustración
genera violencia
ausencia de
palabra
ausencia de
sueños
cosificación
del ser:
tener es ser
no tener es no
ser
es la lógica
insípida estúpida paupérrima del capital.
querer encerrar
a un chico porque roba
cuando a él le
robaron la infancia
le robaron la
bicicleta
le robaron los
autitos
le robaron la
casa
le robaron la
escuela
le robaron la
ropa
le robaron las
palabras...
pero el sujeto
comunicacional nos ordena temer
cerrar las
puertas
tapiar las
almas
condenar a la
hoguera con la moral burguesa bien en alto...
inseguridad es
que abran comisarías en los barrios en vez de centros culturales
AMEN*
Lo conocí mucho
antes del destierro
Antes de la
luz. En el espacio de un tiempo sin edad.
Habíamos
recorrido los cauces del Río del Olvido.
Vimos las
huellas de Caín entre amapolas y lirios pisoteados.
Encontramos
golondrinas degolladas.
Testigos de la
puerta tapiada de la bella durmiente.
Divisamos la
morada del lobo y su cortejo.
En nombre del
Padre al vacío empujaban al Hijo.
Fuimos al adiós
de la rosa impoluta del martirio.
No conocía su
voz ni sus silencios.
Oí su voz. ¡Ay!
y era mi voz.
Voz silencio de
arena y equinoccio de otoño.
Voz de sal y
bálsamo en el costado abierto.
Voz de vides,
de leños crepitantes.
Voz de puñal de
plata.
Voz de grito.
No he tocado
las yemas de sus dedos ni sus brotes.
No he tocado
sus manos, ¡Ay! sus manos. Conocidas, antiguas.
Manos con
manchas angustiosas de tinta.
Manos aferradas
a las salvajes crines de los vientos.
Manos de ocasos
y de auroras.
Manos de pan y
vino.
No he tocado
las yemas de sus dedos.
Sin embargo, he
andado y desandado sus arterias.
He besado el
arco tenso de sus sienes.
He recorrido,
con mi boca, la alfombra de sus huellas.
He descansado
en sus cepas, niña triste de incienso.
Es el mensajero
del retorno del agua.
De la palabra
nueva. De la sal y la greda.
De la lumbre y
el aire.
De la unidad de
naipes fragmentados.
Si embargo,
quizás nadie lo sepa.
Bajo la piel de
árbol milenario, palabras escondidas
Escondidas
palabras, saben a veneno, a bilis, a miel amarga.
Nadie ha de
saber tampoco, cuando ahueca su mano
(Saciedad
hoguera del poeta.)
Muere gota a
gota…
Y a la vez
renace.
Renace.
Bálsamo, savia, zumo de eternidad, amén.
Leyendas del
GULAG*
El camarada
Dimitri Rodionovich Timoshenko miraba caer la nieve sobre la taiga. A fines de
diciembre no cabía hacerse grandes esperanzas respecto a un hipotético
mejoramiento en las condiciones climáticas. El camarada Timoshenko suspiró,
pensando – quizás – en la soleada aldea, cercana al Mar Negro, en la que había
nacido, más de seis décadas atrás, y sus inviernos benignos y veranos radiantes
de sol sobre los trigales.
El camarada
Timoshenko se estremeció, hundiendo aún más las manos en el capote recién
recibido de Moscú, de basta confección, pero abrigado. Hasta las ganas de fumar
quitaba el frío siberiano, pero Dimitri Rodionovich sacó su mano derecha
del cálido cobijo para buscar en el bolsillo superior de su chaquetilla una
arrugada marquilla de cigarrillos “Acorazado Potemkin”. Se acercaba el camarada
oficial Konstantin Davidovich Volodsky, resoplando por el esfuerzo de caminar
sobre la nieve blanda, y Dimitri Rodionovich sabía que su jefe de brigada
apreciaba los gestos de cortesía de parte de sus subordinados, cómo invitarlo
con un cigarrillo, o procurar que todas las mañanas encontrara sus botas
limpias y lustradas al lado de la puerta de su camarote.
El camarada
oficial, un joven de menos de treinta años, egresado de la Academia Pugachov de
Oficiales Penitenciarios, era hijo del legendario David Moiseievich Volodsky,
héroe de la Revolución, dos veces condecorado con la Orden de Lenin y miembro
del Buró Central del Partido. Su presencia en ese campamento de re-educación
política sólo podía interpretarse como el escalón inicial de una ascendente (y
rauda) carrera dentro del sistema de prisiones soviético.
El camarada
carcelero Dimitri Rodionovich Timoshenko, a más de treinta años de su
conversión a la Revolución, ya había visto pasar muchos jóvenes como el
camarada Konstantin Davidovich Volodsky en ese puesto. Y a algunos de ellos,
inclusive, los había recibido después como huéspedes de la institución.
Haciendo caso a
su experiencia como revolucionario, y a centurias de sabiduría popular
campesina, Dimitri Rodionovich siempre trataba de mostrarse servicial y atento
a las necesidades de los jóvenes camaradas que – haciendo sus primeras armas al
servicio de la Revolución – llegaban al campamento de re-educación política con
las últimas teorías sobre la regeneración de criminales políticos y los métodos
para su reinserción exitosa en la gran tarea de construir la patria de los
trabajadores.
“Un oficial
siempre es un oficial”, recordó el camarada Timoshenko que le decía su padre,
el viejo Rodión Petrovich, ya sea que defienda al Padrecito Zar Nicolás
Nicoláievich, o a los bolcheviques que lo destronaron y fusilaron, “y su fusta
es muy ligera”, concluía el viejo, con los ojos entrecerrados y en voz baja.
El camarada
oficial Konstantin Davidovich Volodsky acercó su cigarrillo al fósforo
encendido que el camarada carcelero Dimitri Rodionovich Timoshenko le ofrecía,
y – aspirando con fruición el azulado humo de su “papirosa” – clavó su mirada
en el interior del campamento, del que salían, al trote y con las manos en los
bolsillos, los internos. La taiga, monótonamente blanca, no ofrecía puntos de
referencia.
“¿Qué tarea
tienen que cumplir hoy los reclusos Zamuk y Wolkof, Dimitri Rodionovich?”
inquirió el oficial Konstantin Davidovich Volodsky. El camarada Dimitri
Rodionovich Timoshenko se apresuró a sacar sus manos del capote, y extrayendo
un ajado papel del interior del mismo leyó sin vacilaciones: “los condenados
traidores desviacionistas troskystas Wolkof y Zamuk están asignados a la
cocina, camarada oficial Volodsky”.
Konstantin
Davidovich inspiró otra bocanada, y mientras sacaba una hebra de tabaco pegada
a sus labios dio unos golpes en el piso con los tacones de sus relucientes
botas de blando cuero.
El camarada
carcelero Dimitri Rodionovich Timoshenko miró por un instantes sus propias
botas, duras y resecas, pero no extrajo ninguna conclusión de la diferencia.
Los oficiales tenían uniformes y botas nuevas, la tropa se arreglaba con los
rezagos, siempre fue así y Dimitri Rodionovich no tenía motivos para suponer
que alguna vez sería distinto. “No sirve de nada pensar sobre lo que está bien
y lo que está mal”, era otra de las frases favoritas del viejo Rodión
Petrovich, y Dimitri Rodionovich nunca puso en discusión la sabiduría de su
padre.
“¿Qué informa
el camarada Simeón Ivanovich?” preguntó el joven Konstantin Davidovich
Volodsky, mirando las filas de prisioneros que formaban filas para la revista
matinal.
Dimitri
Timoshenko, carcelero desde los inicios de la Revolución, buscó unos segundos
una página detrás de la lista de prisioneros. “El camarada doctor Simeón
Grobotkin informa que las tendencias antisociales y contrarrevolucionarias de
los condenados Wolkof y Zamuk no han demostrado signos de mejora, camarada
Volodsky”, informó, sin ninguna inflexión particular en la voz.
Kostia, como lo
llamaba su padre, Consejero del Soviet Supremo, al joven oficial Konstantin
Davidovich Volodsky, apagó la colilla de su cigarrillo con la punta de su
bota mientras trazaba un garabato en la nieve con la fusta. Miró hacia la
taiga y su vista se detuvo en un enorme montón de troncos que esperaban ser
cortados para el piso de una nueva barraca.
“Asígneles la
madera, Dimitri Rodionovich.”, ordenó brevemente, para después agregar, mirando
a los ojos al carcelero: “Sólo a ellos dos”.
Dimitri
Rodionovich Timoshenko se cuadró, juntando con energía los tacos de sus botas y
haciendo la venia contestó, con la práctica de décadas en el Ejército Rojo:
“Comprendido, camarada oficial”. Sin pedir explicaciones complementarias
Dimitri Rodionovich se dirigió hacia las filas de prisioneros, a quienes
cansinamente contaba el cabo Alexander Pavlovich Buriatin, ex prisionero él
mismo, que cumplía la segunda parte de su condena - por anarquismo y robo
a la propiedad del pueblo - en Wolodczin, a escasos dos kilómetros del
campamento, bajo el régimen de libertad vigilada.
El carcelero
Timoshenko llamó a Wolkof y Zamuk mientras, con una mirada, hacía ver a
Buriatin que él se hacía cargo.
Wolkof y Zamuk
se acercaron caminando despacio, años de reclusión en el campamento de
re-educación política no los habían hecho mejores ciudadanos ni comunistas,
pero habían aprendido – sin dudas – a ahorrar energías. Cuando estuvieron
frente al veterano guardia se detuvieron, parados entre firmes y descanso, pero
con las manos en los bolsillos. Dimitri Rodionovich los esperó, con las manos a
la espalda, y secamente les impartió la orden del día: “Toda esa madera tiene
que estar cortada antes de las 6 de la tarde, empiecen”.
Iván Ivanovich
Zamuk y Pável Borisóvich Wolkof se miraron, y con la misma actitud corporal de
prescindir del despilfarro de fuerzas, caminaron sin detenerse hasta la madera
acumulada en un montón, descargada del camión que, mensualmente, iba por ella
al bosque.
El camarada
Timoshenko miró sin expresión cómo los prisioneros colocaban unos troncos
cortos a modo de caballete, y – tomando cada uno un extremo de la larga sierra
– comenzaron a aserrar metódicamente, sin prisa, pero sin pausa.
Llegada la
noche, Dimitri Rodionovich buscó en la fila de prisioneros que volvían de sus
tareas a Wolkof y Zamuk, y ante su ausencia se dirigió al cabo Buriatin, para
preguntarle por los reclusos. Alexander Pavlovich Buriatin no se distinguía por
la velocidad de sus procesos mentales, pero disimulaba la carencia – o creía
hacerlo – repitiendo las preguntas que le formulaban, con aire de considerar el
asunto. Dimitri Rodionovich conocía a sus subordinados, y antes que el cabo
Buriatin terminara de repetir la pregunta le informó que en caso de no
presentarse con los prisioneros en cinco minutos podía darse por arrestado. El
rostro de Alexander Pavlovich se iluminó en una mueca de comprensión, y sin
repetir ni una letra salió disparado hacia la taiga, débilmente iluminada por
los reflectores periféricos del campamento.
No le hizo
falta buscar mucho. Wolkof y Zamuk llegaban en ese momento, limpiándose aserrín
de los uniformes, y sin apretar el paso. Sus rostros se veían acalorados, pero
no descompuestos, notó – con algo de íntima satisfacción – Dimitri Rodionovich
Timoshenko.
El camarada
carcelero, presintiendo la respuesta, inquirió a los prisioneros sobre el grado
de avance de la tarea. Tanto Wolkof como Zamuk, parados no muy firmes, pero sin
que su posición pudiese ser tachada de indolente, contestaron al unísono:
“Terminada, camarada Dimitri Rodionovich”.
Dimitri
Rodionovich, secamente y con un ademán, los envió al comedor. Una vez alejados,
anotó sus nombres nuevamente para el trabajo en la cocina al día
siguiente.
A la mañana
siguiente, la taiga amaneció como de costumbre, pero el camarada Konstantin
Davidovich Volodsky parecía de peor humor. Se acercó a Dimitri Rodionovich
y, sin siquiera preguntar qué tareas debería desarrollar ese día Wolkof y Zamuk
, le ordenó que los enviara – a ellos y sólo a ellos – a vaciar las
letrinas del campamento y distribuir su contenido, presumiblemente como abono,
en la base de cada uno de los abedules recién plantados en la periferia del
campo.
Dimitri
Rodionovich, sin inmutarse, giró sobre sus talones, buscando al cabo Buriatin
con la mirada, pero, al no hallarlo inmediatamente, gritó los nombres de los
reclusos, mientras tomaba nota mentalmente de la falta de su subordinado
directo.
Wolkof y Zamuk
se cuadraron, ni muy obsecuentes ni muy contestatarios, ante el viejo Rodión,
quién los impuso de sus obligaciones para el día, en pocas palabras, tal su
costumbre.
Si algo pasaba
en el interior del camarada carcelero, no se reflejaba en su rostro. Expresar
las emociones era superfluo, le había enseñado su padre, y Dimitri Rodionovich.
Que había servido a la Revolución luchando contra la intervención, y
sobrevivido a la invasión alemana defendiendo a la madre patria, nunca encontró
motivos que lo convenciesen de lo contrario.
Esa tarde,
recorriendo el perímetro del campo, el viejo revolucionario, guardia rojo,
partizano, suboficial del glorioso Ejército Rojo y actual carcelero, tuvo que
reprimir una sonrisa de satisfacción, cuando vio la prolijidad con que habían
realizado su trabajo los condenados traidores desviacionistas troskystas,
distribuyendo de forma uniforme todo el contenido de las letrinas del
campamento en todos y cada uno de los abedules plantados cada cinco “arshins”.
El viejo Dimitri no podía acostumbrarse, más de veinte años después de su
implementación, al sistema métrico decimal.
Esa noche,
Dimitri Rodionovich se ocupó personalmente de que los delincuentes antisociales
y contrarrevolucionarios Wolkof y Zamuk no tuviesen ningún trabajo extra, e
incluso que el recluso que servía el “borshch” se ocupara de que Wolkof y Zamuk
encontraran algo más sólido que remolachas en el fondo de la sopa. Si los
reclusos lo notaron, no se lo hicieron saber, quizás agotados por el trabajo
que normalmente hacían ocho personas, o quizás por participar de las ideas del
viejo Rodión Petrovich respecto a la expresión de los sentimientos.
Por la mañana,
la temperatura había bajado de forma notable, y el camarada carcelero Dimitri
Rodionovich Timoshenko esperaba la llegada del camarada oficial Konstantin
Davidovich Volodsky, barruntando tal vez qué tipo de trabajo les impondría ese
día a los reclusos Wolkof y Zamuk.
Pero Kostia
había tenido una mala noche, o estaría redactando su informe semanal, el caso
es que no se hizo presente esa mañana. Dimitri Rodionovich dejó que la
distribución de tareas se hiciese según el orden del día, sabiendo que Wolkof y
Zamuk serían asignados a su puesto de trabajo habitual. Siguió a los reclusos
y, ya en la cocina, les señaló un montón de bolsas de papas, ordenándoles que
separaran las grandes de las chicas, para distintas comidas.
Si alguien le
hubiese prestado atención al curtido semblante del viejo revolucionario, habría
detectado algo así como una sonrisa cuando dejó a los condenados reclusos
traidores troskystas sentados en unas sillas bajas, con las bolsas de papas
ante sí, y en el casi confortable ámbito de la cocina.
La noche no
tardó en llegar más que de costumbre, y terminando otra de sus recorridas el
camarada Timoshenko se dirigió a la cocina.
Los condenados
traidores desviacionistas troskystas Wolkof y Zamuk, sentados frente a frente,
con el mismo montón de bolsas a sus espaldas, y una de estas, abierta entre
ellos, discutían acaloradamente.
Esta imagen fue
demasiado para el viejo carcelero, que, tirando por la borda todo lo aprendido
de su padre, demostró con creces los sentimientos que lo embargaron en ese
momento:
“¡Ahh, troskos
de mierda! ¡Son buenos para serruchar el piso y desparramar mierda, pero cuando
tienen que tomar una medida nos sirven ni para clasificar papas!”
DEL REPARAR AL
MUNDO*
En los últimos
años ha visto cine viajando. Pedazos, en realidad de películas, imágenes
sueltas.
Ese hombre sabe
que es un hombre sacudido y estallado en pedazos. Un hombre que va y viene, y
que ese día esta apenas anestesiado por el dolor.
Sale de pensar
con la vista puesta en el paisaje lábil que le brinda la ventanilla y ve a
Richard Gere en el personaje de un profesor de religión escribiendo en un
pizarrón "Tikkun Olam", que quiere decir "reparar al
mundo".
Cuando el
hombre consigue rescatar su anotador dentro del bolso la película ha avanzado,
como el tren, y como todas las cosas entregadas a su propia velocidad, ha
avanzado. Sólo logra anotar dos frases aisladas más, bastante poco para una
película de más de hora y media:
"Amar las
cosas de nuevo".
"Reunir
fragmentos".
¿Cómo se logra
eso? -se pregunta.
¿Cómo se hace
para reunir esos pedazos en los que su vida trascurre estallada?
¿Como se hace
para amar las cosas de nuevo?
¿Para querer y
quererse a pesar de las tareas imposibles en las que se ve una y otra vez
inmerso a lo largo de su vida?
Siente que esta
demasiado acostumbrado a la tristeza como sombra de sus pasos.
Afuera, un ave
de nube flota al celeste intenso del mediodía.
TODA ELLA UNA
ESPERA*
Serpentina de
plata, te anunciabas.
Y ella llegaba
con su piel de primavera.
Y yo esperaba
.Con mi infancia a cuestas.
Traías el
misterio de tréboles en círculos.
También la
angustia de líneas paralelas.
Y sobre todo un
sueño de otros horizontes
De los poblados
pobres. Del hambre.
Eras una
esperanza que avanzaba.
Llevabas y
traías golondrinas.
Lento y seguro
paso de mi madre.
Beso de padre
hundido en las tinieblas.
El tren que se
marchaba y la luna quedaba.
Aun recuerdo
sus ojos de amapolas.
La vi llorar,
pero no dije nada
Compartía la
espera, el sueño, la distancia.
Solía sentarme
en un banco de niebla.
Saludaba con
corazón hecho pañuelo en alta.
Se han ido los
caminos. La luna se ha marchado.
Lo yuyales han
cubierto su rostro.
Pero ella, toda
una espera, raíz y bruma.
Y su oído se
vuelve lluvia mansa.
Le musita
secretos. Recónditos. Profundos.
Ya se acerca,
el grito triunfal de la locomotora.
Yo, la
acompaño, con mi adultez a cuestas.
MUJER MIRANDO
EL MAR*
El mar ríe en
mí
como burbujas
que desembarcan
en la deriva de
una isla.
Me mira
mirarlo. Me nada.
Pone en la mesa
sal
adorna con
estrellas la cama.
Envuelve con
algas el regalo de su olor.
Urde la paz
agitada del deseo
mientras me
llama.
Aventura*
En la parte
inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de
casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que
ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que
encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el
espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del
espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos
los puntos del universo. Vi el populoso mar, el alba y la tarde,
las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una
negra pirámide, un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos
escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y
ninguno me reflejó (*)
Vi ojos
gigantes investigándome, vi una lupa que leía y leía,
vi descifrar lugares profundos del alma, transité
historias y novelas de grandes escritores. Sentí paladear un olvidado dialogo,
vi palabras humedecidas por la emoción: vocablos sin fronteras, vi
sensaciones puras, vi girar la imprudencia y la sabiduría en un mismo espacio,
vi la paz de la contemplación pestañee lentamente y vi correr caballos por el
campo, vi manos oscurecidas por el oficio de domador. Vi flores pintadas en
acuarelas que coloreaban el paisaje. Vi abrir un capullo, al pampero hacer
girar las hojas del otoño. Vi la luna de rojo…
Parpadee
suavemente, vi un escritorio, cuadernos, libros, diplomas, y sentí la
extraña sensación de no juzgar.
Entusiasmada
por el movimiento de la esfera, vi el color de cada instante.
En ese
oleaje impresionista me dejé llevar…
(*) Referencia:
El Aleph, cuento de Jorge Luis Borges
PD: siento que
la vida transcurre así, por instantes y momentos que se unen intensamente. Creo
humildemente que la sabiduría de Borges en ese pequeño párrafo nos muestra como
funciona el inconsciente. En los sueños y en ciertos momentos de plenitud en
vigilia, también podemos sentirlo. Creo que el poeta, el escritos, el artista
es el que más puede delatar con sus metáforas y metonimias su existencia”
*
Todo incauto supone
que la poesía
es papel en
blanco
y una máquina
eléctrica.
Todo ingenuo
supone
que la llama
hace el fósforo.
La poesía
brilla
debajo del
barro.
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
***
INVENTREN
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Próximas estaciones:
SALADILLO NORTE
-Por Ferrocarril Provincial-
SAN SEBASTIÁN
-Por Ferrocarril Midland-
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Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el
Inventren sigue un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland
con destino a Puente Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con
destino a La Plata.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:
J.J. ALMEYRA. INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
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ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
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