*Fotografía de Lisette Model.
Circus Man, Nice France, 1933
Algo me está
pasando*
(fotografía de
Lisette Model. Circus Man, Nice France, 1933).
Marcel:
Antes no era
igual.
Yo me sentaba
acá y esperaba que ella pasara, eso sí. Pero era distinto.
Me preguntan:
¿qué era distinto?
Había viento,
les digo. Se volaba todo. Tenía que agarrarme el gorro con las dos manos.
Contesto así
por decir algo.
Para sacármelos
de encima.
La gente me
tiene harto, tanta estupidez, tanta seguridad: nada más que ellos saben por
dónde va el camino recto; lo que hay que hacer, lo que no hay que hacer...
Ellos caminan el camino recto y yo voy por cualquier lado, eso es lo que pasa.
Sí, sí, digo.
Sí, sí, tiene razón, señor.
Usted sigue la
bohemia, anda un poco por acá, un poco por allá. La sigue a la muchacha con los
ojos y ella ni siquiera lo mira. Altanera, lo desprecia. Le echa en cara que
usted sea tan poca cosa y ella poco menos que una diva. Más linda que un ángel,
más mala que el hambre.
Levántese de la
silla. Vuelva al camino. Haga su vida como un hombre.
Ande por el
puerto, emborráchese con los marineros.
Cruce la
bocacalle atento a la luz del semáforo; acompañe a un ciego.
Palmee el lomo
de los perros vagabundos.
Así recomiendan
ellos.
Sí, sí, repito.
Sí, sí, tiene razón, señor. Lo voy a hacer, señor.
Silbe a las
mujeres que se contoneen, dice.
Vaya a
acostarse con alguna: eso corta cualquier obsesión. Conozco una que se llama
Margarita y está en la esquina de… Hay una, la Pelirroja, tiene un
departamentito en… y ahí lo puede atender. Carmencita, recibe en el hotel tal…
Todos conocen
una mujer para salir del apuro.
Pero mi corazón
no está apurado.
A veces ya ni
lo siento; estoy muy gordo.
Hace diez años
escuchaba el tic tac, tic tac. Y cuando ella pasaba el corazón golpeaba tan
rápido que parecía que iba reventar.
Hace diez años
que la veo ir y venir.
Sidonie. Ese es
el nombre.
Alguien una vez
la corrió para entregarle un paquete y la llamó por su nombre. Una compañera,
otra con el mismo delantal.
Usa un vestido
azul, seriecito. Es un uniforme, trabaja en la perfumería. Allá, de acá se ve
bien el cartel de letras verdes. Hace las tres cuadras despacio, tiene la
suerte de vivir cerca del trabajo, no tiene gasto en transporte. A lo mejor
ella no piensa que es una suerte. Siempre el mismo vestidito azul, y cuando
vuelve la sigue el olor de perfume que trató de vender por la tarde y se estuvo
probando o se le quedó pegado. No siempre es un perfume barato. Ella debe
recomendar perfumes ricos, a flores. Ella huele como una flor abierta.
Los domingos no
vengo. Es cuando se debe ver diferente, pero justo yo no la puedo ver. Todo
debe ser diferente. Si tuvo novios o pretendientes, hasta debió pasear con
ellos de brazo, por acá.
Yo los domingos
estoy lejos, en otra parte. En medio del río, pescando. Es lindo pescar,
después frío todo a la noche y mis hermanos disfrutan del pescado frito.
Me da risa el
ruidito del pescado en la sartén, es como un risa ese ruidito. Le echo orégano,
pimienta negra, sal, aceite de oliva.
Nos sentamos,
comemos el pescado.
Ellos dicen:
-Marcel: Cuándo
vamos a conocer a Sidonie?
Creen que es mi
novia, que un día de estos nos vamos a casar.
-Es muy tímida
–les digo- tiene miedo de conocerlos.
Desde la
cocina, mi madre grita:
-El amor es un
pájaro rebelde.
Yo después
ayudo a lavar los platos.
Nos acostamos
muy tarde; son lindos los domingos, la familia…
Pero algo me
está pasando, creo yo.
Porque el
lunes, después el lunes me cuesta levantarme. A veces ni siquiera tomé un vaso
de vino y me cuesta levantarme igual. Me hago el propósito de hacerlo a tiempo,
pero se me pega la sábana.
Llego tarde a
mi banco y ya no la veo pasar. Ya pasó por ahí.
Antes esto no
me pasaba, antes yo era distinto.
Estaba más
enamorado o tenía esperanza, no sé.
Antes era
distinto.
No cambió nada,
pero yo no lo puedo entender.
Era distinto.
***
EL AMOR ES UN PÁJARO REBELDE…
Barrio*
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
El poli me está mirando.
En otras circunstancias, esto me
preocuparía, pero no he hecho nada. Soy inocente. Al menos hoy, soy del todo
inocente. Por eso, no hago caso y sigo caminando.
Hay una manifestación aquí al
lado, pero no he tomado parte en ella. Ni siquiera sé de qué iba. Hoy en día no
faltan motivos para manifestarse, pero nada hace pensar que las
reivindicaciones sean escuchadas. En cualquier caso, nadie podrá acusarme de
haber estado allí. Bastante tengo con tratar de conseguir algo de comida o
dinero para comprarla. Mendigar es un trabajo realmente duro. Puedes dirigirte
a cien personas hasta que una de ellas se digna mirarte. Y eso no te asegura un
donativo. Es como un trabajo de comercial pero sin nada que ofrecer a cambio y
con ropas viejas por único uniforme.
El poli me está siguiendo.
Puedo verlo reflejado en las
superficies metálicas que, a este lado del puente, aún permanecen limpias y
brillantes. Viene tras de mí, pero no demasiado cerca. Tal vez cree que no me
he percatado. Si quisiera, sería un juego de niños despistarle entre estas
calles llenas de gente. Pero no siento el menor deseo de jugar. Así que me
encojo de hombros y continúo caminando en dirección al puente, hacia el barrio.
El barrio no es el paraíso. Pero
es el lugar donde vivo. Un lugar donde volver, donde lamerse las heridas
diarias, donde dormir en espera de una mañana diferente que nunca llega.
Hubo un tiempo en que era un
barrio como cualquier otro, pero eso cambió. Ahora todos los comercios están
cerrados, no hay gente paseando por las calles, el autobús de línea no tiene
parada allí y hasta los coches de policía que ocasionalmente pasan por la
avenida lo hacen en silencio y sin intención de detenerse. Las fachadas grises
son el vivo reflejo de la decadencia.
Cuando cruzas el puente, hasta
el mismo cielo se oscurece. O ésa es la sensación que se tiene.
Por eso me sorprende que el poli
continúe siguiéndome. No me hace falta verlo para saber que está ahí, a la
distancia justa para no perderme de vista. Cuando llego al final del puente, lo
compruebo con una rápida mirada de reojo. En efecto, camina lenta pero
resueltamente hacia este lado. Acelero un poco el paso.
No es que las casas estén
deshabitadas. Todos los pobres de la ciudad viven aquí. Cuando el barrio
comenzó a empobrecerse y todo el mundo se fue a otros lugares, las autoridades,
desoyendo la historia, decidieron crear un gueto. Aquí no importa la
nacionalidad ni la raza. Todos somos la misma persona, si persona es la
palabra. O más bien el mismo naufragio interminablemente repetido. Sobrevivimos
mendigando, saqueando contenedores de basura o incluso, en algunos casos,
hurtando comida en los supermercados del Centro. Otros, los más afortunados,
reciben algún tipo de subsidio o ayuda económica por parte de las
instituciones. Pero también eso es un espejismo: antes o después, el subsidio
se acaba y la realidad retorna a nuestras vidas, contundente, implacable,
cruel.
El poli me sigue por estas
calles sucias. No parece dispuesto a renunciar a su objetivo, sea cual sea.
Podría esconderme en un portal cualquiera, pero no lo hago. Atravieso la plaza,
cuya fuente ya no mana como antaño. Casi sin darme cuenta, llego al callejón.
Veo al fondo la tapia, coronada de cristales. Cierro los ojos y deseo que el
poli haya dado media vuelta.
Pero no lo ha hecho. Cuando me
giro, lo veo avanzar muy despacio hacia mí. Está sonriendo. Se detiene a unos
cinco metros y me mira de arriba abajo, con aire de superioridad. Tal vez ya
haya hecho esto antes, pienso. Me siento incapaz de mirarle a los ojos.
Se acerca un paso, luego otro.
Mi espalda se apoya en la tapia y no hay salida. Él sonríe mirando mis tetas,
que se mueven al compás de mi respiración agitada. Es entonces, en el momento
justo en que alarga la mano hacia mí, cuando el callejón se llena de ruidos. Su
sonrisa desaparece. Gira la cabeza sólo para comprobar que rostros sucios y
desfigurados le rodean. Me mira, como buscando una respuesta, una explicación.
Pero yo no tengo nada para él. Me encojo de hombros y ni siquiera siento pena
como las otras veces.
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks
Literatúrame!
Oniria*
si el sueño de
los cuerpos cae
si el sueño de
los cuerpos arrastra
si la vida
arrastra cuerpos
si la vida
respira tulipanes y los cuerpos
respiran algas
si las algas
arrastran los cuerpos
y los sueños
transpiran el
aroma a mandarinas de tu boca
transpiran
tulipanes
como cuerpos
arrasados
como la fortuna
del olvido
como la
desmemoria aprehendida
como la
indiferencia
enredada en
algas
de tulipanes
muertos
del sueño que
nunca acaba
como la voz que
repite
el sueño que
nunca acaba y
tulipanes en tu
boca
arrasados como
cuerpos con aroma a mandarinas
como la
desmemoria
y una jirafa
se corre del
camino
para mirarme.
*De Lila
Biscia
*
Todas las
nochecitas, más o menos a esta hora, escucho voces de hombres o mujeres que
gritan, se gritan, a veces son peleas conyugales, a veces son choreos y
choreados, a veces son hijos, a veces son padres; pensaba que toda la ciudad es
un fuera de cuadro, algo que no se ve pero que está y que modifica la escena.
Vivir en la ciudad es vivir afuera, lo de adentro existe como una especie de
proyecto, algo inacabado, algo que tarde o temprano se va a lanzar a la calle,
va a tomar forma con el aire; en ese momento nosotros seremos el ruido de los
demás.
La niñera*
*Por Juan
Forn
La fauna que
frecuenta los mercados de pulgas se divide en dos: están los que van en pos de
algo indeterminado (y cuando lo encuentran lo atesoran para siempre, y creen
que fue el objeto el que los encontró a ellos) y están los que sólo van en
busca de cosas que puedan revender con ganancia. El padre de John Maloof era de
ésos y así lo crió. En el año 2009, el joven Maloof trabajaba en una
inmobiliaria de Chicago y fantaseaba con la idea de hacer un libro de fotos
viejas del barrio para venderle a la inmobiliaria, cuando se topó en un remate
con una caja enorme, llena de fotos viejas y rollos sin revelar. Pagó 380
dólares. Las fotos eran lindas, pero ninguna servía para su propósito, así que
las colgó en eBay, a ver si conseguía sacarles algún billete. Cuando le
ofrecieron hasta ochenta dólares por copia, olió buen dinero y decidió
averiguar algo más de la anónima fotógrafa. Rebuscó en la caja, encontró un
añejo recibo de revelado a nombre de una tal Vivian Maier, cuando tecleó en
Google el nombre de la clienta se encontró con un obituario de un par de
semanas atrás; el obituario lo habían publicado tres hermanos, gente fina de
Chicago: Vivian Maier había sido su niñera entre 1956 y 1972, le dijeron a
Maloof por teléfono. Sí, por supuesto sacaba fotos: cada vez que salían a pasear,
ella llevaba su máquina colgando del cuello.
Durante quince
años, Vivian Maier había llevado de incursión a esos tres hermanos por todos
los barrios bajos de Chicago, les mostró un mundo que ellos desconocían, los
llevaba también a funciones de cinemateca y museos y cementerios y parques de
diversiones y al único bosque en la ciudad en donde se podían comer moras
silvestres. Cada vez que salían a la calle, ella llevaba su máquina colgando en
bandolera. También se había armado un cuarto oscuro en el bañito que tenía en
sus dependencias. Lo supieron cuando se fue, en 1972, porque nunca los había
dejado entrar. Tampoco les había mostrado ni una de las fotos que sacaba, ni
les había hablado jamás de su familia ni recibido una sola visita nunca. Era
una maniática de la privacidad. También era una acumuladora compulsiva. Cuando
se fue, se llevó pilas y pilas de cajas llenas de cosas viejas y papeles. Los
tres hermanos la dejaron de ver durante años hasta que un día les hizo una
visita a la casa familiar. Seguía siendo la misma de siempre, no contó nada de
su vida, pero estaba un poco venida a menos, y aceptó que los hermanos la
acomodaran en una residencia de ancianos si tenía permiso para ir y venir por
las calles, y cuando tuvo una fea caída en el hielo que la mandó al hospital,
ellos pagaron las cuentas, y también el geriátrico adonde fue a parar y luego
el entierro: habían dispersado sus cenizas debajo del árbol donde comían moras
silvestres en su infancia. Eso era todo lo que podían decirle de su querida niñera
francesa. ¿Y las cajas?, preguntó Maloof. Los hermanos se encogieron de
hombros.
Maloof fue
corriendo al depósito donde había comprado de remate su caja de fotos de Vivian
Maier. Supo que pertenecía a un lote que se había liquidado por falta de pago.
Rastreó a todos los que pudo de los que habían comprado cajas del lote, y
terminó haciéndose de casi un centenar de copias de fotos en papel, dos mil
rollos sin revelar y más de cien mil negativos de Vivian Maier, además de un
sinfín de sombreros y zapatos viejos, cuatro cámaras Rolleiflex y una vieja
KodakBox, todas inutilizables, y carpetas y carpetas y carpetas de recortes de
diarios amarillentos con noticias de todo tipo y sin el menor hilo lógico.
Rebuscando en el papelerío, Maloof encontró unas pocas cartas personales que le
permitieron reconstruir de a poco el itinerario de Vivian Maier desde que se
fue de la casa de los hermanos Gensburg en 1972 hasta que volvió treinta años
después: había seguido trabajando de niñera en la misma zona acomodada de Chicago,
pero nunca duró más de dos años con ningún empleador.
Maloof además
había colgado las fotos en un blog, contando lo poco que sabía de Vivian Maier
y pidiendo a quien supiera algo que se lo hiciera saber, y el blog devino
viral, un diario de Chicago contó la historia, un canal de televisión la
repitió y el misterio de la Mary Poppins de la fotografía terminó recorriendo
el mundo. Lo que hacía doblemente atractivo el misterio es que tenía cara:
entre las fotos que había colgado Maloof en el blog había un autorretrato de
Vivian Maier. Se lo había sacado contra un espejo en la calle, se la veía con
su sombrero hundido hasta las orejas, su tapado indefinible, sus zapatones
negros de varón y la cámara en sus manos, a la altura de la cintura, apuntando
al objetivo: así la habían visto sin verla cientos y cientos de personas por
las calles de Chicago a lo largo de cincuenta años de anonimato. El circuito
habitual de validación del mundo de la fotografía (galerías, museos, curadores,
críticos, marchands) no tuvo ni tiempo a opinar y Vivian Maier ya había sido
consagrada la reina de la fotografía callejera de Chicago. Maloof supo que
tenía material de película en sus manos y empezó a rodar un documental.
Rastreó a cada
uno de los patrones de Vivian, pero no pudo sacarle mucho a ninguno. A duras
penas la recordaban como la excéntrica francesa que llevaba de paseo a los
niños a lugares aburridos y les preparaba horribles sandwiches de manteca de
maní y durazno de lata y en sus ratos libres se encerraba o sacaba fotos de las
cosas que sus empleadores tiraban a la basura (es cierto: a partir de 1975,
Maier abandonó el blanco y negro por el color y sus imágenes se hicieron más
abstractas; también dejó de revelar los rollos que sacaba). En su película,
Maloof se pregunta insistentemente a cámara por qué una niñera sacaba fotos
como ésas, por qué Vivian Maier nunca abandonó su profesión para dedicarse a su
vocación. Las fotos mismas contestan mejor que los entrevistados. Sin embargo,
en el estupor de esos patrones que acaban de descubrir que tuvieron una artista
viviendo en su casa sin que se dieran cuenta, empieza a aparecer un formidable
dato inesperado.
El personal
doméstico, como el fotógrafo callejero, debe ser invisible. Quizás en la
profesión de niñera Vivian Maier encontró el camuflaje perfecto para
fotografiar al mundo sin llamar la atención. En sus fotos brillan las mismas
cualidades que le adjudican sus empleadores como niñera: su capacidad de
atención, su estado de alerta (siempre parecía saber lo que necesitaban los
niños), su infatigable y callada energía, sus ocasionales arrebatos de
generosidad, de dulzura o de franqueza descarnada, su perenne discreción. Es la
outsider que logra colarse adentro: adentro de las fotos que sacaba, adentro de
las casas de sus patrones y adentro del canon de la fotografía post mortem. Es
como si hubiera sembrado paciente y silenciosamente todas las piezas del enigma
en esas cajas que dejó en custodia, para que el rompecabezas se armara después
de su muerte. O quizá simplemente se olvidó un buen día de pagar la custodia,
tal como olvidó que en alguna época de su anónima vida sacaba fotos de gente
anónima por las anónimas calles de Chicago.
*
yo también
quise ser un joven lacaniano
vestir chal
boina
pantalones
gastados
fumar
cigarillos largos
con la mitad de
la boca
escuchar The
Beatles en la radio
mientras bebo
un Martini
conquistar el
corazón de una dama
con palabras
altisonantes
hacerle el amor
en una cama redonda
con música
funcional
tener un gato
siamés en el alféizar de mi ventana
y un póster de
Humprey Bogart en la pared de mi cuarto
yo también
quise analizar el alma de mi padre
que era
sencilla como el carozo de un durazno
y decir
entrecomillado el vocablo incesto
entrar a un
centro cultural de la mano
de una joven
mujer lacaniana
invertir la
noctámbula sobriedad de los pájaros
llorar ante el
mingitorio de Marcel Duchamp
mientras
aprieto en mis manos la cabecita alegre
de un demiurgo
ah sí
yo también
quise ser un joven lacaniano
y codearme con
otros jóvenes animadores de gestas
y meterme en
una vida de celeste y rosa
y ver pasar la
noche como una rueda de carro/
*
Cuando
encontraron a mi abuelo muerto tenía una llave en el bolsillo del pantalón.
Años y años me costó entender que con esa llave -como metáfora- se esfumaba
para siempre la oportunidad de descubrir quién había sido realmente.
Estación
Rosario*
-La mejor carne del país,
amigazo: eso se lo aseguro.
Al escuchar la frase, acompañada por un guiño cómplice, Sergio Cejas pensó que aquel barman del vagón comedor le estaba gastando una broma. ¿Turismo sexual en Rosario? ¿Promovido por el Nuevo Ferrocarril Santafesino-Bonaerense? Era de no creer. Y sin embargo, la otrora “Chicago argentina” gozaba de una fama indiscutida en esos temas. La primera imagen que se le cruzó en aquel momento a Sergio Cejas fue la del gran Alberto Olmedo, improvisando como siempre delante de una cámara de TV, quizá sentado junto al inolvidable Javier Portales, o tal vez con uno de los tantos figurines que inevitablemente se lucían a su lado.
La referencia “olmédica” no era casual. En los últimos meses, todo lo que lo rodeaba le parecía una farsa, algo artificial y paródico. Sus ritmos cotidianos, sus escasos placeres, las monótonas tareas que realizaba en esa oficina bancaria que parecía tragárselo día a día bajo toneladas de trámites acaso banales –simulando ser un personaje kafkiano casi contra su voluntad-, hasta su propia vida, parecían haber perdido todo sentido. En caso de haberlo tenido alguna vez…
¿Desde cuándo había notado que su existencia comenzaba a desbarrancar? La respuesta parecía ser la única certeza con la que contase por el momento: desde aquella traumática separación con Evelina, denuncias policiales mediante, durante el invierno pasado. Una época negra de su vida, que aún le dolía en el recuerdo, y cuyos detalles se desdibujaban en el ayer.
¿Por qué se había decidido a viajar en tren? Ni él lo sabía. Los acontecimientos de las últimas horas se le tornaban borrosos. Sólo podía precisar que su propia desilusión lo había conducido desde un departamento desordenado y con sobras de comida por todos lados, hasta las vías. Y que en vez de acostarse sobre ellas en espera de filosos rieles que acabasen con el motivo de su dolor, se había trepado con un violento impulso al primer tren de larga distancia que partiera desde la piojosa estación en la que se encontraba. Trayecto salvavidas hacia Rosario –pasaje de ida solamente- durante el cual había conocido a Ernesto, un simpático barman que le relatara sus desventuras a bordo, apuntando con especial detalle a la increíble historia del camarote embrujado, ocurrida el año anterior, entre las estaciones de Navarro y de Patricios, durante una noche de tormenta.
Aunque no fuera compañía lo que buscaba, Sergio Cejas agradeció la consoladora presencia de Ernesto –además de la secreta botella de whisky, fuera de inventario, que ocultaba debajo de la barra-. Y sin embargo, la espontánea oferta de sexo lo sorprendió generosamente. Aunque, ¿para qué trasladarse a Rosario para conseguirlo? Conocía algunas esquinas de Buenos Aires donde podía encontrar decenas de ofertas como ésa; nada de travestis, eso sí, no era su estilo. Además del inexplicable traslado en busca de una triste porción de sexo alquilado, también había hallado una inesperada compañía amistosa junto a varias medidas de whisky, al menos para despejar sus ocasionales pensamientos suicidas… Eso estaba muy bien, aunque sólo fuera por unas horas. Ahora: ¿acaso Sergio Cejas ansiaba encontrar en Rosario algo más que aquello, imposible de precisar?
-Hágame caso, amigo -insistió Ernesto, el barman. –Aproveche. No se va a arrepentir.
Ni bien bajó del tren al llegar a destino -seguido de Ernesto, quien comenzó a hacer señas trepado al estribo en dirección a un borde alejado del andén-, se le acercó presuroso un gordo que lucía una larga y lacia cabellera, junto a una barba candado bastante espesa, que no dejaba de fumar cigarrillos negros.
-González Raúl, para servirle –saludó, parco y en un susurro, mientras le daba un breve estrechón de manos. Y agregó: -“Canalla” de alma, para más datos.
Sergio Cejas consideró que no era momento de esbozar siquiera su leve simpatía por la “lepra” de Newell’s. Su interlocutor no parecía muy afable a las diferencias. Y él no tenía ganas de malgastar la poca energía que sentía bullir en su interior, a pesar de la bruma existencial que lo rodeaba.
-El señor busca servicio especial -le informó Ernesto, aún trepado al estribo, como si la oferta de sexo -ajena en absoluto al contexto ferroviario- fuese un extraño rebusque del barman para hacerse unos pesos extras. –No me hagas quedar mal…
-¿Alguna vez lo hice? –retrucó el gordo, y sin aguardar respuesta alguna le masculló a Cejas cerca del oído: -Sígame.
Sergio Cejas, carente de todo equipaje, llevándose a duras penas a sí mismo, lo siguió sin saber muy bien lo que hacía. Todo le daba lo mismo. O tal vez no…
-¿Tiene plata? –lo interrogó el gordo, ni bien subieron a la vetusta camioneta Ika que los aguardaba en una calle lateral. Sergio Cejas asintió, un tanto trémulo, aunque no estaba muy seguro de la cantidad que llevara encima. El gordo no pareció muy convencido de la respuesta, por lo que disparó: -Revise bien los bolsillos, ¿eh? No lo llevo a ningún lado si no hay efectivo.
Sergio Cejas indagó dentro de su ropa. De manera incierta encontró un total de cuarenta y dos pesos con treinta centavos. ¿Cómo había hecho para salir con tanto dinero a la calle, sabiendo que su idea inicial era tirarse debajo de un tren? ¿Y el dinero para el pasaje? Misterio…
-Por mí está bien –aclaró González Raúl, y puso la Ika en marcha. –Siempre que no se ponga exigente…
Tardaron unos quince minutos en llegar hasta un barrio semi marginal, estacionando junto a una casona bastante antigua, cuya elegancia había conocido épocas mejores. Un par de hombres de proporciones considerables conversaban entre sí junto al portón de entrada. Sergio Cejas se atemorizó, y no supo cómo hacer para declinar la oferta. Pero González Raúl ya había bajado y le indicaba junto a la puerta abierta de la Ika, sosteniendo el cigarrillo negro entre sus labios:
-Vamos; las chicas esperan.
Más que a una tarde de placer, Sergio Cejas parecía encaminarse a paso cansino hacia una ejecución. De pronto, el fugaz ratoneo con la fantasía de un encuentro sexual fuera de Buenos Aires se había disipado, dejando en su lugar una cruel sensación de estar siéndole infiel a Evelina. La imagen se avecinó sobre su alma con el peso mortal de un ataúd.
Sin embargo, siguió adelante, detrás de la espalda de González Raúl.
Los fornidos patovicas se hicieron a un costado al ver llegar al gordo. Ambos cruzaron el umbral para encontrarse con una habitación en penumbras, apenas iluminada por un par de trémulos veladores en los rincones, y con el rumor de fondo de una cumbia proveniente de un cuarto del fondo. Sergio Cejas apenas vislumbró un par de siluetas femeninas caminando entre los sillones del cuarto, ajenas a todo lo que las rodeaba. Casi tanto como se sentía él.
-Venga –masculló el gordo por sobre su hombro, sin despegarse el cigarrillo de entre los labios.
Atravesaron el cuarto, impregnado de perfumes baratos, hasta llegar a una de las mesitas iluminada por el velador. Recién al acercarse descubrió a la obesa mujer sentada a un costado que se limaba las uñas con una indiferencia pasmosa.
-Edith: el señor requiere de los servicios de las chicas –informó el gordo, y mientras se volvía le dijo a Cejas al pasar: -Lo espero afuera. Si no estoy, me espera Ud.
González Raúl salió de la casa, y la masculina voz de la tal Edith retumbó cerca suyo: -¿Qué le gustaría? ¿Bucal… vaginal… anal… completo…?
Sergio Cejas volvió la cabeza hacia la mujer obesa y no supo qué contestar. Una sola idea le cruzó la mente.
-¿Qué puedo hacer con cuarenta pesos? –preguntó.
-No mucho -dijo ella, sin levantar la vista de la indiferente labor de la lima. –A menos que no le importe tratar con Isabel…
Él permaneció en silencio, sin entender a qué venía el comentario.
-Las blanquitas y jóvenes son las más caras –comenzó Edith, casi resignada. -Cuanto más entradas en años, más baratas cotizan. Menores de edad no tenemos; vaya a buscarlas a los bulos de los políticos, si las quiere. –Otro silencio contemplativo hacia la tarea manicura, hasta que por fin, recordando de qué estaba hablando, agregó: -Isabel es la tullida.
-¿P…perdón…? –balbuceó Cejas, incrédulo.
Edith ya parecía molesta por tener que hablar tanto.
-Se cayó del tren hace unos años -informó, siempre sin mirarlo. -Ya se dedicaba al oficio, así que después de la tragedia seguía en lo suyo o pedía limosna en el cordón de la vereda. ¿La quiere o la deja? -terminó por impacientarse la mujer obesa.
Sergio Cejas sintió el impulso de escapar, dueño de un siniestro aire de ajenidad, aunque irse de aquel lugar sin haber cumplido el esperado alquiler de cuerpos era similar a cavar su propia fosa hacia el abismo de la desesperación. Afuera lo aguardaba un tren, impiadoso y veloz, al que ningún ruego podría detener, cuyo objetivo fuera el de lanzarse pujante sobre él……y no precisamente para llevarlo como pasajero…
Le parecía estar escuchando la lúgubre sirena acercándose hasta él, estremecido por el escalofrío, cuando se escuchó decir:
-E-está… bien. Me quedo con la …t-tullida…
-¡Greeeeeetaaa!!! –aulló Edith, sobresaltándolo, siempre sin levantar la vista de sus uñas, más que perfectas. -¡Decile a Isabel que tiene visitas!!!
Sergio Cejas estaba a punto de acercarse a la cortina de cuentas de vidrio que separaba la sala en penumbras del pasillo hacia donde imaginaba que estaban las habitaciones, cuando oyó un chistido que lo detuvo en seco.
-Se paga por adelantado –anunció Edith, terminante. –Son treinta pesos. –Cejas dejó el dinero sobre la mesa, con mano trémula. La mujer obesa aclaró: -Si es de los que se impresionan, lo lamento; no hay devolución.
Manoteó los billetes, mirándolos apenas, se los guardó en el escote, y ya no habló más.
La cortina de cuentas de vidrio cantó al abrirse. Una chica delgada y morochita, vestida con una solera de sarga, luciendo una amplia sonrisa rematada en dos enormes paletas de conejo, le hizo una seña para que pasara. Sergio Cejas la siguió, con paso vacilante. El sonido de la cumbia sonaba cercano. Por debajo del perfume barato había un intenso olor a humedad. Caminaron hasta el fondo de un largo pasillo, donde sobre una ajada puerta de madera la morochita golpeó dos veces.
-Pase. Está abierto -respondió una voz de mujer.
La chica abrió, empujó la puerta, y sin borrarse la estúpida sonrisa de conejo se hizo a un lado para que Sergio Cejas pudiera entrar. Una vez que traspuso el umbral, ella cerró la puerta a sus espaldas.
La imagen de la cama en el centro del cuarto con la mujer recostada sobre ella acaparó toda su atención, salvo por la silla de ruedas, antigua y maltratada, que yacía cerca del colchón, con una bata sobre ella. La bombita desnuda alumbraba desde el techo, develando a una chica de unos treinta y tantos años, de tez trigueña, bonitas facciones, cabello enrulado, hombros sólidos, pechos firmes, vientre un tanto abultado y caderas amplias. Algunas cicatrices le cruzaban el abdomen, producto de varias operaciones. Se la veía bien alimentada, el tronco apoyado sobre varias almohadas, y aunque estuviese desnuda por completo, las sábanas le cubrían las piernas desde el borde superior del muslo hacia abajo. O mejor dicho: donde deberían haber estado sus piernas.
-Hola –lo saludó ella. –Bueno… ¡Qué suerte la mía! Dale, vení… Acercate. No siempre me tocan clientes tan finos como vos.
Sergio Cejas pensó la chica se burlaba de él, considerando la desarrapada imagen que presentaba desde hacía tiempo. Se detuvo a pensar en la clase de hombres que visitarían a esta chica a diario, y contuvo sus ofensas. ¿A diario? Algo le hizo pensar que, dadas sus condiciones, Isabel no debía ser muy requerida por los clientes del lugar. Y sin embargo, alguien con sus características hubiera sido muy solicitada por quienes gozaran de perversiones como éstas. Si hasta parecía bonita…
-Vamos, che. No seas tímido –lo incitó ella, tendiéndole un brazo para que se acercara.
Él avanzó tembloroso, sobrecogido por la imagen que contemplaba, sintiendo una honda vergüenza, como si quien estuviese desnudo fuera él. ¿Llegaría a tener una erección sabiendo lo que había –o no había- debajo de aquella sábana?
De pronto, deslumbrado ante lo inesperado de la sensación, avasalladora como locomotora desbocada, advirtió que lo único que quería obtener de ella era un fuerte y cálido abrazo que lo contuviera. La cruel inermidad que contemplaba sobre aquella mujer le parecía insignificante frente a su propio desvalimiento.
Caminó hasta el brazo extendido, se sentó sobre el colchón, y antes de que Isabel comenzara a quitarle la campera Sergio Cejas se derrumbó sobre ella, sin mirarla, abrazado a esos hombros sólidos y musculosos como un borracho aferrado a un poste de luz, y comenzó a llorar.
Un llanto agónico, profundo, de esos sollozos que emergen desde los abismos del alma y pronto se convierten en una caudalosa catarata, devastando cualquier falsa apariencia de normalidad.
Sorprendida, Isabel le devolvió el abrazo, con una calidez inusual, desconocida para sus cada vez más ocasionales clientes, y comenzó a acariciarle el cabello de la nuca, mientras murmuraba, casi a su pesar:
-Bueno… bueno… ya va a pasar… No te pongas así… Ssshhhhh…
Sergio Cejas se aferró aún más a ella, a su piel, a su calor. Ya no le importó saber dónde se encontraba, ni ante quién estaba, ni cuál era su condición. Sólo le importaba saber que existía ese abrazo, ese afecto momentáneo que desconocía la manera de calmarlo, pero que al menos intentaba hacerlo sentir un poco menos solo. Un oasis en medio del desierto, en el que sólo quería refrescarse y beber, de la manera que fuera…
Sin siquiera secarse las lágrimas, con la mirada enturbiada, comenzó a besarle el cuello, a incorporar a la chica hasta sentarla en la cama, a desplazar lentamente sus manos a lo largo de aquella espalda, descendiendo hacia una cintura donde comenzaba una zona cruzada de marcas, y ascendiendo luego hacia sus pechos, experimentando una ternura insólita, como hacía mucho tiempo no sentía al lado de nadie, olvidando por completo el contrato pactado con la mujer obesa.
Isabel recuperó parte de su integridad profesional, relegando aquel momento de tierna debilidad, cuidando de no caer en el peor de los errores que podía cometer: enamorarse ante los sentimientos de los clientes. Al tipo éste se lo notaba destrozado, aunque su cuerpo estuviese entero. Ella, ignorando cómo, parecía sentirle el alma partida en pedazos dentro del pecho, y sólo atinaba a abrazarlo y acariciarlo, como si con aquel contacto pudiese combatir sus propios temores. Hasta que volvió a intentar quitarle la campera, y esta vez él le ayudó, reaccionando como un autómata, desvistiéndose en busca de una mayor cuota de calor.
Una vez con el torso desnudo, y aún sin verla a través de sus lágrimas, que le bañaban las mejillas, volvió a abrazarla. La suavidad de su piel, junto al vibrante roce de sus pezones, lo estremeció, causándole una erección casi dolorosa que lo obligó a desprenderse violentamente del pantalón.
Tenderse sobre ella y penetrarla fue mucho más que un acto de placer; se convirtió en una desconocida necesidad vital. La prostituta tullida, acaso deforme, se convirtió en la mujer ansiada y amorosa, nutricia de ternura y contención. Y el orgasmo, inexplicable para ambos, los transportó muy, muy lejos, allí donde las palabras carecen de toda significación.
Las lágrimas se secaron sobre la piel y las almohadas. Los jadeos se extinguieron en una serie de acompasados suspiros. Y ninguno de los dos, sostenido de ese abrazo, atinó a quebrar aquel momento con palabras vacías.
Sólo después de un buen rato, ambos se irguieron muy lentamente, consiguieron mirarse a los ojos, y sin premeditarlo, preguntaron a la vez:
-¿Cómo te llamás?
Al escuchar la frase, acompañada por un guiño cómplice, Sergio Cejas pensó que aquel barman del vagón comedor le estaba gastando una broma. ¿Turismo sexual en Rosario? ¿Promovido por el Nuevo Ferrocarril Santafesino-Bonaerense? Era de no creer. Y sin embargo, la otrora “Chicago argentina” gozaba de una fama indiscutida en esos temas. La primera imagen que se le cruzó en aquel momento a Sergio Cejas fue la del gran Alberto Olmedo, improvisando como siempre delante de una cámara de TV, quizá sentado junto al inolvidable Javier Portales, o tal vez con uno de los tantos figurines que inevitablemente se lucían a su lado.
La referencia “olmédica” no era casual. En los últimos meses, todo lo que lo rodeaba le parecía una farsa, algo artificial y paródico. Sus ritmos cotidianos, sus escasos placeres, las monótonas tareas que realizaba en esa oficina bancaria que parecía tragárselo día a día bajo toneladas de trámites acaso banales –simulando ser un personaje kafkiano casi contra su voluntad-, hasta su propia vida, parecían haber perdido todo sentido. En caso de haberlo tenido alguna vez…
¿Desde cuándo había notado que su existencia comenzaba a desbarrancar? La respuesta parecía ser la única certeza con la que contase por el momento: desde aquella traumática separación con Evelina, denuncias policiales mediante, durante el invierno pasado. Una época negra de su vida, que aún le dolía en el recuerdo, y cuyos detalles se desdibujaban en el ayer.
¿Por qué se había decidido a viajar en tren? Ni él lo sabía. Los acontecimientos de las últimas horas se le tornaban borrosos. Sólo podía precisar que su propia desilusión lo había conducido desde un departamento desordenado y con sobras de comida por todos lados, hasta las vías. Y que en vez de acostarse sobre ellas en espera de filosos rieles que acabasen con el motivo de su dolor, se había trepado con un violento impulso al primer tren de larga distancia que partiera desde la piojosa estación en la que se encontraba. Trayecto salvavidas hacia Rosario –pasaje de ida solamente- durante el cual había conocido a Ernesto, un simpático barman que le relatara sus desventuras a bordo, apuntando con especial detalle a la increíble historia del camarote embrujado, ocurrida el año anterior, entre las estaciones de Navarro y de Patricios, durante una noche de tormenta.
Aunque no fuera compañía lo que buscaba, Sergio Cejas agradeció la consoladora presencia de Ernesto –además de la secreta botella de whisky, fuera de inventario, que ocultaba debajo de la barra-. Y sin embargo, la espontánea oferta de sexo lo sorprendió generosamente. Aunque, ¿para qué trasladarse a Rosario para conseguirlo? Conocía algunas esquinas de Buenos Aires donde podía encontrar decenas de ofertas como ésa; nada de travestis, eso sí, no era su estilo. Además del inexplicable traslado en busca de una triste porción de sexo alquilado, también había hallado una inesperada compañía amistosa junto a varias medidas de whisky, al menos para despejar sus ocasionales pensamientos suicidas… Eso estaba muy bien, aunque sólo fuera por unas horas. Ahora: ¿acaso Sergio Cejas ansiaba encontrar en Rosario algo más que aquello, imposible de precisar?
-Hágame caso, amigo -insistió Ernesto, el barman. –Aproveche. No se va a arrepentir.
Ni bien bajó del tren al llegar a destino -seguido de Ernesto, quien comenzó a hacer señas trepado al estribo en dirección a un borde alejado del andén-, se le acercó presuroso un gordo que lucía una larga y lacia cabellera, junto a una barba candado bastante espesa, que no dejaba de fumar cigarrillos negros.
-González Raúl, para servirle –saludó, parco y en un susurro, mientras le daba un breve estrechón de manos. Y agregó: -“Canalla” de alma, para más datos.
Sergio Cejas consideró que no era momento de esbozar siquiera su leve simpatía por la “lepra” de Newell’s. Su interlocutor no parecía muy afable a las diferencias. Y él no tenía ganas de malgastar la poca energía que sentía bullir en su interior, a pesar de la bruma existencial que lo rodeaba.
-El señor busca servicio especial -le informó Ernesto, aún trepado al estribo, como si la oferta de sexo -ajena en absoluto al contexto ferroviario- fuese un extraño rebusque del barman para hacerse unos pesos extras. –No me hagas quedar mal…
-¿Alguna vez lo hice? –retrucó el gordo, y sin aguardar respuesta alguna le masculló a Cejas cerca del oído: -Sígame.
Sergio Cejas, carente de todo equipaje, llevándose a duras penas a sí mismo, lo siguió sin saber muy bien lo que hacía. Todo le daba lo mismo. O tal vez no…
-¿Tiene plata? –lo interrogó el gordo, ni bien subieron a la vetusta camioneta Ika que los aguardaba en una calle lateral. Sergio Cejas asintió, un tanto trémulo, aunque no estaba muy seguro de la cantidad que llevara encima. El gordo no pareció muy convencido de la respuesta, por lo que disparó: -Revise bien los bolsillos, ¿eh? No lo llevo a ningún lado si no hay efectivo.
Sergio Cejas indagó dentro de su ropa. De manera incierta encontró un total de cuarenta y dos pesos con treinta centavos. ¿Cómo había hecho para salir con tanto dinero a la calle, sabiendo que su idea inicial era tirarse debajo de un tren? ¿Y el dinero para el pasaje? Misterio…
-Por mí está bien –aclaró González Raúl, y puso la Ika en marcha. –Siempre que no se ponga exigente…
Tardaron unos quince minutos en llegar hasta un barrio semi marginal, estacionando junto a una casona bastante antigua, cuya elegancia había conocido épocas mejores. Un par de hombres de proporciones considerables conversaban entre sí junto al portón de entrada. Sergio Cejas se atemorizó, y no supo cómo hacer para declinar la oferta. Pero González Raúl ya había bajado y le indicaba junto a la puerta abierta de la Ika, sosteniendo el cigarrillo negro entre sus labios:
-Vamos; las chicas esperan.
Más que a una tarde de placer, Sergio Cejas parecía encaminarse a paso cansino hacia una ejecución. De pronto, el fugaz ratoneo con la fantasía de un encuentro sexual fuera de Buenos Aires se había disipado, dejando en su lugar una cruel sensación de estar siéndole infiel a Evelina. La imagen se avecinó sobre su alma con el peso mortal de un ataúd.
Sin embargo, siguió adelante, detrás de la espalda de González Raúl.
Los fornidos patovicas se hicieron a un costado al ver llegar al gordo. Ambos cruzaron el umbral para encontrarse con una habitación en penumbras, apenas iluminada por un par de trémulos veladores en los rincones, y con el rumor de fondo de una cumbia proveniente de un cuarto del fondo. Sergio Cejas apenas vislumbró un par de siluetas femeninas caminando entre los sillones del cuarto, ajenas a todo lo que las rodeaba. Casi tanto como se sentía él.
-Venga –masculló el gordo por sobre su hombro, sin despegarse el cigarrillo de entre los labios.
Atravesaron el cuarto, impregnado de perfumes baratos, hasta llegar a una de las mesitas iluminada por el velador. Recién al acercarse descubrió a la obesa mujer sentada a un costado que se limaba las uñas con una indiferencia pasmosa.
-Edith: el señor requiere de los servicios de las chicas –informó el gordo, y mientras se volvía le dijo a Cejas al pasar: -Lo espero afuera. Si no estoy, me espera Ud.
González Raúl salió de la casa, y la masculina voz de la tal Edith retumbó cerca suyo: -¿Qué le gustaría? ¿Bucal… vaginal… anal… completo…?
Sergio Cejas volvió la cabeza hacia la mujer obesa y no supo qué contestar. Una sola idea le cruzó la mente.
-¿Qué puedo hacer con cuarenta pesos? –preguntó.
-No mucho -dijo ella, sin levantar la vista de la indiferente labor de la lima. –A menos que no le importe tratar con Isabel…
Él permaneció en silencio, sin entender a qué venía el comentario.
-Las blanquitas y jóvenes son las más caras –comenzó Edith, casi resignada. -Cuanto más entradas en años, más baratas cotizan. Menores de edad no tenemos; vaya a buscarlas a los bulos de los políticos, si las quiere. –Otro silencio contemplativo hacia la tarea manicura, hasta que por fin, recordando de qué estaba hablando, agregó: -Isabel es la tullida.
-¿P…perdón…? –balbuceó Cejas, incrédulo.
Edith ya parecía molesta por tener que hablar tanto.
-Se cayó del tren hace unos años -informó, siempre sin mirarlo. -Ya se dedicaba al oficio, así que después de la tragedia seguía en lo suyo o pedía limosna en el cordón de la vereda. ¿La quiere o la deja? -terminó por impacientarse la mujer obesa.
Sergio Cejas sintió el impulso de escapar, dueño de un siniestro aire de ajenidad, aunque irse de aquel lugar sin haber cumplido el esperado alquiler de cuerpos era similar a cavar su propia fosa hacia el abismo de la desesperación. Afuera lo aguardaba un tren, impiadoso y veloz, al que ningún ruego podría detener, cuyo objetivo fuera el de lanzarse pujante sobre él……y no precisamente para llevarlo como pasajero…
Le parecía estar escuchando la lúgubre sirena acercándose hasta él, estremecido por el escalofrío, cuando se escuchó decir:
-E-está… bien. Me quedo con la …t-tullida…
-¡Greeeeeetaaa!!! –aulló Edith, sobresaltándolo, siempre sin levantar la vista de sus uñas, más que perfectas. -¡Decile a Isabel que tiene visitas!!!
Sergio Cejas estaba a punto de acercarse a la cortina de cuentas de vidrio que separaba la sala en penumbras del pasillo hacia donde imaginaba que estaban las habitaciones, cuando oyó un chistido que lo detuvo en seco.
-Se paga por adelantado –anunció Edith, terminante. –Son treinta pesos. –Cejas dejó el dinero sobre la mesa, con mano trémula. La mujer obesa aclaró: -Si es de los que se impresionan, lo lamento; no hay devolución.
Manoteó los billetes, mirándolos apenas, se los guardó en el escote, y ya no habló más.
La cortina de cuentas de vidrio cantó al abrirse. Una chica delgada y morochita, vestida con una solera de sarga, luciendo una amplia sonrisa rematada en dos enormes paletas de conejo, le hizo una seña para que pasara. Sergio Cejas la siguió, con paso vacilante. El sonido de la cumbia sonaba cercano. Por debajo del perfume barato había un intenso olor a humedad. Caminaron hasta el fondo de un largo pasillo, donde sobre una ajada puerta de madera la morochita golpeó dos veces.
-Pase. Está abierto -respondió una voz de mujer.
La chica abrió, empujó la puerta, y sin borrarse la estúpida sonrisa de conejo se hizo a un lado para que Sergio Cejas pudiera entrar. Una vez que traspuso el umbral, ella cerró la puerta a sus espaldas.
La imagen de la cama en el centro del cuarto con la mujer recostada sobre ella acaparó toda su atención, salvo por la silla de ruedas, antigua y maltratada, que yacía cerca del colchón, con una bata sobre ella. La bombita desnuda alumbraba desde el techo, develando a una chica de unos treinta y tantos años, de tez trigueña, bonitas facciones, cabello enrulado, hombros sólidos, pechos firmes, vientre un tanto abultado y caderas amplias. Algunas cicatrices le cruzaban el abdomen, producto de varias operaciones. Se la veía bien alimentada, el tronco apoyado sobre varias almohadas, y aunque estuviese desnuda por completo, las sábanas le cubrían las piernas desde el borde superior del muslo hacia abajo. O mejor dicho: donde deberían haber estado sus piernas.
-Hola –lo saludó ella. –Bueno… ¡Qué suerte la mía! Dale, vení… Acercate. No siempre me tocan clientes tan finos como vos.
Sergio Cejas pensó la chica se burlaba de él, considerando la desarrapada imagen que presentaba desde hacía tiempo. Se detuvo a pensar en la clase de hombres que visitarían a esta chica a diario, y contuvo sus ofensas. ¿A diario? Algo le hizo pensar que, dadas sus condiciones, Isabel no debía ser muy requerida por los clientes del lugar. Y sin embargo, alguien con sus características hubiera sido muy solicitada por quienes gozaran de perversiones como éstas. Si hasta parecía bonita…
-Vamos, che. No seas tímido –lo incitó ella, tendiéndole un brazo para que se acercara.
Él avanzó tembloroso, sobrecogido por la imagen que contemplaba, sintiendo una honda vergüenza, como si quien estuviese desnudo fuera él. ¿Llegaría a tener una erección sabiendo lo que había –o no había- debajo de aquella sábana?
De pronto, deslumbrado ante lo inesperado de la sensación, avasalladora como locomotora desbocada, advirtió que lo único que quería obtener de ella era un fuerte y cálido abrazo que lo contuviera. La cruel inermidad que contemplaba sobre aquella mujer le parecía insignificante frente a su propio desvalimiento.
Caminó hasta el brazo extendido, se sentó sobre el colchón, y antes de que Isabel comenzara a quitarle la campera Sergio Cejas se derrumbó sobre ella, sin mirarla, abrazado a esos hombros sólidos y musculosos como un borracho aferrado a un poste de luz, y comenzó a llorar.
Un llanto agónico, profundo, de esos sollozos que emergen desde los abismos del alma y pronto se convierten en una caudalosa catarata, devastando cualquier falsa apariencia de normalidad.
Sorprendida, Isabel le devolvió el abrazo, con una calidez inusual, desconocida para sus cada vez más ocasionales clientes, y comenzó a acariciarle el cabello de la nuca, mientras murmuraba, casi a su pesar:
-Bueno… bueno… ya va a pasar… No te pongas así… Ssshhhhh…
Sergio Cejas se aferró aún más a ella, a su piel, a su calor. Ya no le importó saber dónde se encontraba, ni ante quién estaba, ni cuál era su condición. Sólo le importaba saber que existía ese abrazo, ese afecto momentáneo que desconocía la manera de calmarlo, pero que al menos intentaba hacerlo sentir un poco menos solo. Un oasis en medio del desierto, en el que sólo quería refrescarse y beber, de la manera que fuera…
Sin siquiera secarse las lágrimas, con la mirada enturbiada, comenzó a besarle el cuello, a incorporar a la chica hasta sentarla en la cama, a desplazar lentamente sus manos a lo largo de aquella espalda, descendiendo hacia una cintura donde comenzaba una zona cruzada de marcas, y ascendiendo luego hacia sus pechos, experimentando una ternura insólita, como hacía mucho tiempo no sentía al lado de nadie, olvidando por completo el contrato pactado con la mujer obesa.
Isabel recuperó parte de su integridad profesional, relegando aquel momento de tierna debilidad, cuidando de no caer en el peor de los errores que podía cometer: enamorarse ante los sentimientos de los clientes. Al tipo éste se lo notaba destrozado, aunque su cuerpo estuviese entero. Ella, ignorando cómo, parecía sentirle el alma partida en pedazos dentro del pecho, y sólo atinaba a abrazarlo y acariciarlo, como si con aquel contacto pudiese combatir sus propios temores. Hasta que volvió a intentar quitarle la campera, y esta vez él le ayudó, reaccionando como un autómata, desvistiéndose en busca de una mayor cuota de calor.
Una vez con el torso desnudo, y aún sin verla a través de sus lágrimas, que le bañaban las mejillas, volvió a abrazarla. La suavidad de su piel, junto al vibrante roce de sus pezones, lo estremeció, causándole una erección casi dolorosa que lo obligó a desprenderse violentamente del pantalón.
Tenderse sobre ella y penetrarla fue mucho más que un acto de placer; se convirtió en una desconocida necesidad vital. La prostituta tullida, acaso deforme, se convirtió en la mujer ansiada y amorosa, nutricia de ternura y contención. Y el orgasmo, inexplicable para ambos, los transportó muy, muy lejos, allí donde las palabras carecen de toda significación.
Las lágrimas se secaron sobre la piel y las almohadas. Los jadeos se extinguieron en una serie de acompasados suspiros. Y ninguno de los dos, sostenido de ese abrazo, atinó a quebrar aquel momento con palabras vacías.
Sólo después de un buen rato, ambos se irguieron muy lentamente, consiguieron mirarse a los ojos, y sin premeditarlo, preguntaron a la vez:
-¿Cómo te llamás?
RESISTIR *
Soy capaz de
resistir todo menos la tentación de vivir.
Llevo en las
manos un ramillete de golondrinas muertas.
Mustios
cardales y crisantemos negros.
Y me vuelve una
desazón antigua.
Una duda. Una
certeza.
La cerbatana ha
atravesado la manzana.
Un hambre de
veranos estalla en el ocaso.
Un perfil de
puñaladas desangra la hojarasca.
Un temblor de
niña me recorre.
También
tiemblan mis malecones. Y resisten.
He aquí el
secreto.
La manzana no
cae.
Y me vuelve un
recuerdo antiguo.
Una sentencia.
Cardal en flor
y crisantemos blancos.
Y la vida.
Tentación ineludible.
Un resistir
continúo. Un salir al encuentro.
Ineludible tentación,
la vida.
“Exorcismo de
la hoja”
***
INVENTREN
Próximas estaciones:
SALADILLO NORTE
-Por Ferrocarril Provincial-
SAN SEBASTIÁN
-Por Ferrocarril Midland-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el
Inventren sigue un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland
con destino a Puente Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con
destino a La Plata.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:
SAN SEBASTIÁN. J.J. ALMEYRA. INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS.
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
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