martes, septiembre 16, 2014

A LA NUBLADA SUSTANCIA QUE LA ESFUMA...


*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina







ASTILLA*


“Un amor, un dolor sin límite, un deseo.
Los címbalos solares y el esplendor y el miedo...”
GABRIEL CELAYA



Siempre estuvo conmigo.
Antes de ser la piel bajo mi piel.
Astilla sobre astilla. Espina. Silicio.
Sustancia de barro y de madera.
Aguijón que penetra y palpitando, calla.
Se dilata y contrae, se oyen gritos de huesos
Hay tantas confesiones en este antiguo prisma.
Tiempo inmemorial que acompaña.
La cuido. La preservo. La escondo.
La rechazo. La mimo. La hostigo.
Si no se toca, no duele, no lastima.

Y ahora que la tarde ya cae.
Aparece la botella y el naufrago.
Y me hundo y me sumerjo y me pierdo.
Y la púa es un grito inaudible.
Es un pez. Un niño. Un latido. Un miedo.
Trae un amor de años, anterior al pulgar.
Anterior a las formas, a los sexos.

Acaso, por vez primera, vaya a su encuentro, la libere.
Y te atraviese y florezca en rosa.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar







A LA NUBLADA SUSTANCIA QUE LA ESFUMA…








Escribo*



Escribo
porque la palabra
nunca dice lo que quiero.


Porque los términos
no recubren los destierros,
los vacíos, los agujeros.


Poética despiadada
que no nombra
lo que porta,
sólo acontece.

Habla, se acerca,
sigilosa sin alcanzar
lo que pretende.


Nombra y al nombrar
nunca dice
ciertamente
cómo se llama lo que siente.


*De Cecilia E. Collazo. psic_collazo@hotmail.com
-De Poética Despiadada . Editorial Imaginante 2013












Zumbido*


A veces, abro los ojos, me incorporo y camino con lentitud por las estancias. Como si aún estuviese vivo.
A veces, incluso me aventuro a salir al exterior para comprobar que otros seres semejantes a mí se mueven por las calles, se apresuran, chocan entre ellos, se someten a la tiranía de relojes y semáforos, se detienen y se miran unos a otros y en ocasiones conversan.
Sí, a veces también yo finjo estar ahí, entre ellos, provocando sonrisas o muecas de irritación o atascos. Finjo vivir. Pero siempre regreso al lecho en sombras. Me acuesto, cierro los ojos y convoco secuencias que nunca termino de comprender.
Finalmente, me pregunto cuál de estas irrealidades es más ficticia. Cual de estos dos sueños es el que está encerrado dentro del otro. Si tuviese acceso a esa ansiada respuesta, tal vez podría despertar, ser. En uno u otro lado, pero existir.

Lo que más me atormenta es ese molesto zumbido del teléfono que no parece tener lugar y que, sin embargo, nunca acaba de callarse.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Prosas breves








*


quiero que tengamos una palabra juntos.
te imagino cortando el pan
prendiendo el fuego
guisando en la olla
un mediodía de invierno
para esa palabra
que tuvimos juntos
que nació porque tu cuerpo
porque mi cuerpo
porque la boca
porque este incierto fragmento de lenguaje que somos
y que seguiremos siendo
porque juntos hicimos la palabra
y después de todo la palabra
es una barricada de luz contra la muerte/


*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar










BIOGRAFIA DEL DESCUIDO*



“¿Cuándo empieza el abandono?”
María Claudia Nieves



Quise perfumarme y, al abrir el frasco, apenas un soplo rancio se levantó del fondo apelmazado.  Fue entonces que empezó, creo yo.  Así, con el perfume evaporado, sin que yo me diera cuenta.
La memoria se desmadeja como los vestidos de novia que se abandonan al tiempo, sin cuidados.  Los recuerdos se alborotan, se abisman, se suicidan o mienten bajo el melancólico maquillaje que imparte la costumbre de sobrevivir.
Después de aquello, todo fue muy rápido, una vertiente de montaña en estación de lluvias.
Casi enseguida, dejé de mirarme en el espejo.
Era tan cómodo imaginar mi rostro fresco, los dientes impecables, el pelo brillante de la juventud… La piel todavía conservaba la ilusión mullida de las toallas que me envolvían, como si fueran nuevas.  Ellas y yo.
La cama permanecía abierta día tras día y sólo de vez en cuando, con un estirón apurado a las sábanas, se me ocurría disimular las arrugas de las malas noches, de los insomnios rebeldes, de los escasos e inquietos descansos.
En las noches frescas, claudicaba apenas a un edredón que fue exhalando todas sus plumas por los poros abiertos de la tela,  igual que un moribundo se deja ir entre estertores.
Más allá de los cajones desordenados, se fueron amontonando  vestidos, blusas y abrigos, descolgados de sus perchas, pendientes de cualquier lámpara, vistiendo sillas. El armario semivacío pasó a guardar objetos que me salían al paso desde el suelo.  O aquellos que, en súbitos arranques de arrepentimiento, doblaba con primor: un cuento a medio terminar, el camisón de franela de mi madre muerta, envuelto junto al álbum de familia, condenado a las polillas por mis recurrentes desidias y mi desprecio feroz a cualquier  biografía.
Olvidé cerrar las ventanas a partir de una tarde de enero que me pareció más caliente que otras, como cargada de cansancios.
Más tarde en el mes, a una hora en que yo dormía, por milagro, en la cama deshecha, la tormenta entró arrebatadamente y barrió la casa, llenando los pisos de madera de charcos como lunares sucios.
En medio de la vorágine, algunas ropas fueron a posarse, antojadizas mariposas nocturnas, en los rincones oscuros, en las vigas altas del dormitorio, y en la escalera; desde allí las vi columpiarse, al volver en mí: el cuarto parecía trastornado al capricho del viento, húmedo y oliendo a lluvia y a descuido.
Poco después,  un piadoso mes de febrero ventiló los libros inmóviles, en la biblioteca medio carcomida.  Un tedio de náufrago había abolido mi curiosidad de leer y los volúmenes se fueron marchitando, reblandecidos como abuelos en un asilo.  Ocultos bajo el polvo que los maquillaba como a muertos, de un amarillo falso y espeso, los lomos colgaban, a medio suicidarse, desorientados como gaviotas de tierra.
Aprendí a comer con las manos.  Sustituí el hábito de los platos, inhallables en la torcida pila de trastos malolientes dentro de la pileta de la cocina, por el apoyo de cualquier superficie provisoria.  Devoraba el puré sobre el mantel, mordía las verduras sin enjuagar sobre viejos diarios manchados, masticaba las sobras conservadas en innumerables envases, dentro de la heladera.  La comida fresca terminó mucho antes que la electricidad, pero entonces yo había progresado a las latas de conservas cuyos contenidos aprovechaba con los dedos, o me dedicaba a rascar con una cuchara pringosa las harinas o el arroz recalentado dentro de la olla.
Alguna vez partí en mitad de la noche, en busca de comida, y me acostumbré a detectar las bolsas más recientes para rescatar lo que mis vecinos habían desechado.
Pero pronto perdí el apetito.
Por entonces cerré la puerta de calle con dos vueltas de llave.  No estoy segura si todavía era verano: el tiempo también se había revuelto, estropeado, y sus horas se revolcaban en una misma fiebre persistente, sordas e inmunes a cualquier estímulo.
A partir de ahí, las ganas se me aguaron del todo al olor de los platos embarrados de comida mohosa, de los trapos resecos manchados de verdín sobre la escoba muerta, de las alfombras húmedas, de las sábanas ácidas por el uso, de los vestidos inertes que el aire violentaba impunemente.
Me acuerdo, con precisión que rescato de aquel largo sopor, de haber reparado, una tarde luminosa, en las cuatro o cinco plantitas que había logrado cuidar con afecto tibio durante cierta época; desgajadas de la tierra reseca, recordaban viajeras extraviadas en medio del desierto. Recuerdo más que nada una flor, convertida en polvo, un esqueleto que repartía su ceniza de un rojo azafranado, desde la maceta rota.
Con el último desgano me senté en una silla, frente a la ventana abierta al paisaje repetido de los techos del barrio.  La brisa caliente me traía un bullicio indistinto desde la plaza cercana.
Pensé en los vivos, allá afuera.
Mucho después, sentí que las manos se me llenaban de acariciantes pelusas  apelmazadas: la hora no me dejaba ver más que contornos, pero reconocí en ellas el tacto de mi pelo.  Caía, caía.
Moví las piernas, con suave crujido de rodillas.  Di algunos pasos penosos y llegué al espejo.
Quise encender una luz, por costumbre nada más.  En la penumbra pasé mi brazo escuálido sobre la superficie y me asomé, al resplandor escaso del crepúsculo, dentro de la luna ovalada.
Sabía, antes de mirar, que no encontraría nada.
Dentro del armario abierto busqué el camisón que había sido de mi madre.
Tenía frío y me acosté en la cama.
De espaldas, como todos los muertos definitivos, crucé las manos sobre el pecho y cerré los ojos.



*De Martha Valiente. puertopegaso@gmail.com











AZAR*


Lo inesperado me abraza, teje en mí, me cita con la vida,  saluda para dar vuelta  y reabrir la historia. Matices de los sueños listos  para ser soñados.
Cuerpo que se desarma y vuelve a surgir desde un idioma en el que confluyen dialectos, palabras y silencios de diversos orígenes que se arman y aman en secreto.


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar








*


El mundo
se hizo gris.
Los pájaros,
el aire,
son el rumor opaco
de una realidad
que se empecina
en persistir
inmune,
a la nublada sustancia
que la esfuma.


Mi corazón
en niebla,
se recoge
a esperar el milagro.

Y la lluvia llega
con una entrega mansa
de agua nueva,
a lavar los pájaros,
mi corazón,
la tierra.


*De MARIANA FINOCHIETTO.









MANADAS AZULES*



El relámpago y su fusta golpean
la noche mientras la ansiedad
se come las horas. Y crece.
Escondida, hago míos los silencios.
Los desvisto porque sé que debajo
de ellos está el grito.
Estas voces
que galopan la noche
y parecían monstruos laberínticos,
son cachorros desvalidos
cuando decido oírlos.
Supuse que traían respuestas
pero vienen a respirar en mi vigilia
y se llevan mi sueño de manadas azules
como animales liberados
contra la utopía sin final del horizonte.


*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar









*


a Armando Rojas Guardia



He sentido caer los párpados entre los granos de polvo
al descubrir una sinfonía a destiempo.
He conversado con la sombra del desamparo
– me he posado en sus ruinas.
He mamado el hilo tempestivo de un cello sin cordal
triturada su caja hueca en el pandemonio.
He tensado la cuerda que columpió a la muerte
con fármacos anticolinérgicos a la hora del postparto.
He saboreado letal sal diseminada junto a las bocas de los míos
y aún recorre mi lengua la terneza de los naranjos
– su riachuelo florido de un blanco ángel.
He quebrado la paz tenue en el silbido agudo del padre
donde reposan mis vértigos.
He truncado la ávida memoria con lo “Áspero” de Arráiz
– espeso y rebelde se ha instalado en mis muslos.
Finalmente el festín sobre un lago espectral.
Junto mis manos famélicas y lavo la devastada piel
de la calvicie de los días
porque hirsuta y exhausta he sido feliz.


Natalia Lara.  cpc.larag@hotmail.com




***

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